23, martes. Febrero. Plaza Masadas

Existen tres o cuatro tipologías de plaza. Por antonomasia lo son las que poseen una personalidad urbanística autónoma, bien sea su origen un plano o un uso colectivo en el curso del tiempo. Hay otras cuyo carácter urbanístico depende o está vinculado a un trazado, como calles que se ensanchan sobre el plano para albergar un recinto más amplio. Ambas son modelos de plazas urbanísticas, pero la plaza Masadas no es encrucijada de calles ni se encuentra en el mapa con una identidad urbanística propia, sino que ocupa el mismo terreno que las islas de edificios adyacentes, con la única salvedad de que la fachada principal de las construcciones de la plaza no da a las calles que la rodean, sino hacia su patio interior. Es una plaza con ideación arquitectónica. Su emblema son los pórticos neoclásicos que la conforman como espacio. Que enseguida perdió su condición de centro y adquirió la de mercado cubierto, que mantuvo durante algo más de un siglo, hasta que a finales del siglo pasado lo derribaron y recuperó su alma de plaza.

         El nombre procede del propietario de los terrenos cuando su uso era agrícola, Can Masadas, y la plaza porticada fue proyectada en 1877 por el heredero como centro de la urbanización de la antigua finca. El espíritu de la ciudad diluyó aquel pequeño núcleo de Masadas del XIX en un barrio obrero mayor, del XX, construido en el camino entre San Andrés y Barcelona, con un importante relieve industrial, La Sagrera. Ahí se instaló en 1908 la fábrica de automóviles Hispano Suiza, que en 1946 fue sustituida por la de camiones Pegaso, hoy un parque urbano. En La Sagrera, cerca de la plaza Masadas, vivió el poeta Juan Carlos Mestre en su época de estudiante. Su calle procedía de la urbanización del camino de acceso a una de las antiguas industrias de la zona, que en los años ochenta seguía en activo. Cuando la fábrica abría las puertas evacuaba una columna de obreros uniformados con monos azules y manchas de grasa en rostro y manos, idéntica imagen a la que consagraron cien años antes los hermanos Lumière como inicio del cinematógrafo. Una salida que coincidía a menudo con la del poeta de su casa, vestido con traje blanco de lino, corbata estrecha, de hilos brillantes y nudo oriental, sombrero panamá y una cartera de mano, de piel, con papeles y libros, sin que jamás pensara que, al avanzar juntos, ni unos ni otro desentonaran.

         La plaza Masadas no admite transeúntes. Se accede a su recinto porticado para permanecer. Dependiendo de la edad, de mayor a menor, se va para sentarse en un banco, ocupar una mesa en la terraza de un bar o jugar al escondite por toda la extensión cercada, segura, de la plaza. Es lo que le otorga un significado más arquitectónico que urbanístico. Se está, no se transita. Las personas, sean mayores o niños, al confluir, intuitivamente conforman círculos. No se observan en sus movimientos de interior líneas paralelas de exterior. Mi familia, en la edad infantil de los nietos, celebraba en una terraza los aniversarios que caían durante las estaciones amables. Alrededor de una mesa con refrescos, nos reuníamos abuelos, hermanos y niños con la misma intimidad y confianza que si estuviéramos en el patio de una antigua casa solariega, de las que la ciudad densa ya olvidó construir hace siglos.

19, viernes. Febrero. Encomio de lo no leído

Escribir en la piel del amante posee una antigua tradición libertina. A los heterodoxos del siglo XVIII les gustaba redactar cartas sobre una persona desnuda. Les parecía el hecho más sacrílego ante la sociedad puritana e intransigente que detestaban. Lo que me atrae de esta idea no es la parte erótica, sino la literaria. En aquella época aún se pensaba que la escritura formaba parte de lo trascendente. Y era capaz también de proporcionar al sexo, la gran aspiración, una dimensión mayor que la fisiológica, casi una filosofía de vida combinado con la palabra. El sexo trivial que practicaban dejaba así de serlo y se convertía en un rito iniciático gracias a la tinta.

La escritura sobre la piel, ahora un hecho trivial si se tiene noticia de su existencia, sigue el sentido contrario al que emprendieron los libertinos del XVIII. Devuelve a la piel —no leída por no publicada— el misterio que ha perdido con la trivialización de la intimidad. Si en épocas de ocultación lo explícito goza de un sentido; en las explícitas ha de tener significado por lógica solo lo implícito, aquello que permanece callado. El pudor, la opción clandestina.

15, lunes. Febrero. Plaza Joaquim Pena

Creo que nunca he llamado a esta plaza por su nombre. No es que no lo recuerde, no lo identifico. Siempre había sido el descampado. Para la dimensión de las calles que entran y salen, posee medidas más que holgadas, grande incluso. Se podría afirmar que es un magnífico rectángulo. Hoy está enlosada, con bancos diseminados por todas partes, en orden no euclidiano, y multitud caótica de frondosos arbolillos. Tampoco la identifico con este aspecto moderno y elegante. Alrededor del empedrado de las calles, era un simple desierto en miniatura con arena y piedras.  

