29, martes. Octubre. Cándida, no te vayas. No nos dejes tan solos.



Hoy, en El Visir de Abinisia, aparece el último texto de la serie «Candida, sing mit uns!». En los parques muniqueses tienen la costumbre de colocar una placa dedicándole cada uno de los bancos a una persona. A veces son unos versos, una breve anécdota o una pequeña declaración de amor. En uno del maravilloso Englischer Garten leí la placa que aparece en la fotografía y no cuesta demasiado traducir: «Cándida, canta con nosotros». En ese mismo momento me imaginé los textos de la serie. No tenía ni idea de lo que escribiría en ellos, pero eso no importaba en absoluto. Lo más importante ya lo tenía: el tono. De hecho, casi podía tararearlos. Escribí el conjunto, según veo en los archivos del ordenador (por mí mismo jamás hubiera sido tan ordenado como para anotarlo) entre el 24 y el 31 de agosto de 2019. Justo a mi regreso de Múnich. De la segunda vez que en este año he ido a la ciudad. No tanto por afición cervecera como por devoción paterna.
      Desde el principio supe que no era una serie que admitiera numeración. Así que se me ocurrió titular cada texto con la frase en una lengua diferente. Las elegí, en esta ocasión, por proximidad. Empecé con las obvias: español, inglés, portugués, francés, y luego me quedé pensando un poco. Para la quinta escogí el serbio en recuerdo de los amigos que dejé en Novi Sad el año pasado, en especial Duška Radivojević y Jovan Zivlak, a quienes sumo a mi amigo Dusan Mirkovic, que me regaló un alfabeto cirílico en un precioso marco hecho con sus manos. Luego añadí el finés como reconocimiento a mi alumno Benjamin, que nació en Finlandia y estudia ahora en un instituto de Barcelona, y ha conseguido un pequeño milagro, que lea una novela de ciencia ficción y me guste. La que él ha escrito para su Trabajo de Investigación. La última entrada pensaba titularla en alemán sin darme cuenta, tal como me ha afeado mi amiga la poeta cubana Aleisa Ribalta, de que me olvidaba del sueco, su lengua de adopción. Pues no me olvido, modifico y cierro la evocación políglota de Cándida en la hermosísima lengua en la que he buscado la sombra de los poemas de Tomas Tranströmer que he admirado en castellano.

