29, lunes. Marzo. Eventualidades

En la radio escucho las declaraciones de un psicólogo: «Que ocurran juntos dos eventos no significa que ambos estén relacionados». Los dos «eventos» a los que se refiere son la vacuna y el trombo. Los diccionarios etimológicos anotan el origen latino del término: eventus (lo que llega, acaecimiento). Un significado con el que ha transitado los siglos sin pena ni gloria, aunque con un hijo ilustre: eventual, que ha hecho fortuna en las últimas reformas laborales. Pero me temo que no es este el «evento» que ha colonizado la lengua en la última década, sino una traducción literal del inglés event (algo de importancia que sucede u ocurre, una ocasión pública planificada, las partes de una competición…). Enseguida se percibe que son significados no compatibles con el eventus latino porque nunca hubieran dado vida a un adjetivo como «eventual». Se trata de una de esas palabras que, con cierta edad, uno ha visto llegar por primera vez, incrementar su uso y desertizar la lengua hablada (la escrita no sé, porque no suelo leer a quienes se especializan en eventos), como la del psicólogo que no sabe designar, en la lengua en la que habla, qué tipo de acaecer es una vacuna o un trombo. Una plaga más, como tantas padecidas últimamente: el cangrejo americano, el mosquito tigre, la abeja china…

      La plaga es foránea, pero el defecto es autóctono. La selección léxica, qué palabra es la adecuada para cada significado que se desea expresar, requiere un esfuerzo. O mejor, una suma de esfuerzos, desde conocer las palabras hasta diferenciar sus concreciones. Para este arduo recorrido la lengua ha inventado sus propios atajos: «todos, cosas, muchos, gente…». Los términos que casi no designan nada y que se adecúan a cualquier sentido. No está mal usarlos, claro, ahorran energía. Lo que está peor es importarlos: un anglicismo semántico, un genérico que ha extinguido en el vocabulario de cada vez más personas una docena larga de palabras concretas (acto, recital, actuación, fiesta, celebración, gala, velada, festejo, recepción, ceremonia, espectáculo… incluso, según veo, diagnóstico). Una metonimia, tal vez, de lo que esté ocurriendo con el pensamiento: el talento tradicional cada vez más olvidado, el raciocinio culto menos atractivo, la atención por lo que ocurre en vías de desatención: que vivan los genéricos facilones, y sobre todo que vivan los eventos. Después de todo, la vida no es más que un fenómeno eventual


24, miércoles. Marzo. Plaza Montserrat Roca

Nunca la he llamado así. Se lo pusieron en 1992 en honor al centenario de la primera directora de escuela que tuvo el distrito de San Andrés del Palomar, Montserrat Roca i Baltà, que había nacido en 1892 en Cuba y murió en 1982, época en la que mis amigos y yo visitábamos su plaza antes de que existiera. No recuerdo que tuviera otro nombre. Tampoco lo he encontrado en los mapas. Que fuera una plaza fantasma se acerca más a mi evocación que lo que ahora veo. Una placita muy bien cuidada, con un parque infantil en forma de media luna, alfombrado con tartán rojo y acotado por una cerca de cilindros metálicos. Aire joven y moderno, en un barrio envejecido de calles estrechas y casas de planta baja.

   Es una plaza triangular, fruto del desdoblamiento de la calle Virgilio, que a su vez se origina en el desdoblamiento de la calle Segre. Por debajo de este galimatías urbanístico se percibe el rumbo de los caminos de la antigua villa rural absorbida por la ciudad, cuyo ordenamiento dejó triángulos perdidos para la construcción de casas y edificios. Ni siquiera estoy seguro de que nadie la pensara como plaza. Parece parte del ensanchamiento que requiere un desdoblamiento de caminos, acaso simple explanada para el descanso en las rutas de carruajes.

