26, martes. Noviembre. Adicción al articulista



Al entrar en la cafetería donde acudo cada día a media mañana tropiezo con un tipo que hace el mismo gesto que yo. Si se tratara de una jugada deportiva, estoy convencido de que la posición estaba a mi favor, pero sin árbitro a la vista, he preferido dejarle paso y entrar detrás. Inmediatamente me he dado cuenta del error. Colgados delante, un ejemplar de El Periódico y otro de La Vanguardia. Mi rival antideportivo ha retirado el primero y se ha quedado con el segundo.
     Acudir a diario a la misma cafetería proporciona ciertos privilegios. Por ejemplo, llevo años sin pedir la consumición. Con el diario en la mano, me siento en el mismo lugar siempre que puedo y a los dos minutos aparece en la mesa el café tal como lo tomo. Un privilegio, claro, exclusivo para quienes disfrutan repitiendo lo que les gusta. Si tuviera yo un carácter caprichoso o tal vez propenso a las novedades no le sacaría ningún partido a este hábito. De hecho, tendría que acudir cada día a una cafetería diferente. Y aunque hay muchas, los días son más numerosos y me obligarían a repetir. De este modo, apreciando lo idéntico, me ahorro inocuas frustraciones. Aunque estas acechan desde cualquier esquina. Hoy, por ejemplo, hubiera elegido La Vanguardia que se ha llevado el infractor de puertas, y me ha tocado conformarme con El Periódico.
      Leo un par de columnas de opinión interesantes, una incluso muy interesante, y un reportaje atractivo. De reojo, sin embargo, controlo si queda libre La Vanguardia. Solo cuando me levanto para ir a pagar también lo hace el tipo de la puerta, y de pie en el mostrador, con cierta ansiedad, al borde mismo de llegar tarde a clase, abro el diario por la segunda página para leer el «Artículo del director». Y en ese mismo momento me doy cuenta de que soy un adicto a las columnas de Màrius Carol.
      Si pienso un poco, la primera adicción que recuerdo es la de los artículos de Francisco Umbral en El País. El personaje que había creado de sí mismo era tan repulsivo que he de reconocer que resultaba seductor. Esa petulancia aciaga, esa pedantería agreste de Umbral chocaba con una sociedad que empezaba a gustarse mucho a sí misma. El desvío sociológico de Umbral hacia el camino sin salida del ensimismamiento presagiaba lo que en la actualidad es el pensamiento concebido como vacuidad. Es una pena que cuando pasé a sus novelas no las encontré a la altura del escritor que intuía. Con una excepción, su canto agónico, Mortal y rosa, uno de los mejores libros escritos en el siglo XX en español. Su columna diaria en El País nada tenía que ver con personaje y novelista. Era pura creación lingüística. Una incongruencia conceptual en las páginas de un periódico: Umbral usaba una lengua que no servía para describir la realidad, sino para crearla. Tan portentosa era. Como leer en un diario no lo que ocurrirá al día siguiente, sino cómo se pensará y cómo se expresará lo que quiera que ocurra al día siguiente. Solo por leer la columna de Umbral compraba el periódico cada mañana. No hacerlo un día se castigaba con el desconocimiento de la profecía.
      Es curioso que los escritores que me han causado adicción en los periódicos no me han atraído en los libros. Durante otra época anduve colgado de la columna de última página en El País de Félix de Azúa. Nunca he podido acabar ninguna de los libros suyos que he empezado, por pesados, obvios, romos. Sin embargo, sus columnas eran vibrantes. Brillantes lingüística y conceptualmente. Durante una época se convirtieron para mí, como hubiera reconocido Barthes, en respiración. Esa bombona de lucidez que se necesita cuando los pulmones agonizan en un medio de oxígeno intelectual empobrecido. En otra época me aficioné a las viñetas de El Roto. Hasta que un día, como hizo Jorge Riechmann en el título de uno de sus libros, dejé de comprar aquel periódico. Ahora leo el que compra el dueño de la cafetería donde acudo a desayunar. Cosas de la época.
      Màrius Carol, periodista conocido antes de acceder a la dirección de La Vanguardia, nunca me había despertado el mínimo interés. Si se le escucha hablar parece que esté haciéndolo para alguien que está por detrás de uno. Esa sensación incomoda. Fomenta la antipatía. Pero un día, por casualidad, leí su «Artículo del director», en la página dos de La Vanguardia, y desde entonces creo que no me he perdido ninguno. Habla, por lo general, de asuntos de actualidad, pero parte o concluye siempre en una cita, un hecho, una referencia cultural o literaria. Esa relación entre lo contingente y la mención culta de repente crea una distancia con lo real que me despierta el gusto por pensar de nuevo lo cotidiano y perecedero, ahora a partir de la dimensión oblicua de lo literario.
      Hay un concepto que siempre me ha interesado mucho. Lo acuñó Jaime Gil de Biedma cuando publicó su último libro de versos, Poemas póstumos. Eran los poemas que había escrito tras la muerte de todo aquello en lo que había creído en la escritura de sus libros anteriores. Hay vida —era un grito más o menos así— después de todos los desengaños. Pues descubro en las columnas de Màrius Carol mi lectura póstuma de los diarios, después de la muerte del periodismo como género literario y su transformación en subgénero de la publicidad.

