21, viernes. Febrero. Parentesco del epigrama



1.
Vi a Christa Leem actuar tres o cuatro veces. La primera es la que mejor recuerdo. Debía de ser muy joven, pongamos que acababa de cumplir los dieciocho años. Apareció por Barcelona un primo, algo mayor, que estaba haciendo la mili. Me pidió que le llevara al Molino. Le di largas, porque ni siquiera sabía muy bien qué era El Molino, pero no me resultó fácil distraerle. Así que nos fuimos los dos al Paralelo. A media tarde. Pagamos una entrada que no resultó tan cara como imaginaba, y nos sentamos en platea. En el público, que ocupaba la mitad más o menos de las plazas, llamábamos la atención. La mayoría eran jubilados que no cesaban de hablar entre ellos, como conocidos en el bar de toda la vida. Por el escenario iban saliendo vedettes del teatro, y también lo que supuse bailarinas del cuerpo de baile, a hacer sus números individuales de cabaret. Sin argumento, sin estructura. Una actuación tras otra. Salía alguien, decía un nombre, se alzaba el telón y cada cual bailaba, cantaba o contaba chistes a su aire. Las más veteranas se veía que actuaban con los ojos cerrados, y las más jóvenes se equivocaban en lo más simple. Una manera de pasar la tarde, ellas mientras aguardaban la función de la noche y el público, sin dinero para la actuación verdadera. La presentadora, o presentador, ya no lo recuerdo, dijo «Christa Leem» y no le presté ni la mínima atención al nombre. Se alzó el telón y lo que ocurrió a continuación sigo sin entenderlo. No supe muy bien qué hacía ahí aquella bailarina. No tenía ningún atractivo físico, no buscaba ninguna empatía con los abuelos de platea, ni los miraba. De súbito, su cuerpo se trenzaba, cumplía inauditas agitaciones, figuras inverosímiles, todas de una belleza y una armonía hipnóticas. Nunca había visto bailar de una forma tan portentosa. No era el único, la platea se silenció por completo y cuando salió de escena, sin casi saludar, estalló una ovación en la que mis manos se convirtieron en un martillo neumático. Nada más bajar el telón corrí al vestíbulo y anduve buscando entre las fotos de las vedettes aquella que acababa de ver. Regresé a mi asiento y le grité a mi primo del pelo rapado: «se llama Christa Leem». Luego la vi, ya acudiendo a su espectáculo, algunas veces más en la Cúpula Venus. Y en cada una de las ocasiones tuve idéntica exaltada sensación. Que, por cierto, jamás he vuelto a experimentar frente a un escenario.
    Entre los géneros de la brevedad, el que mantiene mayor parentesco con el cabaret posiblemente sea el epigrama. La idea no es mía. La dejó implícita Marco Valerio Marcial (40-104) cuando le dedicó el primero de sus libros de Epigramas a Platón, preguntándole con ironía: «¿Por qué has venido, severo Platón, al teatro, [a ver a «la alocada Flora»]? ¿O es que solo viniste para salir?». Leída desde esta época, la dedicatoria no tiene secretos: el epigrama está en el lugar que Platón jamás hubiera visitado. Es decir, en El Molino. Y no descarto que alguno de los abuelos que me rodearon aquella primera tarde se llamara Marcial y fuera natural de Calatayud.

2.
La etimología de «epigrama» parece obvia: lo que se escribe (γραφὼpor encima (ἐπί). Su origen salta a la vista. Eran las frases cuya escritura se realizaba sobre algo que tenía su propia existencia sin necesidad de lenguaje. Pero el lenguaje, de repente, le añadía un valor (añadido, diríamos ahora). Por ejemplo, los epitafios, un tipo específico de epigrama, que se escribían sobre las tumbas. Otros lo podían hacer sobre el mármol de la estatuaria o cualquier objeto para cualquier fin. Se diría que esta etimología no tiene nada que ver, sin embargo, con el «epigrama» como género literario, puesto que cuando empezaron a escribirse como textos su soporte pasó a ser el convencional de cualquier género. Papiro, para los antiguos; pergamino, para los medievales; papel, para los modernos y pantalla de píxeles para los contemporáneos. Aunque si uno se fija bien, los epigramas continúan siendo «sobre escritura». No es una definición que les venga pequeña. Ni grande. Es de su talla. Solo que ahora no es una interpretación literal de la etimología, sino figurativa. El epigrama no es la descripción de una situación, sino su interpretación o, mejor, su estilización. Es decir, los epigramas escriben por encima de la realidad para poderla, desde arriba, aguijonear.
    Pese a la vitalidad con la que florece el género en época helenística, el gran genio del epigrama surge a continuación, un romano que nace en Calatayud y se llama, como tantos paisanos, Marcial. O mejor, Marco Valerio Marcial (40-104), natural de Bílbilis, localidad de la provincia Tarraconense. Crece en Roma como discípulo de Séneca, pero regresa a su ciudad natal —iba a escribir «en la vejez», pero de repente he pensado que tendría entonces más o menos mi edad actual y no me ha parecido oportuno llamarme a mí mismo viejo—. Escribe doce libros de epigramas —digamos— misceláneos y tres libros más con título y contenido. Quince. Los libros tienen una media de cien textos, con un total de 1.555 epigramas. No sé si el número final es pretendido, pero lo parece. Se suele apreciar de sus epigramas el genio satírico y la descripción de costumbres, pero lo que más admiro es el lenguaje. Dos milenios después la frescura y espontaneidad siguen vigentes por entero. Como si acabara de escribirlos un milenial. En cada uno de los momentos de estos dos mil años sus epigramas han sido tan actuales como cualquier escrito de la época. Tan contemporáneos. Tan vivos, se diría. Uno lee a Ovidio, por ejemplo, traduciendo al presente la escritura, pero a Marcial no hay que traducirlo en absoluto. Él es quien nos traduce cuando lo leemos, nos desvela. Fue un gran escritor, sin duda, pero me gusta más pensarlo como el primer precedente de la fotografía. Cada uno de sus epigramas es una instantánea. Y en el álbum que nos legó aparecen retratos, crónicas, panorámicas, detalles, paisajes, bodegones, hábitos, interiores, urbanas, rústicas y hasta infrarrojos. Fotografías hechas con palabras, también esto puede ser lo epigramático.