Diría que han plantado más acacias. O que han plantado acacias. No reconozco tanta frondosidad. En los años ochenta era lo más parecido a un baldío de frontera. Tres o cuatro bancos  rotos y los mismos raquíticos arbolillos. Suelo de arena. Nada más y nadie más. Una excelente razón para que un grupo de jóvenes pasara las horas, inadvertido. «Un campo llano muy tranquilo o más bien un campo a punto de convertirse en ciudad», escribe tras un paseo por las afueras Virginia Wolf un día de octubre de 1917, en su Diario, y algo parecido podría haber escrito en el mío sobre una de aquellas tardes, en particular de 1978. La soledad del lugar resultó propicia para que nos sentáramos en un banco, en esta ocasión sin otras compañías. Las circunstancias del encuentro posiblemente fueran premeditadamente casuales. Ambos éramos estudiantes, con horario de no tomárselo demasiado en serio. Hablábamos. Nos habíamos conocido unas semanas antes. Reíamos. Íbamos intimando entre juegos de palabras. La tarde avanzaba ya con alguna prisa por extender sombras. Quizá fuera octubre. Y tampoco circulaban muchos coches por la calzada. Después del primer beso, aquella tarde, que debió de ocurrir como en las películas, un significado obvio para una forma de mirarse, la plaza sin nombre y sin nadie, otras tardes, se fue convirtiendo para nosotros dos en una habitación propia.

16, miércoles. Marzo. El hortelano acuarelista

Durante los últimos años de su vida mi padre se convirtió en un acuarelista compulsivo. Pintaba láminas a todas las horas del día. Resultó una afición beneficiosa para la familia, que dejó de preocuparse por los regalos. Por muchos cuadernos, papeles, pinturas, pinceles que recibiera cada temporada, nunca le sobraban. Al principio copiaba imágenes que veía en fotografías, pero pronto empezó con las series. Tuvo una época paisajista, otra de marinas, una muy extensa de retratos, en fin, fue agotando uno a uno todos los subgéneros de la acuarela. Se instaló en mi antigua habitación de adolescente, y donde aún permanecen las estanterías con los libros que tenía cuando me fui de casa. Quitó la que había sido mi cama y colocó una vieja cómoda alargada que ignoro de dónde sacaría. En sus cajones amontonaba las pinturas. Cuando falleció, una tarde en la que hacía compañía a mi madre, decidimos ordenar su pinacoteca. Vaciamos los cajones, y en todos, ocultos bajo las láminas y al fondo, descubrimos unos sobres blancos con una palabra garabateada encima. Los mismos que encontré después, en verano, cuando me puse a organizar sus herramientas en el garaje de la casa de campo. Los mismos sobres, idéntica ocultación. Los abrimos, claro, y contenían semillas. Sobres con semillas de tomates, pimientos, calabazas que mi padre había utilizado durante años en su huerto, el que ya no podía cuidar cuando se dedicó a la pintura. El secreto de mi padre: sus semillas.  

        La dimensión exacta de ese empeño por preservar las semillas la descubro ahora en uno de los capítulos de Un pequeño mundo, un mundo perfecto (Ed. Elba, Barcelona 2020), del paisajista italiano Marco Martella (1962). Se trata de una breve colección de crónicas escritas tras la visita a algún jardín, unos conocidos, otros recónditos. Esta breve descripción del libro era la que tenía cuando empecé a leerlo, y la expectativa era la obvia, que un especialista me enseñara a contemplar especies, orden, cuidado… y también léxico, para saber lo que uno mira, porque si «el de jardinero quizá sea, ante todo, un trabajo de la mirada», el de paseante es «ante todo» un humilde aprendizaje «de la mirada». Era, repito, lo que esperaba de un cronista de jardines.

         La mejor lectura es la que deshace lo previsto. En uno de los capitulillos del libro, titulado «Semillas», descubro el sentido del secreto de mi padre. Martella cuenta en él la historia de Miguel Cordeiro, un estudiante portugués, activista en París y, por una de esos giros inesperados que da la vida, hortelano en Normandía. Acomodó en el invernadero de su huerto los armarios inservibles de la casa para albergar una colección de semillas autóctonas, «el único acto verdaderamente político que ahora conocía era hacer lo que él hacía: conservar las semillas. “No vale la pena pensar en el mañana, ¿entiendes? Tenemos que pensar en el pasado mañana…”». Eso es, pienso ahora, lo que hacía mi padre. Su herencia, unos sobres con las semillas de los mejores productos del huerto, cuando él ya no podía cultivarlos, para esa abstracción que es el futuro.

