28, jueves. Enero. Fábula de los relojes

Sentado en la sala familiar evoco, primero, las voces de los tres que fuimos niños jugando alrededor de la gran mesa que un tiempo la presidía. También el sonido del tecleado de mi máquina de escribir. Me gustaba salir al comedor. Sentarme en mitad de la mesa y extender los papeles, borradores, libros a mi alrededor. En una esquina, sentada en el sillón mi abuela tejía. Una bufanda. Hacía bufandas para toda la familia. Era su escritura y la mía, acompasadas.

         Hoy la mesa ya no está. En su lugar, una alfombra. Estoy sentado en el sofá junto a mi madre, que posee ahora más edad de la que tenía mi abuela cuando vivía en casa, pero sigue siendo, obviamente, más joven que su madre. Las edades solo tienen corporeidad en el ámbito administrativo, en la mente mantienen una memoria muy diferente. Cuando mi madre y yo nos quedamos en silencio resuenan en la sala dos versos de Antonio Machado: «En la tristeza del hogar golpea / el tictac del reloj. Todos callamos».

El que ahora oigo golpear es un reloj de mesa que mis padres compraron hace décadas, nada más venirnos a vivir a este piso. Luce un paisaje dieciochesco en la esfera y un péndulo sonoro camina lo mismo que retrocede por debajo, entre cuatro patas doradas y casi salomónicas. Las casas de antes poseían, como pieza imprescindible, un reloj de pared o de cómoda en un lugar privilegiado. Era una especie de dios tutelar. Tengo la impresión de que ocupaba el mismo espacio que tuvo el pequeño altar o figura de santo protector en las casas dieciochescas. El siglo XIX trajo una nueva religión, la exactitud del tiempo, que acabó por sustituir la abstracción del cielo. Una ordenanza obligaba a situar un reloj delante de la Casa Consistorial. Como frente al ayuntamiento solía alzarse la iglesia, los campanarios se convirtieron en relojes. Los símbolos siempre superan las normas. Donde no existía iglesia, resultó aún más emblemático, se constituyó una torre monolítica coronada por el reloj.

Suena el reloj de péndulo en el silencio de la sala, entre una frase y otra, pero ya ha perdido su lugar dominante. La religión del siglo XX fue el televisor. Cuando llegó a casa el primero, mi padre retiró el reloj a una esquina y colocó el nuevo aparato en su lugar. Exilio desde donde sigue disgregando el tiempo como el panadero que en el obrador arranca pedazos de masa para convertirlos en panes. El tiempo ha dejado de ser ese pausado transcurrir fluvial. Ahora bajo los puentes solo fluyen autopistas. El pausado ir y venir del péndulo se ha quedado obsoleto. Demasiado lento. Las personas, cuando se compran un reloj de muñeca solo exigen dos cosas, un diseño atractivo (sobre extravagante) y que tenga cronómetro. Los minutos se han quedado como un vestigio decimonónico. Pero lo más triste es que aquella tristeza machadiana ahora se anhela sentir como una utopía. Paradójico destino el de quien admira a los poetas de hace cien años por presagiar el nuevo tiempo y se esfuerza en custodiar el tiempo antiguo.

20, miércoles. Enero. Plaza San Joaquín

La de Sant Joaquim es una plaza tímida. El portugués tiene un término para este tipo de plaza, que denomina «largo», traducido por anchura, o mejor, ensanchamiento. Desciende Vallirana con su extensión de calle orgullosa de su medianía y por dos veces el trazado rectangular se amplía un poco para formar sendos cuadrados. Dos plazas gemelas. La segunda es la Mañé i Flaquer. Ni siendo dos se las oye. La de Sant Joaquim es silenciosa. Carece de tránsito. Solo la cruza de vez en cuando alguna furgoneta blanca de reparto. En una de las cuatro esquinas hay un bar con terraza y leve murmullo. Gente que sube y baja con cara de ir a alguna parte, menos yo, que me gusta andar de paso. De paseo. Mirarla de soslayo, para que no se ruborice si la observo. Hasta tuve que esconderme tras el almez invernal, sin hojas, para fotografiar su nombre con discreción y distancia. 

La timidez de la plaza es urbanística. En un plano del municipio de San Gervasio, de 1895, dos años antes de ser absorbido por la ameba gigante barcelonesa, veo su trazado decimonónico de barrio periférico, el de Farró, en el extremo oeste de la antigua villa. La de Sant Joaquim aún no está formada como plaza; su gemela inferior, sí. El lateral del este queda por construir; unos metros más allá, el arroyo que baja parlanchín desde la colina del Putchet.

