30, jueves. Abril. Manual de escapada



Hasta este momento, víspera de iniciar la descenobitación de la vida cotidiana en las últimas siete semanas, solo había experimentado un lío que se le pareciera. Un nudo que aún no he desentrañado, pero que tal vez lo logre ahora, por el tiempo del que aún dispondré para ello y por el modelo de escalamiento que se propone. Mi problema era dónde situar, en la existencia, el primer amor. Me pregunto si fue quien adoré a distancia durante los años infantiles, si el primer beso cuenta, si pesa más el siguiente por haber sido más extenso, si la primera noche da muchos puntos o más las primeras vacaciones, si… Si todos han sido un primer amor, ¿puede ser que el primer amor esté aún por llegar? En la desescalada advierto el mismo conflicto existencial: ¿será el sábado, durante el primer paseo; el lunes, encargando una pizza; la otra semana sentándome en una terraza…? ¿O no será ya nunca?
    He elegido para la visión laminada del final de esta edad media vivida entre normalidades una novela con título acorde: El escapista. De Javier Sebastián (1962). Es también un libro confinado. Apareció justo la semana anterior a que desaparecieran las librerías. No sé si alguien más que yo ha tenido la oportunidad de conseguir un ejemplar, pero Javier Sebastián es uno de mis novelistas actuales de culto y tuve suerte en darme prisa.
     La historia que entrelaza la novela es una ingeniosa trama de dobles. Los dobles tienen una densa tradición literaria. Sebastián toma el modelo, digamos, clásico: la de dos seres idénticos enfrentados desde principios antagónicos, cuyo final solo puede ser la reducción a uno de la pareja, es decir, el triunfo del bien o del mal. No se ha andado por las ramas en relación a la elección de paradigma. Y su apuesta parece clara: también en la literatura clásica existe vida para el artista contemporáneo. Porque el interés de El escapista no está en su formato, sino en los matices. Y para ello desdobla la trama en todos los aspectos obvios, físicos y morales, pero añade los existenciales en dos vidas que, al confundirse, al ser otras, entreveran también las ideas clásicas del bien y del mal. Y de ese juego de alteridades brota la originalidad de la trama. Sebastián ha utilizado el principio clásico de la mímesis: el tema común como reto para la novedad de los recursos. Y desde este punto de vista, es una novela ejemplar. Fidelidad e innovación, otra pareja de dobles antagónicos, fundidos en uno, como en el Renacimiento.
    En boca de los dos personajes paralelos, el autor deja algunas pinceladas de teoría ética que conviene recoger. «Según él, —dice uno de los idénticos citando al otro, una idea doble, como tantas minucias que el texto desdobla— había una correlación entre la superchería y el éxito». Parece una frase trivial, pero acaso no lo sea tanto si uno contempla el paisaje político, cultural y emocional que le rodea, la correlación entre impostura y audiencia parece tan certera como su doble, veracidad e inocuidad.
    También de teoría literaria: «Le pregunté cómo se le ocurrían vidas así. Es cuestión de poner la cabeza en marcha, me dijo. Y en seguida eres otro». También pasa por una frase  más y, sin embargo, apunta a la esencia misma no solo de la escritura, sino del valor que posee esta para los demás: la lectura. En estos días confinados en casa, y todas las décadas anteriores de confinamientos varios (en horarios laborales, en transportes públicos, en salas de espera) solo existe una vía de fuga: desdoblando la realidad y largándose de una a la otra. Escapándose a la leída.