         Un pequeño mundo, un mundo perfecto no es, como esperaba, una crónica de jardines, sino de jardineros y amantes de los jardines. «Desde siempre, —escribe Martela en su poética— un vínculo indisociable une al hombre y al jardín, un vínculo creado y recreado en función de las preguntas que los seres humanos han hecho a la naturaleza», y de ese vínculo trata su libro. Las visitas del paisajista italiano a los jardines no son para catalogar especies, sino para descubrir el pensamiento humanista que sobrevive entre las plantas y árboles. El de, entre otros jardineros o amantes de los jardines, Arthur Conan Doyle, Philippe Jaccottet, Chateaubriand, Hermann Hesse, Vita Sackville-West o Pia Pera. No es este, sin embargo, el único propósito de Martela escritor. Dolido por la actual desacralización de la naturaleza, rastrea en los viejos jardines la poesía que estos tuvieron y conservan a espaldas de una época que se la niega para abarrotarlos con las funciones pragmáticas del ocio, opuestas a lo que siempre fueron, objetos de mera, y trabajosa, contemplación.

 [Clarín nº 151, enero-febrero, 2021]

10, miércoles. Marzo. Plaza Bonanova

Hasta hace poco, apenas unos meses, no había comprendido en absoluto el sentido que tenía la Plaza Bonanova para mí. Una plaza señorial, hubiera empezado escribiendo. Y hubiese continuado: que no está pensada para ser transitada a pie, sino en coche. Si las calzadas fueran ríos, y nada desmiente el hecho de que funcionen como cauces contaminantes, la plaza Bonanova sería el manantial de la calle Muntaner, una de las pistas de descenso libre hacia el centro desde la ciudad alta. Mi visión actual de la plaza son dos semáforos no combinados, el del paseo San Gervasio para entrar y el de la curva a la izquierda para salir por Muntaner. Desde la ventanilla de un vehículo, con suerte la mirada advierte un monolito de piedra clara, a la sombra de los plátanos, frondosos, con sendas pilas y caños a ambos costados. Es una fuente decimonónica que no cuadra con el suelo enlosado en pretenciosos tonos gris perla y granate. Luego salta el verde y la plaza y su fuente desaparecen sin determinar qué significado han aportado al conductor.

         Para mí la plaza Bonanova tenía un prefacio: una mañana de zafarrancho cada seis meses. Mi madre se levantaba temprano. Batía a mano, con ritmo sostenido, los ingredientes secretos de una vieja fórmula para convertir las magdalenas en el prodigio de sabor que la historia de la literatura ha consolidado. Distribuía en bandejas decenas de envoltorios de papel estrellado y los rellenaba con el espesor de la masa que con tanto esfuerzo había preparado. Luego las horneaba, una bandeja tras otra, mientras un aroma dulce a obrador invadía todas las estancias del piso. Elegía las mejores. Las empaquetaba con sumo cuidado y por la tarde íbamos los dos a la plaza señorial. De hecho, aparte de la iglesia, solo conserva un edificio con esta característica. Nuestro objetivo. Ahí recibían las magdalenas con muchos elogios —«Le gustan tanto al señor»—, a mi madre con muchas sonrisas y a mí con una moneda de diez duros, que era la más grande de las monedas de la época.

