27, lunes. Julio. Práctica del epigrama, 13



Los comportamientos que Marcial afeaba a sus contemporáneos los concretaba en el nombre de un personaje. Fue un acierto literario excepcional. Por una parte, evitaba que sus denuncias e ironías se perdieran en nubes abstractas atribuyéndoselos a un único protagonista del epigrama. El hecho de crear una figura como encarnación de un pensamiento, en sí mismo, organiza el sentido no en la proyección filosófica que pudiera tener como idea, sino en la vertiente opuesta, en la particularidad literaria de una breve trama. Marcial, cuyo pensamiento no desmerece de quienes lo organizaron como tal, fue, por voluntad propia, un poeta. Y el modo de huir de la máxima sapiencial fue precisamente a través del nombre de los personajes. Cuando la tradición epigramática pasó a la poesía vernácula continuó la práctica, aunque perdiera los valores de Marcial, que cambió por otros dos: exagerando el nombre se llegaba antes al sarcasmo, por una parte, y por otra, un nombre facilitaba mucho el hallar rimas ingeniosas para cualquier palabra irónica. Desde Marcial no se puede evitar ya, en el epigrama, la concreción de los actos. La exposición como mínimo relato. Es su herencia más valiosa, pero desde el principio decidí no inventar nombres. Casi todos los epigramas en tercera persona se los he atribuido a alguien, pero luego el corrector que hay en mí, con dolor, ha tachado los apelativos. Aunque un nombre haga volar un texto. Como paso adelante, sin embargo, tachar un nombre me parece poca cosa. Entonces fue cuando apareció la necesidad de cambiar de persona verbal. Redactar en primera persona un epigrama no es tarea simple, se escribe para ridiculizar un comportamiento o para endosar una lacra. Y eso no se consigue hacérselo uno a sí mismo impunemente. Pero resulta, al cabo, la verdadera experiencia epigramática: de nadie que no sepa tomarse su yo en vano y mondarse de risa consigo mismo podrá interesar lo que afee al mundo.

20, lunes. Julio. Aniversario petrarquista



La calle Petrarca, en Barcelona, es una vía estrecha, arbolada, con coches aparcados a ambos costados, que hace de frontera entre dos barrios: uno antiguo, Horta, y otro de aluvión, Vilapiscina. Aún queda a la vista la piedra de alguna casa solariega del extrarradio de Horta, frente a los bloques de viviendas sin ningún gusto de épocas más recientes. En mi juventud iba de uno a otro barrio con asiduidad y muchas veces lo hacía por Petrarca. Para mí, antes que un poeta, había sido el nombre de una calle. O mejor, un tránsito.
         Me hubiera gustado explicar a continuación que me hablaron de Petrarca en los cursos de literatura española de la facultad de Filología, pero si lo hicieron, aquel día falté a clase. Sí recuerdo el curso de italiano, en segundo, donde empecé a darle contenido a la calle por la que tantas veces pasaba. Nuestro profesor de italiano era un formalista feroz. Tiene un libro sobre San Juan de la Cruz que parece un tratado de matemáticas. Lo escribió mientras nos hablaba a nosotros de poesía medieval italiana, del Dolce Stil Novo y de Petrarca, aunque tengo la impresión de que odiaba dar las clases tal como las impartía: figurativas, descriptivas y hagiográficas. Pero gracias a ese esfuerzo (y a la traición a sí mismo) prendió mi devoción por la poesía italiana.
         Un día con el mismo nombre que hoy nació Francesco Petrarca en Arezzo. Y un día como ayer falleció en Padua. Solo Petrarca podía haber dejado las fechas vitales de un modo tan perfecto: el aniversario de su nacimiento es el posterior al de su muerte. Invirtiendo la lógica existencial. Esa fue la clave secreta de Petrarca. Invertirlo todo. Fue un escritor en latín, laureado en su época, que para sí mismo (y para la posteridad) escribía en florentino. El orden siempre apunta hacia el corazón. Fue el más intenso amante de su época, y maestro de los amantes que le sucedieron, pero a diferencia de todos los demás su amada jamás lo supo. La amó en vida y la amó aún más cuando la peste le arrebató su cuerpo.
En un mercadillo de libreros de viejo encontré la edición de las Rime… con l’interpretazione di Giacomo Leopardi (4º edición, de 1854). Al pie del soneto XXXIII, Leopardi escribió este comentario: «Se maravilla el Poeta de cómo su amor, por exceso de vehemencia, permanece casi estúpido e inepto en el momento de intentar cualquier cosa para lograr su propósito». Así mismo me siento ahora, un inepto estúpido, tratando de escribir algo sobre Petrarca que no resulte trivial. Para recordarlo hoy —hace años que no paso por su calle, ahora lo lamento— solo se me ocurre apuntar una incógnita. Si por un infortunio se hubiera extraviado el manuscrito de su diario poético, Rime in vita e Rime in morte de Madonna Laura, la poesía posterior (Garcilaso, Quevedo, Shakespeare, Ronsard…) ¿cómo hubiera sido? Ningún poeta se parecería a la obra que se reconoce como suya y tanto le debe. Tan frágil es la tradición cuya fortaleza nos asombra.