3.
En la pequeña historia del Epigrama se suele situar un segundo momento de esplendor en el Barroco, y en especial entre los autores de lengua inglesa. La época, sin duda, parece propicia para elevar la voz y aguzar el ingenio. Aunque tampoco se puede decir que lo cultivaran con insistencia. Esteban Manuel de Villegas (1589-1669) escribió nueve. Y John Donne, cuyos epigramas quizá sean los más celebrados, veinte. Ente estos, la mayoría parecen chistes: «Klokius ha jurado con tanta firmeza no volver a entrar / en el burdel, que no se atreve a ir a su casa», dice uno.
     Quizá el que sea el mayor epigramista barroco no escribió en una lengua vernácula, sino en latín. Fue el galés John Owen (1564-1628), en la época conocido como Ioannis Avdoeni, autor Epigrammatum, un conjunto de doce libros recogidos en cuatro ediciones que se publicaron entre 1606 y 1613. Notable por los juegos de palabras y el uso de los recursos expresivos del ingenio, en el contenido se amurallan los valores de la religión protestante: «Y en un Principio sin principio alguno, / Y de aqueste principio siempre uno / Por diferentes modos / Toman principio los principios todos». La letra castellana a la música latina de Owen se debe a un humanista tortosino, Francisco de la Torre y Sevil (1625-1681), quien las tradujo, comentó e incluso amplió generosamente en 1674, en un volumen titulado Agudeza de Ivan Oven traducidas en metro castellano.
    Lo primero que llama la atención es la mudanza del género. Lo que el autor denomina «Epigrama», el traductor interpreta como «Agudeza». No es un cambio inocente: Pedro Ruiz Pérez, estudioso de esta singular traducción, señala con acierto cómo «El paso de los Epigrammata del británico a las Agudezas del español apunta una clave en el desplazamiento del humanismo renacentista por el ingenio barroco». De la Torre no se limita tampoco a dar una única versión de cada epigrama. Empieza por la más literal, luego añade otra más explicativa (con los datos que la original sustrae), a la que siguen en ocasiones dos o tres añadidas más, en diversos metros e incluso algunas, siempre a partir del díptico latino, en décimas o en composiciones más extensas. Y a muchos epigramas así traducidos les añade también una certera explicación en prosa. Es un magnífico ejemplo de hiperactuación formal barroca: con una brizna de contenido de Owen, De la Torre versifica y versifica sin límite. Y con innegable gracia verbal. Por ejemplo, el «Epitafio a un ateísta» lo traduce, en primera instancia, así: «Murió, como si vivir / No hubiera después de muerto. / Vivió, como si de cierto / No se hubiera de morir».
   Pese a que John Owen había procurado desde el latín consolidar el pareado como forma que identificara al epigrama, su traductor al «metro castellano» prefirió partir siempre de cuartetas o redondillas. La indefinición formal del epigrama en época barroca condujo el género a diversos desafueros. En las antologías de la época, y también de las posteriores, abundan los de Lope y Calderón, recortes abusivos de sus obras de teatro, no siempre bien citados. Acabó por considerarse epigrama cualquier texto satírico e ingenioso. O simplemente: no petrarquista. Andrés Rey de Artieda (1549-1613) reunió en 1605 su no excelsa pero sí abundante obra en un volumen cuya «Tercera Parte» señalaba «do se contienen los Sonetos o Epigramas». El primero de la serie, donde justifica lo que no va a escribir, empieza distinguiendo entre Atenea y Venus, favorecido por Palas, acaba declarando la ineptitud del autor para amoríos: «Venus, ni me dejó dormir en cama, / ni el niño despuntó por mi saeta, / ni supe lo que el mundo placer llama». Que al cabo resultó la única definición aceptable de Epigrama en el Siglo de Oro: el género que no habla (en serio) de Amor, es decir, el poema que jamás hubiera escrito Garcilaso (aunque su sombra era demasiado larga como para alardear de haberla evitado).

4.
El siglo XVIII tuvo la oportunidad de convertirse en un siglo áureo del epigrama vernáculo. Se le incluyó en la herencia clásica, se le adscribió una métrica más o menos reconocible y, sobre todo, se le otorgó un papel en la cultura de la época: el de la ser la cara B del clasicismo, la jocosa y satírica, frente a la anacreóntica y acartonada cara A. «Jano bifronte» denominan sus editores modernos a Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780), poeta ilustrado y autor del Arte de putear. Así fue también el siglo, bifronte, y el epigrama se apuntaba como el gran género clásico de la trastienda.
   Sin salir de la familia, el hijo de don Nicolás, Leandro (1760-1828), genio preclaro del Neoclasicismo, así lo entendió. En un cuaderno autógrafo que se conserva con las obras poéticas del dramaturgo (donde reconoce que «no ha solicitado nunca la gloria de poeta lírico; sabiendo cuán difícilmente se obtienen dos coronas en el Parnaso»), modestamente titulado Obras Sueltas, en perfecta mezcolanza reúne: sonetos, odas, idilios, cánticos, epístolas, romances y epigramas. Leandro Fernández de Moratín escribió diecisiete. En algunos epigramas recupera nombres clásicos, como los que dedica, con gran delicadeza, a Lesbia; en otros más burlescos los usa castizos, como Geroncio. No son menores las diecisiete piezas: tienen levedad, ironía, ritmo y gracia. Especialmente gratas resultan para la posteridad las pullas literarias. Nunca sacrifica el leve aguijón por el mal gusto. Elijo una quintilla (aabba) como ejemplo, graciosa hasta en las rimas. Se titula «A un escritor desventurado, cuyo libro nadie quiso comprar»: «En un cartelón leí, / que tu obrilla baladí / la vende Navamorcuende… / No has de decir que la vende; / sino que la tiene allí».