26, domingo. Abril. Pensamientos de quien friega platos



El programa deportivo de la radio ocupa su horario, aunque no haya deportes cuya eventualidad seguir, y como tampoco existen barras de bar divagadoras, sustituye aquella actividad por esta. Aparece en antena el intelectual del equipo de colaboradores, un tipo al que le formulan preguntas sin parar que oracularmente responde. Empieza su sección leyendo un texto acorde con su ingenio. Una redacción que imagina cómo sería un mundo de mascarillas perpetuas. Dice, por ejemplo, que se arruinarían los distribuidores de bótox para labios. Y otras ironías por el estilo. Una pieza por donde no asoma ni una simple idea, pero con innumerables hipérboles, que ya fueron, en otra época, el sustituto de las ideas. Tras la exposición del sabio del equipo, el resto ha lanzado —es un programa deportivo— vítores de alegría por lo escuchado. Gritos y exclamaciones, primero, claro, pero cuando han querido verbalizar el elogio, inmediatamente han estado todos de acuerdo en repetirle: «Tienes que recoger esas cosas en un libro».
    En ese instante me he quedado con la sartén en una mano y la esponja enjabonada en la otra sin saber cómo volver a reunirlas en la entretenida tarea que se suele denominar fregar los cacharros. ¿Un libro? Aquí hay muchos matices implicados. Primero, qué escaso valor le otorga la época al presente. La difusión del texto, ante la audiencia —la que sea— y el éxito expresado en el momento —función única de un programa de radio— resultan, al parecer, insuficientes. Posiblemente hayan escuchado el texto miles de personas frente a los cientos que lean cualquier libro que se publique. Sin embargo, qué insignificante parece el presente si no se proyecta en una hipotética permanencia, la que, a modo de tópico, le otorga la mención al libro.
   Segundo, si los colaboradores son especialistas en el laberíntico mundo del deporte, es difícil pensar que les quede tiempo de dedicación a la lectura de libros. Por otra parte, quien los dirige no pierde la ocasión de subrayar su idiosincrasia con un sonoro «coño» que resuena en mitad de las ondas, lo que tampoco le sitúa en ámbitos letrados. ¿Por qué, entonces, aclamar un libro que, seguramente, tampoco van a leer? ¿O será que quieren endosar a los demás, a los lectores, el espurio fruto del ingenio periodístico del momento? No acabo de comprenderlo.
     O tal vez sí lo entienda, pero prefiera no decírmelo. El libro, que ha perdido todas las batallas en el presente, sigue arrasando en las del futuro. Mejor, en las del futuro idealizado, sin pie en la realidad. El mundo tecnológico audiovisual ha disparado las opciones de presente en las personas, pero el ser humano, desde que le fue tan bien quedarse quieto en el neolítico, mantiene el instinto de guardar. Del almacén, de la bodega, del cillero (término de donde procede, por cierto, mi apellido). También, de la biblioteca. Todas las míticas bibliotecas del pasado, algunas creadas con el propósito tan actual de reunir el conocimiento universal —como la de Alejandría o la de Pérgamo; la Palatina, la Octaviana, la Ulpia, en Roma; la Cesarea, en Palestina; las bizantinas, la de Bagdag, la del Cairo o la omeya de Córdoba; o las de los innumerables monasterios benedictinos—, la mayoría con una dimensión que aún sorprende, antes o después, todas sin excepción fueron destruidas concienzudamente. Sin embargo, el mito de la conservación de la escritura sigue indemne. Tanto cuando desaparecían los pergaminos bajo el fuego, como ahora cuando desaparece de la pantalla, arrastrado por otra pantalla, todo lo que durante un instante ha despertado interés.
     El de los libros es un privilegio inútil. Cuando a alguien le ocurre algo insólito, se le sigue aconsejando que escriba un libro, aunque lo que normalmente hace es colgarlo en su canal de Youtube o en su página de Instagram. Los libros están sobrevalorados por quienes no los leen. Pero la cada vez más pequeña comunidad de lectores sabe que los libros no se escriben para perpetuar los acontecimientos importantes, sino solo para no olvidar lo nimio.


