28 de septiembre, jueves. Si el espejo se rompe


La memoria es un álbum de fotografías que se abre con frecuencia para refrescar las imágenes que conserva. El mío lo he cuidado siempre. Cubiertas de cuero, hojas de papel vegetal entre las páginas, una caja de cartón recio para guardarlo. A veces hasta me pongo guantes de látex para manipularlo. Por eso en cuanto la vi supe que la había visto. Que era ella. En el álbum de mi memoria ocupa una parte importante. Que repaso cada vez que lo abro, por más años que hayan transcurrido. Desde que falleció mi madre ya no frecuento el que fue mi barrio de adolescente. Solo de vez en cuando alguna razón peregrina me obliga a ir. Y voy, y nunca la veo. Solo está entre mis fotografías. Nunca es, sin embargo, una palabra engañosa. Se cruzó tan cerca en la acera que casi se tropieza conmigo.

         Han pasado los años desde mi juventud. Ahora soy un profesional maduro. De los que ya empiezan a echar cálculos de cuánto les falta para la jubilación. Pero ella estaba igual. Envejecida claro. También yo. Ella era mayor, quizá no tanto, aunque en la época cuando la veía a diario la diferencia se acentuaba bastante. En un instante fui capaz de ver que en el entorno de los ojos tenía arrugas pronunciadas y la piel se cuarteaba alrededor de los labios. No es eso en lo que me fijé, sino en que eran sus ojos de verdad y era el gesto admirable que dibujaban sus labios, como pronunciando una nota musical. Cuántos años sin verla. Ni supe contarlos. Me di la vuelta de inmediato y empecé a seguirla. Había ganado algo de peso. Pensé que lo mismo diría de mí si me hubiera reconocido. Pero no creo que ni se acordara. Es cierto que éramos vecinos, que con frecuencia entraba en la tienda de la esquina, donde trabajaba, y que no pudo por menos que advertir alguna vez una misma sombra que se repetía a su alrededor. Pero yo era un mocoso que solo la contemplaba desde lejos y ella una joven cuya mirada enfocaba su vida varios años por delante. No me he vuelto a enamorar nunca como entonces. Ni siquiera una relación completa, tiempo después, cuanto tuve la edad y la oportunidad de disfrutarla, me borró su imagen. Qué extrañas reglas rigen el sentimiento.

         Así que me giro en mitad de la calle y, tras ella, regreso de golpe a mi adolescencia. Abro el álbum, por las páginas más preciadas, dispuesto, una vez más, por fin, a revivirlas. «En vídeo», pienso con una sonrisa. Sigue calle abajo y yo detrás. Continúa siendo una mujer elegante. Con el mismo rigor que un objetivo de cámara fotográfica, busco detalles de su indumentaria, del calzado, para apoderarme de ellos. Pero cuando se acerca al portal donde sé que vive, realizo, sin meditarlo, una maniobra inaudita. Inédita en mis memorias. Apresuro el paso, me planto a su lado mientras introduce la llave en la cerradura del portal, sonrío y saludo. «Buenos días», me dice. Pero, de repente, continúa. «No te vi con ocasión del fallecimiento de tu madre, me hubiera gustado darte el pésame». «Gracias», respondo balbuciendo. «Pensé que tal vez entonces regresaras al barrio», continúa hablando como si una antigua amistad justificara el tono y el tuteo, «a ocupar el piso que había dejado libre tu madre, pero al ver el cartel de En venta se me evaporaron de golpe todas las ilusiones de volver a verte rondándome. Ni te imaginas lo feliz que me hacías siguiendo mis pasos allá por donde fuera. Lo segura que me sentía. No solo protegida por tu infatigable labor de escolta, sino sobre todo por la autoestima que me proporcionaba ver cómo me mirabas, con qué candor, con qué pureza. Si yo era capaz de despertar ese sentimiento en alguien, me decía, valía la pena ser quien soy. Pero un día desapareciste. Nunca más te he vuelto a ver. Pasé a soñar que soñabas conmigo, pero ese juego de espejos enseguida se quedó cubierto de vaho y por mucho que te buscara en él, ya serías un buen mozo, un hombre. Tendrías una mujer, hijos. Y yo no he encontrado nunca ese amor que me mostrabas en ningún hombre, y ya ves, sigo sola, en el piso que fue de mis padres, estancada en la juventud a la que tú le diste un sentido y después, de golpe, se lo arrebataste. Que seas feliz en tu mundo». Acabó de abrir la puerta, que se cerró con estrépito tras ella.  

[Cuaderno de ficciones, página 10]

20 de septiembre, miércoles. Jardín de aforismos: encañado


Oigo el sonido del agua golpear la cerámica de la ducha. Es el griterío que provoca el lamento de las gotas que no alcanzan tu cuerpo. Las afortunadas no levantan ni el mínimo murmullo.