    El gran autor epigramático del XVIII fue, sin ninguna duda, Juan de Iriarte y Cisneros (1702-1771), natural de La Orotava, en la Isla de Tenerife. Personaje singular, a los once años fue enviado a estudiar a Francia, donde aprendió francés y latín, pero sobre todo se aficionó a los libros antiguos. Tanto que, a su regreso a la península, visitaba con tanta regularidad la Biblioteca Real y tal era su interés, constancia y conocimientos que acabó por ser nombrado Bibliotecario. Su dominio del latín le llevó, más tarde merecer el cargo de Oficial Traductor del reino, aunque seguía pasando los días en la biblioteca. Su fe latinista no conocía límites. Inició una autobiografía en latín, que no concluyó, pero sí publicó en 1764 una insólita Gramática latina en verso castellano. Debió de ser también buen pedagogo. Enseñó latín al primogénito del Duque de Béjar no desde la gramática, sino desde la conversación, hablándole en latín al mozo, que al poco le respondía con fluidez.
   Pero la afición literaria mayor de Juan de Iriarte fue acrecentar su colección de epigramas, la mayoría en latín, y los ciento catorce que escribió en castellano o adaptó de los latinos. Tradujo a Marcial y a otros autores clásicos. Al parecer no pasaba día sin escribir un nuevo epigrama y se cuenta «que también amenizaba con ellos su conversación familiar», aunque —puntualiza su biógrafo, por si las moscas— «rara vez se habrá visto unida tal viveza de imaginación con tanta inocencia y miramiento». Lo que posiblemente sea cierto: Iriarte pudo haber convertido el epigrama incluso en cara A del siglo, si no hubiera sido tan excelente latinista, y si no les hubiera dado a los demás por valorar los poemas a peso: cuanto más largos (e insufribles), más prestigio. Pero al menos dejó escrita la mejor definición del género: Sese ostendat apem, si vult epigramma placere: / insti ei brevitas, mel, et acumen apis. Una delicia, también en castellano: «A la abeja semejante, / para que cause placer, / el epigrama ha de ser: / pequeño, dulce y punzante».
   Como ejemplo de la capacidad visionaria que Juan de Iriarte desplegó en sus redondillas epigramáticas, elijo una de aire literario, que dialoga con la de Leandro y que firmaría yo ahora mismo: «La obra que es de mal autor / Se vende más. Pues no quiero / Que a mí jamás el librero / Me llame buen escritor».
    Cierra el siglo áureo del epigrama otra figura egregia de Neoclasicismo que vislumbra el horizonte romántico, el poeta, crítico y matemático Alberto Lista (1775-1848), quien, si bien nunca ha gozado de fervor popular, sí ha mantenido devociones entre los eruditos. Lista publicó en sus Poesías de 1922 veinticinco epigramas. De tema amoroso, algunos con un claro presentimiento romántico. Mayor interés que el tema, sin embargo, posee la forma que crea para ellos: siete versos que alternan heptasílabos y pentasílabos, articulados en dos estrofas, que juegan a responderse entre sí, una copla y un terceto asonantado (que resulta un haiku emboscado: 5-7-5). Copio una serranilla, que no es ejemplo del conjunto, pero sí una delicia: «Ven, hermosa serrana, / ven a mi selva / que el sol por esos campos / tu rostro quema: // Ven y no tardes, / que aquí hay fuentes y sombras / y amor y amante». Resulta curioso este regreso del género al ámbito amoroso con carácter lírico por parte de Lista. Influiría en ello su conocido repudio de lo «popular», su apuesta exclusiva por el arte como imitación clásica y el lenguaje «culto y de alto coturno», como señala Hans Juretschke, su biógrafo. En este contexto el epigrama matiza sus agudezas: las punzadas viran hacia el yo amoroso y doliente.
    Ahora bien, esta reflexión en torno a la obra epigramática de Lista quedó al descubierto cuando en 1927 José María de Cossío publicó las Poesía inéditas del poeta dieciochesco, que añaden al corpus once epigramas más, compuestos la mayoría en redondillas triviales y con asuntos del más chabacano de los gustos populares. Once epigramas rescatados que significan nada menos que el final del sueño ilustrado del Epigrama. Y, claro, el inicio de la pesadilla decimonónica, el chiste con retintín como fin último del género: «Yo te regalo, bien mío, / de nueces cuatro docenas, / y porque no se te vayan / te las enviaré sin piernas».

5.
Lo que parecen promesas en el XVIII equilibrado, el XIX desaforado las frustra. No solo los epigramas decimonónicos de Alberto Lista desmerecen de su aspiración métrica y temática para el género, sino que la propia biografía de los autores encarna la descreencia. A punto de cumplir los treinta años León de Arroyal (1755-1813) publica Los epigramas (1784), con un prólogo donde subraya un concepto que se va imponiendo cada vez más como su esencia: «popular». No solo se la atribuye a los clásicos («La belleza de los de Marcial consiste en un juego artificioso de voces, que suele encubrir un concepto las más veces popular»), sino que lo busca también en su origen: «la turba magna de los cantares para la música vulgar… y entre estos es cosa admirable el oír en boca de una pobre lavandera, o un rústico labrador algunos, que pueden por su belleza y gracia competir con los más ponderados de la antigüedad». Los suyos no carecen de interés, incluso alguno presenta aspiraciones metafísicas, como el titulado «De la Muerte»: «¡Oh sobre qué principio tan incierto / fundamos la esperanza de la vida. / Como si esta nos fuese concedida / un cierto día, o un instante cierto!».
