30, domingo. Junio. Vida de aforista lunático



Acabo de escribir el aforismo de hoy: «La muerte es solo una palabra que no aparece en el estribillo de las canciones». Es el número 221 desde que el día 5 de noviembre del año pasado escribí el primero de su serie. Veo ahora que empecé hablando de una niña que traza alrededor de sí misma un círculo de tiza e inmediatamente da un salto y sale corriendo. No sé si desde aquel día hasta hoy han pasado 221 días. Tal vez sean unos cuantos más. En medio se fundió el disco duro del ordenador y anduve como desorientado una semana. No recuerdo ninguna otra interrupción. Escribir a diario un aforismo es escribirle a alguien una carta. Desconozco quién la recibe, pero mantengo intacto el impulso de comunicarme, sea con quien sea. Tengo la impresión de que el aforismo que he escrito hoy merece ser un final. De hecho, aunque iniciara el conjunto hace ocho meses, hasta hoy no ha aparecido el título que no tenía: «El círculo quebrado». Ha sido curioso. Ha surgido a continuación del aforismo, pero no recordaba en absoluto de qué trataba el primero. Solo al ir en su busca para colocar delante el título he descubierto que era un lema que ya estaba allí implícito desde el principio. Son pues, demasiadas señales. El de hoy ha sido escrito como el final de una serie. De noviembre a junio, casi un curso escolar. 221 aforismos.
     De hecho, esta es la tercera parte de un proyecto que empezó en 2018 con «Ventanas de la Casa Ámbar», aforismos que emergieron de la lectura, de la biografía y desde el universo imaginario de Emily Dickinson. Tuvo una segunda parte, «Un sendero de pálidas estrellas», que dialogaba con la obra de Rosalía de Castro. Aforismos escritos el mismo año, en el que también se inició esta tercera parte, «El círculo quebrado», concluida en 2019. Hoy. La obra literaria que he tenido como referencia para esta serie ha sido la de la poeta finlandesa Edith Södergran.
    No es una elección casual. Las tres poetas —Emily (1830-1886), Rosalía (1837-1885) y Edith (1892-1923)— vivieron en épocas próximas, ancladas en el universo cultural decimonónico, habitaron lugares muy distantes de los núcleos culturales de su época —geográfica y también simbólicamente— y las tres biografías compartieron una clara voluntad de apartamiento. Las tres obras fueron incomprendidas en su momento y las tres han irradiado esplendor sobre el siglo siguiente. Hay más paralelismos. Uno me interesa en especial, las tres poetas escriben a partir de una lengua poética, la de su época, gastada, retórica, artificiosa y masculina. Cuando los escritores varones de su época la utilizan, salvo las excepciones que la historia literaria recuerda, convierten su escritura en un insufrible modelo de lengua poética. Las tres escritoras, sin embargo, a partir de esa lengua insuficiente, excavando hacia su interior —no inflándola hacia el exterior, que es el hábito de sus coetáneos—, consiguieron un milagro: encontrar el camino hacia una lengua personal, expresiva, intensa, comprometida y profundamente simbólica. Se me ocurren algunos ejemplos en otras épocas: Ausiàs March revitalizando en el siglo XV la lengua petrificada de los trovadores o Rilke dando una nueva vida a la lengua poética romántica. Tanto Dickinson como Castro o Södergran realizaron la misma proeza, las tres le arrancaron estremecimientos a la lengua de las estelas mentales.
     Para mí, las tres escritoras comparten otro paralelismo: es posible dialogar con ellas. Sus universos poéticos resultan porosos. Se abren a quien los transite. Responden y escuchan. Su humildad incrementa su altura, del mismo modo que el orgullo de tantos escritores empequeñece sus aciertos. Conviví varios meses con Emily, con Rosalía y hoy cierro ocho meses de lecturas de y sobre Edith. Es un proyecto literario que me ha mantenido encandilado desde el inicio. Creo que cada día le he escrito una carta a Edith Södergran, como antes lo había hecho con Emily Dickinson y con Rosalía de Castro. Como carezco de su dirección las anoto a diario en mi página de Twitter.
