10, miércoles. Marzo. Plaza Bonanova

Hasta hace poco, apenas unos meses, no había comprendido en absoluto el sentido que tenía la Plaza Bonanova para mí. Una plaza señorial, hubiera empezado escribiendo. Y hubiese continuado: que no está pensada para ser transitada a pie, sino en coche. Si las calzadas fueran ríos, y nada desmiente el hecho de que funcionen como cauces contaminantes, la plaza Bonanova sería el manantial de la calle Muntaner, una de las pistas de descenso libre hacia el centro desde la ciudad alta. Mi visión actual de la plaza son dos semáforos no combinados, el del paseo San Gervasio para entrar y el de la curva a la izquierda para salir por Muntaner. Desde la ventanilla de un vehículo, con suerte la mirada advierte un monolito de piedra clara, a la sombra de los plátanos, frondosos, con sendas pilas y caños a ambos costados. Es una fuente decimonónica que no cuadra con el suelo enlosado en pretenciosos tonos gris perla y granate. Luego salta el verde y la plaza y su fuente desaparecen sin determinar qué significado han aportado al conductor.

         Para mí la plaza Bonanova tenía un prefacio: una mañana de zafarrancho cada seis meses. Mi madre se levantaba temprano. Batía a mano, con ritmo sostenido, los ingredientes secretos de una vieja fórmula para convertir las magdalenas en el prodigio de sabor que la historia de la literatura ha consolidado. Distribuía en bandejas decenas de envoltorios de papel estrellado y los rellenaba con el espesor de la masa que con tanto esfuerzo había preparado. Luego las horneaba, una bandeja tras otra, mientras un aroma dulce a obrador invadía todas las estancias del piso. Elegía las mejores. Las empaquetaba con sumo cuidado y por la tarde íbamos los dos a la plaza señorial. De hecho, aparte de la iglesia, solo conserva un edificio con esta característica. Nuestro objetivo. Ahí recibían las magdalenas con muchos elogios —«Le gustan tanto al señor»—, a mi madre con muchas sonrisas y a mí con una moneda de diez duros, que era la más grande de las monedas de la época.

         Hasta que no leí, hace unos meses, el libro de Anne Carson sobre la Economía de lo que no se pierde, no había entendido nunca lo que ocurría en aquellas sesiones semestrales, que con los cursos escolares acabé por pensar que eran de mero vasallaje. Cómo agradecí a Anne Carson que me aclarara esta extraña entrega. Estaba tan sumido en la economía monetaria que no era capaz de percibir que entre mi madre y los señores de la Bonanova sobrevivía un vestigio de la antigua economía que había regido las civilizaciones antes de la invención del dinero. El «intercambio de dones» que los griegos denominaron ξενíα (xenia). Antes de que yo naciera —el dato hasta es significativo, porque puso en peligro que ahora pudiera estar escribiendo tranquilamente este texto— mi madre había sido tratada en el recién inaugurado Hospital Valle de Hebrón. Segunda mitad de los cincuenta. La enviaron a casa, después de la operación, pero no solo no se recuperaba, sino que empeoraba día a día. El señor de la Bonanova que apreciaba las magdalenas fue el único que se preocupó por ella. La ingresó en la clínica de su yerno. Volvieron a intervenir y encontraron un resto de gasa olvidado en el interior. Mi madre se salvó, y cada seis meses lo agradecía con una bandeja de las mejores magdalenas que había horneado (las imperfectas, con riquísimas excrecencias que habían rebosado el envoltorio, eran para nosotros). Otra economía posible le ha cambiado el nombre personal a la plaza Bonanova. Ahora empiezo escribiendo: la plaza de las Gracias.