24 de agosto, martes. El inútil ejemplo de las garrapatas

Un amigo, neófito en estos asuntos, me cuenta que su libro se publica a principios de septiembre y me pregunta si es una buena fecha. La verdad, le digo, no es tan mala como parece. El primer editor al que se le ocurrió presentar novedades el día uno de septiembre fue Jorge Herralde. La campaña de otoño es la que mira hacia Navidad. El grueso de los libros aparece a partir de la segunda quincena de octubre. Hasta entonces las mesas de novedades perpetúan la disposición que tuvieron durante el verano. Aunque tal vez el hueco que vio era otro: todo un mes de septiembre de suplementos literarios sin un título que llevar al papel. De los libros que Anagrama publicaba en septiembre el dossier de prensa necesitaba dos o tres carpetas. En aquel momento, le digo, también había espacio para libros como el tuyo en los periódicos, pero ahora, me parece que da igual cuándo se edite para que nadie le haga caso.

         Hoy creo que salen novedades en septiembre como en cualquier mes, pero quizá algo menos, lo que le proporciona a tu libro, le digo a mi amigo inquieto, la posibilidad de un espacio en las mesas de las librerías. Si se edita al principio, mejor, porque a partir de octubre llega la avalancha de los grandes sellos y ya no dejan respirar a nadie. Este es tu momento: el mes de septiembre. Y el hecho fortuito de que los lectores hayan agotado el acopio de libros que hicieron en junio o, por el contrario, no hayan agotado en vacaciones su cuenta corriente. Luego, en octubre, tu libro se devolverá o, en el mejor de los casos, se arrinconará en un estante.

         ¿Y tú crees que venderé muchos ejemplares?, me pregunta desde la más profunda ingenuidad. «Muchos» es una palabra complicada. Por el editor donde aparece y por su género, es difícil que a una librería lleguen más de tres ejemplares. A las contadas librerías a las que llegue, claro, porque la distribución es un laberinto invadido por una tiniebla perpetua. Así que, como mucho, y con suerte, podrás vender tres ejemplares por librería. Y casi mejor que no los vendas pronto, o tu libro habrá desaparecido para siempre de las mesas donde al menos puede verse. ¿No los repondrán?, insiste, utópico. Si el editor está al tanto, puede. Pero el librero solo sabrá que se ha vendido semanas después, justo cuando ande como loco introduciendo las novedades de los grandes. No se le pueden pedir peras al olmo, pese a que con su altura y frondosidad daría unas cosechas inmensas. Pero…

         Veo languidecer a mi amigo ante las perspectivas nefastas que le acabo de pintar y busco entre mis referencias últimas algo que en el mundo haya crecido. Por compensar. Y lo descubro. Cambio de tema y le cuento que en la Vanguardia del domingo leí un reportaje muy interesante sobre las garrapatas, cuyas picaduras, que a veces se pueden complicar, se han multiplicado desde hace un tiempo. Su ciclo era el del calor, de junio a septiembre, pero con la extensión del período cálido ahora no solo proliferan más, sino también se reproducen durante más tiempo, desde marzo a noviembre. Este es el mundo que se construye a nuestro alrededor, los libros menguan su presencia y las garrapatas la aumentan. 

19, jueves. Agosto. Plaza Frederic Marès

Durante un tiempo he dudado no solo si merecía la pena dedicarle tres párrafos a este lugar, sino si podía ser considerado en verdad una plaza. Lo cierto es que sus características están ahí: una planta rectangular, amplia y despejada, una hermosísima estatua de desnudo femenino en una esquina, cuatro arbolillos y sus sombras bailando por el suelo si hay brisa, una visión privilegiada de la muralla romana y un nombre —ilustre— de plaza. No hay bancos, pero la gente se sienta en los plintos que sujetan las columnas de la verja que impide el acceso al espacio. Y es verdad, un animal enjaulado sigue siendo el mismo animal que en libertad. O de una persona encarcelada, no se duda que sea persona. Así no me queda más remedio que afirmar que esta plaza es una plaza, aunque ahora recelo si he de considerar enjaulada o encarcelada su condición. El nombre que ostenta, Frederic Marès (1893-1991), escultor, coleccionista y benefactor de la ciudad, la merece, aunque este rincón barcelonés, no exento de belleza, antes parece un formalismo. Un merecía una plaza y ahí la tiene. Exquisita e intangible, un escaparate de plaza. Quizá Marès hubiera preferido otra con vecinos que recibieran las facturas y comunicaciones del banco con su nombre en la dirección.