    Mañana empieza otro proyecto. El cuarto. También tiene nombre de mujer. Una poeta que nació solo tres años después del fallecimiento —tan temprano— de Edith. 

26, miércoles. Junio. Kronos Quartet



En tiempos, otros, había ido a estas sesiones inaugurales con invitación —del amigo del amigo de un amigo—. Hoy voy de pago. Por eso me toca sentarme en un extremo del teatro griego. El semicírculo frente al círculo soluciona todos los ángulos. Desde cualquier parte se ve bien. En mi asiento, en un extremo, encaro el público entero. No me parece que lo sea del Kronos Quartet, sino de la eventualidad.
    Como volvía a un lugar tras décadas de abandono sentí la tentación de interpretarlo. Un público de funcionarios municipales más unos cuantos políticos. Del mismo ámbito. Anduve paseando entre los grupos antes de sentarme y oír retazos de conversaciones. En general, insulsas. Todo en general me pareció insulso. Diría decadente si estuviera dispuesto a la diatriba. Fue sencillamente como es ahora todo: una anotación en la agenda que se tacha mientras se lee la que sigue. La única razón para hacer algo es cumplir con lo previsto. Ese ambiente.
    Todo hubiera acabado ahí de no aparecer los cuatro Kronos con un programa para funcionarios municipales. Y ganas de acabarlo cuanto antes. También esperaba demasiado de lo que han grabado, de lo que les he escuchado a lo largo de los años. Aquí habían venido a inaugurar un festival de verano y el segundo violín salía con una camisa hawaiana. Traían un plato combinado por programa. Alguna gamberrada erudita, dos o tres clásicos con aires de música de película, una evocación vintage a Pete Seeger y un Philip Glass con los alumnos de la escuela de música que fue eso, exactamente. Solo una pieza me pareció a una altura diferente: Little Black Book, de Jlin. Pero se acabó demasiado pronto.
     Al salir, con la lentitud de tanto seto y tanto parterre en los jardines del Grec, regresé al público. Y comprendí mi error. El que sobraba allí era yo. El único que había cometido la idiotez de pagar para asistir. Pero me reconfortó algo recordar que las entradas eran baratas. Casi como ir al cine. De hecho, es a lo que había ido. A contemplar las proyecciones expresionistas de Alba G. Corral sobre la piedra excavada de la montaña de Montjuïc. Una película muda, claro, con un (insulso) acompañamiento musical en directo.

25, martes. Junio. La poesía como dietario



Hacia el año 2000, más o menos, recibí un sobre tamaño folio desde París. Antes de abrirlo ya suponía que dentro abultaba un manuscrito. Arnaldo Calveyra (1929-2015), el remitente, había estado unos días en Argentina, el primer viaje a su país en mucho tiempo. Volvía un poco mareado y consternado. Había hecho algunas lecturas y de cada una de ellas salía con una bolsa llena de libro. Decenas de poetas jóvenes que acudían con su primer libro al final del acto a entregárselo. Era una ebullición poética que no acababa de comprender. Quiero decir, no entendía qué podía hacer él por tantos poetas que acudían a él todos al mismo tiempo. Estoy convencido de que hubiera mantenido con cada uno de ellos una amistad generosa hasta lo ilimitado, pero tantísimos al mismo tiempo lo desbordaban.
     En aquella visita, me había dicho por teléfono, unos «muchachos muy simpáticos de Córdoba» le habían preguntado si no tenía un manuscrito inédito que ellos pudieran publicar. Nada más oír el nombre de la editorial, Alción, me apresuré a decirle que tenía dos o tres títulos publicados ahí, que había encontrado no sé muy bien por qué razones del azar, y que me gustaba mucho cómo editaban y la línea que seguía su catálogo. Pero ese no era el motivo de preocupación. También a él le gustaba la editorial cordobesa de Argentina. Su recelo era sobre el libro que podía enviarles. Lo había escrito en 1962 —es decir, el libro tenía casi los mismos años que yo entonces—, tras la muerte de su madre, y dudaba si no sería un texto en exceso sentimental. Era el manuscrito que tenía delante nada más abrir el sobre, El libro de las mariposas. Quiero copiar aquí el primer poema, porque nada más leerlo sentí temblar el suelo bajo mis pies: «No me has encontrado, me anduve empapando de rocío. Temprano irisado. / Iba cantando, iba contándome, iba abriendo maizales con el canto al canto. / Los perros lo toreaban a Dios de tan visible.»
