20 de octubre, viernes. Jardín de aforismos: arriate



Recuérdame lo que pensé entonces de la atmósfera, le dice el canto rodado a la ola que acaba de abandonarlo en la playa, ojalá supiera echar de menos.

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La oscuridad de la noche es incomprensible hasta que la rompen las primeras luces del día. Sin ese sinsentido, desconocería sus límites el sentido.

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Solo disponían de una copa. Compartirla era un acto hermoso, pero impedía brindar. Es todo lo que sacaron en claro.

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De conversación con los guijarros, las botas me llevaban más alegres hasta la estación. Desde que asfaltaron el camino solo oigo leves gemidos apesadumbrados.

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En un abrazo las manos, de repente, se sienten castigadas de cara a la pared.

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Lo que florece los brotes, reverdece la hierba y canta en las fuentes de los parques urbanos es la necesidad de recuerdos.

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Dentro del cubo donde lo lanza, el pez recién atrapado salta y se retuerce encarándose a su destino. Sentado sobre la lona de una silla de tijera el pescador de caña no consigue comprender el mensaje.

11 de octubre, miércoles. Fábula del Parque del Laberinto


«Parque del Laberinto» (fragmento). José Manuel Benítez Ariza

Nunca nos hicimos una foto, tal vez por eso ahora puedo evocar con tanta precisión gestos y conversaciones de la época. Aquello que las imágenes fijas desprecian. No hacerse fotos parecía lo normal entonces. La cámara, el carrete, la funda eran objetos vinculados a los viajes. O a las fiestas, que bien pensado es otra forma de vivir lo excepcional, ya no en el espacio, sino en el tiempo. Quizá por esta razón recuerdo los detalles antes que los rostros, y de mí obtengo un protagonismo más difuso. Frente a una fotografía donde aparece quien la observa el diálogo suele entablarse con uno mismo, si ha cambiado o si sigue siendo el mismo. Ese misterio del devenir. Y los demás se convierten en paisaje. La memoria, sin embargo, no opera como la fotografía, sino como el objetivo de la cámara: mira, pero es incapaz de verse, salvo frente a un espejo, que es la desviación de Narciso, pero no la mía ahora. No tengo delante ninguna instantánea que muestre lo que digo, solo una luz tenue, diluida y oxidada por los años.

         Aquel primer día de curso éramos tres alumnos en un pasillo tratando de descifrar el enigma de un horario. Después de una educación completa solo con compañeros varones en el aula, el colegio admitía en COU grupos mixtos, y, de repente, de las chicas que admirábamos desde lejos cuando salían de la escuela de las monjas, ahora dos estaban a mi lado, en el piso más alto, el de los mayores, donde tampoco nos dejaban pasar antes. Los tres alumnos éramos dos chicas nuevas en la institución y yo, que había ido escalando niveles en el edificio como quien ve pasar paradas del tranvía donde nunca se va a bajar. Y sin tenerlo previsto se encuentra al final del trayecto. Los tres compartíamos un mismo hueco en el tablero de ajedrez del horario escolar que acababan de entregarnos. Éramos los de griego y aquella hora resultó que la teníamos en blanco. Luego, otro día, deberíamos quedarnos una hora más, pero los lunes, de repente, la libertad. Que no era un mero hueco en el horario, sino el hecho de que, por ser mayores, nos dejaran salir y entrar sin ningún control. Un día de septiembre, caluroso, ¿quién se quedaba ahí, en el pasillo?

         Bastaba cruzar la carretera, con un carril en cada sentido, y seguir un sendero para entrar en el parque. Estábamos a las afueras de la ciudad. En plena ladera de la montaña. Aquella había sido una antigua finca de recreo decimonónica, con un laberinto en el centro y algunas construcciones neoclásicas con revoques desconchados y sed de pintura. Bajo la umbría de unos pinos, ni sé cómo llegamos, los tres solos. Y el hielo por romper. Pensé que me tocaba a mí empuñar el piolet, pero de golpe sentí que la superficie helada del desconocimiento se hundía, con los tres encima, sobre las cálidas aguas de la charla más animada. Me había enamorado algunas veces. De una amiga de mi prima que la acompañaba a las celebraciones familiares. De una muchacha que iba con sus padres al mismo campo con asadores de piedra, explanadas para jugar a pelota y mesas de madera donde acudían los míos a pasar los domingos. De la hija del maestro en el pueblo donde pasábamos las vacaciones. En fin, un largo historial de deslumbramientos y ninguna novia.