         Antes había sido, a principios de siglo, la plaza de Levante y estaba dividida en cuatro plazuelas para que los vehículos la cruzaran por el centro, pero cuando correteaba por ella ya mostraba su condición esteparia y se llamaba como uno de sus ilustres habitantes, el musicólogo Pena. Otro vecino del lugar, con el que sin duda tuve que cruzarme muchas veces, pues acudía con frecuencia al bar de la plaza, fue el poeta Joan Vinyoli. Al que leí muchos años después. En la época en la que jugaba en la plaza, Vinyoli tenía la misma edad que tengo ahora yo. En uno de los poemas que escribió entonces, a principios de los setenta, dice: «Apenas busco / consolarme del hecho de ser un cobarde / creyendo que todo ocurre en un mundo / diferente del mío». No veo mejor definición para esta plaza, la suya y la mía, para ambos discreta y solitaria, ahí acudíamos los muchachos del barrio para vivir una vida que creíamos diferente de la que ya era nuestra vida.

Si tuviera que darle nombre la llamaría la plaza de las Cicatrices. Por ser tan larga, las lluvias cavaban hoyos y zanjas sobre su superficie, y el viento descarnaba las piedras, y sobre aquel campo agreste botaba la pelota que perseguíamos en un inacabable partido donde cada caída dejaba, igual que el tiempo sobre el erial, una mancha de sangre y, más tarde, una obtusa escritura sobre la piel cuyo significado desmiente la cobardía atribuida a los idealistas.



10, miércoles. Febrero. Epigrama a la manera de Álvaro de Campos


Con la mirada perdida en la inmensidad de lo oscuro rastreo en la distancia, al otro lado de la ventanilla del tren de largo recorrido, el destello de lo que parecen insectos luminosos. Luces lejanas de incierto origen. Si en lugar de mirar a través del vidrio, contemplo su reflejo bajo la tenue bombilla del vagón, descubro mi rostro de concentración en lo abstracto. Los pensamientos recorren la piel del mismo modo que las ramas son arrastradas por la corriente del río en las inmediaciones de la fuente, en lo alto del monte. Existe una poética secreta de los tiempos perdidos. Una espera, un viaje nocturno, un retraso. La difícil intimidad con el espacio de quien se siente abandonado, ajeno al mundo, lejos de tareas, personas y realidades. Un tiempo que aguarda a que el tiempo arranque. El paréntesis que nadie comparte. Y el desvarío en el súbito enamoramiento de las pecas de la noche.

3, miércoles. Febrero. Plaza Artós

Frente al colegio de mi infancia se abría una plaza, pero yo iba a clase y regresaba a casa de la mano de mi madre por una calle paralela, Maestro Falla, y se podría decir que ni me había enterado de su existencia. Hasta 1972. Aquel año mi familia se trasladó a un edificio que había enfrente, un piso más alto y grande, pero una calle por encima, Santa Amèlia. La mudanza trajo un nuevo itinerario y otras circunstancias. Ya me permitían ir solo por la calle y la ruta escolar pasaba ahora por la plaza Artós. Entre el tramo de acera y el descuidado jardín empezó mi adolescencia. Su templo pronto se alzó en los billares, un local diáfano con puerta acristalada y paredes sucias. Las mesas de billar estaban al fondo, era el reino de los adultos, pero en la entrada acampábamos los jovencitos, cara a la pared frente a las máquinas de millón o cabizbajos, en medio, en los futbolines. Un colegio donde estudiar la vida al otro lado del colegio.

Una tarde, en la puerta de los billares, mis compañeros discutían de política. Hablaban de izquierda, de derecha. No entendía nada, y aquel día, en lugar de callarme, lo pregunté. Quien dirigía la conversación, un tal Calopa, detuvo su discurso, esbozó una sonrisa de condescendencia y vi que le encantaba explicármelo: «A ver cómo te lo digo para que lo entiendas, los de derechas son los que están a favor del gobierno, y los de izquierdas, en contra». Esa fue la primera lección de ciencia política que recibí, y no resultó en vano, pues a partir de entonces empecé a discernir situaciones que antes ni veía. Aún faltaban unos cursos para que la historia saltara de los manuales a las calles. Siempre me ha hecho gracia que mi formación política naciera en el aula de la plaza Artós, conocida más por acontecimientos públicos recientes que por el atractivo urbanístico. Que, por cierto, es nulo, tanto antes como ahora.

         No fue lo único que descubrí desvirtuado en la plaza Artós. Otra tarde me llamó la atención que tres viejos en un banco despertaran tanta atención a un corro de colegiales sentados a su alrededor en el suelo de arena. Me acerqué y acomodé en aquella platea improvisada. Pronto supe el asunto de la conferencia. Por primera vez oí pronunciada la palabra «putas». Con ella los viejos se habían referido, de manera igualmente didáctica, a dos hermanas que vivían en el entresuelo del bloque que hacía esquina, sobre la frutería. La una muy alta, la otra a su lado parecía muy baja, ambas delgadas y con una melena morena, lisa, que les cubría la espalda por completo. Uno de los eruditos ancianos señaló la ventana. De hecho, alguna vez las había visto ahí asomadas sin darle al hecho ninguna importancia. Pero aquella palabra transformó la realidad. Me resulta imposible precisar qué significado le daba entonces al término. Años de racionalidad han borrado el sentido que tuvo la revelación. Desde aquel día, al pasar por delante no podía evitar una mirada obsesiva hacia la ventana del entresuelo, y cuando las veía por la plaza, disimulaba para quedarme emboscado contemplándolas. Fue como una epifanía. Creo que las hermanas de la larga melena no despertaron en mí ningún deseo sexual, algo entonces demasiado difuso. Como el colegial que lee a escondidas las novelas pornográficas de Georges Bataille, solo aprendía a enamorarme.