21, martes. Abril. Moda confinada



La vida en los balcones del período cenobita descubre aspectos de la intimidad cotidiana que antes permanecían invisibles. Si bien es cierto que existen vecinas y vecinos que lucen modelitos deportivos futuristas —con veladuras en la licra y diseños cubistas—, la mayoría viste ropas de otras décadas. Y casi de otros siglos. Miro mis camisetas de uso casero y veo cómo las ha gruyerizado el tiempo. Mis sudaderas de adolescente, los pantalones de chándal de cuando aún cursaba gimnasia.
    Me da por pensar que las ropas muy viejas son, no sé por qué motivo, las más agradables en casa. Y si por casualidad han estado olvidadas un tiempo en el armario, o mejor, en el fondo de un arcón, aún parecen más cómodas. Rescatar prendas de su ostracismo resulta entonces un placer interior. Quizá tenga algo que ver con la vida exterior, que anda siempre pensando en el futuro. El vestuario se decide para el tiempo que está por llegar. De casa se sale (mejor: se salía) en solitario, pero ataviado para la vida social; y se regresa (se regresaba) de la vida social a la doméstica, que tampoco es el ahora, pues ya Pascal había avisado de que «Jamás nos atenemos al tiempo presente».
   Quizá por oposición, para descansar del futuro (y huérfanos de presente), exista la tendencia a vestirse en casa con el pasado. La vida interior se construye, sobre todo, con el tiempo que se ha ido. De modo intuitivo se busca preservar la memoria de los dientes trituradores del porvenir, y tal vez el mejor modo de cuidarla sea sentirla sobre la piel. El pasado ofrece un tacto más suave y el aroma que más sosiega el ímpetu. No sé: es una posibilidad.
  Por cierto, el otro día ordenando armarios descubrí, perdido, un jersey negro de cuello cisne, como los que llevaba Alain Delon en Indian Summer (1972), y posiblemente de aquella época, que me vendrá de perlas si continuamos confinados en otoño, como vaticinan los más optimistas.
    Sea como sea, hay que seguir con las listas. Cosas que han desaparecido con el confinamiento: la contaminación del aire, el tráfico, el jaleo de los botellones, la información futbolística. Cosas que han aparecido: los pájaros, la lluvia, la caligrafía y la ropa de andar por casa.