     Son tres versículos —la forma preferida por el poeta— que hablan de antes de que llegara la noticia. El primero lo sitúa en relación a la madre, que no lo pudo encontrar porque estaba empapándose de rocío, lejos de Mansilla, en París. El segundo es una referencia al libro que estaba escribiendo entonces, Maizal de gregoriano. Así como los dos primeros son referencias concretas, el tercer versículo abre el discurso hacia la comprensión del tiempo, a través de una metáfora de cuño personal propia de su estilo: una época, antes de la noticia, tan diáfana que hasta Dios era visible. Estas pequeñas conclusiones generalizadoras de carácter metafórico, frecuentes en su poesía, eran constantes también en su conversación. De cualquier cosa que se tratara, Arnaldo la cerraba con una frase que lo abarcaba todo con una única imagen, como esta, llena de plasticidad casi pictórica.
     No puedo recordar qué le dije sobre El libro de las mariposas, pero me encantó. Y no sé qué me sorprendió más, si los cuarenta años que llevaba el libro en un cajón o las dudas que le suscitaba un texto que me pareció casi sublime, uno de sus mejores libros, sin duda, y uno de los grandes poemas elegíacos contemporáneos. En 2001 lo publicó Alción en Argentina y en 2004 Le Temps Qu’il Fait en Francia, en una espléndida edición bilingüe. Al año siguiente aparecería la primera edición del original de Maizal de gregoriano, escrito también a principios de los sesenta, en Adriana Hidalgo Editora, el primero de una fértil colaboración entre poeta y editor que le llevó a la impresión de varios títulos importantes, a la impresionante Poesía reunida (2008) y al libro que acabo de leer ahora, Diario francés. Vivir a través de cristal (2017), el primero publicado con carácter póstumo por su familia.
     Antes de seguir con este hilo el laberinto de la memoria quiero detenerme en el recuerdo de una noche. En Barcelona. En aquella época venía cada mes de mayo para consultar con su agente, Carmen Balcells, la marcha de sus libros y con su editor en España, que le había publicado El hombre del Luxemburgo en 1997 y reeditado en Argentina la novela La cama de Aurelia en 1999. A raíz de estas ediciones el editor le había propuesto un contrato en exclusiva para que su obra se publicara completa entre España y Argentina. Todo estaba preparado para la firma durante su visita de aquel año. El día señalado habíamos quedado que lo recogería cuando saliera de la editorial y que nos iríamos a cenar para celebrarlo. Allí le esperaba, a la hora acordada, pero Arnaldo solo llegó en su leve apariencia física. Respeté el silencio y también el hecho de que prefiriera que no fuéramos a ninguna parte. Como en las mejores paradojas, arranqué el cuatro latas y anduve, no sé, varias horas dando vueltas por las avenidas mientras anochecía. En aquella época conducir por la ciudad aún podía considerarse un placer. Era ya una hora tardía cuando detuve el coche porque Arnaldo había empezado a hablar. De hecho, no había demasiado que explicar. El editor —en este caso, el empleado que editaba los títulos de la colección de poesía— le dijo que la editorial —en este caso, la empresa para la que trabajaba el empleado— se desdecía de todo lo pactado y no iban a publicar ningún libro suyo, ni siquiera los que ya estaban en marcha, ni aquí ni en Argentina. Quiero recordar aquella noche, en la calle Balmes, los dos sentados en el coche sin saber cómo digerir lo ocurrido. O qué hacer a continuación. Debió ser la primavera de 2002 o 2003, no sé. Un contrato parecido apareció poco después con la editorial argentina Adriana Hidalgo editora, y supuso la superación —a los 75 años— del doble obstáculo que había lastrado toda su vida de escritor: no solo el que sus libros hubieran permanecido décadas inéditos, sino también de que los títulos publicados habían aparecido en Francia y en francés, algunos sin siquiera edición bilingüe, como Maïs en grégorien (2003). Un poeta tan lejos de sus lectores.