         Hasta que no leí, hace unos meses, el libro de Anne Carson sobre la Economía de lo que no se pierde, no había entendido nunca lo que ocurría en aquellas sesiones semestrales, que con los cursos escolares acabé por pensar que eran de mero vasallaje. Cómo agradecí a Anne Carson que me aclarara esta extraña entrega. Estaba tan sumido en la economía monetaria que no era capaz de percibir que entre mi madre y los señores de la Bonanova sobrevivía un vestigio de la antigua economía que había regido las civilizaciones antes de la invención del dinero. El «intercambio de dones» que los griegos denominaron ξενíα (xenia). Antes de que yo naciera —el dato hasta es significativo, porque puso en peligro que ahora pudiera estar escribiendo tranquilamente este texto— mi madre había sido tratada en el recién inaugurado Hospital Valle de Hebrón. Segunda mitad de los cincuenta. La enviaron a casa, después de la operación, pero no solo no se recuperaba, sino que empeoraba día a día. El señor de la Bonanova que apreciaba las magdalenas fue el único que se preocupó por ella. La ingresó en la clínica de su yerno. Volvieron a intervenir y encontraron un resto de gasa olvidado en el interior. Mi madre se salvó, y cada seis meses lo agradecía con una bandeja de las mejores magdalenas que había horneado (las imperfectas, con riquísimas excrecencias que habían rebosado el envoltorio, eran para nosotros). Otra economía posible le ha cambiado el nombre personal a la plaza Bonanova. Ahora empiezo escribiendo: la plaza de las Gracias.

2, martes. Marzo. De profes bordes y alumnado guay

Una noticia, esparcida a bombo y platillo por la prensa, sobre la acusación de «abuso de poder» de un grupo de alumnos de teatro a uno de sus profesores ha coincidido con la visión de una película reciente, «La profesora de piano» (2019) del director alemán Jan Ole Gerster. Y ambos hechos entreverados, dan qué pensar.

   El cine ha consolidado la imagen convencional del profesor déspota, con frecuencia altivo, egocéntrico y cruel. De hecho, ni siquiera importa la carrera por presentar un personaje cada vez más despiadado, que es el único rasgo donde una cinta puede lucir originalidad. Las películas de danza, por ejemplo, no se entienden sin esta figura desalmada. Frente a ella, también las cintas compiten por dibujar un discípulo lo más desamparado posible (lo más cuculi). La película que tal vez sea el canto del cisne de este mito moderno es «Una razón brillante» (Le brio, 2017), del francés Yvan Attal. No pueden hallarse en polos más opuestos de las sociedades del presente el displicente y racista profesor Mazard y su alumna emigrante Neïla Salah. Su final, sin embargo, confirma la expectativa común: a pesar de ser antagónicos en todo, ambos comparten, sin saberlo, un valor superior: el aprendizaje, que es el triunfador absoluto en este combate desigual —en el que, por cierto, el profesor soberbio siempre tiene las de perder ante la ineptitud, que puede ser enorme, pero mayor es su juventud—.

       Es más fácil comentar películas que noticias de prensa huidizas. En este caso, lo único que resulta interesante subrayar es que la acusación de «abuso de poder» se produzca ahora. Generaciones de alumnos de teatro, de danza, o de cualquier ámbito, han padecido un profesorado insufrible al que jamás acusarían de «abuso», porque (creo) la mayoría les agradece en el alma —como Neïla Salah al final de su película— el suplicio cuya superación les ha ayudado a brillar en sus estudios. Pero algo ha cambiado en el relato del aprendizaje. Los alumnos se rebelan contra el profesor difícil y a las exigencias de profesoras y profesores de piano se les atribuye ahora no solo el fracaso de un discípulo, sino la perpetuación del fracaso como germen en la enseñanza de la música. Si a esta coincidencia se suma la campaña promovida por diversos frentes institucionales para Cambiar el bachillerato y adecuarlo a la época (lo que, según tengo entendido, no significa hacerlo más competente), en seguida se comprenderá que algo sí ha empezado a desmoronarse.

    Que cambien los principios míticos de la enseñanza es una consecuencia obvia, pues la práctica de la obtención del conocimiento ha cambiado ya, en poco tiempo, de la noche al día. De igual manera que los mitos del trabajo alienado («Tiempos modernos», 1936) han pasado a las vitrinas de los museos desde la implantación de los robots en las cadenas de montaje, el mito del profesor arrogante (pero también el del profesor entregado y hasta del simpático) ha quedado solo como un mero estorbo frente al aprendizaje en el autoservicio de la tecnología. O peor, como el mayor impedimento para que cualquiera alcance el éxito personal (cuyo precio, por cierto, ha caído en picado al ser desplazada la excelencia por el efectismo). Antes niñas y niños querían ser de mayores maestros, ahora prefieren ser influencers.