    Pero lo paradigmático de Arroyal no fue su contribución literaria sino su deriva biográfica. Del epigrama pasó a la sátira, de esta al panfleto, y de este al ataque directo en la infinita pugna política que desangró el siglo. Y este camino fue también el que fue desvirtuando poco a poco la herencia de Marcial.
    Figura destacada de esta época, en la literatura y política se entreveran, fue el polifacético Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), dramaturgo y poeta al mismo tiempo que desempeñó los más altos cargos del Estado. Su contribución al epigrama consta de dos escuetos momentos, pero muy relevantes: una definición extraída de su Poética (1843), un extenso poema teórico, y una colección de epitafios —variante funeraria del epigrama— a los que se les ha otorgado acentos prerrománticos: «El cementerio de Momo» (en Poesías, 1833). La gracia en la expresión de ambos tributos no se niega, aunque tampoco las deudas. Una acertada metáfora rubrica su definición: «y cual rápida abeja vuela, hiere, / clava el fino aguijón y al punto muere». Pero a poco que se compare se verá que la misma abeja ya había rondado el epigrama, en uno de Juan de Iriarte («A la abeja semejante…»). Y algún epitafio, que parece tan popular como los que ensalzaba Arroyal, posee, sin embargo, parentesco más elevado. Como este: «Agua destila la piedra, / Agua está brotando el suelo… / —¿Yace aquí algún aguador? / —No, señor; un tabernero». Que recuerda el que Marcial (I, LVI) dedica «A un tabernero»: «Anegada por constantes lluvias la viña está empapada; aunque quieras, tabernero, no podrás vender vino puro».
    El costumbrismo pronto se apodera del género, cuya difusión crece al mismo tiempo que va sumergiéndose su calidad en el chabacanismo. La última década del XIX y las primeras del XX fueron terreno propicio para cultivar epigramas, aunque cada vez más cerca del chiste que del agudo ingenio. También hubo gradación en la degradación. El fin de siglo fue propicio a los juegos verbales, algunos de sagaz inventiva. En 1890 el mataronense Josep Borrás (1840-1912) publicó una lujosa edición de Candideces de La Punta. Colección de epigramas y otras menudencias, con ilustraciones de Apeles Mestres y otros destacados dibujantes. Sus juegos verbales son constantes, y su inventiva antroponímica para hallar rimas es proverbial. Apunto un ejemplo: «El pianista Emilio Llanos / invitó un día a tocar / a Paulinita Escobar / una pieza a cuatro manos. / Y entre mil y mil trabajos / la niña al muy re-la-mi-do / le contestó: — Convenido / si me toca usted los bajos».
   Idéntica característica comparte Constantino Llombart (1848-1893), en su Pullitas y cuchufletas. Ciento y un epigramas (1892), que costaba dos reales. Otro ejemplo de su perspicacia lingüística: «—¡Volcánica es mi pasión! / A Ramón le dijo Mónica, / Y contestole Ramón: / —¿Volcánica? No, ¡balcónica! / ¿No está usted siempre al balcón?».
   Amador Montenegro (1874-1932) fue un relevante escritor galleguista, y sus epigramas, en esta lengua, tienen el interés formal de usar la seguidilla con bordón (siete versos –a-ab-b) que usara ya Alberto Lista para el género, y el interés temático de los juegos conceptuales, como la pieza que abre sus Fábulas y epigramas (1892), «O méreto debaixo»: «Un rapaz nos seus xogos / T ira n-a y-auga / Un diamante, qu‘afonda / Y-un pau, que nada; // Que non é certo / Que sempr‘ ô qu' está enriba / Sosteña o méreto».
     Y por último, destacan los cuarenta y seis epigramas que escribió Juan Pérez Zúñiga (1860-1938) en su magníficamente titulado Confetti, 1899, «Epigramas, Cantares, Moralejas, Sonetos, Juegos de palabras y otras menudencias». Al escritor humorista le gustan también los juegos de palabras, pero enseguida se ve que el humor ha pasado ya de la sutiliza lingüística a la sal gruesa de las más zafias y toscas identidades. Como ejemplo el último de su colección de epigramas, XLIV: «Expulsó la solitaria / en Carnaval Josefina, / que está en situación precaria, / y exclamó su nena Hilaria: / —¡Ya tenemos serpentina!». 
   Durante las primeras décadas del siglo XX siguieron publicando libros de epigramas los autores nacidos en el XIX. Sus nombres han pasado desapercibidos en la historia literaria, y cuando uno consulta los libros concluye que con razón. El modelo a seguir es ya el Pérez Zúñiga, solo que con menor dotes estilísticos y con rimas y metáforas más groseras. Fueron escritores cuyos nombres vale la pena consignar como epitafio del género en lengua vernácula: Ángel Avilés (Madrigales y epigramas. 1901), El bachiller Kataclá (Epigramas, 1905 y Nuevos epigramas, 1909), Silvio Kossti (Epigramas, 1920) o Agustín Aicart, que dejó sus Poesías: cánticos, sonetos, odas, letrillas, epigramas (escribió noventa) en un manuscrito que encabeza uno que con el tiempo ha acabado por resultar profético, pues escasos lectores han incumplido su consigna, no sé si por esta u otras razones: «Si estás muy enamorado / De ti, cualquiera que seas, / Mis epigramas no leas, / No sea que retratado / En la primera te veas».

6.