    Ahora, cuando los siete libros publicados por Adriana Hidalgo han aclarado definitivamente no solo su obra poética, sino también su obra de literatura infantil, aparece, póstumo, Diario francés. Vivir a través de cristal, el libro que he acabado de leer hoy, cuya edición había despertado en mí los recuerdos —llamémosle contexto— que preceden. Las dificultades de edición externas y la exigencia interna, los libros publicados y los libros inéditos por decisión propia. Diario francés —me gustaría decirlo cuanto antes porque la opinión me quema dentro— es una obra maestra de Arnaldo Calveyra. Con la que convivió —acaso la revisaba cada cierto tiempo, corregía minucias, dudaba y solventaba la duda devolviéndolo al cajón— los mismos años que he vivido, pues ambos, el libro y yo, compartimos edad.
     El tiempo que recoge el Diario francés fueron los dos años con nombre propio en su biografía. Los conocía bien de su conversación, que allá por donde anduviera siempre se remontaba hacia ellos, como un epicentro biográfico y poético. 1959. Llega a París con una beca para estudiar a los trovadores —capítulo primero del libro—. Tiene un problema grave de salud que le obliga a la hospitalización —capítulo segundo— y después a un largo retiro en un paisaje de montaña —capítulo tercero—. Luego regresa a su vida parisina —cuatro capítulos siguientes—, y aunque en alguna ocasión piensa en volver «allá», Calveyra entrelaza la trama de amistades, cultura y política que le conduce, en 1960, a la decisión más determinante de su vida. No regresar a Entre Ríos. Aunque, una vez concluida la beca, tenga que vivir de las monedas que le dejan los turistas a sus dibujos con tizas de colores, copias de obras pictóricas célebres, sobre las aceras de Notre Dame.
     Hay dos diarios en Diario francés. Las tres primeras partes conforman un diario poético. Posiblemente ni siquiera sea un diario, sino un cuaderno de anotaciones. Calveyra renuncia, desde el principio, a cualquier concreción del espacio o del tiempo —cuando aparecen son tan concretas, tan de un presente, que dan la vuelta a la idea diarística de una descripción: «Las doce. Y los peces tuvieron de pronto miedo del gran parque abierto, tan claro. El agua siguió brotando»—. Más que un ejercicio memorialista parece un adiestramiento de la mirada —una entrada dice: «Miradas, miradas, miradas»— en cada una de las tres vicisitudes que se han citado: descubrimiento de París, vida de hospital, sanatorio montañés. Arnaldo en sus anotaciones diarísticas aprende a sincronizar lo vivido con la escritura; es decir, realidad y lenguaje. Este aspecto resulta capital en un poeta que renuncia desde el principio a la escritura como descripción de la realidad y vira su poética hacia un lenguaje que interpreta, en el doble sentido de dar un significado a lo real, pero también al de traducirlo al idioma poético. Desde este punto de vista, el Diario francés se lee como el epicentro de toda la obra poética de Arnaldo Calveyra, cuyos títulos esenciales empiezan a ser escritos justo cuando pone el punto final a este dietario. Es decir, cuando ha sincronizado la mirada poética —lingüística— con la mirada existencial. Razón por la que el Libro de las mariposas, por donde había empezado este comentario, es un título emblemático: allí donde lo elegíaco exige en la mirada poética una exacta sincronía con la existencial: «No me has encontrado, me anduve empapando de rocío…».