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Veo llegar las nubes al cielo en directo a través de una impecable retransmisión de mi ventana.

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La única inversión económica que produce un patrimonio que no se puede robar, ni expoliar, ni abandonar: un tatuaje

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Cuando cuelgo un cuadro en la pared dejo la luz encendida durante toda la noche para que los muebles y los libros se acostumbren al nuevo inquilino y no les asuste su aspecto desconocido al rayar el día.

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Dos personas bajo el mismo paraguas: no existe incomodidad más apetecible.

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No importa, se dice cuando algo afecta seriamente. El lenguaje prefiere expresarse por su reverso; igual que los abrigos, el paño ofrece mayor suavidad.  Algunas veces, no obstante, tal vez fuera mejor ponerse la gabardina al revés.

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Nadie que observe un acuario consigue no comparecerse de la humedad constante en la que tienen que vivir a diario los peces.

7 de septiembre, jueves. DEP María Jiménez


En el volumen del diario de 2021, que estos días sale de imprenta con el título de Azada de jardín, en Polibea, hay una entrada en las páginas 206 y 207 que hoy cobra cierto protagonismo, y tal vez no esté mal adelantarla aquí el día en el que se lamenta la desaparición de la cantante María Jiménez.


20 de julio de 2021, martes

Al azar de la programación televisiva del día de hoy, que repaso canal a canal como quien extrae la varilla del aceite del motor para comprobar su nivel, me entretengo en un reportaje y entrevista con la cantante María Jiménez (1950) de quien, por voluntad propia, nunca he sabido absolutamente nada. Ni he escuchado un disco suyo, ni he leído una única línea sobre las vicisitudes de su vida sentimental. En el programa que le dedican se esmeran en explicarlas todas. Su romance con el actor Pepe Sancho, la muerte en accidente de su hija, las tres bodas con el mismo novio, los meses que pasó en coma. Mi sorpresa crecía conforme los hilos iban cosiendo la leyenda: los conocía todos. Yo mismo, sin preparar nada, hubiera podido redactar el guion del reportaje. Y cuando ilustraban el relato con sus canciones, me descubría a mí mismo, en el sofá, haciéndole coros en los estribillos. Hay otra vida que no se ha elegido en la vida cultural que se sedimenta en el interior. Otros recuerdos diferentes a los que se desea conservar. Un submundo ajeno, que incluso se llega a despreciar, que disfruta del mismo privilegio que el propio. No creo que se trate, ni siquiera, de los «gustos culposos», aquellos que se ocultan en público, sino de los «gustos invisibles» por aquello que no despierta, conscientemente, el menor interés, pero está ahí, se instala en la memoria y permanece.


CARTAS AL s XX | 5 de enero de 1953, lunes. Esperando la verdad


Dios, qué frío hacía aquella noche; helaba en la calle desierta de un lunes, pero dentro, la pequeña sala del teatro Babylone la recuerdo aún más gélida. Lo he evocado en múltiples ocasiones, en diferentes artículos y conferencias, pero jamás se me había ocurrido empezar con esta frase tan testimonial. Si he de ser justo, diré que mi carrera de crítico se ha cimentado sobre lo que ocurrió aquella extraña fecha de mi juventud. Aún no había cumplido los veinte años. Me faltaba mes y medio. El febrero pasado cumplí los ochenta. No estaba previsto que llegara a la edad de los achaques, pero la vida es este esperar a que nada ocurra en el que acontece de todo. Mi vida profesional se ha sostenido por entero en el hecho de que asistiera, tan joven, al estreno de Esperando a Godot. Una gran mentira; no la obra, tampoco mi presencia en la sala, pues es cierto que estuve allí, sino yo mismo.

         No puedo recordar con exactitud qué se me había perdido a mí aquel día en el bulevar Raspail. Un lunes. Aunque recuerdo algunas cosas de la época. No quedaba lejos la antigua prisión de Cherche-Midi. En aquellos años ya estaba abandonada a su inutilidad de enorme mole de piedra oscura y languidecía cubriéndose de inmundicia e impureza, por dentro y por fuera. Por esa sordidez sentía una atracción secreta, tal vez irrefrenable, más intensa, desde luego, que por las novedades de la escena teatral. «Había oído que lo cerraban», fue lo que le dije al compañero de curso que, sumergido en un abrigo de piel de camello, me detuvo en mitad de la acera para saludarme. No creo que le dijera de dónde venía o hacia dónde me encaminaba, pero él sí justificó su presencia en ese bulevar tan distante de su domicilio familiar y del mío. Tenía dos entradas para un estreno. Había oído que el Babylone cerraba, tras dos o tres temporadas de fracaso tras fracaso, y mi amigo lo subrayó: «Quieren morir matando».