Siglo de desapariciones, el XX entierra el epigrama y al mismo tiempo añora su renacimiento. Decae la chabacanería y pseudopopulismo que se había apoderado del término, absorbe su tradición clásica y lo transforma. El maestro epigramista del siglo va a ser un incómodo genio de la literatura, Ramón Gómez de la Serna (1888-1963). Una condición que le impedía perpetuar la decadencia, así que retomó la epigramática y no dejó títere con cabeza. Le devolvió al género la prosa (que el Modernismo había convertido en más poética que la poesía) y el sentido más puro de la brevedad, que tantas veces quedaba en entredicho. Le añadió recursos poéticos, narrativos, juegos de palabras, polisemias; todo cuanto encontró en el almacén de quincallero de la tradición. Los envolvió con el terciopelo de un nombre nuevo —el XX se ha pirrado siempre por la nomenclatura— y los entregó como innovación de Vanguardia. Los viejos epigramas renacieron como jóvenes y lozanas Greguerías. Tengo delante la edición del Total de Greguerías que publicó en 1962, con 1.592 páginas de ave fénix. Abro una al azar, la 848, y leo: «El repollo es la hortaliza en enaguas». Su genialidad epigramática está en haberle dado la vuelta a la sal gruesa de la chistosidad malintencionada. Gómez de la Serna convierte el humor en canela fina: ingenuidad, inocencia e inteligencia como sus exclusivos ingredientes.
    Otra opción del XX va a ser la que encarne de modo ejemplar el nicaragüense Ernesto Cardenal (1925-2020) en un libro importante para el género: Epigramas, publicado en México en 1961. Cardenal arrasó toda la historia de mutaciones que le precedía, la mayoría degradantes, es cierto, y se convirtió en contemporáneo de Catulo y Marcial, a quienes tradujo mientras escribía sus epigramas. La operación de Cardenal fue un agiornamento completo, temático y formal. Mantuvo la ironía y el tono de los clásicos, pero insertó el género dentro de la poesía del siglo XX, y este fue su acierto. El más célebre de sus epigramas reúne los dos ámbitos temáticos sobre los que le gusta escribir a Cardenal, la política y el amor: «Me contaron que estabas enamorado de otro / y entonces me fui a mi cuarto / y escribí ese artículo contra el Gobierno / por el que estoy preso». Poema que ha dejado una pequeña colección de réplicas y homenajes, incluso una reedición del libro lo copia en la cubierta. Sin embargo, el epigrama de Cardenal que prefiero destacar es otro, menos vistoso, quizá, pero con raíces más profundas, aquellas que lo relacionan el origen de la lírica vernácula, vínculo que fortalece la nueva adscripción lírica —como quiso Alberto Lista en el XVIII—. Es el que evoca la maravillosa jarcha mozárabe: «¿Que faré, mamma? / Meu-l-habib est' ad yana» (Madre, ¿qué haré? / Mi amigo está en la puerta) y que le proporciona al epigrama de Cardenal la dimensión lírica auténticamente popular que tan bien combina con la flema clásica. Y dice así: «Todavía recuerdo aquella calle de faroles amarillos / con aquella luna entre los alambres eléctricos, / y aquella estrella en la esquina, una radio lejana, / la torre de La Merced que daba aquellas once: / y la luz de oro de tu puerta abierta, en esa calle».

16, domingo. Febrero. Carlos Pérez Siquier, fotógrafo



«Ya solo me queda la mirada». Es una frase de Carlos Pérez Siquier, que nació en Almería en 1930. Fotógrafo. La leo —y la fotografío— en el cierre del texto que lo presenta en la exposición que le dedica la Fundación Mapfre estos días. Una frase cuyo sentido aparece, e impacta, en la última sala, donde están colgadas sus fotografías más recientes. Las que le hace, ya octogenario, a «La Briseña», una casa de campo en Almería donde «la mirada» parece ir despidiéndose, pausadamente, de sí misma. De lo que le gusta mirar. Una elegía que, de repente, no resulta en absoluto elegíaca. Fotografías que dicen «si te miro, tiempo, es que aún estás ahí».
     No es, sin embargo, la frase que explica el sobrecogedor reportaje fotográfico que realizó en La Chanca, el barrio marginal más literario del país. No había cumplido aún los treinta años y estoy seguro que, de alguien preguntárselo, hubiera respondido: «Solo tengo la mirada». Este lema sí explica las fotos que tomó entonces y ha seguido tomando, especialmente en su ciudad, en su provincia, Almería. Pero hay que explicarlo. Estamos en los años cincuenta y los jóvenes con vocación artística «tenían» muchas cosas, sobre todo ideología, una retórica política —bien justificada por la época— y una retórica filosófica. Había que creer, al mismo tiempo, en la denuncia y en la transformación. Y «tenían» también cierta arrogancia: la de quien llega a un lugar para captar su espíritu salvaje y después exponerlo en la Civilización. Pero Pérez Siquier, cámara en mano, por no necesitar ni precisaba de pasaporte. A La Chanca, desde su casa, se llegaba dando un paseo. Lo más significativo de sus fotografías de juventud es que solo están hechas para mirar. Para aprender a mirar. Igual que las de su senectud en «La Briseña». «Si aprendo a mirarte, tiempo, te veré», es lo que dice el blanco y negro sobre La Chancha.
   Son fotografías sorprendentes por su perfección. El formato, el encuadre, la composición, las líneas, los puntos, las sombras y la luz. Cada pieza es una clase de poética fotográfica. La colección expuesta, un curso. Y esta exactitud ya le quedará para siempre, en todas sus épocas como artista. También sus fotografías en color lucen una perfección formal que admira. De hecho, no otra cosa es adiestrar la mirada sino conjugar todos los recursos expresivos de la imagen para mostrar no las imágenes, sino el contenido implícito en las imágenes. Y en eso es un maestro.