Un siglo y pico después mantiene este antiguo barrio el dulce rubor provinciano. Edificios de una elegancia humilde, decorados con el vestido de acudir el domingo a la iglesia. La ciudad lo rodeó con avenidas casi amuralladas por el tráfico y las construcciones hiperbólicas, pero en el interior ha preservado su carácter. Me desvío con frecuencia para atravesarlo. La levedad de la plaza San Joaquim —cuando uno se da cuenta, ya la ha dejado atrás— tiene la belleza de una rima de Bécquer, se memoriza sin esfuerzo y aunque dice bien poco y parece que ande entre susurros, siempre significa.

15, viernes. Enero. Reaparición del futuro

Hay algo que resulta más agotador que las tareas cotidianas: la incertidumbre. La certeza es la energía exigida por la época contemporánea para subsistir. Una especie de descrédito de la soberanía del futuro. Se cultiva la agenda con más ahínco que cualquier otra tarea. Los responsables políticos y sociales incluso tienen un funcionario que la controla. Las discusiones de agenda son más arduas que las de presupuestos. Una actividad solo empieza con la organización de un calendario; luego, un horario. El programa no debe dejar ningún espacio vacío. El futuro es, en nuestro tiempo, una cuadrícula en la que todas las celdas están llenas.

Las personas se han acostumbrado a pensar el futuro como una especie más ordenada de pasado. No sería raro, tampoco, que la desazón profunda de la época arraigara en este hábito: cualquier tiempo que llegue, salvo la desgracia, ya ha sido vivido previamente. El presente es la mera repetición de lo pensado para el presente.

Cuando, por la razón que sea, la incertidumbre se instala, lo que parece haber desaparecido es el curso de la vida. La sensación de que el cauce se ha secado. Una especie de enfermedad de Alzheimer proyectiva. Como si no fuera concebible un futuro fuera del calendario. Lo que regresa con la incertidumbre es aquello que con más empeño se pretende borrar: lo esencialmente incierto. Aunque debería ser esta pretensión lo que despertara más inquietud.

7, jueves. Enero. Plaza Orfila

Las plazas se dibujan. Con palabras, descripciones urbanas o sociológicas. Hay tipos concretos de calles, pero ninguna plaza se parece a otra. Su retrato, como los retratos, enriquece la imaginación. Igual que los valles, encauza hacia el interior todas las aguas. Epicentros de barrio o arrabal, convocan historias colectivas. Se podrían escribir muchas páginas con ambas miradas. Existen otras: resultan ideales para ubicar ficciones. Incluso poemas, el jovencísimo Arthur Rimbaud se hizo poeta abocetando la plaza de Charleville. Con solo pisarlas, en las plazas se abre el cajón que guarda revueltos los papeles donde anda garabateada la memoria. Y en cada plaza, al atravesarla, la deletreo. 
***
Por la boca de metro que había frente la plaza Orfila, en una isla en mitad de la calzada, junto a un árbol y una cabina, salió el mediodía de un sábado de marzo mi padre junto a la comadrona. Mi madre le había pedido que fuera a buscarla, ya con noticias que me presagiaban. Apresurados por la circunstancia, atravesaron la calle hasta la plazuela, siguieron por la calle Malats y tras rebasar el edificio del Ayuntamiento del que había sido el pueblo de San Andrés del Palomar, antes de que Barcelona lo absorbiera, en la esquina con la Calle Mayor, entraron en un portal estrecho, subieron por la exigua escalera hasta el tercer piso. Y hacia las tres de la tarde venía al mundo en la habitación de mis padres.
    Unos arbolillos enclenques alrededor, un banco de piedra a cada costado y en el centro, una farola monumental coronada con cinco faroles. Ahí debí de ser bebé en cochecito con madre primeriza y asustada. Desde el portal, que daba a la Calle Mayor, en línea recta se desemboca en la plaza Orfila, promesa de sol si el día lo proponía. Sé que en mayo a mi madre la riñeron porque me llevaba demasiado abrigado, pero así iba por la umbría de las calles estrechas más a gusto. El cochecito me duró poco. No había cumplido los dos años y ya tenía nueva inquilina. Y pasé a ir de la mano, o agarrado a un lateral. La memoria no alcanza para descifrar los detalles, pero sí ha conservado lo esencial. En los alrededores de la plaza descubrí un paraíso. No sé si era una juguetería, tal vez fuera un estanco o un colmado que tuviera algunos juguetes. El caso es que un escaparate con coches en miniatura se convirtió en el aliciente mayor para encaminarse hacia la plaza Orfila.
    En aquella época los paseos se habían complicado. El cochecito ya tenía otra nueva propietaria, la anterior iba en brazos, no se había tomado a bien la pérdida y se negaba a caminar, y yo me quedaba pegado a la vitrina de los cochecitos sin que mi madre pudiera arrancarme de allí sin gastar unos céntimos o sin la promesa de que eso ocurriera en la próxima ocasión. El objetivo de mi madre, con los tres a rastras, ya era atravesar la plaza, luego con mayor cuidado la calle Segre, muy transitada, y bajar por la calleja del Pont, más tranquila, hasta la estación. Al otro lado de las vías, que tenía que cruzar con pavor, se abría un descampado desde donde entretenía ver pasar los trenes. La mirada se encandilaba con aquellos soberbios herrajes en movimiento y el hecho de que siempre se estuvieran yendo carecía entonces de significado. Ah de aquel prodigio infantil de mirar sin que importe no comprender lo que se ve.