19, domingo. Abril. Resa till Sverige | Viaje a Suecia



Estoy harto de permanecer en casa. He decidido largarme, sobre todo después de encontrar un viaje con un precio muy apañado. A Suecia. A contemplar la primavera nórdica. El deshielo. Las legañas de una naturaleza que se despierta después de un intenso invierno. Desplazamientos, hoteles, comidas y gastos fungibles, incluida una pareja de guías turísticos, todo por 19,50€. Si alguien lo duda, aquí tengo el tíquet. Expedido por la agencia de viajes más completa que conozco: la Compañía Central Librera, SL.
     Suecia es un enorme rectángulo orientado sur-norte. Cinco veces más largo —dos mil kilómetros— que su anchura. Para recorrerlo cuento con la ayuda de dos escritores que admiro. Después de saludar a Agneta Blomquist, le cuento mi propósito. Quiero asistir a la llegada de la primavera en Suecia. A ella se lo digo sin tanta sintaxis: «Våren ja» (Primavera, sí), y Agneta me responde: «Ja, så härligt!» (Sí, ¡que maravilloso!). No he podido leer ningún libro suyo porque aún no los he visto traducidos, pero sigo su página de Twitter. El traductor automático me cuenta más o menos lo que va opinando sobre cuanto ocurre en Suecia, pero cuando Agneta transcribe algún verso los viernes (en el #lyrikfredag) me vuelve loco tratando de comprender el galimatías que me propone como traducción. Hablamos un poco de quiénes somos y descubro que ha sido, como yo, profesora de bachillerato. Eso aumenta la simpatía que ya siento por esta escritora de gesto dulce. Las noches de Santa Lucía, el 13 de diciembre, antiguo solsticio en el calendario juliano, mientras muchachas angelicales, ataviadas con túnicas y coronas de velas, cantan sublimes melodías a sus conocidos; sus alumnos, como final de fiesta y algo mareados, acudían de madrugada a cantar bajo su balcón. Enternecedoras criaturas, pensaba el marido de Agneta.
    Hemos hablado también, cómo no, de lo que tenemos en común todos los habitantes del planeta: la pandemia. Me cita dos versos magnéticos de Gunnar Mascoll Silfverstolpe (1893-1942), el poeta de la luz íntima y de las sensaciones cotidianas: «Det var den tid, då varje timma ägde / en egen kraft, som måste vinnas ut» («Era la época en la que cada hora tenía / una fuerza única que debíamos hacer nuestra»). Silfverstolpe (o Pilar de Plata, como le llama el traductor automático) habla en el poema que los versos cierran de los días finales del verano ante la incertidumbre del largo y lúgubre invierno por llegar; pero resultan luminosos también como receta para este momento, tal como sugiere Agneta: «Det är nog ändå så man måste tänka nu, för vi vet ju inte vad som kommer att hända!» (Es posible que todavía sea así como tenemos que seguir pensando, ¡porque no sabemos lo que sucederá!) Es decir: entregándole a cada hora del encierro el valor de la fuerza del presente con el que la vivimos ante la incertidumbre.
    Lars Gustafsson (1936-2016) es mi otro Virgilio en la visita. Tal vez sea el más carismático de los escritores suecos del siglo XX. Su desaparición hace pocos años supuso una tragedia para la vida cultural sueca. No solo ha escrito inestimables novelas (once han sido traducidas al castellano) y libros de poemas, sino que sus intervenciones constantes a propósito de cualquier acontecimiento nutrían también el pensamiento del presente. En el recorrido por Suecia guiado por su sabiduría no va a faltar, por lo tanto, una visión crítica. Por ejemplo, de los idílicos bosques y su salvaje deforestación. O sobre la destrucción del patrimonio urbano heredado para dar paso a una modernización trivial. Su crónica del presente se entrelaza con la crónica de los hechos que marcaron su generación, como la defensa de la tala de olmos en Kungsträdgården, Estocolmo, en 1971, un hito en la lucha por el respeto humano al medio ambiente.
    He decidido ir a Suecia esta primavera porque para un mediterráneo me ha parecido un tiempo más benigno, pero lo que realmente fascina del norte, sobre todo en las series de televisión y en las películas escandinavas, es el invierno. Anoche vi, para ambientar el recorrido, ese sobrecogedor retrato de la vida rural en el norte de Suecia: «Så som i himmelen» (Tierra de ángeles, 2004). Aunque, puntualizan mis amigos: «en realidad tampoco la oscuridad es total: la nieve lo alumbra todo… y, además, en verano esa mágica tierra del sol de medianoche permanece iluminada todo el día». Y ya puestos, como vea que no se aclare la cuestión vírica, me quedo en Suecia el verano y aguardo ahí el blanco invierno: al menos tendré una hermosa razón para no salir de casa.

13, lunes. Abril. Interludio cenobita



Llueve. El flequillo de los toldos me indica que con viento. Un charco que pisan los automóviles al pasar, el color del cielo. Al descorrer las cortinas una súbita alegría y ganas de emprender proyectos interiores: Bah, hoy no me apetece ir a ninguna parte, con lo bien que se está en casa. La vida cenobita tiene sus propias reglas benedictinas. Ayer lucía un sol dominical espléndido. Melancólico, estuve contemplando la tarde por la ventana abierta sobre la arbolada. Solo veía carreras de palomas que volaban, de dos en dos, por el centro de la calle vacía. Sin gente, sin tráfico. El plano de una película sobre el fin del mundo. Nadie que asome y yo, abandonado, huyo de una invasión extraterrestre que amenaza con liquidar la vida en la Tierra. No sé hacia dónde ir. Los supermercados están llenos de zombies, pero yo avanzo a toda pastilla, un fugitivo despeinado y con la camisa por fuera de los pantalones. Corro por avenidas siniestras al sol, con restos calcinados de lo que fue otra vida cotidiana. Exhausto, busco escondite entre los juegos infantiles de un parque de barrio. Mis perseguidores, horriblemente feos, ni me ven al pasar. No se fijan en esas cosas. Permaneceré, acurrucado, a salvo, hasta que acabe la película, me digo. Pero cada quince días ruedan quince días más de metraje y no veo la manera de abandonar el cine para volver a casa. Así que ahí sigo, de cuclillas en un hueco entre los columpios y el tobogán.

