26, miércoles. Mayo. ¿Los autorretratos de Vincent van Gogh son su diario?


Ayer recibí los ejemplares de un libro recién impreso. Una preciosa edición de Juanjo Martín Ramos, mi editor «de cámara». Por la noche me siento y leo unas cincuenta páginas. La primera lectura de un libro, normalmente la única, reconozco que es una sensación, aunque no sabría adjetivarla. Una sensación, sin más. No siempre grata. He corregido seis juegos de pruebas de imprenta, y ahora leo frases, expresiones, palabras que me veo capaz de mejorar. ¿Por qué el libro que se podría escribir es siempre mejor que el que se ha escrito? Donde de verdad disfruto es en los pasajes que no recuerdo en absoluto. De muchas entradas del diario reconozco lo que leo, pero en otras es como si las leyera por primera vez. Y se cuelan en el espejismo de que sea yo mismo un lector mío. No como otro leyéndome a mí, o yo leyendo a otro, sino siendo yo mismo quien lee a otro escritor que resulta que soy yo. Creo que me he adentrado en un galimatías. Mejor dejarlo.

Desde hace algo más de una década inicio cada año, en enero, un proyecto literario. Nada ambicioso ni una novela, ni en ensayo, nada de eso—; una simple serie. Un año fueron haikus; otro, epigramas. Cosas así, leves. Que no pese dejarlo guardado después en un cajón. Tampoco es un proyecto privilegiado, simplemente es un propósito para distinguir, en algo, un año de otro. A finales de 2018 se me ocurrió escribir un diario. Cronológico, al uso, convencional en todo. Pero como era una serie, alguna condición debería cumplir. Resultó, en este caso, obvia: que fuera diario, literalmente. Sin saltarme ningún día. Sin festivos.

El uno de enero de 2019 escribí la primera entrada. Un par de folios. Por la noche los descarté. Ocurrió lo más desalentador: carecía del tono que quería y de tiempo para conseguirlo. Aunque reparé en un par de líneas de lo redactado que me gustaban. Borré lo demás y ahí vi, agazapada, la melodía que deseaba para este libro. La mañana del dos de enero, de vacaciones navideñas, escribí otro folio. Lo revisé al anochecer y no tuve que añadir ni quitar nada. A los diez días, multipliqué lo que había escrito por 365 y me asustó el volumen de páginas que podría tener mi diario. Aquel volumen carecía de sentido, había dejado de ser un proyecto leve. Seguí escribiendo, pero con la certeza de que tenía que acotarlo: «cien días». El universo en una brizna de hierba.

         Elegí escribir en 2019 un diario porque presentí que era el último. De hecho, hasta ahora, lo ha sido: el 2020 amaneció con el regalo envenenado de una pandemia que impuso graves alteraciones de la vida cotidiana que aún no han desaparecido. No fui tan vidente, claro. El 2019 era el último curso que impartiría íntegro, después de treinta y cuatro años de dar clase. No había formado parte mi oficio de mi mundo literario. Es cierto que en dos novelas —Al oeste de Varsovia y Doménica— hay un contexto académico en la trama, pero queda tan lejos de mí como cualquier otra profesión que aparezca en estas u otras novelas. Solo si escribo un diario, pensé, podré hablar de mis horas docentes reales. Fue el propósito. Luego, he comprobado que apenas le dedico alguna que otra entrada a las clases, pese a haber sido el contexto necesario de todas ellas, porque al escribir día tras día, sin interrupción, se descubre que lo presencial, aunque ocupe muchas horas, resulta nimio al lado del pensamiento. Lo que apenas consume tiempo real con frecuencia se extiende hacia el infinito por el tiempo mental. Y este vive como un monje benedictino copiando la escritura del pasado sobre el pergamino de la memoria. Es lo que el diario ha acabado enseñando al profesor: la mayor parte de las horas que uno transita ocurren en medio de un desierto de hechos insignificantes. La presión de la escritura continua acaba olvidándose de la descripción de anécdotas para adentrarse en los enigmas del autorretrato. Es lo que refleja el río cuando uno se asoma a sus aguas con la intención de verlas pasar.