22, viernes. Noviembre. Diecisiete vueltas alrededor de un haiku



Los haikus seducen, tal vez, porque se descubre en ellos una manera de significar que abandonamos muy pronto. Encuentran los haikus la complejidad del conocimiento en el instante, mientras occidente lo ha buscado siempre en las ideas. Le hicimos caso a Parménides, aunque admirásemos más a Heráclito, sin comprenderlo. El poema del río que es un universo diferente cada vez que fluye con la corriente. Lo que nunca supimos concretar nos lo han enseñado los japoneses. A los japoneses se lo enseñaron los chinos. 
      Me gustaría comentar uno de los haikus de la segunda decena de la Centena de un Poeta, porque es una ironía sobre la adolescencia en mi generación. El que dice «Las ropas rezan. / Poética del biombo. / Mira el oído». 
      Contiene dos observaciones concretas y una abstracta. Hoy los biombos han perdido el uso, pero en mi niñez recuerdo que era un mobiliario corriente. Detrás de los biombos, las personas se desnudaban. De esa acción solo se percibía un murmullo al trajinar con la ropa, como si rezaran las prendas en voz baja. Ese sonido era toda una poética, es decir, una manera de comprender una realidad en la que los ojos tenían prohibido ver. No se podía mirar lo que había detrás del biombo, pero bastaba con oírlo para imaginar lo vedado. No hay en las palabras del haiku contexto personal (la adolescencia), ni contexto sociológico (el pudor), ni contexto político (la estrechez moral), tampoco proceso conceptual (el deseo), ni reflexión (el paso del tiempo), y sin embargo todo ello debería hacerse presente en el instante de leer las diecisiete sílabas. Igual que cuando se dispara un flash ante una escena sin luz, durante un instante se puede ver lo que la oscuridad oculta. No es posible contemplar la escena, como ocurre con las ideas expuestas en los poemas, sino solo entrever una imagen, el haiku.
      Es conveniente en los haikus, además de significar lo complejo de modo instantáneo, hacerlo también de manera difusa. Lo que en cine se consigue desenfocando la imagen (técnica del flou), en poesía se logra difuminádolo con la ambigüedad, bien a través de palabras polisémicas, bien mediante la confluencia de interpretaciones. En el haiku número 17 de la Centena la ambigüedad posee un carácter sintáctico. «El oído» puede ser tanto objeto directo —interpretación literal con el verbo mirar: alguien mira el oído que está oyendo, sin que se sepa quién—, como sujeto —interpretación sinestésica, es decir, es el oído quien mira—. Esta ambigüedad sintáctica acentúa, por otra parte, la cualidad borrosa que ya de por sí tiene la sinestesia.
     Este haiku, por otra parte, está escrito a partir del poema 17 de la Centena de cien poetas (1237) de Fujiwara no Teika. En la versión de Aurelio Asiain que sigo (Veracruz, 2015), el poema de Ariwara no Narihira (825-880) dice: «No se oyó nunca / ni en la edad de los dioses: / debajo del agua, / corre el río Tatsuta / teñido de escarlata». Es un hermoso poema sobre el otoño, el río baja tan cubierto de la hojarasca rojiza caída de los árboles que oculta sus aguas. Según cuenta Asiain, en la época en la que fue compuesto se introdujeron los biombos en la corte imperial, y este poema era propicio para ser «inscrito en un biombo para acompañar cierta escena, a la que se refiere o de la que parte». A partir de este hecho, el haiku escrito para mi Centena de un poeta no se inspira en el contenido otoñal del haiku clásico, sino en la idea de ilustrar un biombo. La introspección me conduce por los laberintos de la memoria hacia algunos biombos de mi adolescencia y lo que me sugerían entonces, y con esta evocación escribo las diecisiete sílabas.