         La otra entrada era para un compañero suyo que no llegaba. La hora del inicio ya se había cumplido. El escaso público había accedido ya. Al fondo del patio se distinguía la luz mortecina de una bombilla sobre una fila de asientos vacíos. Me la ofreció y no me lo pensé dos veces, tampoco tenía un plan alternativo. Nos apresuramos. Si hubiera pasado diez minutos más tarde por el bulevar Raspail, o hubiera decidido caminar por la acera del otro costado, ¿qué hubiera sido de mi carrera de crítico literario? No quiero ni pensarlo. Pero tampoco tengo edad ya para mistificaciones. Así que contaré lo que ocurrió, pero por primera vez tal como pasó. Empezaré confesando lo más elemental. No tenía ni la más puñetera idea de quién era el autor. Un tal Samuel Beckett. «Es irlandés, pero hace años que vive aquí». Mientras se acomodaba la asistencia, unas cincuenta o sesenta personas que parecían invitadas a una celebración familiar, pues hablaban entre sí unas con otras. Allí los únicos polizones parecíamos nosotros dos. Para hacer tiempo, mi colega —con el que tampoco tenía demasiada amistad— me contaba, por llenar el vacío, que había leído una novela del autor, titulada Murphy, publicada en las ediciones de Pierre Bordas unos años antes. «Un libro sensacional, podías acabar de leerlo sin haberte enterado de nada de lo que ocurría, pero sin poder levantar la vista de las páginas». Y casi gritó, como quien clama un gol: «Un libro hipnótico». Es posible que aquella noche yo estuviera aún impresionado por lo que había ido a observar en las inmediaciones de Cherche-Midi, el caso es que le dejaba hablar sin comprender del todo lo que me explicaba. Se apagaron, de repente, las luces, que tampoco es que iluminaran demasiado.

         La escena estaba vacía. En el suelo de madera sin cubrir se dibujaban diversas manchas, como las que luciría un taller de mecánica. Las paredes estaban mal pintadas de un color indefinido que traslucía múltiples manchas de humedad. En el centro, una especie de piel de plátano gigante y erguida, con los extremos languideciendo hacia abajo. Que era un árbol me costó adivinarlo. Con el tiempo llegaría a saber que el decorado de la escena que vi aquella noche glaciar de 1953 se ajustaba a los deseos del dramaturgo: «Camino rural, con un árbol, por la noche». Aparecieron los actores. Dos tipos con trajes raídos. Daba la impresión de que se los habían intercambiado en el camerino, pues a uno le sobraba talla por todas partes y al otro la chaqueta le tiraba en las costuras.  Uno de los dos dijo: «No hay nada que hacer». Y creo que si aquella noche hubiera estado un poco lúcido y dueño de mis actos, me hubiera largado de la sala dando por comprendida la obra entera, sin necesidad de sufrir incomodidad, aburrimiento y frío durante las dos horas siguientes. En esa frase quedó resumido todo cuando conseguí entender de Esperando a Godot la noche de su estreno.

         Los espectadores se removían, inquietos, en los asientos, cada minuto que pasaba más incómodos. El relente atravesaba los abrigos y se alojaba en los huesos. Y las réplicas se sucedían unas a otras sin añadir nada al conjunto. Una conversación teatral que se parecía como dos gotas de agua al devanar la lana que hacía por las tardes mi abuela junto al fuego, solo que sin chimenea. Al llegar el entreacto, salimos corriendo al patio a encender un pitillo con el que calentarnos las manos y los pulmones. Pero cuando sonó el timbre para volver a entrar la mitad del público se había evaporado como por arte de magia. Al apagarse las luces sentí un deseo casi irrefrenable de levantarme y salir corriendo, que retuvo el comentario entusiasta de quien me había invitado: «Qué inquietante todo, ¿verdad?». Después de aquella noche no volví a coincidir con mi colega. Nunca quise saber nada de él. Supe que era profesor de instituto y durante años pensé que el suplicio se lo tenía merecido por haberme hecho pasar por aquello, a mí, que deambulaba tan feliz aquella noche por el bulevar Raspail. Luego, cuando mis artículos sobre el teatro de Samuel Beckett empezaron a darme notoriedad y el haber asistido al estreno de su obra capital le proporcionaba una legitimación inapelable a mis opiniones, conseguí anular por completo de mis recuerdos a mi acompañante. Así empezaba uno de aquellos textos que firmaba en mis días de gloria: «Tiritando de emoción, una noche de enero, sin nadie que se atreviera a acompañarme, con el corazón en un puño, me aventuré a asistir al estreno del escritor que amaba casi desde que había aprendido a leer». Es el tono con el que uno se hace valer en el mundillo cultural y académico, lo que los demás quieren leer de uno, no la verdad. La verdad, ay, la verdad dice siempre «Vámonos».