     Las fotografías de los años 50 en La Chanca, por otra parte, están llenas de contenido. La década también lo estaba. Pérez Siquier no se fue a fotografiar paisajes, sino la pobreza en su estado más crudo. Pero creo que también tenía claro que no quería ir al barrio marginal a realizar una crónica. Una denuncia de las desigualdades. Ahí estaban, obviamente, pero mostrar lo que se muestra es caer en la redundancia, tan frecuente en la época. El prodigio de la elaboración formal sobre una realidad tan acuciante era su mejor defensa ante el envite de la sociología. El camino, más arduo, de la fotografía como poesía. El anhelo de comprensión no de un problema social, sino de la condición humana.
    Las composiciones, texturas, contrastes… le salvaron de minimizarse en lo concreto y convirtieron su obra fotográfica en La Chacha en una pieza clásica. Una tragedia. No hay en sus fotos, sin embargo, juegos de culpabilidad, buenos y malos, no es una tragedia moderna. Es una tragedia griega. Hay en las imágenes una visión del destino, un trenzar la vida con las razones humanas, intensamente humanas, mientras lo trágico sobrevuela con la densidad amenazante de un oráculo.
  En las décadas siguientes Pérez Siquier continuó fotografiando Almería. Su costa. Años 60, 70. La serie expuesta, «La playa», es un emblema. De repente, la sociedad se transforma a ojos vista. Llega el «desarrollismo» y con él, el alud del turismo. El fotógrafo registra las transformaciones al día, y de nuevo se observa el poder de los recursos expresivos de la fotografía —encuadre, luz, colores, líneas...— como defensa ante —ahora— la trivialidad que ha de reflejar. Pérez Siquier le da la vuelta a lo que está viendo. Lo que tiene delante ya no es una tragedia. No hay enigma humano por comprender. Turistas y autóctonos tumbados en la arena, como arenques al sol, le han cambiado el género de la realidad. Se viven tiempos de comedia y el fotógrafo añade a sus recursos expresivos el que mejor sabe comprender el nuevo género, la ironía. Portentosa en esta época. «En esto nos han convertido, dicen sus fotografías de veraneantes, pasen, miren y sonrían».
    Es posible que no exista otro fotógrafo tan obsesionado como él por reflejar el entorno en el que ha vivido durante sesenta años de profesión y, sin embargo, lo único que de verdad nos ha legado —ni crónicas, ni panorámicas— es arte fotográfico en estado puro. Poesía visual, a veces trágica, a veces cómica, según el género de la época.

14, viernes. Febrero. San Valentín y el cronista cursi



Siempre me ha parecido que San Valentín era cursi. Y la verdad es que no había despertado en mí una mínima inquietud. Diré, incluso, que si en algún momento me había dado por pensar en la festividad, lo arrimaba antes al concepto de mercado que al de amor. Pero, ay, las ideas envejecen con mayor avidez que la edad, y si ya Ramón del Valle-Inclán reconocía en 1902 que «cuando un nuevo torrente de ideas o de sentimientos transforma las almas, las obras literarias a que da origen son bárbaras y personales en el primer período, serenas y armónicas en el segundo, y retóricas y artificiosa en el tercero», ciento veinte años después es difícil ver el arco que trazaba, ya que todas las ideas parecen pertenecer desde el principio al tercer período. Así que este año he padecido la paradoja de ver marchitar mi convicción de la cualidad hortera de San Valentín, y de rebote dar crédito renovado a la más retórica y artificiosa visión del amor, que es la ensalzada por el santo, frente a las celebraciones de la fertilidad paganas cuya literalidad pretendía enmascarar la festividad cristiana.
    No necesito ir muy lejos para explicar mi súbita militancia en la cursilería. Son últimamente tan groseras las manifestaciones del amor, tan explícita su armonía, tan impúdica su condición, que irme al otro lado me ha ofrecido el consuelo de una revolución. Un espejismo, claro, lo sé, pero nunca el amor ha estado demasiado lejos de aventuras platónicas.
    La atracción que ejerce la idea del amor deriva del inestable equilibrio que exige para manifestarse en plenitud. La temporalidad del amor es esencialmente contradictoria. Para su crecimiento el amor necesita tiempo. Mejor, una extensión de tiempo notoria. Quienes trabajamos con adolescentes, que a veces nos oyen y otras no, pero siempre resulta más interesante escucharles a ellos, sonreímos con frecuencia ante frase cogidas al vuelo: «Dentro de cinco días cumpliremos tres meses». Sin entrar en que esa cantidad de tiempo supone en sus vidas un tanto por ciento equivalente a un año en la de un adulto, la exactitud del cómputo y la importancia del aniversario muestran con extrema claridad la condición temporal del amor. Solo se cumple si cumple tiempo. La poesía tradicional enseña además que en este cómputo se hallan incluidas tanto la presencia como la ausencia. Una canción de la dinastía Zhou, mil años antes de nuestra era, lo expresa con claridad: «A por artemisas fuiste. / Un día sin verte / es como tres años». Idea que ha cuajado en una frase hecha de la lengua china actual que parece ideada por Henri Bergson: «un día dura tres otoños». En la poesía tradicional se aprende también que está implicado el tiempo objetivo y, fundamentalmente, el subjetivo.
     El amor no es, sin embargo, solo extensión. Los romanos del Collige virgo rosas y del Da mi basia mille —Dame mil besos— catuliano, y los renacentista del Carpe diem se esforzaron en mostrar que el amor era, sobre todo, una cuestión de presente. En seguida se ve que la llamarada del presente y la combustión latente del tiempo no son fáciles de combinar, por utilizar un símil petrarquista. El pensamiento amoroso es la historia de ese equilibrio imposible. Cuanto más generosa la llama, más rápido se apaga; cuanto más lenta la combustión, menos llama produce. La condición conceptual del amor restringe las imposibilidades que la naturaleza dicta y permite creer en lo insensato. La historia del amor, ahí está.