         Mis dos nuevas compañeras, de súbito, eran reales. Y los lunes, el día de la semana más esperado por mí. Los tres salíamos de clase de lengua, dejábamos el macuto en el aula, y cruzábamos la carretera atropellándonos las voces. Lo que daría por recordar sus nombres ahora. Es cierto que puedo inventarlos, pero me da pereza. Una de mis compañeras tenía un apodo, ese sí que lo sé, pero prefiero olvidarlo. La otra estudiaba piano y una vez tocó frente a mí las notas del «Para Elisa», que desde entonces es mi pieza musical favorita, y no me cuesta nada evocarla como Elisa, aunque no fuera su nombre. Las dos eran opuestas en todo. Una vestía con ropas varias tallas por debajo de la suya, la otra con las mismas tallas desajustadas, pero por encima. Una era ya una mujer de mundo que rebosaba personalidad; la otra, una muchacha temerosa y desconcertada. Una no callaba, a la otra le costaba hablar. Una se pintaba las uñas y los labios, la otra siempre llevaba el pelo recogido en una trenza. Eran tan diferentes que nunca en otro contexto se hubieran encontrado en conversaciones tan íntimas como las que manteníamos cada semana.

         Durante muchos meses dudé de cuál de las dos enamorarme. Eso lo recuerdo bien. Antes que una duda era, para mí, una encrucijada. Qué camino seguir, el mundano o el místico. Se divertían las dos conmigo, eso seguro, pero no vi en ninguna un interés especial por mí. Eso relajó mi elección. Enamorarse era, en aquella adolescencia del final de la dictadura que viví, una suerte de vicio solitario. La duda se fue extendiendo por los meses del curso. ¿Cuál de las dos merecía mi encandilamiento secreto? El dilema me resultaba indisoluble. Es más, empecé a encontrarle encanto a esta dificultad. Unos días me enamoraba de una, y para ello necesitaba pensarme a mí mismo como el piloto de la motocicleta que jamás tendría, con el casco en la mano izquierda y el cigarrillo, que nunca había fumado, en la derecha. Otros días me imaginaba aún más tímido de lo que siempre he sido, torpe y apocado, pero con un cazamariposas en la mano.

         El curso es una extensa línea de tranvía que, en cierto punto, sin que nadie lo sospeche, no se vuelve a detenerse en ninguna parada prevista, ya empeñado solo en llegar al final. El último mes, aún con clases, el agujero negro de nuestros lunes desapareció como por arte de magia. Mi compañera mundana se echó un novio en ciencias al que no le importaba hacer campana en la hora de nuestro hueco. Y la melancólica prefirió ensayar a aquella hora en el piano del teatro la pieza que quería tocar en el ya inminente festival de fin de curso. Me fui el primer lunes de mi súbita soledad al parque y vagué por el interior del laberinto como si no supiera de memoria el camino certero de salida. Como si fuera posible aún perderse entre los setos y no volver a salir nunca a la realidad. 

[Cuaderno de ficciones, página 11]

CARTAS AL s XX | 3 de octubre de 1915, domingo. Aria aciaga


Añorada Geraldine, recibí tu carta hoy hace una semana. Me la entregaron en mitad de la marcha hacia la posición que ahora ocupamos, mientras nos avituallaban en un pueblo de montaña para que nos alimentáramos más tarde, de camino. El cartero militar la llevaba atada con una cuerda, junto a las destinadas a mi regimiento, y envuelta en un paño raído y pringado de barro. La de días que la llevaría a lomos de la mula con la que se desplaza por las líneas del frente. Pensé de inmediato en el frío y en la humedad que habrá padecido tu caligrafía hasta alcanzar el calor de mis manos. Pero lo importante es que llegara. Ni siquiera la pude abrir allí mismo, ni tampoco hice nada por intentarlo. Preferí guardarla en el pequeño macuto que llevo siempre cruzado sobre el pecho y seguí la ruta. A veces, en los días densamente nublados, se abre un mínimo agujero entre nubarrones y se cuela un único rayo de sol que ilumina solo un pedacito de paisaje: unas matas, un árbol, un ruiseñor en la rama y el charco que lo refleja. Eso exactamente es tu carta. 

         Me pides que te cuente aventuras de la guerra, pero a mí solo me apetece oírte hablar de música, de conciertos, de piezas que has empezado a ensayar. Pero no me cuentas nada. Cómo me gustaría que me explicaras qué se sabe de Debussy, ¿cómo anda de salud y de ánimo? ¿Has conseguido escuchar «En blanc et noir»? Lo que daría por oír los detalles de tus impresiones. ¿Conseguiste asistir al estreno del «Trío en la menor», de Ravel? Son obras con las que sueño. Las imagino atravesadas por el genio y por el lamento. Las reconstruyo con las notas que desconozco y suenan en mi cabeza con una melodía enteramente inventada, pero algo me dice dentro que en verdad son las obras que nunca he oído las que oigo. Algún día debería anotarla en mi cuaderno directamente desde la ensoñación, hace tanto que no veo un piano que ya solo suena mi memoria.  Y los disparos de fusil y las ráfagas de las ametralladoras y las granadas de mano y los obuses lanzados por enormes piezas de artillería. La cacofonía de la guerra.