10, viernes. Abril. Meditación de Viernes Santo



Como la facultad de filología estaba en el centro de la ciudad, a la salida de las clases me aficioné a visitar las librerías de viejo que proliferaban en las inmediaciones. Lo hacía, digamos, por inercia. Sin ninguna idea detrás de esta costumbre, pero la teoría apareció pronto. En una de las conversaciones entre compañeros, sentados en un banco del claustro a ver pasar las horas, alguien dijo que con seguridad era el primero en leer tal título, el que en aquel momento lucía bajo el brazo. No se me había ocurrido pensar que la lectura admitiera no solo número —singular o plural—, sino también numerales. Es decir, que ser el segundo que leía un libro no era lo mismo que ser el primero. El descubrimiento me dejó impactado.
    Aquel mismo día recorrí varias librerías de novedades y en todas vi, en señera posición, el libro que mi colega se enorgullecía de haber leído antes que nadie. Me sentí timado por su teoría: era una lectura plural. Luego, cuando entré en una de libros usados, conforme a mi costumbre, me atrajo una penosa edición de un autor raro de los años 20 con un precio asequible. La compré y al abrir sus páginas, en el metro, de repente pensé: ¿qué valor tiene ser el primero si se puede ser el único? Revelación que se convirtió en mi lema de lector. Antes leer un libro que nadie esté leyendo ahora que cualquier novedad que ande en manos de muchos.
   Con este propósito tengo en el estudio un estante improvisado con libros que esperan que los lea en solitario. Los miro estos días cenobitas con cierta abulia, ellos me devuelven la mirada diciéndome: «recuerda que estabas interesado por mí». Y es cierto, pero los elegí cuando era libre de entrar y salir de una librería, y hoy hace veintisiete días que algo tan simple se ha convertido en una quimera. Estos días elijo libros entre los que tienen ya acomodo en los estantes. A veces porque ilustran el presente, como el Viaje alrededor de mi habitación; otros, por el espejismo de la rebeldía, y así he releído los libros de Cioran que más había subrayado en su época.
     Fue un aforismo de Cioran, tal vez por la oscilación de los opuestos, lo que me recordó que hace años me hice con un ejemplar de los Pensamientos de Pascal que nunca llegué a leer. O solo por encima. Lo abrí y estos días veo que su tono desaliñado y áspero me atrae más de lo que hubiera imaginado. Sus frases, a veces a medio construir, parecen grafitis grabados con punzón en la pared de una celda.
   Es una edición en tapa dura, papel fino y tamaño A6, aunque con algún centímetro más de altura. Tipografía clara. Nada del otro mundo. Cuando entra el sol en casa, me siento en la tribuna, me pongo la gorra y leo. Nuevos hábitos de confinado. Fue en un momento de estos, leyendo al sol, cuando tuve otra epifanía bibliófila. Al tomar el volumen —estrecho y alto— con la mano izquierda y con los dedos de la derecha pasar adelante o atrás las páginas, en busca de algún fragmento que pretendía releer, me di cuenta de que repetía un gesto que había visto antes. Un gesto que advertí grabado en mi memoria, y olvidado hace décadas. Me detuve al instante. Y lo vi de nuevo, en el modo cómo mi mano sostenía el libro y mis dedos lo hojeaban. Era el mismo gesto que había visto hacer tantas veces a los curas que en el colegio nos daban clase o, quizá, lo que llamaban entonces con el oxímoron ejercicios espirituales —una suerte de iniciación al género de terror—, de pie, con una biblia en las manos. Idéntico gesto al que ahora veía encarnado en mis manos.
   Me he preguntado qué puede habérmelo sugerido. No creo que sea la tapa dura, ni el tamaño, tantos libros así habré leído sin ningún flashback. Ha de ser una razón temática, lo veo ahora. Leer, como antes oía leer, escritura religiosa me ha mandado de viaje a lo más recóndito de mi infancia. Y desde allí, desde la mirada del niño que fui, ingenuo y siempre asustadizo, ¿no habrá seguido vigente durante toda mi vida el gesto de manejar un libro como el designio de una salvación? Me ha dado qué pensar, en esta época en la que no hay otros viajes con los que distraerse.