         Las columnas de la valla que impide el paso a este lugar privilegiado, clavadas a los podios que los transeúntes usan como bancos, sustentan también una gran pérgola metálica que preserva del acoso del sol al vacío encerrado. Tiene también una sobrevenida función estética sobre la calle que transcurre en paralelo. Por las mañanas, cuando el sol bate la pérgola, la luz se entretiene en convertir cuanto exista o transite por delante en una suerte de crucigrama. Traza sobre las fachadas, el pavimento, las tiendas o las personas, con pulso firme, una cuadrícula gigante que encasilla la visión, igual que el colegial practica dibuja con una pauta por debajo que se transparenta. En este pupitre la luz se transforma en un aprendiz.

         La calle desde la que se admira la plaza se denomina «de la Paja». El sentido figurado del término hace furor en la adolescencia y, en especial, en un adolescente perpetuo, el cantante Javier Gurruchaga, asiduo de la calle, de su nombre pronunciado con una inflexión perversa y de la librería de libros viejos de Ángel Batlle que hay enfrente de la plaza. Si Valle Inclán hubiera vivido en Barcelona, inspirado en este comercio bibliófilo hubiera escrito tal cual escribió la escena del librero Zaratustra en Luces de bohemia: «Rimeros de libros hacen escombro y cubren las paredes. Empapelan los cuatro vidrios de una puerta cuatro cromos espeluznantes de un novelón por entregas. En la cueva hacen tertulia el gato, el loro, el can y el librero». Solo hubiera añadido a la frase del coloquio «y los hermanos». Aunque entrara muchas tardes para perderlas en el escrutinio de sus paredes, no estuvo nunca entre mis librerías favoritas, pero el otro día pasé por la calle de la Paja y vi el local vacío y estuve a punto de llorar. 

11 de agosto, miércoles. Adelantar hacia atrás

Desde hace treinta (o quizá sean cuarenta) años uso la misma marca de champú. Cuando empecé a comprarla era un producto novedoso, luego dejó de serlo, claro, pero no sentí ningún impulso por sustituirlo por otro nuevo. Ni siquiera me resistí, ni se me pasó por la cabeza. Funcionaba bien. La verdad es que en estas décadas no ha cambiado demasiado, ni el diseño, ni el bote. Pero, de repente, en el estante donde lo suelo encontrar en la tienda descubro un formato innovador de champú, propuesto por la misma marca. En lugar del líquido embotellado en el plástico habitual, una pastilla. Envuelta en papel. Una pastilla de champú con una especie de manopla de rejilla, de las de toda la vida, para facilitar su uso sobre el cabello. Una pastilla como las que se usaban para el jabón convencional antes de que se decidiera que los envases de plástico molaban más. Ahora se descubren algunos aspectos no demasiado simpáticos de la modernidad plastificada y la respuesta ingeniosa es una pastilla de champú. Un volver al pasado para progresar. Quién se lo hubiera dicho, tan moderna como se sentía la época apretando el bote.


7, sábado. Agosto. Plaza San Felipe Neri

A Salvador Dalí le enloquecía encontrar centros del universo en sus lugares biográficos. Como no he nacido ni resido en sitios que brillaran por algún aspecto cardinal, me gusta pensar esta plaza, con la ayuda de un verso de Raquel Casas Agustí, como el «lloc on volia néixer, la meva plaça». Tal vez ombligo de ciudad o incluso yema de su huevo. O simplemente su mejor biblioteca: cada una de las piedras que se mire cuenta una historia. Incluso si cierro los ojos para oír despeñarse el agua de la fuente que hay en medio —un pilón octogonal de cuyo centro emerge un monolito con pila intermedia y por encima cuatro caños que la desbordan—. Si recuerdo el verso de Edith Södergran, «Cruzo la plaza con mi futuro en el pecho», solo he de cambiar una de sus palabras por «pasado». La primera vez que la crucé, a finales de los años setenta, era un espacio sórdido. Se accedía con miedo, se atravesaba con pavor y se salía con el propósito de no regresar. Mal iluminada, hedionda, con cuerpos abandonados a los delirios artificiales por los suelos, entre desperdicios y despojos. Cuando acompaño a alguna persona que no conoce la ciudad, disfruto iniciando la visita en San Felipe Neri. Ante el sonido armónico del agua, bajo la sombra catedralicia de los tres soberbios tipuanas que huyen hacia el cielo y entre la dignidad de la piedra, siempre hay alguien que me dice: qué lugar tan romántico.

