26, lunes. Octubre. Refutación de las reuniones. Práctica del epigrama 25


Las reuniones son peligrosas, en general. Las reuniones de consejo de administración son especialmente peligrosas. Forma parte de la tragedia de los nuevos tiempos. Antes, este aspecto se resolvía mejor. Los responsables de cualquier empresa se reunirían para no cambiar nada. La reunión en sí misma justificaba la dedicación a la compañía. La reunión era una forma de empujar un coche que carecía de ruedas. El no avanzar aseguraba el funcionamiento del motor, que era lo importante. Algo que, por desgracia, desapareció con los tiempos benévolos. Ahora ocurre lo contrario. La reunión tiene que cambiar todo para justificar que se ha realizado con diligencia. La mayor parte de lo que se modifica no necesita ninguna modificación, y a menudo una reunión sustituye A por B, y luego, en otra, B por A. Para que la modificación sea computada como tal necesita la existencia de personal afectado. Por ejemplo, todos los que trabajan en la primera planta, que ocupen la segunda. Y al revés. Estas son las modificaciones que más gustan. Es como empujar a cuatro personas sentadas en sendas sillas desde la explanada hacia la autopista plagada de camiones tráiler como si se arrastrara un vehículo con ellas dentro.

20, martes. Octubre. Paul Strand, profesor de poesía fotográfica

Visito la muestra de un fotógrafo del siglo XX, Paul Strand (1890-1976) y nada más entrar descubro que ha sido mi maestro de fotografía durante todos estos años. Como si en lugar de ir a una sala de exposiciones hubiera acudido a la academia donde imparte sus clases quien tanto me ha enseñado sin que hasta hoy fuera consciente. Quiero decir, lo que me gusta que la cámara recoja —en la captura de objetos, situaciones, fragmentos de espacios y paisajes— y el esfuerzo por adecuarlo a una manera de mirar personal, alejada de los estereotipos, Strand ya lo hizo décadas atrás, claro, y lo entregó como legado. Y también algunos aspectos —tanto los relacionados con motivos singulares, como con las distancias y los encuadres— que creía haber descubierto por mí mismo, compruebo en el aula de Paul Strand que los aprendí de él sin ni siquiera ser consciente de debérselo. Esta grata sensación, casi de anagnórisis, que rara vez me ha sucedido en literatura, acostumbra a pasarme con cierta frecuencia en fotografía, disciplina en la que soy escasamente erudito.

Sus composiciones resultan admirables. Aciertan a convertir en significativos los fragmentos de realidad que uno encuentra a su alrededor sin saber qué hacer con ellos. Contemplo la fotografía de un lago en las islas Hébridas, al oeste de Escocia («Loch Skiport. Isle of South Uist. Outer Hebrides»). De 1954. Y recuerdo la fotografía que acababa de hacer la semana anterior en la bahía de Llançà, que de tan cerrada suele parecer también un lago. Para la mía quise la misma distribución de los espacios en la imagen, le di a la línea de la montaña idéntica función de marco, no alrededor, sino en medio, como ocurre en los dípticos, y busqué establecer un diálogo similar entre un mar en calma y un cielo en movimiento. ¿Soy o no soy su discípulo? ¿No he aprendido a mirar viendo sus fotografías, aunque no supiera que las había visto antes? Paul Strand no solo le proporciona una ascendencia a lo que se pueda experimentar desde la ingenuidad fotográfica, su forma de reflexionar en imágenes también ofrece un repertorio de significados al hecho de mirar a través del visor.

Aunque quizá no haya acudido a su curso de fotografía solo para descubrir lo que ya sabía, sino para algo menos narcisista. Avanzo por la sala y me pregunto qué sentido tiene guardar con tanto esmero —en cajas de cristal enmarcado— estas meras teselas rescatadas del prodigioso mosaico de la realidad que ya jamás podrán representar. El fotógrafo parece una suerte de arqueólogo que armado con piqueta y cepillo revuelve entre los cascotes del tiempo hasta encontrar algo que inmediatamente guarda en un sobre de papel. O quizá solo sea el geólogo que recorre el monte martillo en mano y se acurruca en un rincón e infringe a la roca una muesca. Recoge luego con primor las fracciones desprendidas y las introduce con cuidado en una bolsa de plástico opaco. Uno y otro, más tarde, vacían sus descubrimientos sobre una mesa en sus respectivos estudios. Este lugar en la época de Paul Strand se denominaba laboratorio y entre cubetas, líquidos, pinzas y ampliadora, bajo una luz segura, se producía la metamorfosis alquímica de la fotografía. Que carece de cualquier alquimia porque la transformación es idéntica a la que consiguen arqueólogo y geólogo en sus análisis: obtiene conocimiento.