6, lunes. Abril. Sentidos del sinsentido



Conforme más asentada se encuentra la concepción temática de la literatura, esa suerte de tratado de domesticación que ofrece la crítica al uso contando argumentos, más interesantes resultan las reflexiones sobre lo incomprensible.
   El primer paso para meditar sobre lo incomprensible en literatura —he dudado en escribir poesía, pero necesito un término en el que quepan dentro novelistas como Néstor Sánchez o escritoras como la portuguesa Maria Gabriela Llansol— es desterrar el concepto de «experimental», tan en boga en otros tiempos. La literatura no experimenta, construye objetos verbales de carácter artístico cuyo éxito reside en la capacidad de alojar algún elemento singular y, de vez en cuando, innovador. La naturaleza de este elemento es un segundo paso, ya más conflictivo.
    Quienes en el presente hablan en voz alta de literatura —profesores, críticos, lectores, editores, libreros o bibliotecarios— establecen como elementos esenciales para la valoración de una obra aspectos exclusivamente semánticos. Se ensalza o denigra según se tase el argumento, los personajes, la acción, la profundidad de los símbolos o el tema. Se aprecia aún la resaca que provocaron las diferentes oleadas de formalismos que azotaron el siglo XX. Aunque se sepa, desde que Ferdinand de Saussure se lo explicó a sus alumnos, que el signo, como las monedas, vincula dos caras —significado y significante— la literatura parece condenada a apostar solo o por uno, o por el otro.
     En el primer párrafo que he escrito no disimulo hartura —enfado, quizá— por el actual predominio de los significados, pero en un viejo volumen de aforismos de E. M. Cioran —Silogismos de la amargura, editado en 1952 y traducido en 1980—, encuentro subrayado con énfasis uno en el que recuerdo haber militado: «La búsqueda del signo en detrimento de la cosa significada; el lenguaje considerado como un fin en sí mismo, como rival de la “realidad”; la manía verbal, incluso en los filósofos; la necesidad de renovarse a nivel de las apariencias; características de una civilización en la que la sintaxis prevalece sobre lo absoluto y el gramático sobre el sabio». El propio Cioran desplegaría años más tarde esta diatriba contra las formas en un precioso ensayo titulado «El estilo como aventura» (1972), que también subrayé en su día con profusión y entusiasmo. En defensa de mi postura actual solo me queda balbucir un único argumento. La apreciación del predominio semántico en la valoración de las obras literarias quizá resultó por mi parte en exceso generosa, pues la tendencia actual se centra, casi en exclusiva, en el peso sociológico de las obras, es decir, su capacidad para encarnar sensibilidades sociales. Lo que también es, creo, «rival de la realidad» en literatura, pues no concibo el parentesco entre lo singular y lo estadístico.
   El interés de pensar lo incomprensible es que por fin se evita el hecho de haber convertido el signo literario en una dicotomía: o significado, o significante. Incomprensible implica una forma cuyo sentido no se comprende. Es decir, un significante cuyo significado es un conjunto vacío. A partir del reconocimiento del signo como una unidad en el que uno de sus elementos constitutivos puede concebirse reducido a cero se alcanza el tercer paso de la meditación: la capacidad para situarse en el límite de la expresión literaria, o mejor ya, poética. Solo desde el extremo la indagación sobre la poesía  puede precisar su naturaleza y descubrir los matices de su especificidad.
    La intención de este proemio es solo presentar un libro cuya lectura me ha encandilado: El pensamiento del poema (Mula Plateada, Kriller 71 ed. Barcelona, 2020) del poeta y ensayista peruano Mario Montalbetti (1953). Planteado como un comentario de las ideas sobre poética del filósofo francés Alain Badiou (1937), el libro las remonta, con extrema lucidez, hacia la esencia del poema y su protagonismo en los límites del lenguaje. Mientras los que vociferan en el foro literario apuestan por lo temático y por lo sociológico como valores exclusivos de su mercado, quienes apenas murmuran en pequeños corros, en un rincón de la plaza, empiezan a comprender el carácter fundacional que tiene lo incomprensible —Montalbetti analiza diversas estrategias para sustraer sentido al signo— en la escritura poética.