         Trágico, le corrijo. A los soldados les gusta decir que una bomba nunca cae donde ha caído otra, pero aquí uno de los edificios de la plaza se mantiene erguido para desmentir la ciencia bélica. Hospicio infantil durante la guerra, se coló una bomba por un ventanuco del subterráneo, abierto a pie de calle, donde se habían escondido niñas y niños, huérfanos del conflicto, durante el bombardeo. Cuando acudieron los primeros vecinos para ayudarlos a salir por el socavón abierto, otra bomba, lanzada por otro avión de la escuadra que martirizaba a los barceloneses, impactó en el mismo lugar causando una masacre entre los rescatados y los salvadores. De la metralla que se esparció por la plaza aquel día aciago guarda memoria la viruela que pica por completo la fachada de la iglesia contigua. Una imagen que aún impresiona. Hoy, el antiguo hospicio es un colegio de barrio y la plaza, el patio de recreo. Muchas mañanas me he sentado en el suelo a ver correr a los niños detrás de una pelota y oír cantar como goles los balonazos que impactaban contra los sillares medievales.

         La noche más hermosa que recuerdo en San Felip Neri fue una de mayo, hace años, durante la Semana de Poesía de la ciudad. El escenario se alzaba contra el muro lateral de las dependencias de la iglesia, la base del pentágono que forma la planta de la plaza, y junto a él había instalado un trapecio portátil. Entre lectura y lectura, las luces se apagaban y un único foco iluminaba los movimientos inverosímiles de la acróbata, cuya sombra armónicamente se retorcía, engrandecida, sobre la pared de piedra mientras los chorros de la fuente cantaban las viejas nostalgias de la plaza. 

3, martes. Agosto. Brevedad y tiempo

Ahora una carta electrónica llega mucho antes que el medio más rápido del siglo XX. No se suele pensar demasiado en este cambio de hábitos. El telegrama fue el recurso para las urgencias que se extendió durante décadas. Hace dos o tres años Correos, que aún mantenía el servicio, aunque solo se utilizaba para felicitar cumpleaños, lo cerró. No más telegramas. Un telegrama era un giro de guion: o el anuncio de un premio; o, lo más común, de un fallecimiento. No resultaba raro ver a una persona buscando un taxi con un telegrama en la mano. Cuando el taxista se detenía, el alterado cliente le preguntaba: «¿Puede llevarme usted a Burgos?».

            Es exactamente lo que hizo un día mi padre con la noticia del fallecimiento de su madre, mi abuela Albina, en la mano. Casi ni le dio tiempo a mi madre a dejar a mis hermanas con alguien, y a mí, que tendría unos diez años, me permitieron subir al taxi. Mi primer gran viaje en coche. Nos detuvimos a cenar en Zaragoza, en un restaurante enorme, techos de basílica, abarrotado. Mi gesto sin duda eran dos ojos de par en par tratando de captar matices inéditos de la realidad. Aún recuerdo lo que más me impresionó. Los moños que lucían las mujeres. Un concurso no hubiera reunido tantos. Arrancaban en la nuca desnuda y se alzaban imperturbables muy por encima de la línea craneal. Competía la variedad de formas en cada cabeza, que se lograban gracias una diestra distribución estructural de horquillas. Después del postre, el taxista pidió un café y le sirvieron una taza casi vacía, con un culo en el fondo de un brebaje denso y oscuro. Se habló un rato sobre el café y los viajeros regresamos a la carretera. Me dormí soñando con los moños estrambóticos que había visto, un sueño que reapareció durante años. De madrugada llegamos al pueblo. Mi padre me subió en brazos hasta una cama y yo, que iba despierto, me hice el dormido.

            Infinidad de tareas que durante el siglo XX ocupaban un tiempo, ahora se resuelven en un santiamén. Ensobrar la carta, sellarla, buscar un buzón, aguardar a que llegara, esperar la respuesta que hoy se lee en segundos, lo que se tarde en teclearla. Y no digamos las horas que pasamos en aquel viaje por humildes carreteras de un único carril por sentido, curvas pronunciadas por todas parte y socavones frecuentes. ¿Cuántas ocupaciones cuyo cumplimiento ahora aún consume un tiempo en el futuro inmediato serán más breves, o incluso instantáneas? Es una pregunta que no despierta ningún entusiasmo, porque a estas alturas del siglo XXI ya se sabe de sobras que la brevedad de las tareas consume infinitamente más tiempo personal que su proceso dilatado.