27 de febrero, martes. El aro del sentido


Veo la película El círculo (Daeré, 2000) de Jafar Panahi, un director iraní que coloca la cámara donde los demás, habitantes de cualquier populosa ciudad, simplemente tenemos la mirada. La estructura circular de la narración me cautiva, pero lo que me fascina son los cabos sueltos que va dejando la rueda al girar. Uno de los personajes, que protagoniza solo unos minutos de la cinta, es una joven asustadiza e ingenua, Nargess, de la que el espectador solo sabe que acaba de salir de la cárcel y trata de llegar a su pueblo. Cuando consigue finalmente encontrar el autobús y un billete para acceder a un asiento, unos minutos antes de partir, se da media vuelta, abandona la estación y se dirige a una abigarrada zona comercial donde compra una camisa blanca bordada, igual que otra que vestía un hombre con quien se ha cruzado fugazmente un rato antes. Camisa en la que se gasta todo el dinero que posee. Luego el círculo continúa dando paso a otra protagonista en la infernal rotación de la discriminación femenina. Y la película deja al espectador sin conocer nada de las intenciones de Nargess. No solo sin saber para quién era la camisa, cuya caja abraza contra el pecho al correr por las calles huyendo de sí misma, sino si ese incógnito destinatario en realidad existe.

         La escena me recuerda, en otro orden de artes, los extraordinarios encuadres sobre retratos que muestra la exposición, recién inaugurada en la sala KBr de Barcelona, de la fotógrafa norteamericana Consuelo Kanaga (1894-1976), que resultan pioneros de algunos célebres retratistas del siglo XX. Su uso del encuadre, para cercenar cualquier contexto informativo en la imagen de la persona retratada, potencia de manera sorprendente su expresividad. La exposición presenta también diversos encuadres de un mismo negativo, demostrando que cuanta menos imagen se muestra, más intenso resulta lo que se ve. Incluso en la fotografía de una madre con sus tres hijas, el encuadre más cerrado, en el que solo aparecen dos de ellas, multiplica su capacidad de sugerencia. 

Consuelo Kanaga, «Sin título (Nueva York)», 1924

        Ambas experiencias, la de la película de Panahi y la de las fotografías de Kanaga, apuntan hacia la cuestión del significado. Y los dos ejemplos muestran cómo, a diferencia de los elementos formales, cuya concreción es una exigencia unívoca, el significado que los acompaña no tiene por qué cumplir con esta obligación. Hay una inercia a pensar que el interés por el significado artístico aumenta conforme su apertura es mayor, es decir, cuanto mejor comprendemos todos los elementos de la lógica de un proceso significativo cualquiera, como ocurre en la ciencia o en el periodismo. Pero, a diferencia de las formas, el significado se empobrece en su concreción. Cualquier significado en arte, expuesto en todos sus aspectos, acaba militando en las filas de un tópico. Por ejemplo, si el director hubiera ofrecido explicaciones sobre la necesidad de que Nargess comprara una camisa (para quién, por qué, con qué propósito…), el espectador, habiendo comprendido las razones del comportamiento, las archivaría bajo una etiqueta donde acumula infinidad de casos similares y, por lo tanto, triviales. La singularidad de Nargess, su razón artística, arraiga directamente en la ausencia de significado. Igual que la pérdida de información de un negativo de Kanaga intensifica su expresividad. Es decir, los agujeros negros del significado —como los que gravitan por el cosmos— despiertan y potencian la sensibilidad del receptor, la misma que la información adormece. 

20 de febrero, martes. Jardín de aforismos



El presente suele exhibir la ignorancia que en el pasado se escondía.

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El discurso es una planta invasora del coloquio.

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En las épocas pragmáticas, el sueño libera; en las soñadoras, lo útil despierta. Entre unas y otras, se privilegian los bostezos y los utilitarios de gasoil. 

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La mala reputación estuvo de moda un tiempo. Y ahí se acabó todo.

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Cuando los griegos expulsaron a los poetas de la ciudad, ¿incluyeron también a los aforistas?

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El secreto del éxito de los que se dirigen a todos está en que no interese demasiado a nadie.

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El único punto en el que se ponen de acuerdo diestros y zurdos es en el repudio de los ambidextros.


14 de febrero, miércoles. Noticias de Éfeso


Las sombras juegan sobre la arena con los transeúntes. Prefiero mirarlas que levantar la vista hacia los dueños. Me he sentado, tal como hago cada día, en un banco del parque. Frente a un tilo. Me gusta la falta de carácter de los tilos. También los pájaros los prefieren. Tienen conversación. No como los cipreses que hay un poco más allá, que solo saben hablar de sí mismos. O los plátanos, tan exagerados en sus apreciaciones. El jardín es como una escalera de vecinos. Casi no me trato con ninguno de los míos. Mi bloque parece un bosque de abedules, hay que mirar hacia arriba para relacionarse con ellos. Me inclino mejor hacia las sombras. Nunca se empeñan en mantener sus ideas durante mucho tiempo. Y, otra gran virtud suya, no siempre conocida, permiten ver lo que hay detrás de una sin necesidad de que me dé la vuelta.