17, viernes. Julio. Práctica del epigrama 12



Percibo, tanto en la redacción como en la recepción de los epigramas, una tensión entre la escritura introvertida y la escritura extrovertida. Cuanto más genérica la formulación del epigrama, más se reconoce; cuanto menos obvia, menos se aprecia. Algunos grandes escritores del siglo XX, autores de una obra que, por su hermetismo, ha planteado dificultades de lectura sobre las que se ha vertido una tradición exegética enorme, son popularmente reconocidos también por haber escrito libros sencillos y diáfanos que se han leídos en las escuelas y que han pasado por todas las manos adolescentes. Recordaré dos casos. Rainer Maria Rilke (1875-1926), autor admirable de las Elegías de Duino y de los Sonetos a Orfeo, dos cumbres de la poesía contemporánea cuya lectura no cesa de deslumbrar, es también autor de Die Weise von Liebe und Tod des Cornets Christoph Rilke (1899) (La canción de amor y muerte del alférez Christoph Rilke), un cuento poético, de extremada claridad, que tras su edición popular de 1912 se convirtió en un éxito asombroso. Se decía que no había soldado alemán que no llevara un ejemplar en la mochila durante la guerra, y de esos derechos pudo vivir el poeta durante sus años más angustiosos, los de la sequía creativa. El otro caso es Juan Ramón Jiménez (1981-1958), autor al mismo tiempo del hermético La estación total (1946) y del popularísimo Platero y yo (1914), una de las primeras lecturas para generaciones de lectores. ¿Son Rilke y Juan Ramón los autores de La canción… y de Platero, o son los poetas de las Elegías y de Espacio? En la tensión que crea esta pregunta escribo epigramas. No me interesa la respuesta, que siempre resulta excluyente, sino la formulación: ¿la escritura puede ser al mismo tiempo clara y oscura?

