4, lunes. Noviembre. Diario del viento



La naturaleza del viento resulta paradójica. La tradición romana ennobleció la brisa como elemento cuya dignidad permitía que los amantes se refrescaran en el locus amoenus. El Renacimiento descubrió tonos inusitados en esta literalidad, pero el Barroco, algo más duro de oído, prefería el ulular del aire en las tempestades. Las ráfagas que volcaban embarcaciones, que azotaban árboles en la llanura y melenas en las cabezas. Se diría que el viento expresa al mismo tiempo la perfección y la imperfección de la vida. El embobamiento ante los instantes delicados y la furia por su anunciada caducidad y pérdida.
     Al margen de las tradiciones cultas, la interpretación popular de los vientos no resulta menos violenta. En Argentina conocen los efectos de la sudestada por lo legendario de sus nefastas consecuencias. Haroldo Conti escribió un libro magistral sobre este asunto, Sudeste (1962), el primero que publicó. En el sur de la península y en Canarias a este viento se le denomina siroco. En Lanzarote viví uno completo. Su anuncio, una cinta ambarina en el horizonte, cuanto más prieta e intensa, más amenazante. El mar, la arena, el cielo; un auténtico Rothko colgado en las paredes blancas de la bóveda celeste. Cuando se desbarata el cinturón parduzco, la arena invade cualquier cavidad, se convierte en una sensación chirriante en la garganta. El calor incendia el aire, como ocurre en el interior de un horno. Confundir el propio cuerpo con una masa de harina moldeada es una metáfora recurrente. En el cénit de las sinestesias, hasta la piel da la impresión de que cruje.
     El viento que conozco mejor es el de tramontana, el del norte. Sopla con fuerza en el Ampurdán. La solidez de la piedra en las paredes da la impresión de que resulte insuficiente. Enloquece cuanto sea susceptible de movimiento. La parra que plantó mi padre en el patio de la casa, la enredadera que decora el muro del vecino, los árboles de las calles… el paisaje baila al son de un ritmo diabólico. Sus silbidos parecen la trompetería angélica que ensaya para el día del Apocalipsis.
     Ayer y hoy sopla noroeste. Aunque no se vea la intensidad de la tramontana, para la ciudad ya es escandaloso. He visto una maceta rota en mitad de una acera y ramas arrancadas de cuajo. Pero la imagen más hermosa del viento otoñal son las hojas. Por el suelo cobran vida propia, zigzagueando mitad insectos mitad ofidios, y por el aire emulan a los vencejos que llegan en primavera. Desde la ventana donde escribo me gusta seguir la trayectoria de las hojas entre los edificios. Giran sobre un eje invisible mientras ascienden y después planean como golondrinas. A los más avisados entre los humanos les muestran los caminos de la fantasía. El viento, el único escultor que continúa militando en el Dadaísmo.