Cada fotografía de Paul Strand es una nimia, casi espuria, muestra de la existencia, pero capaz de devolverle a ese todo inconmensurable de donde procede, pero ya sin formar parte de él, algo de lo que este carece: un significado metafísico. La dimensión de este significado va, literalmente, más allá de la física de lo existente, y le añade a lo mostrado el valor de su comprensión humana, incluso cuando resulte esencialmente incomprensible —como el espejismo de la trascendencia o la oscuridad de la muerte—. En su Carta a los Estudiantes, la que empieza con el adagio casi revolucionario de «Todos somos estudiantes», Paul Strand lo dejó meridianamente claro: «Sobre todo mirad las cosas que os rodean, vuestro mundo inmediato. Si os sentís vivos es que significa algo para vosotros, y si os interesáis lo suficiente por la fotografía y sabéis cómo utilizarla, querréis fotografiar ese significado». Desde Strand, los fotógrafos no enseñan, aprenden; y la fotografía no describe, piensa. A veces poéticamente, otras en la estela misma de la filosofía.  

Paul Strand, 1954

JAC, 2020


14, miércoles. Octubre. Clásicos y Antiguos. Práctica del epigrama 24

 


A veces me entretengo buscándoles trabajo contemporáneo a los clásicos. A Eurípides, por ejemplo, le iría como anillo al dedo un puesto de asesor de presidente, o presidenta, de gobierno. O de jefe de la oposición, da igual. Les escribiría unas réplicas oscuras y perversas para sus reuniones secretas. Aunque, si lo pienso un poco mejor, creo que a él no le convencería el hermetismo de su cometido. Creo que preferiría ser productor de TV5. El teatro clásico griego no solo nos dejó autores memorables, sino modos diversos de comprender el mundo. Esquilo, por ejemplo, llevó al teatro sus obsesiones y experiencias como hombre sabio que ha obtenido el conocimiento que dan las guerras, sin que le importara demasiado el público al que iban destinadas sus obras. Sófocles, por el contrario, sí pensó en la audiencia, un ente al que era necesario entrenar para que supiera interesarse por los conflictos más abstractos de la mitología, algo que logró con creces. Sófocles creó un público capaz de comprender los vericuetos del alma humana. Y Eurípides, al cabo, desde el principio le dio a la audiencia exactamente lo que quería ver. Igual que hacen tantos políticos, tantos escritores y tantos canales de televisión. Fue el artista a la medida de los deseos de un público. De hecho, continúan siendo los tres caminos posibles de la creación frente a la sociedad. A mí me gusta pensarme entre los herederos de Esquilo, con la diferencia (trivial) de que nunca consigo interesar a nadie en aquello que me interesa.

6, martes. Octubre. A vueltas con la mascarilla

 