17, domingo. Noviembre. El género de los sueños



Hace un par de años salí de la consulta del urólogo con una cita inmediata en el hospital. Y poco después, la camilla donde viajaba tumbado entró en un área restringida al personal del servicio, del que no formaba parte. O sí. En ese debate, como dicen los políticos, me quedé sedado. Pensaba que la cosa era un trámite. Una gestión laparoscópica sin importancia, pero al parecer estuve en la mesa de operaciones varias horas. Y lo que realmente me asustó fue la descripción que el urólogo hizo de su trabajo días después, en la consulta. Si me lo llega a explicar antes, no me pilla.
      El caso es que ahora no me puedo quejar de nada. Todo en mi sistema de evacuación de líquidos transcurre con normalidad. Solo he descubierto un sutil cambio. Hasta hoy no era consciente de él, pero de repente he atado cabos. Un cambio en los sueños. Cuando la vejiga considera que ya está harta de la dorada agua que alberga, recuerdo haber soñado antes, muchas noches, cómo tenía que buscar un lugar para aliviarme, probando aquí y allá, sin encontrarlo. De hecho, solo lo descubría cuando de golpe me despertaba y me encaminaba al baño; no en lo onírico, sino en lo real. Hace dos años que ese sueño de investigador desesperado de lugares propicios para la micción ha desaparecido en mi repertorio nocturno. Y ha sido sustituido por otro, bastante más agresivo. Deriva siempre, como el anterior, de otro sueño que discurre con la habitual y ligera irracionalidad. Pero, de repente, sucede algo que me sume en la frustración. No sé, pierdo el móvil, me roban en una esquina, cito solo los casos más benignos, los otros hasta me dolería ahora contárselos a las palabras.
      Como el sueño de hoy. Estoy en la puerta de una casa que no distingo bien y empiezan a salir conocidos de un amigo y escritor. Su pareja se da golpes con la cabeza contra la pared. En el sueño entiendo lo que está pasando. Me despierto asustado, con una clara desorientación —si se me permite el oxímoron—, y durante unos segundos ignoro si el sueño ha conseguido traspasar la piel de la realidad. Luego reparo que el único problema es que el depósito está que se sale. Y mientras lo libero me repongo de la dureza del aviso. Parece algo trivial, pero quizá posea un calado mayor del que muestra. Lo que ha cambiado en mí es el género de los sueños urológicos. Antes soñaba en clave de comedia, alguien que busca desesperadamente dónde orinar, ahora sueño tragedias.