22, martes. Octubre. Balada de la hamburguesa móvil



De paso por la calle Lepanto, a media mañana, me llama la atención una escena en una cafetería. Un tipo, en una mesa, encarado a la calle, sujeta con ambas manos una hamburguesa monumental. De pulgar a meñique, un palmo en tensión casi no le sirve para sostenerla. Pensar en darle un mordisco ya desvía la imaginación hacia la ciencia ficción. Tan descomunal es la hamburguesa que logra detenerme y me planta justo al otro lado de la cristalera contemplándola. Cara a cara, esperaba, de modo intuitivo, cruzarme con él la mirada y en un gesto simpático darme por sorprendido de su sorprendente desayuno. Pero no me mira en ningún momento. Y es entonces cuando me doy cuenta de lo que mira. Tiene enfrente, sujeto en un trípode desde el suelo al otro lado de la mesa, es decir, casi donde yo estoy observándole, un teléfono móvil. Y otro sobre la mesa, apoyado en un pequeño artilugio a modo de atril. Con la hamburguesa gigante en las manos, sus ojos van de un móvil al otro. Aunque sea lento, acabo por comprender la situación. Está grabando la hazaña. Posiblemente retrasmitiéndola en directo, porque veo que antes de morder le habla a los aparatos y gesticula ante ellos. Me doy la vuelta y me marcho contrariado. En ese par de minutos que he pasado como público de su proeza ni por un segundo se ha enterado de mi presencia. Yo, que podría inmortalizarle en el papel de una página de libro, le resulto indiferente.
    El primer teléfono móvil que vi era un juguete. Una carcasa. Debió de ser a mediados de los noventa. Un amigo había descubierto una tienda junto a la Plaza del Sol, en Madrid, donde las vendían. Había hecho cola y por quinientas pesetas había comprado un aparato vacío. Le gustaba llevarlo encima porque resultaba divertido. No sé si las otras personas que hicieron cola con él para adquirir una carcasa sin nada dentro también lo hacía por la misma razón. Resulta fácil pensar que lo comprarían por aparentar un elevado nivel económico a precio de saldo. Pero es posible que existieran detrás otros motivos más profundos, inconscientes tal vez.
      He ido creciendo a la par que se ha ido extendiendo el uso del teléfono. De niño, recuerdo haber acompañado a mi madre a telefonear a una centralita, el único aparato que había en el pueblo. Pese a la lentitud de su extensión durante la primera mitad del siglo XX, en la segunda se consolidó enseguida como una revolución en la forma de comunicarse entre sí las personas. El espero que a la llegada de la presente se encuentre usted bien de las cartas fue sustituido por la inmediatez de la voz. El calor o la distancia, las inflexiones, el presente en la voz. De mi adolescencia recuerdo las luchas familiares por el control y uso del teléfono. Mi padre repetía en casa: «el teléfono es solo para casos excepcionales, para hablar quedáis con los amigos». Clamaba en el desierto, una larga conversación telefónica resultaba tan estimulante como cualquier cita. En ocasiones, más.
    Toda la segunda mitad del siglo XX resultó un proceso acelerado de aceleración del tiempo: construcción de autopistas, crecimiento de la aviación, reformulación ferroviaria —el dejar de parar en todas las estaciones—, la expansión del automóvil y el teléfono. En la última década del siglo XX la sinfonía del movimiento había culminado su cénit, menos la telefonía, que obligaba a permanecer en un lugar concreto para cumplirse. El teléfono fijo. El gran obstáculo para la volatilización del tiempo como constructor de experiencia. Aquel espero una llamada y el fértil vacío a que obligaba.
    Las carcasas sin ninguna conexión quizá no fueran mera ostentación sin nada que aparentar, sino el profundo deseo de romper la última amarra que nos protegía del oleaje. De la idea del tiempo como constructor de movimiento. Luego a los teléfonos les pusieron dentro un ordenador, más tarde un catálogo de operarios —en transfiguración de aplicaciones— que trabajan para nosotros solo con tal de que le paguemos a su jefe, la telefónica de turno. Al cabo pusieron dentro nuestra vida. Ya se ha dado el caso de personas que han perdido la suya por negarse a entregar el móvil en un robo. 
    Ahora está dentro de la carcasa que un día vi vacía la realidad al completo. Y ahí es donde me veo a mí mismo —pasmado en mitad de la calle, alelado porque no miro en la pantalla del móvil, en streaming, la gesta gastronómica del tipo que estoy mirando al otro lado del cristal—, yo, absolutamente irreal. Más irreal ahora, si cabe, que les estoy contando estas cosas a las palabras.