     Esta primera parte del Diario francés está llena también de anotaciones de poética, algunas de gran relevancia para la construcción artística que Calveyra iniciaba en su primerísima época parisina. Por ejemplo, ahondando en la idea esencial de su poesía: «Cuando el literato haya visto que en su oficio el hombre vale tanto como su lenguaje, una tranquilidad nos sobrevendrá: la de crear en el hombre. Quizá, la de encontrarle una nueva retórica, más simple, más despojada». Una formulación paradójica con su tiempo, la de una poética de vanguardia que ha de suponer un nuevo humanismo. La humanización (a través del lenguaje) de la deshumanización (del lenguaje).
     Los cuatro capítulos finales del libro van adquiriendo un tono diferente. El poeta se convierte en cronista: «Escribo una especie de diario con mis impresiones de Francia. Naturalmente, podría llegar a ser buen periodismo». Las observaciones sobre la vida urbana, el carácter francés, lo argentino, el aquí y allá, las injusticias de la época… resultan al cabo un segundo aprendizaje poético. El moral. El conjunto de ideas que estructuran el pensamiento, cuya interpretación, eso permanece siempre presente, ha de resultar lingüística. Es decir, poética.

13, jueves. Junio. Richard Learoyd en Fundación Mapfre de Barcelona



En las salas de la Fundación Mapfre se ha podido admirar en los últimos años la obra de grandes fotógrafos del siglo XX. Conocer la obra de un clásico —la fotografía los acumula todos en menos de dos siglos— produce sensaciones contradictorias. Se aprende y al mismo tiempo uno se decepciona de sí mismo y de su época. Abre una puerta y al mismo tiempo la cierra. Una fotografía enseña a mirar, pero también impide repetir la mirada. A la que quizá uno se estuviera acercando poco a poco, o en la que reconozca otras miradas posteriores que a partir de aquel instante pierden el interés que le hubieran despertado. La historia de la fotografía, menos explícita que la del arte o de la literatura, es fértil en estos diálogos con uno mismo y con su época. Cualquier gran fotógrafo que se descubre reordena la historia del mirar.
    Cuántas ocasiones, ante una placa de los años cincuenta uno se siente feliz y perplejo. Por lo que aprende y por lo que no podrá lograr, porque ya está conseguido. Y aún puede sumar una tercera sensación: con qué sencillez alcanzan los clásicos sus logros, frente a un presente de la fotografía donde la novedad parece siempre enfática. En los tamaños, en las decoraciones, en la saturación ya no solo de los colores sino también de los asuntos tratados. El pasado hace incómodo el presente, a veces.
     Sin saber muy bien quién es Richard Learoyd entro en la Fundación Mapfre para la exposición que acaban de inaugurar. Dos días después, una mañana de jueves. Solos en la sala el vigilante, Marisol y yo. Me cruzaré con algún otro visitante, pero me sobra una mano para contarlos. A partir de la primera fotografía que veo, una familia gitana en el campo, junto a su carromato cubierto por pancartas publicitarias en funciones de lona («Grupo familiar», 2016), ya sé que quiero saber más cosas de aquella imagen en la que los niños salen movidos, como en las placas que desechaban los primeros fotógrafos. Lo primero que me llama la atención es la fecha. Todas las piezas que voy a ver son del siglo XXI. Mi pesimismo sobre la época disuelto en el acto. No existe ni un ápice de énfasis, solo sencillez y grandiosidad clásicas, en la mirada de Learoyd. Y extraordinaria originalidad. Sigo por las fechas: nació en 1966. Compartimos generación. Eso me emociona.
    Poco a poco descubro los detalles técnicos de las fotografías, extraordinarias, que veo. Richard Learoyd trabaja con una cámara oscura de grandes dimensiones construida por él mismo… en la época de los móviles con cuádruple objetivo. Sus piezas, de tamaño casi real, no son ampliaciones —ese manierismo de tantos fotógrafos actuales—, sino las dimensiones de la fotografía en la cámara oscura. Y tampoco pueden ser ampliaciones porque trabaja sin negativo, son fotografías únicas. No pueden existir copias. En la edad de la reproducción infinita del desbordamiento digital, cada fotografía de Learoyd es pieza única, es decir, un cuadro. Mi entusiasmo crece por momentos. Alguien tiene que decir en voz alta lo que esta manera de entender la fotografía está diciendo, que cree en la herencia del artista que elabora las condiciones de su arte, que cree en el valor de lo que es único, de lo que no se deja alterar, que cree en la mirada desde la intimidad. Es decir, alguien tiene que decir por nosotros que no cree en la dictadura tecnológica y uniformadora de la época y que existen caminos fértiles fuera.
