19, jueves. Agosto. Plaza Frederic Marès

Durante un tiempo he dudado no solo si merecía la pena dedicarle tres párrafos a este lugar, sino si podía ser considerado en verdad una plaza. Lo cierto es que sus características están ahí: una planta rectangular, amplia y despejada, una hermosísima estatua de desnudo femenino en una esquina, cuatro arbolillos y sus sombras bailando por el suelo si hay brisa, una visión privilegiada de la muralla romana y un nombre —ilustre— de plaza. No hay bancos, pero la gente se sienta en los plintos que sujetan las columnas de la verja que impide el acceso al espacio. Y es verdad, un animal enjaulado sigue siendo el mismo animal que en libertad. O de una persona encarcelada, no se duda que sea persona. Así no me queda más remedio que afirmar que esta plaza es una plaza, aunque ahora recelo si he de considerar enjaulada o encarcelada su condición. El nombre que ostenta, Frederic Marès (1893-1991), escultor, coleccionista y benefactor de la ciudad, la merece, aunque este rincón barcelonés, no exento de belleza, antes parece un formalismo. Un merecía una plaza y ahí la tiene. Exquisita e intangible, un escaparate de plaza. Quizá Marès hubiera preferido otra con vecinos que recibieran las facturas y comunicaciones del banco con su nombre en la dirección.

         Las columnas de la valla que impide el paso a este lugar privilegiado, clavadas a los podios que los transeúntes usan como bancos, sustentan también una gran pérgola metálica que preserva del acoso del sol al vacío encerrado. Tiene también una sobrevenida función estética sobre la calle que transcurre en paralelo. Por las mañanas, cuando el sol bate la pérgola, la luz se entretiene en convertir cuanto exista o transite por delante en una suerte de crucigrama. Traza sobre las fachadas, el pavimento, las tiendas o las personas, con pulso firme, una cuadrícula gigante que encasilla la visión, igual que el colegial practica dibuja con una pauta por debajo que se transparenta. En este pupitre la luz se transforma en un aprendiz.

         La calle desde la que se admira la plaza se denomina «de la Paja». El sentido figurado del término hace furor en la adolescencia y, en especial, en un adolescente perpetuo, el cantante Javier Gurruchaga, asiduo de la calle, de su nombre pronunciado con una inflexión perversa y de la librería de libros viejos de Ángel Batlle que hay enfrente de la plaza. Si Valle Inclán hubiera vivido en Barcelona, inspirado en este comercio bibliófilo hubiera escrito tal cual escribió la escena del librero Zaratustra en Luces de bohemia: «Rimeros de libros hacen escombro y cubren las paredes. Empapelan los cuatro vidrios de una puerta cuatro cromos espeluznantes de un novelón por entregas. En la cueva hacen tertulia el gato, el loro, el can y el librero». Solo hubiera añadido a la frase del coloquio «y los hermanos». Aunque entrara muchas tardes para perderlas en el escrutinio de sus paredes, no estuvo nunca entre mis librerías favoritas, pero el otro día pasé por la calle de la Paja y vi el local vacío y estuve a punto de llorar.