Consciente de que carezco de la mínima autoridad sanitaria para hablar de este asunto, no consigo evitar la tentación de abordarlo desde el punto de vista del entomólogo de paradojas. Porque la realidad pandémica del momento presente está asaeteada por dos contradicciones tan enormes que parecen una plaga.
    A seis meses del inicio de medidas severas contra la expansión del virus y a tres meses del final del Estado de Emergencia, la situación presenta la siguiente paradoja: el país más estricto en cuanto a la normativa de uso de la mascarilla (en ambos aspectos, la norma y su cumplimiento por la ciudadanía) es el que más altos índices de contagio del virus ofrece. Paradoja que, para demostrar su entidad, ofrece la misma contradicción vuelta del revés: los países menos estrictos en el uso de la mascarilla (circunscribiéndola solo a situaciones de proximidad e interior) ofrecen índices de contagio inferiores.
      En este caso el oxímoron cuyo nudo hay que resolver es el de una precaución que objetivamente empeora la situación. La experiencia de uso y norma de la mascarilla se podría resumir en los siguientes puntos:
1. La mascarilla es obligatoria en todos los usos sociales desde el final del Estado de Emergencia. Primero, si no existía alternativa a la distancia social y sin penalización; pero inmediatamente, tras el traslado de la responsabilidad sanitaria del Gobierno central a los gobiernos autonómicos, se endureció la normativa extendiendo el uso obligatorio a todas las situaciones y bajo pena económica por incumplimiento. 
2. La observación de la ciudadanía de esta normativa (sea por convicción o por miedo a la pena) ha sido completa. En las calles, los parques, los paseos y hasta los caminos de extrarradio el uso de la mascarilla es absoluto. Casi sin excepciones. Incluso es común ver pasear a una persona sola por un paraje natural, en mitad de los campos, con mascarilla. 
3. Una noticia reciente informa de la celebración de un botellón multitudinario, de unas doscientas personas, en la zona de un museo de arte contemporáneo. La intervención de la policía implica varias multas por consumo de alcohol, por grupos de más de seis personas y cuatro multas por no llevar mascarilla. Lo que implica un 98% de cumplimiento de esta norma por parte de personas dispuestas a infringir otras normas. 
4. Esta normativa autonómica tiene una excepción. En las terrazas de los bares se puede prescindir de su uso. Y dentro de la gran paradoja, se descubre una pequeña paradoja. Las personas que caminan por la calle, con la habitual distancia hacia los otros transeúntes, lo hacen con mascarilla, y aquellas que están en la misma acera sentadas junto a otras personas, pueden no llevarla. 
5. Un hecho que también resulta habitual, ligado al anterior, es que las personas que caminan hacia un bar o restaurante lo hacen con mascarilla, pero en cuanto entran y se sientan en una mesa del establecimiento, se la quitan. 
6. Otro hecho que también resulta habitual es que personas que caminan con la mascarilla al encontrar y saludar a conocidos, aunque respeten la precaución de no darse la mano ni besarse, para compensarlo se bajan la mascarilla para que la sonrisa de saludo sea visible para la otra persona.
      Por otra parte, en el reverso de la paradoja, en los países con menores índices de contagio, se observa que: 
1. En la calle el uso de las mascarillas es discrecional. Algunas personas se protegen con ella, pero otras no. 
2. Cuando las personas sin mascarilla acceden a cualquier interior o mantienen una mínima conversación casual, inmediatamente se colocan la mascarilla como medio de protección.
      Creo que no resulta difícil vincular al uso de la mascarilla la idea implícita del peligro del que defiende. Del modo de protegerse con mascarilla en España se deduce un mal genérico (lo que justifica el uso en todas las situaciones), un mal absoluto (incluso en la soledad el campo existe una amenaza) y un mal de ubicación desconocida (como si fluyera con el aire). Por el contrario, de este hábito mismo de uso se puede deducir que el mal desaparece en situaciones concretas (en terrazas, en bares) y ante personas conocidas (frente a los que las personas no tienen miedo de relajar el uso). Es decir, el uso de las mascarillas parece antes una protección social que sanitaria.
      En los países donde el uso de la mascarilla no es obligatorio en todas las situaciones, la identificación del mal del que protege se parece más a una amenaza vírica: es un mal concreto (se transmite solo en interacciones) y es un mal que acrecientan las situaciones de riesgo (proximidad, contacto, interior), con indiferencia de si se trata de conocidos o desconocidos.
     En el uso obligatorio de la mascarilla en España (España) —como escribía siempre en sus crónicas José-Miguel Ullán— se establece una relación entre inseguridad y ámbito desconocido, y por el contrario, entre seguridad y ámbito conocido, que al cabo resulta contraproducente como protección ante la infección de un virus respiratorio. La obligación a protegerse del desconocido genérico relaja la protección ante el conocido concreto, cuando este factor resulta enteramente baladí. Y, si no, ahí están los datos: un país que se desprotege sobreprotegiéndose.



3, sábado. Octubre. Ideas sobre el amor. Práctica del epigrama 23

 


Leo en un librito de Alain Badiou su definición del amor: «la experiencia dialéctica íntima de la diferencia y de su poder mágico en lo que respecta a un trayecto del mundo rescatado de la soledad». Me resulta una idea algo confusa. Por dos razones. Primero por la heterogénea reunión de términos —en especial los adjetivos (dialéctica, mágica…)— parece más fruto de una impericia que de un pensamiento, como quien, al poner la mesa, coloca juntos una cuchara de aluminio y un tenedor de plata. Y segundo, porque la misma afirmación podría realizarse perfectamente al revés. No dice Badiou «mundo» rescatado, sino «trayecto del mundo». Es como quien comparte asiento en un autobús. O, más filosóficamente, en un tren. Y en cualquier «trayecto» de asiento compartido, lo normal es que el mejor momento sea cuando la otra persona se levanta para bajarse en una parada anterior. Y entonces parece más agradable estar sentado solo en un asiento que antes ocupaban dos personas. Experiencia que como resultado desembocaría en un principio opuesto al de Badiou: «La soledad es un mundo rescatado de los convencionalismos del amor». Y si tienen razón los constructores de edificios, que cada vez más ofrecen pisos más escuetos, un retrato más fiable de la idea del amor en nuestra época.