26, domingo. Abril. Pensamientos de quien friega platos



El programa deportivo de la radio ocupa su horario, aunque no haya deportes cuya eventualidad seguir, y como tampoco existen barras de bar divagadoras, sustituye aquella actividad por esta. Aparece en antena el intelectual del equipo de colaboradores, un tipo al que le formulan preguntas sin parar que oracularmente responde. Empieza su sección leyendo un texto acorde con su ingenio. Una redacción que imagina cómo sería un mundo de mascarillas perpetuas. Dice, por ejemplo, que se arruinarían los distribuidores de bótox para labios. Y otras ironías por el estilo. Una pieza por donde no asoma ni una simple idea, pero con innumerables hipérboles, que ya fueron, en otra época, el sustituto de las ideas. Tras la exposición del sabio del equipo, el resto ha lanzado —es un programa deportivo— vítores de alegría por lo escuchado. Gritos y exclamaciones, primero, claro, pero cuando han querido verbalizar el elogio, inmediatamente han estado todos de acuerdo en repetirle: «Tienes que recoger esas cosas en un libro».
    En ese instante me he quedado con la sartén en una mano y la esponja enjabonada en la otra sin saber cómo volver a reunirlas en la entretenida tarea que se suele denominar fregar los cacharros. ¿Un libro? Aquí hay muchos matices implicados. Primero, qué escaso valor le otorga la época al presente. La difusión del texto, ante la audiencia —la que sea— y el éxito expresado en el momento —función única de un programa de radio— resultan, al parecer, insuficientes. Posiblemente hayan escuchado el texto miles de personas frente a los cientos que lean cualquier libro que se publique. Sin embargo, qué insignificante parece el presente si no se proyecta en una hipotética permanencia, la que, a modo de tópico, le otorga la mención al libro.
   Segundo, si los colaboradores son especialistas en el laberíntico mundo del deporte, es difícil pensar que les quede tiempo de dedicación a la lectura de libros. Por otra parte, quien los dirige no pierde la ocasión de subrayar su idiosincrasia con un sonoro «coño» que resuena en mitad de las ondas, lo que tampoco le sitúa en ámbitos letrados. ¿Por qué, entonces, aclamar un libro que, seguramente, tampoco van a leer? ¿O será que quieren endosar a los demás, a los lectores, el espurio fruto del ingenio periodístico del momento? No acabo de comprenderlo.
     O tal vez sí lo entienda, pero prefiera no decírmelo. El libro, que ha perdido todas las batallas en el presente, sigue arrasando en las del futuro. Mejor, en las del futuro idealizado, sin pie en la realidad. El mundo tecnológico audiovisual ha disparado las opciones de presente en las personas, pero el ser humano, desde que le fue tan bien quedarse quieto en el neolítico, mantiene el instinto de guardar. Del almacén, de la bodega, del cillero (término de donde procede, por cierto, mi apellido). También, de la biblioteca. Todas las míticas bibliotecas del pasado, algunas creadas con el propósito tan actual de reunir el conocimiento universal —como la de Alejandría o la de Pérgamo; la Palatina, la Octaviana, la Ulpia, en Roma; la Cesarea, en Palestina; las bizantinas, la de Bagdag, la del Cairo o la omeya de Córdoba; o las de los innumerables monasterios benedictinos—, la mayoría con una dimensión que aún sorprende, antes o después, todas sin excepción fueron destruidas concienzudamente. Sin embargo, el mito de la conservación de la escritura sigue indemne. Tanto cuando desaparecían los pergaminos bajo el fuego, como ahora cuando desaparece de la pantalla, arrastrado por otra pantalla, todo lo que durante un instante ha despertado interés.
     El de los libros es un privilegio inútil. Cuando a alguien le ocurre algo insólito, se le sigue aconsejando que escriba un libro, aunque lo que normalmente hace es colgarlo en su canal de Youtube o en su página de Instagram. Los libros están sobrevalorados por quienes no los leen. Pero la cada vez más pequeña comunidad de lectores sabe que los libros no se escriben para perpetuar los acontecimientos importantes, sino solo para no olvidar lo nimio.