         Es lo que hago cuando me siento cada mañana soleada en el banco del parque urbano, curiosear lo que queda detrás de mí sin que nadie vea que me gire. En cierta ocasión, yendo de excursión con el colegio, encontramos un monasterio perdido en las montañas. No sé si estaba ya en ruinas, pero me sedujo su abandono. Un pastor guardaba por las noches su rebaño en la nave central. En las capillas había construido abrevaderos rudimentarios, con unos ladrillos mal puestos y cemento rasposo. El suelo estaba cubierto por una alfombra de heces ovinas. Entristecía observar las columnas, los arcos, las bóvedas tan bien trazadas en lo alto, para un servicio, en la tierra, tan humilde. Por no deprimirme me concentré en la piedra. En los muros, tan antiguos, los sillares preservaban una geometría impecable. El color mantenía su orgullo. Extendí la mano por la superficie y pude sentir la suavidad que imaginaba en los cuerpos cuando se entregan. La roca salvaje permanecía intacta en el interior del perfecto prisma rectangular que la contenía. Entendí el símbolo. La vida es como aquel monasterio. Un aprisco para quien la vive, un sillar para quien la contempla.

         Hubo un tiempo, lo compruebo en las sombras que vigilo constantemente, en el que vivía con los demás. Entraba y salía, por los portones de madera con los bajos podridos por la humedad, en tropel. A un silbido que lo indicara. Fue cuando me enamoré. ¿Quién nos manda enamorarnos? Es una buena pregunta. El pastor aguarda cada año la llegada de tantos corderos como ovejas apacienta. Tal vez tenga algo que ver con aquello que sentí hace tiempo. No era un carnero, hay que especificarlo porque las metáforas las carga el diablo. Era un hombre, claro. Y vino solo, sin pastor. De ahí que siga preguntándome quién era el autor del episodio. Se sentó a mi lado. Me dio conversación. Me invitó a una fiesta. Acercó sus labios a los míos. No sé cuándo ni cómo me retiró la posibilidad de utilizar el adverbio «no» en mis opciones, pero así fue. Luego se largó sin decir esta boca es mía.  

         Ahora prefiero que me gusten las sombras. También las masculinas. Las distingo enseguida, y no solo por los pantalones. Hay algo en la manera de caminar, un ir seguro a ninguna parte, que resulta inconfundible. No he dejado de sentirme atraída por ellas, sus sombras. Un aplomo en los movimientos como el que debió de tener Heráclito cuando se plantó en mitad del templo de Artemisa para llamar ignorantes a los efesios. Siempre me he sentido fan de Artemisa. Por eso, en aquella excursión de montaña, me aventuré a entrar sola en el viejo monasterio, a escondidas de las monitoras del grupo, mientras mis compañeras comían en el pinar. Me encandila la vida que hay encerrada dentro de las piedras. Y aunque ya no soy doncella, perdí entonces la potestad de defenderlo, mantengo la fe en la virginidad amorosa aún en la entrega. Porque por mucho que una se bañe en el río, el río no está nunca donde el agua fluye, como creen las ovejas. Todo enamoramiento no es más que un mero espejismo. La vida que permanece aún en las ruinas se ha construido con sillares en los muros y dovelas en los arcos de medio punto. Suaves al tacto, dulces a la vista, pero impenetrables. La belleza de ser de triste piedra. 

[Cuaderno de ficciones, página 15]

6 de febrero, martes. Elogio post mortem de la poesía


Hace un tiempo el novelista Manuel Vilas vaticinó, no sé exactamente dónde, la muerte de la poesía. Como no hay nada que obtenga más eco que la tanatología de los inmortales, su afirmación causó en el momento un moderado revuelo. Nada comparable, por cierto, con el ocasionado, a principios de los noventa, por quien anunció el «fin de la historia» y obtuvo una década de celebridad periodística. Algo que ninguna afirmación esclarecedora sobre el pasado ha conseguido igualar. Tal vez en aquella época se empezaba a descubrir sobre «lo nuevo para modernidad» lo que hoy es una certeza y Nick Land pronostica con lucidez: «el ritmo de obsolescencia de la verdad». Que no solo es la legitimación de la mentira, sino también de la extravagancia. Nada hay como un disparate para sentirse oído.