15, miércoles. Julio. Beatitud sado. Práctica del epigrama 11



Ayer vi en una plataforma de televisión la película más extraña que recuerdo haber visto últimamente: Koirat eivät käytä housuja aka / «Los perros no llevan pantalones». Aún más rara que su título. Una cinta finesa, de 2019. El nombre del director, J-P Valkeapää. Con tal apellido, hay que agradecerle el uso de iniciales para el nombre. La historia arranca con un médico que pierde a su esposa, ahogada. Veinte años más tarde continúa obsesionado con ella. El director elige una imagen para dejárselo claro al espectador, pero tiene el buen gusto de ocultarla casi al completo con el edredón de la cama. No todos los directores se resisten a la tentación de mostrar más de lo que significa una escena. El caso es que un día el personaje entra por casualidad en contacto con una mujer dominante dedicada al ramo del masoquismo. Todo parece insustancial en la vida del médico y en la película, pero de repente el doctor comienza a ver a su esposa cuando la dominante lo ahoga con una bolsa de plástico hasta casi perder el conocimiento. La película se adentra poco a poco en el mundo trivial de los masoquistas, pero lo curioso es que la tensión narrativa, y la gracia de continuar viéndola, no procede de los oscuros círculos que nos descubre el médico al recorrerlos, sino de la pureza del propósito casi adolescente de encontrarse con la mujer ahogada dos décadas antes. Y en paralelo, la dominatriz empieza a enamorarse también, con ternura de primeriza, del hombre obsesionado por su pérdida, que ni siquiera se fija en ella, y a quien solo desea para que le ahogue. Curioso contraste: la perversidad de las formas junto a la ingenuidad de las actitudes. Paradoja sin la cual no habría película. La inocencia amorosa de los protagonistas es el motor narrativo de una historia que, por perverso y provocativo que parezca su contexto, sin esa candidez resulta completamente superficial. Una paradoja interesante: el único atractivo de la maldad es la bondad que oculte. Me acordé del añorado primer David Mamet, el de American Buffalo (1975), aquella truculenta historia de oscuros personajes también puestos en acción a partir del ingenuo e incluso romántico propósito de un muchacho agradecido. O más cerca, la tesis que mantiene Giorgo Agamben en El Reino y el Jardín (2019), «se accede a la naturaleza humana solo…[a través de], en palabras de Dante, la beatitud de esta vida». Un curioso acceso también al sadomasoquismo.

12, domingo. Julio. Práctica del epigrama 10



Suele considerarse la ropa como una metáfora de lo que las personas son, en algún aspecto. El repertorio es variado: su estrato social, unas; al que les gustaría pertenecer, otras; incluso alguna lo que no quieren ser. En sentido peyorativo, metáfora es también sinónimo de decoración. La ropa es el decorado del cuerpo. Significados, combinados o contradictorios, que expresan. La desnudez, en este caso, sería la opción opuesta. El hecho de no aparecer de una manera diferente a la que se es. Más: el no decir. El silencio de quien enmudece. La poesía, tan locuaz en ocasiones, tiende a la profusión de metáforas, pero eso no impide que pueda ser soñada, tal como las personas se sueñan entre sí a veces sin la ropa con la que se tratan, como verbo desnudo. Sin añadidos. Silenciosa intensidad. Poética de la piel.

7, martes. Julio. Prendas. Práctica del Epigrama 09



Quizá la prenda más antigua que venera la poesía sea el vacío que abrazó Dido —en la escritura de Virgilio—, tras la partida de Eneas, en sus últimas palabras: dulces exuuiae, dum fata deusque sinebat… («Dulces prendas, mientras los hados y el dios lo permitían…»). Toda la tensión que alberga la ausencia está en esa frase: el insoportable amargor de la pérdida. Es el mismo que acompañaba el recuerdo de Isabel Freyre que guardaba Garcilaso dentro de un pañuelo perfumado con plantas olorosas. Manantial de melancolía, en su descubrimiento emerge —«Oh dulces prendas, por mi mal halladas»— la sentencia de Dido. Una prenda en la época clásica podía ser un mechón de pelo. Un rizo. Un pañuelo con las iniciales de la dama. En La Celestina es el cinturón peregrino de Melibea. En Lope de Vega, las cintas de un sombrero. Metáforas de la amada para guardar bajo el cuero de la pelliza. En el siglo XVIII se sofisticaron los recuerdos. Un camafeo, ya de marfil o de nácar, con el rostro de la amada engastado en fina plata se convertía en un pensamiento. Los románticos exigían mayor presencia. Se enviaban los amantes, en la distancia, sombras. Con una luz proyectaban la suya a tamaño real en un papel, alguien la dibujaba y luego, al recortarla, viajaba el cuerpo entero de la persona amada. El siglo XX redujo el recuerdo a las fotos de tamaño carnet en la cartera, y el XXI cumple su mayor complacencia obteniendo un número de móvil. Como se advierte, también en la ausencia el paso de las generaciones, como pensaba Walter Benjamin, ha ido recortando la experiencia de los dolientes.