     ¿Y hoy? Hoy la concepción del amor sigue, como no podía ser de otra forma, nutriéndose de la misma contradicción. El amor será siempre extensión y presente, y el precario equilibrio en el que viva constituirá el secreto de su inagotable caudal. Pero algo ha cambiado, seguro. Si no es el amor, será el tiempo. El tiempo es fácil de modificar en su vivencia. Si un día podían ser tres años, también puede ser un día y, sin ser presente, reducir la extensión a su exacta dimensión. De modo que presente y tiempo extendido sean lo más idénticos posibles. ¿Y no es esta la utopía de nuestra época? Si no hay contratos de trabajo, de alquiler —en Inglaterra alquilan las viviendas habituales por períodos ínfimos—, de responsabilidad mercantil… que duren, ¿qué más pueden durar las vidas? Y si las vidas pierden de vista la noción durativa, ¿qué equilibrará el presente en el amor? Si el presente ya es una duración, el amor de una noche —ese que entronizó en la cultura pop Strangers in the Night— y el amor de una vida carecerán de fronteras entre sí. Si un gran amor ya no necesita tiempo alguno para su destilación, ¿dónde se aprende a vivir la duración? Si cada noche es posible vivir un gran amor, el amor desprendido del tiempo, amputado de su conflicto con el presente —pues ya es solo presente—, ¿podrá seguir siendo amor? Una cuestión interesante que creo debo dejar para el día de San Valentín de 2021. Si —claro— se mantiene en el cronista la atención por lo artificioso y retórico de su manifestación invernal.

11, martes. Febrero. El mes de las hogueras



Edad de brumas y de hogueras. Ágrafa, carecía de otro nombre que no fuese aguardar su fin, y que la vida pudiera arrancar de nuevo su polícroma escritura. Única luz azul en la blancura. 
     No tuvo días propios y cuando lo acotaron, cualquiera pudo entrar y robárselos. Augusto para que su mes no fuera menos que el de Julio César, Gregorio cuando le advirtieron de que al año le sobraban tres cuartos de día. Y, sin embargo, cuanto más breve y enigmático, más arduo se convirtió verle acercarse a su final. Ovidio fue quien mejor lo comprendió a orillas del Ponto, en su exilio con los escitas, frente al mar Negro y a la estepa de hielo. Al final del Libro I de Tristes descubre con pavor que antes acabará la escritura que el tiempo del castigo: «El terrible invierno pelea, y se indigna porque me atrevo / a escribir, cuando él esgrime sus ásperas amenazas. / Venza a un hombre el invierno; pero ruego, que al mismo tiempo / que pongo yo fin a mis versos, él se lo ponga a sí mismo». 
    Ni convenciéndole de su victoria de silencio sobre lo humano deja de batallar la edad de los campos mustios. Y de las columnas de humo ante las que los dioses desentumecen sus manos. Febrero.


6, jueves. Febrero. Lo que cuenta el hijo de «la niña de nuef años»



Entre quienes han sido estudiantes de letras he comprobado que muchos conservan el recuerdo de una de las lecturas medievales con especial emoción. Tal vez porque se les atragantó al principio, o simplemente por el temor a que eso ocurriera, el hecho de que la culminaran después con gusto se convirtió posiblemente en un hito personal. Casi siempre ocurre con La Celestina. Estas lecturas medievales, difíciles solo por lo desacostumbrado del lenguaje, se diría que ponen en causa la vocación del estudiante, pero, una vez superada con éxito la amenaza, la lectura les devuelve la afición acrecentada. Es lo que me ocurrió, cuando estudiaba en la facultad, con el Cantar de Mio Cid. Mi propia epifanía. Aún me recuerdo a mí mismo con orquesta y coro detrás, en mi pequeña habitación, arrebatado por la melodía de leer y comprenderlo todo. Cuando cerré el libro la sonrisa inventó lo que cuatro décadas más tarde se denominan emoticonos. Qué pena que no se me ocurriera patentarla.
      El Cantar de Mio Cid es una obra maestra. La literatura española tiene unas cuantas, pero el Cantar no es de las menores. Igual que Cervantes supo aprender de su experiencia de escritura y consiguió darle un vuelo mayor a cada una de las tres salidas del Quijote, los juglares del Cantar establecieron, en cada una de las tres partes en las que posiblemente se dividía su interpretación pública, un ámbito cada vez más elevado de la literatura. El «Cantar del destierro» parte de la poesía como crónica. Apegada al curso de los hechos, gana significados solo estirando la verosimilitud hasta el límite de los anhelos ideales. Sería el primer estadio de la narración. Ocurren historias y son esas historias las que buscan hacer soñar.
  El verso 1085 tiene una redacción que admite interpretaciones: «Aquís conpieça la gesta de Mio Çid el de Bivar». Suele tomarse como el verso inicial de la segunda parte, El «Cantar de las bodas», que el juglar cantaría en una segunda sesión. Pero quizá también admita una lectura literal. El Cantar ya no tiene una historia que contar, sino, sobre todo, descubre un protagonista en el que adentrarse. Los mil versos centrales superan el sentido de la crónica para intuir el de la novela de personaje. A propósito olvido la mención al «héroe», obvia por otra parte. Lo sorprendente del Cantar no es que ensalce al héroe, sino que lo convierta en personaje, maleable, presente, cotidiano. Es un segundo estadio de la literatura, la historia se revela ahora a través de las vivencias del protagonista.