16, domingo. Mayo. Plaza de la calle de la Marquesa

Hay un aforismo del poeta José Manuel Benítez Ariza que parece escrito a propósito para este espacio: «La soledad: esa plaza bien soleada a la que otros se asoman y la creen vacía, cuando lo cierto es que es la propia plaza la que se llena de sí misma». El «vacío» de este lugar no es solo físico, sino quizá también metafísico: la única plaza de la ciudad que no existe en ningún mapa. Carece de nombre. Aunque posea todos los significados que permiten identificarla como plaza: un rectángulo perfecto inscrito en el trazado de las calles, subrayado por un marco de jacarandás a cuya sombra reposan algunos bancos; no muchos, tal vez, para subrayar su condición de solitaria. Y en medio, una fuente. Una fuente corriente, sin más entusiasmo decorativo que el estilo municipal, pero centrada sobre un óvalo de losas claras. Una plaza llena de sí misma, pero vacía de nombre.

         Me pregunto, en esta plaza a la que solo está mirando un soso edificio de Aduanas, de qué está llena. Enseguida me he dado cuenta de que me gusta pasear por ella porque conserva el adoquinado antiguo, el que cubría la ciudad cuando era un niño. Un empedrado odioso porque obligaba a ir dando saltos a los automóviles, que prefieren la uniformidad del asfalto de carretera. El adoquinado, que es el pavimento propio de las ciudades, transmite a las plantas de los pies la irregularidad de su hechura convexa, y a los ojos la locuacidad de la piedra, aunque talladas iguales, cada una refleja la luz de manera diferente a las demás. La plaza que hay en la calle Marquesa está llena de pasado. La propia fuente también lo ensalza. Y la acera del tramo longitudinal que no está flanqueado por vía de tránsito, sino por el lienzo de un edificio, está cubierta por las losas cuadradas de piedra blanca que antiguamente pavimentaban las aceras, y en cuyas ranuras asoma cuadriculadas hileras verdes de hierbas y maleza en miniatura, signo de que ya no se transitan.

         Proporcionan los jarcarandás una sombra desordenada en verano, por la que es difícil transitar dada la escasa altura de las copas, y en su frondosidad pintan la plaza con un matiz oscuro y grave. Su esplendor, que lo tiene, es efímero. Apenas dura un par de semanas en la segunda quincena de marzo, durante el florecimiento de los árboles. Una luz morada invade el aire y también el adoquinado, que se transforma. Los pétalos caídos parecen reflejar, desde un estanque misterioso en el que se hubieran convertido las piedras, las ramas florecidas. Nombre no lo tuvo nunca, pero sí función. Cuando la estación que está enfrente, en su costado oeste, era la estación central de la ciudad y no una parada urbana más, en sus bancos se acomodaban viajeros al cuidado de maletones sujetos con cuerdas aguardando que colocaran en la vía correspondiente el tren indicado en los billetes que sobresalían en el bolsillo de la camisa. Esta pequeña y grata plaza era solo un momento en la espera. Cuando los vagones empezaban a temblar y los herrajes a gemir bajo los asientos de segunda, nadie iba a recordar el trago de agua bebido en su fuente. Este es el nombre verdadero de esta plaza: Olvido. Esa plaza que se abandona para partir hacia otro destino.

10, lunes. Mayo. Saul Leiter: cuaderno de notas


1. Existen épocas adánicas en las que artistas y escritores creen haberse inventado el arte y la literatura. Algo así ocurrió en «los legendarios años sesenta y setenta». La ironía del adjetivo le pertenece a Cynthia Ozick (1928), novelista neoyorquina y audaz crítica literaria, que sigue pensando: «Para asegurar el estatus de su subversión literaria, esas décadas se vieron obligadas… a denigrar y despreciar, y a veces a hacer volar por los aires, a su predecesora inmediata, la década del 50». Años —continúa— «mediocres, constreñidos… conformistas, olvidables y rancios», según opinaban los adánicos recién llegados entre aullidos y chascarrillos de autoestopistas. «La realidad fue todo lo contrario, y de manera sublime. De hecho, fue la Era de la Poesía, una exaltación y un pináculo; desde entonces no ha habido otro». Acierta Ozick, que está pensando en T.S. Eliot y en W. H. Auden, pero a mí me parece que no existe mejor presentación para un fotógrafo de los años 50 que no desentona escondido en la Era de la Poesía: Saul Leiter.

