27, martes. Agosto. ¿Autobiográfico?



Antes de empezar a pensar la autobiografía como una escritura contemporánea cabría referirse a ella con mayúscula inicial. O al menos merecedora de tal. Se podrá ver entonces cómo el hilo de lo autobiográfico en la aguja de la escritura tuvo el efecto inmediato de producir la creación artística. Quizá el primer autor biográfico de la literatura española no cumpla esta expectativa y parezca un contraejemplo; sin embargo, no se podrá decir que no lo intentó. El Arcipreste de Hita, sea quien fuere, no podía creer en serio que aquello que escribía fuese una obra artística, pero soñó que lo era y para cumplir su sueño ideó una rígida presentación que enmascarase la caótica escritura. Ordenó los poemas como si fuera una autobiografía. Aunque solo nos consiguiera engañar a los modernos, no se puede decir que no fuera una intuición genial.
     Los primeros en atar el nudo del arte al de la biografía fueron los renacentistas. Nunca sabremos hasta qué punto es todo Isabel Freyre lo que reluce en Garcilaso. Es verdad que dejó algunas pistas entre los versos, pero sobre todo legó una idea de la poesía que ha quedado grabada con el mismo hierro candente del petrarquismo en el que militaba sobre el lomo del género: la poesía solo puede hablar de amor, y el amor solo puede ser el ideal biográfico. Se suele atribuir el protagonismo de esta sacralización del poema al Amor, así concebido, sin pensar que la tradición amorosa heredada de la época medieval era densa. Pero también ambigua, pues el Amor Cortés centraba la experiencia amorosa en el proceso de obtenerla, no en quien la obtenía. Y esta diferencia resulta, al cabo, esencial. No parece disparatado, por lo tanto, pensar que el artífice del milagro sea el nuevo signo, es decir, el amor concebido como experiencia biográfica. Y en paralelo, el poema como obra de arte.
     El Barroco, a continuación, deshizo el nudo sin deshacerlo. Ninguno de los estremecedores poemas de amor de la época, firmados por sus más altos poetas, Góngora o Quevedo, se puede relacionar, ni directa ni siquiera supuestamente, con ninguna experiencia biográfica. Aunque como poemas de amor incidan en lo más profundo de la biografía del lector, su sentimiento amoroso. Cabría preguntar por qué Góngora y Quevedo escribieron poemas de amor, y les dedicaron atención, esfuerzo y acierto, siendo sus intereses poéticos —los auténticamente biográficos— tan distantes del amor. La respuesta es sencilla: porque los poemas de amor certificaban el carácter artístico de su escritura. Aunque el poeta se desligara del orbe biográfico —o autobiográfico, lo que resulta una redundancia al hablar de poesía—, mantenía la ficción —de un amor— para asegurar la artisticidad. ¿Y por qué denominarlo «ficción»? La respuesta vuelve a ser evidente: porque un poema de amor —si no es un poema sobre el amor— implica no solo un sentimiento amoroso, sino también la persona que lo encarne, y en caso de que esta no sea real, será un ente ficticio. El amor no es objeto de ficción, pero lo biográfico sí.
    Impúdico les debió de parecer a los primeros románticos este chalaneo barroco con la realidad, en la que, por cierto, jamás creyeron mientras contemplaban encandilados la representación de La vida es sueño. De ahí el regreso multiplicado de la biografía, es decir, del yo. También del amor, que nunca desparece del todo, es cierto, pero el amor a un romántico ya no le aseguraba la autenticidad artística. El arte se hallaba donde estuvo siempre. En el amante y en la amada, en el sujeto y en la fuente inagotable de sus peripecias. Los románticos volvieron a atar el nudo que nunca se había desatado: el del arte y la biografía.