14, lunes. Octubre. Amaina la lluvia en Oporto



Había ido a Oporto no sé muy bien a hacer qué. A alguna de las funciones que se atribuyen a los escritores, unas veces comerciales de sí mismo; otras, parlanchines de feria. En fin, fue en 2008. Lo que pasara debió de ocurrir un viernes, y el vuelo de regreso no salía hasta las ocho de la tarde del día siguiente. Me desperté el sábado en un hotel moderno y confortable, ese privilegio que se parece tanto a un internado. Disfrutaba de vistas al estadio del Dragão, donde juega el equipo de la ciudad. Era sábado y sobre el césped y en las gradas no había nadie, pero el magnetismo del rectángulo verde me fascinaba. Sobre todo, porque el resto aparecía cegado por unos nubarrones bajos, tenebrosos. Llovía intensamente. Eran las ocho de la mañana y bajé a desayunar. Ese fue el tiempo que le di a la tormenta para que descargara. Después había planeado recorrer el margen del Duero hasta su desembocadura. O algo así. Ideas.
     A las nueve, diluviaba. Así que giré la cabeza y miré el interior. Un sillón cómodo, una pantalla plana —entonces no abundaban— con decenas de canales de televisión, en general inútiles, pero al ser tantos distraían. La víspera había comprado algunos libros. Los coloqué en una mesita, me tumbé bajo la ventana y abrí el primero. Un volumen de poesía. Quise creer que tras su lectura el cielo se hartaría de lanzar agua.
      Las diez, había acabado el primer libro, pero no cesaba de chaparrear, y antes de abrir el segundo, encendí el aparato de la tele. Busqué un canal de música y dejé que la habitación se llenara con una melodía clásica. Tarareé. La tormenta debía de estar en las últimas y podría, por fin, salir a la ciudad. Al menos pasearía por el barrio antiguo, un laberinto de callejuelas junto al río. O cruzaría el puente. De momento, mi encierro era un lujo: sillón, música, vistas a la lluvia. Abrí la nevera y me serví una cerveza y una bolsa de cacahuetes salados. El segundo libro me esperaba. Después de cada poema, al levantar la vista para tomar un sorbo, admiraba lo confortable que resultaba la antipática mañana. Que ya no podía alargar su desmesura. No existe tanta agua en el universo como la que caía.
    A las once miré al tercer libro que había comprado la víspera. También de versos. Cambié de emisora, estiré las piernas por la habitación, me asomé a la ventana. El rectángulo verde brillaba como una promesa en mitad de la niebla. Me tumbé de nuevo en el acogedor sillón y le di un ultimátum al cielo para que se despejara. Lo que necesitase para cerrar la última página del libro que había abierto, algo más breve que los anteriores.
     Las doce me pillaron desprevenido, con los ojos cerrados, inmerso en las melodías que los altavoces del televisor me entregaban. Mi pequeño paraíso lejos de la lluvia. Ni me daba cuenta de la hora que era. Las doce. Y fuera, el aguacero arreciaba en lugar de amainar. Las doce. El sofá, la luz brillante de la lámpara sobre la página del libro, el climatizador, el baño. La hora en la que caducaban había llegado. La hora de dejar la habitación. Y diluviaba sobre Oporto. De repente me di cuenta de la extraña condición de los paraísos actuales. Una felicidad fácil, pero con horario. Asumí de modo estoico mi condición temporal en los disfrutes del mundo, guardé los libros, cerré la maleta en la que había de todo menos un paraguas y bajé a recepción para esperar el final de la tormenta infinita. 
     A la una sonó, entre el repiqueteo en tromba de las gotas, el teléfono. Mi amigo y poeta Jorge Gomes Miranda quería saber si me encontraba a gusto. No exactamente, fueron mis palabras, y le conté la peripecia. De inmediato dijo que acudía a rescatarme con la misma resolución que los bomberos abandonan el cuartel tras un aviso de catástrofe. Mi alerta posiblemente fuera solo de vacío. Le vi llegar desde la puerta acristalada del hotel, enfundado en un impermeable y con dos paraguas en la mano, justo en el momento en el que se convertían en inservibles. Ya en el vestíbulo, la luz se abrió sobre el asfalto, delante de nosotros, como si alguien hubiera apretado un interruptor.
     Hoy me ha escrito Jorge Gomes Miranda. Una noticia sorprendente porque hacía once años que no sabía nada de él. Casi desde que nos despedimos aquella tarde de nubes bravuconas. No porque nos enfadáramos, al contrario, sino porque mi amigo necesitaba desaparecer. Hay una pequeña tradición de escritores que en un momento u otro han necesitado borrarse de la realidad cultural. Por desgracia no me he podido incorporar nunca a esta tradición porque creo que aún no he aparecido en ninguna parte. Ni siquiera cuando me han invitado a padecer en la feria de las vanidades de la cultura. Pero mi amigo Jorge, que había publicado con cierto éxito unos quince libros de versos en trece años, uno traducido al español, necesitaba un tiempo consigo mismo y con su escritura. Sin ruido. Sin distracciones. Lejos de todos, incluso de quienes fuimos sus amigos. Y desapareció. Y ahora ha vuelto. En su carta me recuerda el paseo que dimos juntos tras acudir a mi rescate. Cuando para mí acababa el aguacero, no supe verlo entonces, para él empezaba un diluvio que anega todo. El día siguiente de aquel sábado de 2008 por fin ha llegado. Es hoy.