2. La fotografía es, en esencia, melancólica. Se suele creer que es porque muestra el pasado. Quizá. En la fotografía analógica, que requería un tiempo entre el disparo y la visualización de la imagen, parece ser así. Pero esa no es su esencia; si no, hubiera desaparecido con la fotografía digital. Su inmediatez, facilidad e ingente cantidad hace que esta ni siquiera tenga oportunidad de reflejar el pasado. La gestión de tal volumen lo hace difícil. Pero, las buenas fotografías digitales, entre tantísimas triviales, poseen un poso melancólico. Es la melancolía del presente. Solo quien dispara puede entenderlo. Lo que aparece en la imagen siempre es un instante que el sujeto no ha visto. De hecho, porque no es posible verlo. La velocidad de captura de cualquier cámara es tan rápida que refleja un fragmento de tiempo que el ojo humano no puede distinguir. Sería como intentar contar décimas de segundo en un segundero convencional. Entre un segundo y otro, no se consigue determinar una secuencia sin el uso de las máquinas. Resulta imposible. Pero la cámara sí ve en esa frecuencia lo que quien dispara no ha visto. Ese es su poso melancólico.

3. Las fotografías de Saul Leiter muestran características idénticas a las de poetas de los 50, como Auden: un trabajo formal intenso, minucioso, pero imperceptible; una ironía constante y profunda, incluso metafísica; una proximidad cotidiana que se manifiesta como una incesante fuente de sorpresas; y la presencia de un yo muy sutil, que al mismo tiempo que se advierte, se desconoce: solo del yo se sabe que se ha escondido.

4. «Era la Era de la poesía, —recuerda Cynthia Ozick— precisamente porque todavía será la era de la forma, cuando la forma, incluso si era abandonada, estaba allí para ser abandonada… Y la forma… significaba, al fin de aspirar a lo ilimitado, la presión de los límites». Es difícil no pensar en Saul Leiter al seguir los pasos de este análisis literario. Hay en todas las tomas del fotógrafo un control tan estricto de los límites de la mirada que permite que fluya en su interior, como entregado a su propia improvisación, lo ilimitado en la vida cotidiana.

5. El recurso técnico —su manera de interpretar la era de la forma— más sorprendente es una suerte de doble encuadre. Sobre el fotográfico, que suele ser el que establece las relaciones formales, geométricas, en la elaboración de la imagen, Leiter traza un segundo encuadre, que ya no se corresponde a la fotografía —incluso deja zonas extensas del cuadro ciegas, sin imagen—, sino a la mirada. Un procedimiento que sobrepone al encuadre de la cámara el auténtico encuadre del fotógrafo, que dispara detrás de una cortina, en lo alto de un balcón, a través de una ventanilla de automóvil, desde dentro o desde fuera de lo observado. Vilém Flusser (1920-1921), filósofo de la fotografía, dejó pensada una acusación sobre el acto de fotografiar, vinculado más a la programación de la cámara que a la voluntad del sujeto: «en el gesto fotográfico la cámara hace lo que quiere el fotógrafo, y el fotógrafo debe querer lo que puede hacer la cámara». Lo escribió en 1983. Treinta años antes, Saul Leite ya se había planteado mirar al margen del encuadre de la cámara. Se limitó a esconderse para fotografiar y esa fue su manera de descubrir lo ilimitado.

6. Flusser había afirmado también que «la condición cultural está encerrada en el acto de fotografiar, no en el objeto fotografiado». Es una obviedad que aún no parece haber aprendido nadie. A veces reviso las redes sociales donde personas de toda condición cuelgan sus fotografías: en la mayoría aparecen ellos, a distancias que impiden haber alargado el brazo para tomarlas. Un retrato, ¿es la fotografía de quien posa o la de quien dispara? ¿O lo es de la marca de la cámara, como opinaba Flusser? Obviedades teóricas que la práctica convierte en incomprensibles. No es fácil, desde luego, desentrañar la subjetividad de quien dispara, pero Leiter consigue en cada imagen que no se atienda a lo representado sino a aquellos pensamientos que tuvo el fotógrafo en el momento de disparar desde su escondite. 