     Resulta evidente que el diálogo de Richard Learoyd con la pintura alcanza una densidad sorprendente. El catálogo menciona los pintores que han ayudado a afinar su mirada, desde el barroco holandés hasta Francis Bacon, pasando por quien tal vez sea su más intenso maestro de fotografía, Ingres. Sin embargo, el auténtico diálogo con la pintura de su obra no es erudito ni temático. Es morfológico. Son texturas. Así como la pintura ha presagiado, primero, y ha emulado, después, la existencia de la fotografía en una avinagrada convivencia en la que no siempre la mayor, la pintura, ha sabido mantener las formas ante la menor en edad, la fotografía, Learoyd consigue darle la vuelta a este absurdo debate conceptual. Y con humildad emprende el camino de regreso desde la fotografía…. ¡hacia la pintura! Sus composiciones, sus retratos, sus bodegones, sus fondos, la textura imperfecta que ofrece la cámara oscura entregan a la fotografía el aura propia de la tradición pictórica. La suya es una fotografía que abandona la fotografía para regresar al óleo, al sfumato. Y todo en el siglo XXI.
    El ahondamiento en la tristeza, el tema más persistente en la obra de Richard Learoyd, paradójicamente me devuelve el optimismo de época.


12, miércoles. Junio. «Jardim da Parada», de Manuel de Freitas y su presagio



«Detesto los festivales literarios, pero consigo que me gusten algunas ferias del libro». Con esta frase inicia Manuel de Freitas el prólogo a Jardim da Parada, una plaquette de textos y dibujos de feria de libro. De quien se ha sentado detrás de una mesa con novedades a la venta.
     El Jardim da Parada es un pequeño y frondoso parque lisboaeta, en el Campo de Ourique. Ocupa el breve espacio de una manzana de casas, pero cuenta con un kiosco de música, una preciosa estatua de la revolucionaria Maria da Fonte, un estanque con patos y un árbol prodigioso, un pohutukawa, un tipo de mirto que se extiende por el espacio como una jaima en el desierto. Cerca de aquí, a dos calles, vivió un tiempo Maria Gabriela Llansol y le gustaba pasear en verano por la umbría del parque y sentarse a leer, o a escribir en las páginas de un cuaderno escolar, al cobijo de este árbol enigmático y barroco.
    Y una vez al año, se celebra en el Jardim da Parada un mercadillo de libros. Manuel de Freitas, editor de Averno, se sienta y fuma mientras observa cómo la gente pasa. Y esos pensamientos los ha puesto por escrito y ahora, cuando los leo, tengo la sensación de haberlos vivido. Recientemente, además. Hace tres días, de hecho. El sábado pasé la mañana dentro de la caseta de mi editor en la Feria del Libro de Zaragoza. Había allí expuestos unos cuantos ejemplares del título que me acaba de publicar. En cierto momento se acerca una pareja a mirar libros. Ella toma el mío con cierto interés y le dice a su compañero: «Mira, pájaros». Lo abre, lo ojea y añade: «Es poesía» con tono de desengaño.

7, viernes. Junio. Presentación de la «Obra poética» de José Carlos Cataño



En ocasiones lo que se dice en un acto donde se presenta un libro, y al que se ha acudido con la inercia de ir a oír leer unos poemas, cobra una extraña dimensión. José Carlos Cataño afirma que va a añadir muy poco y, sin embargo, traza un sorprendente autorretrato que al cabo resulta tan preciso que no solo le dibuja a él, sino a una forma de comprender la poesía que la época está haciendo trizas a pedradas.