   Cuando la prosa sintió la necesidad de desarrollarse, empezó a echar mano de recursos propios de lo biográfico —el arte epistolar, el diarístico…— seguros portadores de certezas literarias. Dos siglos antes, el narrador más sagaz de cuantos han existido le estuvo dando vueltas a cómo se tenían que contar las historias y no paró hasta descubrir que era él mismo, el autor biográfico, quien debía dar paso al narrador de su novela inaugural del género: «Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con carácteres que conocí ser arábigos». Es la propia biografía, nos sugiere Miguel de Cervantes, la única que puede refrendar los aspectos artísticos de la obra en prosa, en este caso, el descubrimiento, tres breves párrafos más adelante, del narrador del Quijote: «Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo». Resolución, muy al gusto cervantino, mediante una paradoja. La ficción (Cide Hamete) necesita lo biográfico (yo) para que la creación posea calado artístico.
     Acabar con lo biográfico en el arte y así precipitar el final del arte clásico, el que habían inaugurado los renacentistas, parecía el propósito de las diversas Vanguardias de principios y de mediados del siglo XX, pero pronto su objetivo se convirtió no en un principio, sino en finalidad. En la razón de su supervivencia. Igual que el pastor Eróstrato no hubiera pasado a la historia nunca como mero pirómano, tras prenderle fuego al templo de Artemisa se aseguró unas líneas para su hazaña. De ahí que la auténtica Vanguardia, lejos de acabar con lo biográfico lo multiplicara. Fernando Pessoa es el gran emblema: no construyó una biografía con la que dotar de valor artístico a sus poemas, sino cuatro. O cinco, incluida la suya, no menos ficticia que las ficticias.
      Una vez repasado el valor que lo autobiográfico ha tenido para la historia de la poesía se puede encarar con solvencia el papel de lo autobiográfico para la literatura del presente. Para los nuevos géneros, como la autoficción, y también para las pretensiones innovadoras en los géneros tradicionales. Lo biográfico reaparece con el mismo valor que ha tenido en todas las épocas: proporcionar un certificado de obra artística a la escritura. Tan necesario en una época como la actual, en la que se confunden las manifestaciones de la cultura popular y las de la alta cultura; en la que los historiadores y críticos se asoman al ruedo de los fenómenos literarios (buscando tal vez a alguien con la bufanda de su equipo) y atónitos contemplan una multitud caótica levantando la mano y gritando: «A mí, elígeme a mí, yo soy el auténtico»; en la que la cantidad —sea cual sea, de dinero o de me gusta— destierra cualquier criterio de calidad. En esta época la calidad, la alta cultura y la perspectiva histórica se recuperan (o mejor, se autorrecuperan) como siempre ha ocurrido en la historia literaria, a través de la biografía. O, ahora —cuando la biografía de las personas cada vez es menos singular— de la denominada autobiografía, esa redundancia.
     Pero la biografía, que sí fue un elemento literario para el Arcipreste de Hita y para Petrarca —algo menos valiosa para Garcilaso, aunque también—, e incluso para Cervantes, hace siglos que no forma parte de los valores literarios. O mejor expresado, les resulta indiferente. Desde el Barroco se mantiene su ficción, porque realmente ha sido útil para preservar el estatus artístico de la escritura, pero carece del poder generador de ideas literarias. Los estremecedores poemas de amor barrocos ya no necesitaban sostenerse con la biografía porque habían cambiado el nudo sin que nadie se diera cuenta. El sostén artístico ya no era la vida, que bien poco importaba, sino el lenguaje.
     El lenguaje es el único elemento capaz de mantener lejos del redil de las convenciones la poesía. El único que interesará a los historiadores del futuro —por los del presente uno no apuesta ni el envoltorio del caramelo que va a ingerir. El único que mide, aunque a nadie le interese ahora la medida, la calidad de las obras literarias. El esfuerzo por la creación de un lenguaje personal y de época al mismo tiempo debería ser la obsesión de cualquier escritor. Pero es tarea ardua. Compleja. Excesiva quizá para el escaso tiempo que una época con un dinamismo tan seductor le deja a un escritor para que se enfrente a la escritura. Resulta mucho más fácil recurrir al comodín que nunca le ha fallado ni a la historia ni a los historiados: porque quien más quien menos, cada cual posee una autobiografía que contar. En suma, la autobiografía, el nombre de otra estafa literaria que suele dejar impune al infractor.