         La de Manuel Vilas sigue expandiéndose. Y tengo la impresión de que no hay lugar donde el autor aparezca, y hay muchos, sin que le pregunten por la muerte de la poesía. Su respuesta actual incluye, sin embargo, algunas informaciones más interesantes que el mero vaticinio. Confiesa que ha dejado de publicar poesía, pese a que nunca ha dejado de sentirse poeta, porque la literatura es comunicación y no encuentra a nadie al otro lado.

Cualquier extravagancia explicada pierde inmediatamente su condición de axioma y despierta el pensamiento. No es el caso, claro, de la sentimentalidad hacia la poesía después del divorcio, que forma parte de los tópicos conyugales; ni tampoco la creencia comunicativa de la literatura, que es un debate ganado hace mucho tiempo por los perdedores. Pero sí tiene enorme interés la observación de que la poesía no encuentra a nadie al otro lado. «Nadie» es un término diabólico en castellano. Exige para aparecer en la frase una doble negación: No hay nadie. Es decir, no hay 0. Lo que literalmente significa lo opuesto a lo que se dice. Quien no encuentra a nadie, encuentra a alguien, porque el «cero» es siempre lo negado. Al menos como posibilidad teórica me parece una premisa acertada para empezar a pensar. Y podría enunciarse así: ningún libro carece de lector; o, en positivo, cualquier libro entra en comunicación al menos con un lector. Aunque no es esto lo que quería expresar Vilas, claro, pero sí es lo que el lenguaje desea enmendarle: siempre hay alguien.

         El interés de «nadie» se desvía de su significado negado, «ninguno», y adquiere una dimensión interesante, la de «alguien». La de «hay alguien al otro lado». Lo que Manuel Vilas quiere decir implícitamente es que en poesía «alguien» puede representar, en el más optimista de los casos, 600 ejemplares vendidos. Y una novela —de las que ahora publica Vilas, no de las que había publicado en sus inicios—, según leo en una información de prensa, supera los 60.000 ejemplares. La diferencia empieza a clarificarse. En el mejor de los casos, un libro de poesía puede ofrecer a su autor un rendimiento económico de unos seiscientos euros, equivalentes a un 60% de una mensualidad del salario mínimo interprofesional; y una novela puede superar los cien mil euros, lo que equivale a diez veces el salario mínimo durante un año. No deseo concluir que cualquier afirmación tiene su inmediata traducción en términos económicos, pero soy consciente de que me acerco peligrosamente a esa extravagancia. Como no es lo que quiero hacer, abandono esta línea de reflexión.

         No sé si la poesía ha muerto ya o simplemente agoniza. Veo que se publican muchos libros, pero su recepción ha cambiado. Ya no está centralizada, como la conocí hace algunas décadas, sino que padece dos brechas importantes. La primera es la estilística. Lo que un tiempo solo fueron prácticas diferentes de escritura, y más tarde escuelas enfrentadas —el conflicto implica reconocimiento—, ha acabado por ser disgregación e ignorancia. La segunda es generacional, que no es más que un inexacto síntoma de la extensión de la indiferencia. La misma feracidad editorial, por una parte, y la decadencia de la crítica literaria, que oscila entre la trivialidad y la desaparición, por otra, contribuyen a fomentar una idea pesimista de la poesía.

         No es, sin embargo, la mía. El pesimismo suele contaminar el objeto de las proposiciones más usuales, por ejemplo, al afirmar «el mal estado de la poesía», en realidad se obvia que el desilusionado es el sujeto: «el mal estado en el que percibo la poesía». En el caso de la muerte viliana —o vilesca, no sé—  de la poesía, no puedo sentir su augurio más lejano a mi experiencia. No he dejado de leer poesía, ni de escribirla, ni de comentar la de mis coetáneos, ni de traducirla, ni de publicarla. He abandonado, eso sí, la novela, pese a que me quedé con seis títulos pendiente de un séptimo que cerrase el proyecto con aires de serie. Se diría que materializo el camino opuesto al de Vilas. Él aspira a los cien mil ejemplares, yo me encamino a los cien (que es, a veces, el total de la edición que publico). Para mí la poesía cada vez está más cerca, más presente, más verdadera. La soledad, el abandono, incluso el vituperio, le sientan bien. Es verdad que necesito, como Vilas, una comunicación al otro lado, pero no exijo que su magnitud sea sociológica, me basta con que un único lector me confirme que ha leído lo que he querido expresar. Y eso sí, insisto en la idiotez de repudiar la literatura como fuente de ingresos principal de un autor. No es una idea objetiva, claro; sino una mera manía personal. Y, a veces, un insólito criterio para elegir qué libro rescatar en las mesas de novedades en las librerías.