   Del mismo modo que la personalidad desdoblada de la primera salida quijotesca se supera con la personalidad caballeresca de la segunda salida; la perspectiva de crónica del primer Cantar se superara con la de personaje de la segunda. Con ser importantes ambas progresiones, igual que ocurre en el caso cervantino, la cualidad de maestría alcanza a la obra por un tercer avance insospechado. El conocido como «Cantar de la Afrenta de Corpes». Si la tercera salida del Quijote representa un giro en el que de repente se retrocede —ahora el Quijote pierde la fe caballeresca, que los demás ganan— para llegar más lejos en el retrato de la complejidad de la vida humana, el Cantar de Mio Cid da un paso semejante que al cabo resulta genial: el protagonista desaparece de la acción, para mostrar cómo evoluciona el mundo sin él.
    La narración de la Afrenta de Corpes es un prodigio de recursos técnicos. No hay película de terror que no siga utilizándolos. Una imagen amenazante —«los montes son altos, las ramas pujan con las nubes / y las bestias fieras que andan aderredor»— y de repente un locus amoenus donde la acción transcurre con normalidad: «Hallaron un vergel la una limpia fuente». Giro premonitorio: extraordinario. De todas formas, lo que sigue impactando, en un reportaje de la vida sin héroes de inicios del siglo XIII, es lo que ocurre a continuación. Un problema que a inicios del siglo XXI sigue siendo la lacra más lacerante de la sociedad del presente. Los maridos de las hijas del Cid, los infantes de Carrión, con espuelas y cinchas, las golpean en la soledad del robledal de Corpes y «Por muertas las dexaron, sabed, que non por vivas». Unos versos antes, doña Sol pronuncia el discurso más estremecedor que se puede lanzar ante la ignominia.
    Crónica, personaje y conflicto —paradójicamente la parte menos histórica del Cantar ha resultado ser la más acendrada en la realidad, tanto que llega hasta el presente— es la sucesión de aprendizajes poéticos y literarios, desde lo obvio hasta la genialidad, en la que se concierta un número desconocido y enigmático de juglares. Marcelino Menéndez Pidal, que tanta poesía crítica vertió sobre el Poema, acertó sin embargo al apuntar los dos motores secretos de su creación: la tradición incesante —la sucesión de juglares que cantaban la misma historia que, en la boca de cada cual, nunca fue la misma— y el gusto de la gente, que aplaudiría con el entusiasmo de lo mejor que tuviera en casa para agradecer que se la hubieran contado.
   A partir de este punto, me pregunto por dónde empezaría a contarse la historia del Cid. No es una cuestión a la que se espere encontrar respuesta, pero precisamente por eso resulta atractivo tratar de imaginarlo. El avance de la trama implica la sucesiva asimilación de un aprendizaje literario, eso hace imposible que el relato empezara a contarse desde el final, cuando se consolida el triunfo absoluto del héroe, ocurrido en el ámbito pleno de la ficción, ya olvidado el referente histórico de su arranque. Si se descarta el final como guía de la narración, resulta muy difícil imaginarla crecer desde el principio porque a nadie se le ocurre empezar a contar la crónica de un fracaso, en pleno destierro del Cid. Desde el punto de vista de la lógica, pues, resulta casi imposible que el Cantar se construyera tal como nos ha quedado construido.
   Que el inicio resulte un fracaso para lo relatado en la crónica, no ha de significar, sin embargo, que todo lo que se cuente los sea. Es posible que en el hilado de los acontecimientos haya alguno con matices heroicos que permitiera que esa historia parcial empezara a contarse, para luego, en el curso de su crecimiento como ficción, se pudiera desarrollar la trama con la complejidad que se conoce. He revisado con este concepto todo el primer Cantar y creo que he dado con la clave de lo que pudo ser el germen de todo el Poema.
   El único aspecto «heroico», marginal al Cid, que se descubre en la primera parte del Cantar, es el episodio en el que «Una niña de nuef años a ojo se paraba» [se asomaba]. El Cid abandona Vivar, y al atravesar Burgos descubre que los burgaleses también le dan la espalada. Ni siquiera en la posada habitual quieren abrirle la puerta ni responden a sus «altas voces». Es una escena desoladora, que de repente rompe una niña que asoma, sale de su casa sin temores a la ira regia y le explica al Cid la razón del abandono. Luego, «se tornó para su casa». Insiste tanto en lo concreto el episodio —«nuef años»— que delata como esenciales elementos que en realidad son triviales para la crónica. El mismo hecho de que sea una niña resulta espurio. Y sin embargo es, en sí mismo, un hecho heroico.
    Se puede pensar que esta concreción, ajena a la crónica del suceso, ha de responder a otra necesidad. Tal vez a la persistencia de un elemento real. Por ejemplo, si esta niña existió, en su propio relato vital marcaría esa concreción como el eje central de lo ocurrido. Y, de hecho, no es raro que les recordara con frecuencia a sus hijos: «cuando tenía nueve años vi al Cid en las calles de Burgos, nadie quería salir a recibirle, pero a mí me daba mucha pena y me escapé de casa para contarle lo que había pasado tras la carta que el Rey había enviado a los burgaleses». No pudo ser el recuerdo de esa niña, evidentemente, el germen inicial del Cantar, porque su historia acaba en sí misma, en su propia heroicidad. Pero, póngase por caso, que uno de sus hijos, sin excesivas aptitudes para heredar el oficio paterno, se le ocurriera un día en la plaza contar la historia de su madre. Aquí arrancaría el motor secreto del relato épico: aquella tarde volvería a casa con las manos llenas. Al día siguiente, la historia de su madre necesitaría un poco más de juego: ¿de dónde venía el Cid? ¿A dónde se dirigía? No costaba mucho imaginarlo. Voces había oído. Y pronto supo que en el pueblo del costado estarían encantado de darle regalos aún mejores si un día iba a contárselo. ¿No pudo ser este el origen del Cantar del Cid: el recuerdo de un hijo sobre la heroicidad de su madre desaparecida? Cien años y diez o doce avispadas generaciones de juglares después. A mí siempre me lo ha parecido.