3, domingo. Enero. Cyrano, yo y el nuevo siglo

Si se me tiene en cuenta la nariz, tal vez pueda ser considerado un anti-Cyrano, tan opuesto a Cyrano que estoy casi al lado. Es lo que sucede con los extremos, ambos caminan en dirección contraria a la circularidad del resto. Así que Cyrano y yo coincidimos en la singularidad de las narices. ¿Algo más? Sí, por supuesto. Nació en marzo. El 6. El mismo día en el que nació mi abuelo Cirilo y el mismo mes que yo. También admiraba a su abuelo, de cuya vida tomó el nombre Bergerac con el que decidió llamarse a sí mismo. Era un poeta. Es posible que también yo lo sea, aunque no consta en ningún documento. En esta época es, digamos, una ilusión óptica. Le gustaba ser un libertino. Por mi parte, estoy muy lejos de esas aficiones. Cyrano pasó de persona a personaje. Un escritor con bigote relamido lo llevó a representar con su nariz la historia moderna de la belleza y el horror. Aún permanezco, me parece, en el lado de ser simple persona, espero que menos atractiva para un drama.

Cyrano, la obra, es un texto romántico lleno de lugares comunes de la época. Ni siquiera su autor es un escritor notable. Construyó, ignoro si a propósito o por acaso, un mito que refleja menos las turbulencias de cartón piedra del siglo XIX, donde nace, que la carne viva de cualquier época contemporánea. Un mito que transforma otro con acierto, el de la bella y la bestia. En la época clásica, el significado prendía en lo monstruoso de una naturaleza agreste, indómita y cruel, una amenaza constante a la aspiración a la belleza y a la racionalidad. El dios perverso de la desgracia natural frente la idealización del espíritu humano. En el terror ante la bestia suplica la belleza mortal.

Avanzado el siglo XX y tras superar si no el fantasma de las guerras al menos su centralidad, el monstruo abandona la naturaleza, sometida y discreta, también la idea de la muerte atroz que provocaba, y la belleza deja de ser un ideal para convertirse en un souvenir de lo bello. Uno y otra se aproximan en la nimiedad de ambos. Nunca el ser humano (ni siquiera en la civilización de Petra, cuando los mortales residían en templos) ha estado tan cerca de poseer el espejismo de considerarse un dios. Pero a Cyrano, una imperfección, una nariz excesiva, lo mantiene como dios incompleto. El monstruo no desaparece. El miedo transita de la bella a la bestia, que ahora siente el pavor a perder lo que nunca ha poseído, la felicidad. El Cyrano del siglo XX es este emblema. La bestia en su dolor, que es también el dolor de la bella, Cyrano mismo, el de hermosa escritura.

Noble, apasionado, augusto, está tan cerca, ama y ya es amado en sus cartas, pero descubre que el monstruo y la belleza ya cohabitan en su interior, ferozmente unidos por lo que nunca lograrán conseguir. El acoplamiento carnal no puede ocurrir porque ya ha ocurrido en su metamorfosis amorosa. La bestia había sido un concepto clásico objetivo; la bella, uno romántico subjetivo: su fusión en el alma de Cyrano, el monstruo de bella escritura, anula la voluntad de ambos. Pierde los batientes de lo real. Y hereda un vacío como único patrimonio: la oquedad que le impide tanto actuar (objeto) como reconocerse a sí mismo (sujeto). Le condena a la inacción y al desconocimiento. Da igual lo que la realidad intente en su favor, carece de beneficio. Ni en el último aliento existe compasión para Cyrano, el espejo del desamparo interior cuando se apaga la luz.

El siglo XXI —los historiadores consideran que el siglo empieza en los años veinte— está mutando también a Cyrano. Los dioses, que ya estuvieron en el cielo e incluso en el sueño del ser humano, ahora andan refugiados en las computadoras. Producen el mismo efecto un milagro y un desarrollo digital: un resultado sin proceso. La filosofía de los acontecimientos se denomina «El gato de Schrödinger». El monstruo de Cyrano es ahora un hiperactivo. Solo le preocupa la acción, los resultados, no sus consecuencias. Reacciona a cada gesto del espejo. Tantos, que convierte cada movimiento en una redundancia. Su belleza resulta así tan trivial como una reproducción. Y en su interior, hasta el patrimonio de la nada se ha desvanecido. De tantas, tantísimas, impresiones de vida que ocurren en la vida de Cyrano, acaba por no ocurrirle nada. Un tren tan y tan rápido que para aumentar la velocidad anula también la estación de destino.