7. Un elemento esencial de la poética de Saul Leiter es la devoción por lo fortuito. El pensamiento filosófico de las generaciones anteriores a la suya les llevó a pensar una historia posible que dinamitara el punto de vista jerárquico. La intrahistoria. En el pensamiento fotográfico contemporáneo a aquel movimiento intelectual primaba lo contrario, el posado. Obligado, es cierto, por las exigencias de la cámara. Pero también la fotografía de exteriores mostraba no solo el tiempo detenido, sino también construido. La ciudad de Eugène Atget posaba para él durante las horas de la madrugada que elegía para mostrarla completamente vacía. Leiter, que forzaba ángulos, empañaba cristales, daba protagonismo a los reflejos, adoraba los paraguas, entorpecía la visión… prefirió siempre lo ocasional a lo monumental. Esa es la frescura de su ciudad, tan vital en la década de los cincuenta como hoy mismo. Resulta sorprendente cómo en lo nimio de la vida urbana descubre lo único perenne.

8. Como fotógrafo formado en la segunda mitad de la década de los 40, las primeras placas de Saul Leiter son en blanco y negro. Lo que sorprende en esta época inicial es constatar que carece de clasicismo en su aprendizaje. Junto a las incipientes fotografías urbanas, capta también interiores íntimos con desnudos femeninos. No aprovecha, sin embargo, esta circunstancia sosegada para preparar la toma, ni siente la tentación de crear una expresión concreta con la imagen. Aunque tomadas en la misma estancia, se diría que son fotos robadas, disparadas aprovechando un descuido de la modelo, mientras la cotidianidad trascurre a su alrededor. Distorsiona encuadres, aleja lo que parece exigir primeros planos, o acerca tanto la cámara como para que este declare su impotencia a la hora de retratar un cuerpo. Prefiere mostrar gestos ausentes, posiciones abúlicas, instantes de desidia. Se diría que aprende a ser vanguardista antes que a ser fotógrafo.

9. En los años 50 asume el color con naturalidad. Creo que no existe transición más corriente en la historia de la fotografía. En 1946 Leiter había llegado a Nueva York, desde su Pittsburgh natal, con tubos, lienzos y paleta de pintor. Y ya en sus fotos en blanco y negro recurre a todo tipo de recursos (desenfoques, granulados, contrastes) para conservar una impresión pictórica de la imagen. Cuando llega el color, lo extiende por las superficies captadas con la misma técnica, como si los objetos carecieran de cromatismo y fuera el fotógrafo quien coloreara con tenues pinceladas cada detalle. Hasta es posible que en la ciudad existan los colores de Saul Leiter, pero quien los admira cree que han nacido todos de la paleta de pintor extraviada poco después de llegar a Nueva York.

10. Hay algunas buenas fotos con la imagen de Saul Leiter. Si un fotógrafo no sabe a quién ha de dejar que le retrate, mejor olvidarlo. En la que prefiero ni siquiera aparece con rostro joven y con la carismática Reflex TLR entre las manos, sino que tiene 87 años y maneja una DSLR como cualquier turista con buen sueldo. La foto es de Margit Erb, en 2010, y en ella aparece Leiter agazapado, en una calle de Nueva York, tras una pared negra, con abrigo de invierno y mejillas enrojecidas por el frío, no se sabe muy bien si el de aquel día o aún por el helor de las nevadas en los años 50, de las que no se perdió ninguna.

11. A las fotografías de Leiter se las puede considerar poemas no por el tema que puedan tratar, ni siquiera por la sutileza o primor de sus tonos, sino por las implicaciones literarias que tiene su lectura. Pondré un ejemplo: hacia 1950 fotografió desde un balcón (tal vez un segundo piso, porque permite que se vea un fragmento de la baranda del primero) una calle nevada cubierta de huellas: Footprints es el título. Por el extremo superior derecho, de un encuadre vertical, está a punto de salir de la imagen una persona (una mujer, parece) que camina bajo un paraguas rojo. La foto es esa mancha superior roja, redonda, sobre una lámina blanca. La experiencia visual de la foto no remite al clima ni a la vida urbana, sino directamente a Perceval, quien vio cómo del cuello de una oca caían tres gotas sobre la nieve que le recordaron el fresco color en el rostro de la amada. O quizá recuerde unos versos de Luis de Góngora: «Invidïosa sobre nieve, / claveles deshojó la Aurora en vano». O, ya en época contemporánea, evoque al rapsoda sueco Bruno K Öijer, que vio cómo un ciervo herido lamía «pétalos rojos en la nieve», o a las huellas rojas que deja en un poema Francisco José Martínez Morán tras haber «pisado cristales con los pies / descalzos». En todo caso, el mejor comentario de la fotografía quizá lo presagió un aullido de Miguel Hernández sobre el helor de la madrugada: «El tiempo es sangre».