25, domingo. Agosto. Dominó de fechas



Dentro de unos meses se acabará el 19, y el que le sustituya será un año redundante. Veinte, veinte. Tal vez por ello me he agarrado al salvavidas del 19 con este diario como quien sabe que no va a acudir nadie a rescatarle, pero cada segundo que se mantenga a flote será un segundo de vida. No es que el 20 traiga malos augurios. En absoluto. Incluso puede que sea un buen año. Para ser mejor que este no necesitará gran cosa. Pero tendrá algo en su contra. Será, digámoslo así, la mayoría de edad simbólica del nuevo siglo. Del XXI. Y le tocará vivirlo a alguien cuya mayor parte de la vida ha transcurrido en otro, el que empezaba por 19.
     Acabo de comprar en el mercado dominical de San Antonio un libro publicado en 1914. La cubierta de cartoné con el dibujo de unas flores grabado en bajorrelieve. Un sol irradia rayos amarillos salvando dos recuadros para el nombre del autor y el título, ambos en tipografía Art Nouveau. Un libro modernista. En 1914 el Modernismo estaba en decadencia y por todas partes se apuntaban ya una nueva estética y una tipografía lineal. Es decir, el libro estaba impreso para que lo comprara alguien que hace un siglo tuviera la misma edad que tengo ahora yo. He leído a muchos autores de aquel momento cuyo tema principal era la nostalgia del fin de siglo frente a las desarregladas, violentas y furibundas innovaciones artísticas y sociales del nuevo siglo, el XX. Al leerlos entonces nunca se me había ocurrido pensar que no iba a tardar en encontrarme en las mismas circunstancias. Solo me faltaba esperar a que se acabara mi siglo y empezara el siguiente.
     Y ahora, aquellos viejos poemas con nostalgias de los bailes sinfónicos, de las gardenias en el ojal y de los modales decimonónicos en la época del mono de obrero futurista, del exabrupto y de Picasso son los que podría yo emular acordándome de mi máquina de escribir, mi tocadiscos, mis cuadernos de notas y, pronto, mis libros de papel.
    Se ríe el libro que he comprado esta mañana de los aficionados, a los que denomina con un galicismo de 1914 diletantes. Y explica lo que ocurre cuando se visita a uno de ellos: «Entráis en casa de aquel caballero, y vuestra vista se fija en un dibujo, en un cuadro donde los colores andan lamentablemente barajados, el sol parece un huevo estrellado, y las nubes espuma de cerveza en las paredes de un vaso». Punto y aparte. Sigue: «La señora os mostrará con mirada encantadora un álbum de poesías, y se detendrá complaciente en un almibarado soneto, en el que una pobre idea se mueve trabajosamente por entre los catorce versos, hasta que dando un último tropezón se lanza al abismo de la posteridad». Así escribía en 1887 el doctor Juan Muffone, italiano, en traducción de Miguel Domenge Mir, ingeniero.
    Quien me corrige cuanto escribo me está diciendo a la oreja que cambie «dibujo» por Facebook y «soneto» por Instagram y tendré lo mismo. Es decir, que mis impresiones no son más que espejismos. Y que borre las quinientas palabras que preceden a esta. Pero me niego a escucharle. Cuando leo estas frases escritas a finales del siglo XIX y traducidas a principios del siglo XX, entiendo lo que dicen como propio de mi mundo. Cuando vivo mi presente, me siento como un realquilado en casa de una familia numerosa.

18, domingo. Agosto. Aenne Biermann, fotógrafa



La Moderna Pinacoteca de Múnich guarda hoy una sorpresa para mí. Como los domingos solo cuesta un euro la entrada y el edificio es muy grato, aunque conozca ya sus colecciones, entro; quizá solo para protegerme de los 30 grados que cuecen el exterior. Empiezo por la librería. Apenas veo cambios en los libros sobre las mesas, salvo uno. Un cuaderno tamaño folio con las reproducciones de impresiones en gelatina de plata de una fotógrafa que desconozco. Aenne Biermann. Que no sepa quién es no resulta significativo, mi familiaridad con la historia de la fotografía carece de cualquier erudición. Lo ojeo. Me gusta lo que veo. Como no es bueno comprar los libros antes, lo devuelvo a su lugar y me dirijo, pensativo, hacia la zona de las temporales, aunque poco motivado. La que se anuncia fuera parece un conglomerado de arquitectura ensimismada y fotografía pintoresca. Pura crónica. Decepción. Pero al pasar por el corredor de repente reconozco un nombre, aunque apenas lleve cinco minutos en mi memoria. O tal vez por eso. Aenne Biermann. Ni me había enterado de que le dedicaban una exposición temporal. Al entrar en la sala, junto a la impresión de las fechas —1898-1933—, una maravilla me deja aún más de piedra: Autorretrato con Bola de Plata. Estas sorpresas ya solo se producen en la poesía y en la fotografía.
    Aenne Biermann empezó a disparar su cámara hacia los 28 años con una finalidad práctica: fotografiar la colección de minerales de un amigo geólogo. Pero en lugar de ver cristales, como haría cualquiera, Aenne empezó a ver líneas, sombras, volúmenes. De ahí pasó a retratar plantas, pero lo que veía delante del objetivo era lo mismo que soñaban sus contemporáneos sobre un lienzo. En lugar de pinceles, ella cerraba el plano, doblaba una rama, meditaba la disposición las hojas… y disparaba. Sus fotografías botánicas resultan prodigiosas.
   Coincidió esta época con la infancia de sus hijos, Helga (1921) y Gershon (1923). Pero en las fotografías su madre, que los tomó como modelos, supo dar a sus rostros infantiles, sobre todo al de Helga, una expresividad que estremece contemplar. Hay un retrato con la mano en la boca y un bolígrafo entre los dedos, en primer plano, en el que la niña está tan interesada en lo que ve fuera del plano, que es capaz de crearlo para quien contempla la foto desde la nada del tiempo, solo con su mirada.
    Admirables son sus retratos, pero también sus dibujos de objetos. Una de las piezas más célebres, Kartoffel mit Messer (1929), muestra unas peladuras de patatas enroscadas en el cuchillo. La simplicidad de la imagen, la sobriedad de la toma y la extraña belleza sobrecogen. Fotografías así la convirtieron en una referencia del movimiento fotográfico de la época, la Neuen Sachlichkeit. Los nombres no siempre aciertan. De hecho, la distancia que pretende la Nueva Objetividad es una suerte de propuesta fotográfica brechtiana, por la cual la imagen se aleja de la catarsis subjetiva para propiciar la visión crítica en la acción de contemplar. Y eso continúa siendo lo que provoca el detenerse delante de Patata con cuchillo. En la placa su autora nos cuenta que no se encuadra por el visor para provocar emociones —el gran espejismo de la modernidad—, sino para hacer comprensibles ideas complejas —el espejo del tiempo en el que se convierte cualquier buena fotografía—. 
    Como nadie es perfecto, a mí me gusta burlarme de las condiciones en las que se exponen las fotografías aprovechando los reflejos para hacerme autorretratos cómplices. Ante las piezas de Aenne Biermann que muestra la Moderna Pinacoteca de Múnich, sin embargo, no hay ni un único reflejo. Nada. Se mire desde donde se mire. Y como tampoco me voy a poner a fotografiar una fotografía que me gusta, me guardo el móvil sin pensar que me quedo sin ilustraciones para esta página. Aprovecho, para ilustrarla, un par de detalles vistos en obras que expone la Alta Pinacoteca; las manos del escriba en La muerte de Séneca pintadas por Rubens y el libro sobre la falda de Madame de Pompadour, imaginado por François Boucher.