2, jueves. Abril. Atasco en el presente o «Encerrados con un solo juguete»



La vida enclaustrada ofrece a los legos en el cenobio vertientes filosóficas que solo se aprecian con la experiencia. Quiero decir: que convierte en práctica algunas ideas teóricas. La perseverancia del mismo lugar como el exclusivo de la vivencia desdibuja el pasado, por el mero hecho de que el pasado estaba construido con reglas diferentes, acaso opuestas, a las actuales. También difumina la idea de futuro que se tenga, ante la incertidumbre que rodea el hecho de que la situación actual posea un final solvente. Sin reconocimiento del pasado y sin certeza del futuro, la existencia se restringe al presente, el más escurridizo de los tiempos. El que «en un punto se es ido / y acabado» ahora insiste, persiste, se inmoviliza —«Amontono lo gastado, no dejo de fabricarlo y de precipitar en él al presente» escribe E.M.Cioran como si fuera un comentarista de Jorge Manrique—. Ni se convierte en pasado, pues sus condiciones existenciales se perpetúan con la excepción que convierte el presente en el mismo presente que era; ni hay horizonte visible de que a continuación pueda aparecer, para desbancarlo, el futuro. Insólita circunstancia, porque, como observa Pascal, «Jamás nos atenemos al tiempo presente».
   Este presente estirado, por encierro en su propia excepcionalidad y sin poder abandonarla, prende en el lugar también de modo diferente. El lugar es la única condición que permite existir al presente. Pasado y futuro carecen de lugar, poseen memoria o proyecto, pero no una concreción locativa. El lugar es, en exclusiva, el territorio del presente. Esta es, sin embargo, una idea teórica, claro, en una situación convencional donde el tiempo varía el lugar a su antojo. De hecho, con la velocidad de las comunicaciones, incluso astilla la vivencia del presente, que será cada uno de los estadios, cada vez menores, por donde pasa la carrera vivencial. De hecho, no es el tiempo el que corre, sino la sucesión de espacios.
     En la reclusión social, la pérdida del dinamismo espacial imprime la sensación de que el tiempo se estanque, algo del todo inverosímil. Tanto como que se acelere. Ahora el tiempo solo transcurre en un lugar, que a su vez es el único escenario del tiempo. El lugar al que remitía el presente fugaz del ser-y-al-punto-ya-no-ser ahora persiste, día tras día. Extiende la experiencia del presente, como si el presente hubiera dejado de dar paso al siguiente presente, y este a la sucesión de presentes que desvelan el futuro y ensanchan la memoria del pasado. En el confinamiento, el presente pierde su condición filosófica de volátil e inaprensible —«Inútil intentar asirme a los segundos, los segundos se escapan», escribe Cioran en La caída en el tiempo—, porque el lugar lo ha fijado. Ha convertido en reo al tiempo. David —el espacio— acaba de derribar de una certera pedrada al poderoso gigante Paso del Tiempo.
    En televisión —único transmisor de imágenes de la realidad en la vida cenobita— veo el ingenioso modo de entrenar de una nadadora olímpica en la época de las piscinas clausuradas. Se coloca un arnés cuyo correaje la fija a un poste junto a una piscina infantil, inflable, no mayor de dos metros de diámetro, dentro de la cual, con sublime estilo, nada largas distancias sujeto el cuerpo al palo inamovible. No he visto mejor metáfora del confinamiento: nadamos en la piscina del tiempo sin conseguir avanzar ni un milímetro. El presente, que —escribe Pascal— «nunca es nuestro fin», ahora carece de fin. El presente extraño.