9, miércoles. Octubre. Distraído con María Moreno



Me apetece hablar de la escritora argentina María Moreno (siglo XX da Wikipedia como su fecha de nacimiento y me parece estupendo que desconozcan el dato), aunque solo haya leído un único libro suyo, el que acabo de cerrar, Banco a la sombra (2007). Me doy cuenta, sin embargo, de que antes he de hablar de la escritora barcelonesa Andrea Valdés (1979), que acaba de publicar una recopilación de ensayos titulada Distraídos venceremos (Jekyll and Jill Ed. Zaragoza, 2019). Sin haberlo leído seguiría atento a naderías y me hubiera perdido a la distraída María Moreno.
      No reconozco aún, pese a los años que frecuento librerías, qué misteriosa atracción me conduce a la elección de un libro. En Laie, donde encontré Distraídos venceremos, se puede decir que en las mesas habrá, en exposición, unos mil libros. Más o menos. Otros miles más en los estantes. Salí solo con uno en la mano. No tenía ninguna noticia de la autora, era el segundo libro de una colección en una microeditorial ubicada en otra ciudad, desconocía la mitad de los autores de los que se hablaba en el libro, entre ellos María Moreno, tampoco era barato. En fin… una casa de apuestas hubiera pagado una millonada al ludópata que hubiese acertado mi elección.
    El ensayo —o conjunto de ensayos, tampoco importa demasiado— de Andrea Valdés es excelente. Elige una pequeña colección de escritores de autobiografías y a cada autor le dedica unas páginas inspiradas en la propia lectura. Lo leí con dos entusiasmos, por la gracia de su imaginación crítica y por lo lejos que se sitúa del modelo academicista que asfixia cualquier aproximación literaria a la literatura. Solo hablaré ahora del capítulo que dedica a María Moreno. Es el único cuyo sentido no entendí. Andrea Valdés relata sus vicisitudes pasadas durante una estancia de seis meses en Buenos Aires al intentar establecer una cita imposible con María Moreno, que supo torearla con destreza de antropófoba de periodistas. A su libro, Black out (publicado en 2016 en España por Random House) apenas le dedica línea y media. Y como quien no quiere la cosa. ¿Tanto empeño en hablar con una escritora de la que ni siquiera se aventura un mínimo elogio?
      Pero unos días más tarde me topo con Banco a la sombra y nada más empezar a leerlo descubro la gracia infinita del ensayo de Andrea Valdés. Cualquier lector, en el desempeño de su función, le pide siempre al autor una entrevista personal. Los escritores, que aguardan el gesto cómplice del lector, acuden al instante a la solicitud. Le cuentan cosas suyas en la contracubierta y aunque empiecen distantes, encuentran el modo de explicarle a quien lee aspectos que faciliten su tarea. Con la excepción de Salinger en el primer sentido y, posiblemente en el segundo, también de María Moreno. De las 150 páginas, la mitad me las he pasado diciéndome a mí mismo «no sé por qué sigues leyendo esto», y la otra mitad susurrándome, como para que la escritora no me oyera, «esto se acaba, vas a tener que ir a buscarme el de las cuatrocientas páginas». El ensayo de Valdés es una preciosa alegoría de la escritora que jamás se brinda a la disposición del lector.
      Banco a la sombra es un compendio de plazas en la vida de María Moreno. Plazas, digamos, obvias —San Marcos, Navona, Djemá el F’ná…— contadas desde la perspectiva más opuesta a su obviedad. De la Plaza de Cataluña, en Barcelona, centro de la opulencia comercial de la ciudad, describe las peculiaridades de sus «suplicantes», los que apostados en algún rincón piden una limosna a los transeúntes. Una pieza excelente. Pero tampoco creo que lo temático sea ni siquiera relevante en María Moreno. Tono y estilo —o mejor, las contradicciones constantes de su estilo (costumbrista a ratos y a renglón seguido elevado como pocos) y la impertinencia de su tono— resultan determinantes. Le recuerdan al lector a cada paso algo que todos en el mundillo cultural —editores, periodistas, programadores, políticos…— se empeñan en que olvide cuando lee: que no es el rey del mambo. Que el escritor no le debe nada, si siquiera los veinte euros que ha pagado por el libro (de los cuales, con suerte solo dos son para él). Que un lector no es más que un intruso en un libro; que la escritora, María Moreno, no tiene por qué seguir ninguna regla de comportamiento literario, ni manual de buenas costumbres escriturales.
     «Escribí lo que se me pasaba por la cabeza» nos espeta a los lectores creídos que acabábamos de leer una crónica de viajes por las plazas de medio mundo. Y añade, displicente, «Cuando hago la crónica de los lugares donde he estado, lo hago con la cabeza vacía. Nada queda del acontecimiento, como si jamás hubiera estado allí». Frente a tantos redactores de páginas sesudos, inflados de ideas, ahítos de experiencia, complacidos de sí mismos, la lucidez de quien solo escribe. En el vacío, con lo casual, por el capricho de hacerlo. Los Distraídos. Los escritores que no tratan temas candentes ni abordan preocupaciones sociales. Dudo que venzamos, como sugiere optimista Andrea Valdés, pero sé que llevamos razón porque los atentos no nos la dan.