7, jueves. Noviembre. La moda de la ropa acuchillada



En clase surge una pequeña controversia. Uno de los alumnos, quizá el que cuida con mayor esmero su indumentaria, es devoto de los pantalones caídos. Una moda que ocasiona algunos rechazos, pero que posee una innegable virtud: comprobar que cada día se ha cambiado el calzoncillo, pieza que queda no solo entrevista, sino claramente visible.
     Les pregunto de dónde nacería esta moda y al unísono me responden que en las prisiones americanas. Me parece que no fue así, les digo. Mire Internet, me responden. Enciendo el ordenador y la pantalla, y emprendemos una pequeña búsqueda. En efecto, en un primer vistazo aparece esta explicación en una treintena de sitios web de treinta resultados posibles: «los reclusos de las cárceles de EEUU empezaron a llevar los pantalones caídos por la prohibición de utilizar cinturones, un arma potencial contra otros reclusos o para autolesionarse». Con un poco de paciencia abrimos las treinta páginas, en cada una de ellas copio y pego en un documento la frase donde afirma esta teoría del origen, y el resultado es sorprendente: treinta frases idénticas. Revistas de moda, sitios de divulgación —incluso histórica—, de curiosidades, de noticias, blogs personales… no solo repiten un mismo texto, sino que incluso lo ilustran todos con las mismas fotos y dibujos como hemos comprobado. Eso es Internet. Las certezas por repetición. O mejor, por clonación.
      A mí me gusta más, les digo, mi teoría. La leí hace años en la página de un periódico del que, a diferencia de la teoría expuesta en Internet, ignoro qué camino se puede seguir para recuperarla ahora. Tampoco me acuerdo de los detalles, aunque me pareció bien documentada. Más o menos la historia era así. En cierta época —he olvidado también la década del siglo XX— el ejército americano se deshacía de excedentes del vestuario de trabajo que en sus almacenes carecían de salida. Se trataba, en general, de ropas de tallas muy grandes que tenían un uso escaso, pero que quizá por las inercias burocráticas se fabricaban en igual número que las tallas corrientes. El caso es que de vez en cuando, en los mercadillos de Brooklyn y de otros barrios periféricos, aparecían a la venta unos tejanos de extraordinaria calidad a un precio ínfimo, que las madres de los suburbios obreros compraban para sus hijos, aunque estos usaran diez números de talla menos. Al cabo de poco tiempo, centenares de jóvenes esbeltos y musculosos lucían por las calles unos fantásticos pantalones de la talla 45 que les resbalaban por la cintura y les sobraban por todas partes. Y esa excentricidad al poco tiempo dejó de serlo y se convirtió una década más tarde en una moda.
     De hecho, continúo la explicación, no es la primera vez que ocurre. Mi única obsesión en las clases es esta, entrelazar el presente con el pasado, aunque normalmente lo hago al revés, conecto formas y contenidos de la historia de la literatura con hechos del presente que el alumnado pueda reconocer enseguida, como Enkidu y Tarzán. El inicio del fenómeno de la moda en nuestra era, tal como hoy la comprendemos, se puede situar en el Renacimiento. Tras mil años de vestuario heredado y gremial, pues los medievales se vestían con el uniforme de su estamento o de su gremio, el siglo XVI revolucionó ideas y costumbres. De repente, cada cual quería vestir conforme a su propio criterio. No existen transformaciones ideológicas que no hayan prendido antes en los hábitos cotidianos. Se puede documentar esta manía obsesiva por el vestuario singular en algunos relatos de la época. Por ejemplo, el diplomático centroeuropeo Siegmund von Herberstein (1486-1566), que desempeñó 69 misiones fuera de su país y fue además autor de una obra notable sobre la vida en Rusia, escribió al final de sus días unas memorias en la que se ocupó casi al completo por describir con todo detalle cada uno de los trajes que se había mandado confeccionar. O el prodigioso caso de Matthäus Schwarz (1497-1560), contable de la familia de banqueros más importante de Alemania, quien a los veintitrés años encargó un retrato con sus mejores ropas y continuó haciéndolo durante los cuarenta años siguientes, hasta reunir una colección de 140 acuarelas con todo su vestuario al completo. Un conjunto que encuadernó en piel y denominó Libro de los Trajes. Título que a partir de entonces tendrían muchos libros de éxito.
      Estos desafueros —que sin embargo no nos resultan tan extraños— documentan la ofuscación de las clases altas por su vestuario, pero el origen de los pantalones caídos no está relacionado con el gusto por la moda de las clases altas, claro, sino con un fenómeno paralelo entre las clases populares. Que también se produjo en el Renacimiento, quizá por vez primera.
    A lo largo del siglo XV paulatinamente el vestuario masculino se había ido ajustando más al cuerpo, de modo que a principios del siglo XVI se daba la circunstancia entre los soldados que el vestuario que obtenían como botín de las batallas que vencían, quitándoselo a los adversarios caídos o apresados, les resultaba inútil o incómodo si no coincidían las corpulencias de vencido y vencedor. Antes de renunciar a las ropas requisadas, de un gran valor en la época, a algunos soldados se les ocurrió acuchillarlas, para hacerlas más holgadas, aunque por la parte rajada aflorara el recubrimiento interior de la prenda —plumas, algodón u otros tejidos—; un color diferente que asomaba desde dentro de la rasgadura. Esta nueva costumbre causó sensación en la época y así otros soldados que no lo necesitaban acuchillaban igualmente las suyas como gesto de identidad. Calzas y jubones acuchilladas se extendieron como modelo que rompía lo monótono del vestuario común y pronto aparecieron en el mercado telas previamente acuchilladas. Y el paso siguiente tampoco se demoró. La ropa de lujo absorbió la innovación y los más altos dignatarios aparecen retratados en la época con vestuario en el que múltiples aberturas lineales dejan ver el tejido interior de las prendas. Para comprobarlo les muestro un par de imágenes:

Bernardino Licinio - Retrato de Ottavio Grimani - 1541

Georg Pencz - Retrato de muchacho sentado - 1544

La primera, el retrato de Ottavio Grimani, Procurador de San Marcos, obra notable realizada en 1541 por el pintor veneciano Bernardino Licinio (1489-1549). Tanto el jubón como las calzas de su elegantísimo traje aparecen decorativamente acuchilladas. La segunda, el «Retrato de muchacho sentado» del pintor bávaro Georg Pencz (1500-1550), con dos motivos de moda, la casaca cubierta de pequeños rasguños que traslucen en interior y el borde de la camisa blanca asomando por el cuello. La camisa era una prenda interior, como lo son nuestros actuales calzoncillos, invisibles por regla general en el vestuario externo.
      Pero en esta época empezó también la moda de estirar el cuello para que apareciera visible su borde ribeteado sobre el jubón o la casaca. Pero profe, me dice una alumna avispada, lo que nos ha contado parece que se relacione más con la moda de los pantalones rotos que con la de los pantalones caídos. Bueno, le digo, en eso tienes toda la razón. En la docencia es necesario errar en algo para que el alumnado descubra por sí mismo que ha aprendido.


4, lunes. Noviembre. Diario del viento



La naturaleza del viento resulta paradójica. La tradición romana ennobleció la brisa como elemento cuya dignidad permitía que los amantes se refrescaran en el locus amoenus. El Renacimiento descubrió tonos inusitados en esta literalidad, pero el Barroco, algo más duro de oído, prefería el ulular del aire en las tempestades. Las ráfagas que volcaban embarcaciones, que azotaban árboles en la llanura y melenas en las cabezas. Se diría que el viento expresa al mismo tiempo la perfección y la imperfección de la vida. El embobamiento ante los instantes delicados y la furia por su anunciada caducidad y pérdida.
     Al margen de las tradiciones cultas, la interpretación popular de los vientos no resulta menos violenta. En Argentina conocen los efectos de la sudestada por lo legendario de sus nefastas consecuencias. Haroldo Conti escribió un libro magistral sobre este asunto, Sudeste (1962), el primero que publicó. En el sur de la península y en Canarias a este viento se le denomina siroco. En Lanzarote viví uno completo. Su anuncio, una cinta ambarina en el horizonte, cuanto más prieta e intensa, más amenazante. El mar, la arena, el cielo; un auténtico Rothko colgado en las paredes blancas de la bóveda celeste. Cuando se desbarata el cinturón parduzco, la arena invade cualquier cavidad, se convierte en una sensación chirriante en la garganta. El calor incendia el aire, como ocurre en el interior de un horno. Confundir el propio cuerpo con una masa de harina moldeada es una metáfora recurrente. En el cénit de las sinestesias, hasta la piel da la impresión de que cruje.
     El viento que conozco mejor es el de tramontana, el del norte. Sopla con fuerza en el Ampurdán. La solidez de la piedra en las paredes da la impresión de que resulte insuficiente. Enloquece cuanto sea susceptible de movimiento. La parra que plantó mi padre en el patio de la casa, la enredadera que decora el muro del vecino, los árboles de las calles… el paisaje baila al son de un ritmo diabólico. Sus silbidos parecen la trompetería angélica que ensaya para el día del Apocalipsis.
     Ayer y hoy sopla noroeste. Aunque no se vea la intensidad de la tramontana, para la ciudad ya es escandaloso. He visto una maceta rota en mitad de una acera y ramas arrancadas de cuajo. Pero la imagen más hermosa del viento otoñal son las hojas. Por el suelo cobran vida propia, zigzagueando mitad insectos mitad ofidios, y por el aire emulan a los vencejos que llegan en primavera. Desde la ventana donde escribo me gusta seguir la trayectoria de las hojas entre los edificios. Giran sobre un eje invisible mientras ascienden y después planean como golondrinas. A los más avisados entre los humanos les muestran los caminos de la fantasía. El viento, el único escultor que continúa militando en el Dadaísmo.

3, domingo. Noviembre. ¿Qué pintan los libros en las bibliotecas?