         Pero me pides que te hable de ella, como si al marido sorprendido en un amor ilícito la esposa le rogara saber cosas íntimas sobre la amante casual, y a mí no me queda más remedio que, amedrentado por la infidelidad de no estar ahí contigo, relatártelas. Verás. Te voy a definir la guerra en la brizna de hierba de un episodio. Anteayer estuvo lloviendo todo el día. En la trinchera corría a su antojo un palmo de agua y de una parte a otra se caminaba chapoteando. Por más que amontonaran sacos en el alféizar de las salas y de los cuartos, al haber sido excavados por debajo del nivel del corredor, también estaban encharcados. Al anochecer, los que acababan la guardia se pegaban a las paredes y allí se quedaban adormilados, en pie, como sonámbulos. Algún listillo se subía a la boca menguada de un tonel de municiones y dormía encogido como un estilita. Cuando oí mi nombre en la boca del cabo para las patrullas de vigilancia nocturna respiré con alivio. Al menos tendría entretenimiento para las largas horas de la húmeda vigilia. En la batalla se aprende que no es más peligrosa la noche que el día. Al contrario. La noche encubre. A otro y a mí, el teniente nos envió al extremo oriental, al pie de las posiciones enemigas, para que controláramos una parte de la alambrada que había sido reventada por su artillería. La noche estaba húmeda, pero tranquila. La tormenta había pasado. Era como haber salido el último de un baile, cuando ya solo quedan por el suelo envoltorios de caramelos y cigarros a medio consumir.

         Nos acercamos al lugar a donde debíamos apostarnos bajo el amparo de unos nubarrones densos que pintaban la noche con oscuridades absolutas. Por el impacto de un obús, dos postes habían saltado por los aires y los alambres dibujaban un cuadro al gusto de los futuristas. En el silencio de la noche nos llegó, enredada en la brisa, que la sentíamos de cara, el rumor lejano de una conversación. En alemán. El enemigo también parecía tranquilo, voces sosegadas, discursivas. Un hombre que le confiesa sus temores y aprensiones a su compañero de armas. Un clásico de las guardias nocturnas. Así pasaba el tiempo. Nosotros dos, al acecho, en silencio. Me entretenía tratando de convertir en notas la brusca melodía de la lengua alemana que me llegaba a los oídos. No comprendía las palabras, en absoluto, pero de repente sí sabía lo que estaban diciendo: «Ya no serás mi hija jamás». Uno de los dos alemanes, con voz impostada a propósito de soprano, se había puesto a tararear el aria de la Reina de la Noche, de Mozart, que alguna vez te había oído cantar a ti, con sus caracoleos vocales, o quizá su cacaraqueo cósmico, no sé bien cómo decirlo. Me daban ganas de salir del matorral tras el que lo escuchaba y correr a sumarme al coro. Y abrazar al alemán y a brindar con él por Mozart.

         Pero lo que ocurrió a continuación se despeñó delante demasiado rápido como para comprender sus consecuencias. De repente, sin que lo hubiéramos previsto, al nubarrón le pareció oportuno largarse a otra parte, y dejó luciendo, en mitad del cielo, una extraordinaria luna llena que fue igual que cruzar por delante del Moulin Rouge una noche de sábado. Los dos alemanes estaba mucho más cerca de lo que habíamos creído. Apenas a un tiro de piedra. Apoyados en sendos fusiles, uno cantaba y el otro fumaba, ambos distraídos. Nosotros estábamos un poco menos cómodos, pero igualmente relajados. Nos vimos, de golpe, unos a otros, cara a cara. El pavor se impuso en los movimientos. Ellos trataron de montar sus armas. Nosotros las manteníamos montadas. Nadie nos había disparado. Ni siquiera les dio tiempo a levantarnos la voz. Tampoco teníamos previsto hacer lo que hicimos. Fue un acto reflejo. Como quien se sienta a un piano y sin pensarlo teclea las notas del «Para Elisa». Estaban tan cerca que solo se libraría quien disparara antes. Y disparamos nosotros. La conversación que interrumpieron las balas era amable y cálida, musical incluso, pero intempestiva en un tiempo de guerra. Podríamos haber sido nosotros los que charláramos, o tal vez cantáramos, de haber llegado al puesto antes que ellos. Uno lanzó un breve aullido, el otro cayó al suelo con el cigarrillo aún en la boca, iluminándole la mueca del final.

         Me había prometido no contártelo. Hablarte solo de música, de arte, de proyectos para cuando este absurdo acabe. Pero lo dejo para la próxima carta. Un beso. Tuyo, Eugène.