CARTAS AL s XX | 17 de marzo de 1946, domingo. Fauno melenudo



Mi Señora vive en Cannes. En el mismísimo bulevar del Mar. Mi habitación se encuentra en la pequeña vivienda para el servicio que se alza al otro lado del jardín, sobre el garaje para los autos. Está en la parte posterior de la finca, con puerta a la avenida. Y lo prefiero. El mar es un hermoso vecino, pero difícil de acallar cuando se altera. Mi Señora adora el mar. Le gusta pasear descalza por la arena, dormir en una tumbona, nadar cuando el oleaje no le asusta. Durante muchos meses al año prefiere la playa al coche, y esa afición suya favorece de paso también la mía, pues puedo dedicarme a la jardinería en lugar de hacer de chófer, que por ambas cosas he sido contratado, aunque el jardín solo lo toma mi Señora como una ocupación secundaria. Señalo estos aspectos porque esta primavera, cuando más trabajo exige mantener parterres, maceteros y árboles en óptimo estado de revista, mi Señora solo quiere subirse al coche. Incluso los domingos.

         Nada más levantarse y tras elegir sus mejores vestidos me grita: «A Antibes, que estamos tardando». Antibes es un cabo que se adentra en el mar al norte de la ciudad. Es ya otro municipio, pero las casas de uno se confunden con las casas del otro.  Nunca sé cuándo salgo de Cannes o cuando entro en Antibes. Ah, mi Señora ha conocido allí a un pintor. Español, creo; aunque parece italiano. Un hombre pequeño, nervioso, vestido siempre como un pescador de los que nunca salen a navegar. No sé qué le verá, pero mi Señora lo admira. Para mi perjuicio lo adora más que a la playa. Acude a verlo a su taller, que lo ha instalado, no sé muy bien con qué permiso, en el castillo de los Grimaldi. Que es un museo. ¿No es una contradicción que un pintor pinte dentro de un museo? ¿No es como quererse adelantar a los tiempos? En fin, cada vez entiendo menos el mundo.

Ni sé de lo que tratan, porque yo me quedo pasándole el trapo al auto. A veces tomo algún camino polvoriento a propósito solo para tener entretenimiento mientras mi Señora se entrevista con el pintor. Hoy, por cierto, he visto cómo se llama. Me ha costado, ciertamente, pero al final he descifrado la firma, letra a letra. La tengo aquí delante, con la dedicatoria que le ha escrito a mi Señora en la carpeta que guarda las litografías que le ha comprado. Picasso. No sé a qué me suena. ¿A picotement? Será por la picazón que me producen sus dibujos. Mi señora ha querido enmarcar uno. Su preferido, según me ha confesado como medida de presión para que lo vigile mientras lo enmarca el ebanista.

Acabo de colgarlo. Qué pena de clavos que podrían haber sostenido una obra admirable de Alphonse Mucha. «Fauno melenudo», su título. Me he quedado pasmado mirándolo. Que es un fauno lo entiendo bien: los cuernos no engañan. De eso sabemos bastante los chóferes. O sabía, porque mi Señora es viuda. De general. Aunque no murió en combate, sino en el hospital, sin ningún honor. Ahora eso sí, de continuar con vida, el fauno de Picasso no colgaba en el salón de la casa del bulevar del Mar. Que me corten el cuello si lo admitía.

         Las melenas del título también las veo. Los ojos y las cejas, de cara. La nariz, de perfil. Tiene su qué. Las orejas. Grandes orejas vacías. La boca. No le falta nada al fauno. Y carácter le sobra. Tiene un ojo atento y otro melancólico. Como yo cuando conduzco. También me reconozco en la nariz griega. Qué padecimiento vivir con una nariz que llega a los sitios minutos antes que el cuerpo. Parece que esté hablando, aunque no se le entienda lo que dice. En eso no es como el resto de mortales, que se les entiende todo lo que piensan nada más verlos sin que se molesten en decirlo. Gasta poco la paleta el pintor. Un trazo azul, un escaso marrón, un verde tímido. Conforme lo miro, más gracia le encuentro. No en el hecho de que me vaya a gustar o lo encuentre gracioso, sino en otro sentido. En el de retrato. Frente a los otros retratos que lucen en las paredes y corredores de la casa, con rostros avinagrados por la ausencia de movimiento, este fauno parece moverse continuamente. Se diría que no es nadie y, sin embargo, a poco que quien lo observa se detenga en él, parece que le refleje a uno. Que sea el retrato de quien mira. No su retrato, claro, que no lo será nunca, sino el retrato de cómo es por dentro. Lo que nadie puede ver cuando está delante, pero que si uno vuelve los ojos hacia el interior se asusta de verse a sí mismo como un fauno. ¿Será ese vértigo lo que pinta el tal Picasso?