Hace algunos años coincidí con Manuel Borrás, editor de Pre-Textos, en una mesa redonda sobre el ámbito editorial de la poesía. Tomó la palabra cuando se la cedió el presentador, saludó con gentileza y nos clavó en los asientos con una frase que nunca he olvidado: «Los auténticos enemigos del libro están dentro del mundo profesional del libro». Podría haberse despedido y acabar ahí su alocución. Don Juan Manuel escribía fábulas para los legos y un adagio final para eruditos. La memoria actúa como un sabio y solo recuerda las sentencias sapienciales, quizá con una finalidad práctica, ilustrarla más tarde, para el lego que siempre somos, con los ejemplos propios.
     En cierta ocasión, hace un par de décadas, se presentó en el instituto donde trabajaba, en una localidad de la conurbación barcelonesa, un bibliotecario. Era un antiguo alumnos que había cursado Biblioteconomía y había obtenido una plaza en la Biblioteca recién inaugurada. Quería hablar con nosotros, los profesores del instituto de la población, que le felicitamos por la suerte que había tenido. Lo que él quería, sin embargo, no era presentar sus servicios, sino que le dijéramos a nuestro alumnado que se abstuviera de ir a la Biblioteca porque, cito, «le molestaba». Me dejó entonces tan mudo como continúo ahora sin saber aún qué decir al respecto. Al explicar esta anécdota he recordado que aquella era una localidad peculiar. En cierta ocasión una alumna del instituto ganó el premio de poesía que organizaba la concejalía de cultura cada año. En el instituto nos alegró mucho el galardón, era una alumna brillantísima. Tanto como nos sorprendió al año siguiente una nueva condición en las bases: quienes participaran en el certamen debían de tener más de treinta y cinco años. No volviera a ocurrir, debieron de pensar en el Ayuntamiento, que lo ganara otro joven del pueblo. El verdadero enemigo siempre está dentro.
     Recuerdo sentencia y anécdota porque estos días me ha plantado batalla el bibliotecario de mi centro. Cuando le contrataron reunió a los profesores en su nuevo feudo y nos impartió una clase que reabrió mudeces en mí. Vino a explicarnos que lo de menos en una biblioteca son los libros. Que de hecho, lo mejor es aligerarlos (ocupación a la que se puso inmediatamente manos a la obra, antes a eso se le llamaba expurgar, ahora modernizar). Intentó convencernos de que lo importante de una biblioteca son los ordenadores y que el bibliotecario es una especie de guía cibernético. Intergaláctico, mejor. Hasta ese momento pensaba que ya teníamos algo así. Se llama sala de ordenadores y en el instituto hay cuatro o cinco. Una por cada área. Tal vez tenga razón y necesitemos otra más.
     La guerra que ha abierto contra mí el bibliotecario ha empezado por mi alumnado. Ocho horas de mi horario las imparto en la biblioteca. Dos materias de literatura, con pocos inscritos, que nos reunimos alrededor de una mesa y hacemos clase. A esas horas en la biblioteca no hay nadie y no hay lugar más adecuado para la docencia humanística. No había nadie, quiero decir, porque ahora está el bibliotecario contratado. Para formar la mesa en la que trabajamos, claro, hemos de juntar dos mesas con la finalidad de sentarnos todos, profesor y alumnado, alrededor. Pero al bibliotecario eso no le gusta. Las mesas han de estar separadas. Cuando llegan alumnas y alumnos a la biblioteca a esperarme, de manera natural juntan las mesas que él previamente ha separado. Iracundo, por mover el mobiliario les lanza la caballería y les amenaza en un tono poco acorde con el lugar. 
    El pasado jueves, cansado de tonterías, me acerqué a hablar con él. Le explico, por si no se había dado cuenta, que imparto en la biblioteca algunas horas de clase. Que necesitamos que dos mesas, de las seis que tiene la biblioteca, estén juntas. Que no veo dónde está el problema. Y me responde que a él no le gustan las mesas juntas. Que él las prefiere separadas. Y que él es allí quien decide. No supe qué responder entonces y ahora he necesitado contárselo a las palabras por si me echan una mano en la tarea de comprender el laberinto de lo humano. Y de repente me ha dado la impresión de que móviles, pantallas, televisores, etcétera resultan inocuos. Que el verdadero enemigo de los libros está dentro. Aquellos que, por ejemplo, confunden las bibliotecas con los mausoleos y prefieren ser, en vez de servidores públicos, guardianes del vacío.