25 de octubre, martes. Canción de los guisantes


En supermercados y verdulerías he observado que venden los guisantes pelados en envases de plástico. Es un producto que me da pena ver. Como si la bolsa transparente fuera la tumba de los frutos. Aunque lo que hay dentro de esa tumba, me doy cuando ahora, es mi adolescencia. Mi madre me pedía que pelara los guisantes que compraba a menudo cuando eran frescos. Creo que le recordaban a su tierra, porque solía cocinar todo con guisantes. Y a mí me elegía como pelador habitual. Era una tarea que aborrecía. Lo practicaba de mala gana. Mi madre me lo pedía contenta, yo cumplía a regañadientes. Vivía en la estupidez de la adolescencia. Pero ahora recuerdo aquellos momentos con un inusitado placer. La delicada y sensual manera de vaciar las vainas y la montaña de verdor que iban creando las manos. 

[Libro V, Epigrama XXIV]

CARTAS AL s XX | 24 de agosto de 1930, lunes


Lunes de agosto en un pueblo de la meseta. El cielo despejado, los caminos polvorientos. En la cuadra relincha el mulo, inquieto. Se arrellana en el ambiente el sopor de un día caluroso. Como no lleva la cuenta, nadie sabe que puede dar a luz aquel día. Ni siquiera ella, Celedonia. Rompe aguas y tras una voz, la mayor de las hijas sale de la casa a toda prisa en busca de la mujer que hace las veces de comadrona. El nombre de la niña que se apresura es Concepción, pero todos la llaman Conce. Veo la puerta por donde sale, vestida aún con una bata de andar por casa y zapatillas de esparto. Es una puerta de dos hojas. La superior, siempre abierta. Por ella se asoma quien quiera algo de los habitantes y vocea sus nombres. La inferior, solo atrancada. Por la gatera entran y salen los animales de la casa. Conce tiene los ojos claros y el pelo también clarea. Va corriendo que se la llevan los diablos. Que no sea por ella. La calle traza un semicírculo. Acompaña la curvatura de la antigua muralla, en un extremo de la población. La pared que cierra el patio de la casa es parte de este muro. Tiene la anchura de un carro pequeño. La leyenda repite que la Reina se paseaba al anochecer por toda la muralla. Cuando, años más tarde, juegue de niño en ese patio también la habré visto, en mis fantasmagorías, pasar. Cuando tuve edad de plantearme qué reina era aquella Reina, ya no paraba en casa. Al otro lado quedan las eras y los senderos que conducen a las tierras. Una vecina ha entrado. Pone de inmediato, sin que nadie se lo pida, agua a hervir en un caldero grande. Va a ser el cuarto parto de la madre, Celedonia, que ya no es joven, ha cumplido treinta años, pero solo será el tercer hijo vivo, porque el segundo, un varón, murió pronto. Le preceden dos niñas. Clemente, el padre, sabe que le toca, por fin, el niño que tanto anhela. Los campos necesitan manos. Lo repite a todas horas, como para tratar de sobornar al destino. Un llanto rompe la calma de la tarde. Le sigue un grito, ¡es una niña!

         La hoja inferior de la puerta se queda sin atrancar tras la fuerza del portazo con el que Clemente se despide de la noticia que acaba de recibir. Para qué querrá él otra niña, si ya tiene dos y con una que cuide la casa le basta. La casa tiene una planta. Abajo, el zaguán, la cocina, las cuadras y el patio; arriba, las habitaciones. Una grande, con dos alcobas, con ventana a la calle, y dos cuartos menores detrás, abiertos al patio. En la casa de enfrente viven los padres de la parturienta, aún con una hija adolescente, hermana de Celedonia. La recién nacida está ahora en las manos de la abuela. La madre debería permanecer en cama, pero está en la cocina, dirigiendo las tareas del día. El cura les ha dicho que su chica ha nacido en la festividad de San Bartolomé. Bartolomea es un nombre que no acaba de gustarles, pero será lo que monseñor diga. Al día siguiente pasa de nuevo por la calle que recorre la antigua muralla. Ya se ha estudiado el santoral. El 24 de agosto es también el día de Santa Áurea de Ostia, mártir italiana del siglo III. No es una santa con tradición, pero Áurea suena mejor para una niña. Bartolomé era muy buen nombre, musita Clemente, todavía dándole vueltas al designio del nacimiento. Estos curas, dice para sí, nunca cumplen.

         Aún faltan treinta años para que me toque nacer a mí, y, sin embargo, creo que la del 24 de agosto de 1930 es una fecha decisiva para que mi existencia se consolidara en un presente. Por eso la recuerdo. 

10 de octubre, lunes. Una visita al pasado


De paso casual por la calle Entenza descubro que la Modelo, la cárcel de la ciudad, ya sin servicio, puede ser visitada. A partir de algunas fotografías que tomo en el recorrido abierto al público me propongo redactar algunos textos. En principio pienso escribir de modo abstracto sobre el concepto del «encierro», pero solo me salen fragmentos diarísitcos. Realizados, además, con cierta angustia. Cuando concluí mi estancia de estudiante en Lisboa, que se había alargado durante dos años, no tenía trabajo y aún no se habían convocado las oposiciones de secundaria. En un momento en el que podía palpar el vacío alrededor, me enteré de la existencia de un cursillo para superar las pruebas a funcionario de prisiones. Nunca había pensado que pudiera ser esa una profesión para mí, pero el vacío que apremiaba y el ser la única expectativa que había encontrado me empujó a empezar el curso, al que asistí durante tres o cuatro meses de un invierno sin perspectivas. Me convertí pronto en el mejor alumno, tan solo, claro, porque era el único asistente que estaba acostumbrado a estudiar. Hubo un momento en el que parecía claro que aprobar estaba al alcance de mi mano, según la opinión de  quien me daba las clases, que era también funcionario en la prisión que hace poco he visitado por primera vez. Cuando las pruebas ya estaban a la vista, se convocaron plazas de profesor. Muchas. Cien (cuando lo normal eran convocatorias de cuatro plazas). Abandoné el curso de prisiones al instante —con gran decepción de mi mentor— y me dediqué a prepararme para lo que realmente quería ser: profesor de literatura. La cárcel desapareció del horizonte, pero nunca del todo, porque durante unos meses fue una vida posible para mí. Y las galerías que visito ahora pudieron haber sido mi lugar de trabajo diario. Al escribir no me quito de la cabeza este pensamiento. Años más tarde me enteré de que, con estudios, hubiera ascendido en pocos años en el escalafón de la cárcel. Respiro una vez más con alivio. ¡En qué preciso momento supe salir huyendo de aquel destino!

3 de octubre, lunes. Repudio de agenda


Tengo previsto acudir hoy a un encuentro con conocidos para conversar sobre asuntos comunes. No me despierta ningún interés la cita, pero como me llamaron para que acudiera, eso sí me gustó. Aún no sé qué dimensión va a tener: ¿solo por la mañana? ¿Con comida incluida? ¿Seguiremos por la tarde? No es raro que me olvide de preguntar estas cuestiones prácticas. En el fondo, creo que prefiero no saberlas. Que haya algo imprevisto en lo que suceda. El control sobre todo cuanto va a ocurrir, lo que los contemporáneos llaman «agenda», me da la impresión, al vivirlo, de que ya lo he vivido antes de que pase. O lo que es peor, que los acontecimientos se viven solo porque está programados que ocurra de ese modo. Para cumplir horario. 

[Libro V, Epigrama XXIII]