11, domingo. Agosto. José Carlos Cataño, elegía



Esta mañana hemos despedido a José Carlos Cataño (1954-2019) en el recinto hebreo del cementerio de Collserola. Delante de nosotros, cuatro empleados han introducido un féretro rectangular de madera virgen, sin barnices ni cenefas, en un nicho excavado en tierra, entre los pinos. Lo han descendido con cuerdas y músculos en tensión, mientras diez hombres con kipá oraban en voz alta una hipnótica salmodia. Después han volcado capazos de arena sobre la madera y de uno en uno, sus familiares, con una pequeña pala, han contribuido a completar la inhumación. Delante, al sol, los asistentes pensábamos en Cataño. Los gemidos de su hermana oficiaban como la solista de un coro de silentes. Tras las oraciones, su hija ha desplegado una hoja que traslucía una caligrafía hendida en el papel. «Papá —ha empezado a leer como si estuviera hablándole—, junto a ti he aprendido los secretos del lenguaje que ahora me abandonan». Así también estaban los presentes, tratando de encontrar el pensamiento en los vericuetos por donde ha huido. Un hermoso texto que de repente descubre el argumento de la vida. Cómo me acuerdo, sigue diciendo la hija cuyo padre la escucha desde dentro de la tierra, de los paseos por la naturaleza, de las historias que me contabas, de las veces que me hacías reír con tu ironía… Se vive solo para que alguien nos diga, cuando ya no estemos, estas exactas palabras. No existe más sentido en lo que hacemos. Ha leído tres poemas de su padre. Luego han recitado Rodolfo Häsler y Neus Aguado. Carmina ha dicho unas palabras ahogadas e intensas. Hemos elegido, cada uno de los asistentes, una piedra en el suelo pedregoso del bosque de Collserola y la hemos colocado sobre la plancha de madera que ha quedado cubriendo el hueco. Despacio hemos caminado, luego, hacia la fuente donde lavarnos las manos por sentir en el agua el paso de la vida.
     Antes, mientras esperábamos en la cafetería del Tanatorio que concluyera el rito del lavado del cadáver, hemos contado cada uno de los ahí reunidos lo que José Carlos nos había regalado. Se han recordado mínimas maravillas que había propiciado, a veces con solo aparecer. Me he acordado, entonces, del regalo fenomenal que nunca recordé agradecerle. O quizá sí lo hice, uno ya no puede afirmar nada con precisión. Solo las cosas importantes: tenía yo 22 años y era nadie y José Carlos un poeta joven que acababa de publicar con esplendor su primer libro, Disparos en el paraíso. Me trató con una delicadeza e interés que no he dejado nunca de agradecerle, y cuando le conté que me iba con una beca a estudiar portugués me dijo: «Espera», sacó un papel apuntó un nombre y un teléfono y me lo entregó. Nada más llegar supe que íbamos a compartir un amigo en Lisboa. Con el que muchas veces, frente a un espeto de sardinas, nos acordábamos de Cataño. También esos laberintos de los que nunca llegamos a salir del todo son el sentido de la vida. Y una despedida es la clase de filosofía donde se imparten los conocimientos que jamás comprenderemos.