     Explica su relación con el lenguaje. No voy a poder reproducir sus palabras ni me arrogo oficio de periodista. Evoco solo lo que le entendí. La escritura prende en resquicios. El poema habla de cuanto el sujeto no logra decir de sí mismo. Parece una poética mística, pero el valor de la apreciación es más amplio. El poema no existe para decir lo que se pueda contar en un diario, en un relato, en un diálogo. El poema existe para decir del sujeto lo que acaso no sea capaz de expresar quien lo escribe. En los resquicios prende, también, de la tradición. Solo lo no escrito antes por nadie tiene sentido concretarlo en escritura. En los acantilados frente al océano no hay eco. Es lo que me pareció entender. Una idea que ilumina, aunque el viento de la época se encarga de soplar reciamente la opción antagónica: la escritura de regadío, en la que lo trivial suplanta a lo esencial y la multiplicación de los ecos a la voz solitaria.
     En su relación con la poesía enseguida oímos lo que no cuenta, pero se advierte cada vez que pronuncia la palabra Canarias. Cataño es un poeta desheredado de su lugar. Es una pérdida algo más compleja de lo que parece a primera vista. Es cierto que salió siendo estudiante de la isla, del centro alto de la isla —La Laguna—, y el resto de su vida ha transcurrido lejos. No es esto lo significativo. Porque él ha vuelto con frecuencia a su lugar de nacimiento. Por ejemplo, de modo urgente, unos meses después de salir, por el fallecimiento de su madre, cuya elegía emociona oírle leer esta tarde. El lugar que Cataño parece haber perdido no es La Laguna de quien ha vivido en Barcelona, sino La Laguna de quien vuelve a La Laguna. Desde este punto de vista, Cataño es un poeta emblemático del siglo XX. El siglo del desplazamiento. La escritura es la incesante recuperación mítica del espacio del que el poeta ha sido apartado. Quizá, arrancado. Algo que en el XXI cada vez va a ser más difícil comprender desde su condición inicial de siglo de las herencias: del todo está donde tiene que estar, si la conexión es buena.
      Cuando me he sentado a escribir esta crónica parcial de la lectura poética de José Carlos Cataño solo tenía interés en contar lo que más me impactó… sobre lo que nada he dicho hasta ahora. Cómo encontró el resquicio donde estaba prendida la voz de uno de sus libros, central para Jesús Aguado, quien lo acaba de presentar. Se trata de El cónsul del mar del norte, el tercero de seis, publicado en 1990. Nos cuenta Cataño, ahora sí sigo sus palabras, que en un paseo por la parte más recóndita y rocosa de las laderas del Teide descubrió una cabaña medio derruida. Guiado por una atracción irresistible, e irresponsable, entró. Permanecían entre los escombros del techo caído los enseres de quien fue su habitante. Entre ellos, una pequeña colección de libros de bolsillo en alemán. Estos y otros objetos conformaron en su mente una voz que empezó a escribir en aquel momento, incluso el título, allí descubierto entre desvalidos vestigios.
    Similar experiencia tuvo en el Hierro, ante la remota cabaña que ocupó un artista solitario y lunático durante años. Ahí, en lugares como estos, habita la poesía. El descubrimiento es luminoso. No reside en el lugar donde se presiente que el yo ha sido desposeído de una herencia, sino al contrario, donde el lugar ha sido desposeído de quien lo habitaba. Esta es la eterna elegía que late en los versos. La del lugar que guarda de quien escribe solo enseres abandonados —los libros que leyó, la lámpara que le iluminaba ahora con la bombilla astillada, acaso el sobre de una carta que hubo recibido—. La escritura no es más que la proyección sobre las palabras del hueco que ha de quedar en los lugares a los que hemos pertenecido y nos conforman. El tiempo, por otra parte, solo es la canción que suena en la radio mientras el espacio actúa.
     En ninguna parte estaba previsto que en una lectura de poesía emergiera el rostro ubicuo de la poesía. Pero tampoco se puede descartar, a priori, que algo así no pueda ocurrir. Y no siempre uno es consciente de ello.