4, sábado. Julio. ¿En verso o en prosa?



¿Lo digo en verso o en prosa? Es una pregunta que me hago a mí mismo solo para tener algo de lo que hablar. Los antiguos dejaron en herencia el verso como expresión privilegiada de lo imaginario. Cuestión más interesante quizá sea descubrir qué significaba exactamente «verso» en cada una de las épocas. El tránsito de la poesía a la literatura coincide con la emancipación de la prosa como interlocutor posible de lo imaginario. Y tras la lenta desaparición de las élites cultas y su sustitución por el lector anónimo, que con el mero gesto de comprar un libro se convierte en el epicentro de los valores artísticos, el verso ha ido cediendo paso al monopolio de la prosa. En el tránsito entre el XIX y el XX ocurre una nueva inflexión en las relaciones del verso y la prosa. Se produce de modo emblemático en el teatro, que abandona el verso milenario en favor del lenguaje verosímil, pero también en una profunda transformación de los géneros, que de repente caminan hacia sus opuestos. Mientras la poesía se desespera por abrazarse a una significación —cuanto más contingente, mejor— que nunca había necesitado para existir, la prosa se apodera de aquella escritura, la poética, en la que la exigencia formal crecía de espaldas al significado. Diversos autores, de distintas corrientes, podrían ilustrar uno y otro movimiento, tanto el radical empobrecimiento de la poesía, como la poetización de la prosa, pero resulta curioso que ambos movimientos coincidan en el mismo autor, poeta y narrador a la vez, y además bajo el ámbito del «Epigrama».
    Silvio Kossti —pseudónimo del escritor y político Manuel Bescós Almudévar (1866-1928)— publicó en 1920, en la Editorial Pueyo, emblema del Modernismo, un volumen exquisitamente editado que tituló Epigramas. Se trata de un libro tardío en la época en la que aparece, y de una estética ya decadente. En él se alterna, sin embargo, verso y prosa de manera indistinta y la comparación estilística de ambas escrituras llama la atención. Uno de los poemas tomado al acaso, el que se titula «Fuga», empieza en el estilo prosaico de una narración costumbrista: «Hondamente preocupado / Por negocios que iban mal / Fui a casa de un abogado, / Que vivía algo apartado, / Al fin de la calle Real…». La estructura significativa, indiferente al verso, se construye a través de explicaciones de una lógica literal (preocupado por) y por una descripción locativa convencional (casa, apartada, calle), dentro de una selección léxica de la lengua coloquial (negocios que iban mal). Dos páginas después se publica un texto en prosa, «En el surco», del que selecciono dos párrafos, el primero y el último: «Ya las sombras se alargaban sin término sobre la gleba polvorienta y el sol se envolvía para acostarse en un riquísimo pijama de nubes rayado de polícromas bandas. […] Al doblar la besana, la reja mordía el margen del camino, por el cual venía un mozo de tez bronceada como la estatua de un Dios antiguo y cuyo brazo amoroso enlazaba el talle de una zagala núbil, que al reírse parecía brindar al apetito varonil la flor sangrienta de sus labios». En una primera lectura se advierte que la lengua ha elevado su nivel, hacia una selección léxica culta, y la significación evita construirse mediante la dicción literal; por el contrario, prefiere la expresión figurativa y metafórica. No es Kossti un autor capaz de crear modelos, pero sí parece un autor permeable a los modelos estilísticos de su época. Y resulta interesante solo desde este punto de vista, como reflejo en el mero charco de sus epigramas del cielo cambiante de las concepciones literarias de la época.