5, sábado. Octubre. Desde la ventana



Amanece la ciudad con niebla. Aunque tal vez más exacto fuera decir que la niebla se ha posado sobre la ciudad. Por la ventana miro los edificios decapitados. Sin azoteas, sin áticos, sin bosques de antenas. La niebla es un fenómeno contradictorio. Nunca nos oculta su origen fantástico, el que no esté lo que está, pero contemplarlo no produce alegría, sino un mohín melancólico. Existencial. Sus desapariciones no son mágicas, sino premonitorias.
    Me gustaba la niebla en Lisboa. Subía desde el río y anegaba todo el barrio portuario. En las calles solo se descubrían los transeúntes que caminaban en sentido contrario en el instante anterior del roce al esquivarlos. Como apariciones de película. La niebla ha sido siempre muy cinematográfica. Del cine en blanco y negro. En Lisboa me compré una gabardina años cincuenta que posiblemente llevaba en el establecimiento a mi espera desde entonces. No me la he vuelto a poner porque no estoy seguro de que me cayera bien. Pero los días de niebla, enfundado en su coraza, recorría los laberintos del Cais do Sodré viviéndome otro. La niebla ha sido siempre, también, muy pessoana.
     En Santa Perpetua, donde acudía cada mañana temprano a trabajar, hubo unos años de intensas nieblas. A finales de los ochenta. El coche entraba en el interior de una nube y el conductor se convertía en un piloto. De la nada. Los árboles gigantes al costado de la carretera, las altas grúas de los bloques en construcción, los campos cultivados que de repente tropiezan con un edificio y se convierten en ciudad habían sido borrados. Solo se reconstruían en la memoria de quien los recordara de su paso cotidiano por ahí. Pero estar, no estaban.
      Luego estas nieblas persistentes dejaron de actuar, como si el clima también tuviera cambio generacional o revoluciones tecnológicas. Se quedaron junto al tocadiscos, el molinillo de café y la máquina de escribir. Por eso me ha gustado esta mañana de sábado permanecer un rato frente a la ventana viendo, hoy más cerca, cómo la niebla regresaba con su sed inmensa de desapariciones íntegra.