7, viernes. Mayo. Plaza Olèrdola

Plaza secreta, solitaria. Se llega caminando por el centro de la calzada, dado lo diminuto de las aceras. Solo de vez en cuando suena un motor o se refleja delante un foco luminoso y eso indica que se acerca un coche y hay que apartarse para dejarlo pasar. No se cruza uno con nadie por las calles. Barrio de casas de dos plantas, unifamiliares, con espacio bien cuidado alrededor. Una mujer recoge limones con una vara con gancho. Estilos arquitectónicos raros, es decir, casas sin estilo, pero con reformas más caras que la construcción. En algún solar han aprovechado todo el terreno para elevar un edifico de cuatro plantas que afea. No parece que se esté en Barcelona, sino que ya se ha llegado al pequeño pueblo de valle en zona montañosa donde se quiere pasar el fin de semana.

 La de Olèrdola es una plaza perfectamente redonda, sin constituirse en rotonda. Parece un precedente. Se entra por una única calle y se sale por otra. La circularidad no sirve para nada, es meramente escénica. Las casas acompañan el trazado alrededor de la plaza con aparcamientos privados, uno al costado de otro: una forma de excluir vehículos estacionados. No conocía la plaza ni nadie me había hablado de ella, pero he tenido la impresión de que, enterada de mi afición a escribirles crónicas a sus semejantes, me esperaba. Y así, un fin de tarde, en un paseo extraviado por los laberintos de Vallcarca, sin ningún propósito, descubro con las últimas luces del día su bosque encantado en miniatura.

         Ocupa un espacio amplio, unos cuarenta metros de diámetro. Alrededor, cuento en el catastro, once propiedades individuales. La mayoría con paredes de ladrillo visto, lo que le da un aire de ensoñación medieval. En las aceras, una cenefa de plátanos urbanos. En el centro, un jardín boscoso: tres grandes pinos de nostalgia mediterránea, un ciruelo expandido de filiación oriental y alrededor varios olmos adolescentes de troncos aún juguetones. Por el terreno una pequeña pradera y en un extremo, la explosión verde jugoso de un cañaveral. Rodeo el bosquecillo impregnado por su soledad y mis pasos crepusculares caminan por las sílabas de un soneto de Octavio Paz, cuyo segundo cuarteto rememoro: «Se yerguen más los fresnos, más despiertos, / y anochecen la plaza silenciosa, / tan a ciegas palpada y tan esposa / como herida de bordes siempre abiertos». No otra cosa significa el bosque recluido dentro de la plaza: la fiel herida que supura en la mirada de quienes recorren la epidermis gris de la ciudad.



3, lunes. Mayo. Cuestión de estilo

En poesía, y aún con mayor claridad en arte, existen dos maneras de concebir la creación. Una es la que aspira a un estilo personal, con marcas formales y expresivas que resultan reconocibles de inmediato. Es el caso de Lorca, de Picasso, de Miró. Se estiliza la creatividad en busca de un gesto de identidad a partir del cual se desarrolla la obra, a veces incluso con notables variaciones de soportes y técnicas. De hecho, en el mundo del arte, y también de la literatura, los artistas que logran ese trazo personal acaparan el mayor prestigio. En un ambiente caótico y laberíntico, su personalidad parece ordenarlo de súbito al ser identificada con un simple golpe de vista. «Un Mondrian», se afirma sin casi mirar el cuadro.

Hay otros escritores y artistas que nunca han querido desarrollar esa marca de estilo personal. Cada proyecto que emprenden es como si lo realizara un artista diferente. Aprecio, por esta razón, la obra escultórica de Susana Solano. La observación de su trabajo me ha enseñado a prescindir del anhelo de un estilo como quien registra una marca en ese hiperlenguaje ideal para usos masivos. Así, artistas refractarios de los signos de identificación, como Gerhard Richter o Joseph Beuys, se han convertido para mí en modelos a partir de los cuales pensar la escritura. Y he acabado prefiriendo también a los autores que nunca han desarrollado un estilo reconocible de escritura, los que lo descubren en cada libro que escriben. Poetas que encarnan el caos y el laberinto al que pertenecen.

 [Clarín nº 151. Enero-febrero, 2021]