31, jueves. Diciembre. La última práctica del epigrama, y 33

No suelen mencionar los poetas, en los versos, el género que no utilizan. Pero siempre hay excepciones. José Gorostiza, en ese genial poema que es «Muerte sin fin» (1939), tiene un endecasílabo memorable que he guardado para el último epigrama, como cita global del libro: «Epigrama de espuma que se espiga». No veo que pueda existir una definición más exacta. El epigrama es, evidentemente, espuma. La ocasiona el oleaje, y la calma del viento la hace desaparecer. Y también, qué observación tan certera, su expresión siempre «se espiga», demasiado crecida para proporcionar gozos poéticos. Espigada, cualquier planta se convierte en maleza.

28, lunes. Diciembre. LA SIESTA DE UN FAUNO. Cuaderno de notas

1. En 1876 Stéphane Mallarmé (1842-1898) publica en una carpeta, con lujosa edición de Alphonse Derenne y acompañado por unos dibujos de Manet, el poema «L'Apres-midi d'un faune», subtitulado «Églogue». Una égloga es una composición, por lo general extensa y dramatizada, de la vida amorosa encarnada en idealizados pastores, más preocupados por la filosofía platónica que por las ovejas. En la égloga de Mallarmé, «La siesta del fauno», el personaje principal es una proyección del dios de los pastores, Fauno, figura controvertida que prefería a su labor de proteger rebaños la obsesión por cortejar ninfas.

2. Mallarmé empezó a escribir su poema mucho antes de que entregara a la imprenta la versión definitiva. Como resulta frecuente en los poemas de su primera época, una profusión decorativa, casi de estirpe decadente, oculta —como los nenúfares en el estanque convierten en invisible el movimiento de las carpas— una honda, diáfana y estremecedora meditación. «L'Apres-midi d'un faune» reflexiona sobre la evanescencia de todos los actos que fueron de vida y han acabado suplantados por su reescritura en la memoria. La serie de poemas en prosa que he publicado durante los meses de noviembre y diciembre, en El Visir de Abisinia, concreta aquella raíz mallarmeliana en otro decorado, el que ha tejido mi escritura para los pasos de aquella oculta reflexión a partir de algunas palabras elegidas no por sí mismas, sino porque su aparición en el poema de Mallarmé marca las inflexiones de un oleaje significativo.

3. En la cubierta de la edición príncipe de «L'Apres-midi d'un faune», tras el título, el subtítulo («Églogve») y el nombre del autor, debajo de este, en cursiva y compuesto en tipo menor, se lee una curiosa mención: «avec frontispice, fleurons & cul-de-lampe». Mallarmé fue un apasionado de las artes gráficas (no será extraño que, cuando decida innovar radicalmente la poesía, empiece por la tipografía). En la cubierta de su poema ofrece una breve lección de composición gráfica. El libro tiene frontispicio, «florones» (o ilustraciones al inicio del poema) y «remate» (o viñeta al final del poema). Es decir, está perfecta y rigurosamente ilustrado. Los dibujos, no especialmente esmerados (por cierto), son de Manet. Mallarmé no incluye el nombre de Manet en la cubierta, en su lugar prefiere los términos de las artes gráficas. Los poemas que he escrito a la sombra del fauno se publican (sin papel ni tinta) solo con «florones».  Cumple esta función una serie de fotos que presenta, en cada instantánea, un entramado que oculta algo que al mismo tiempo permite que se vea fragmentado o a lo lejos. Como en la memoria la realidad, o como en los poemas de Mallarmé sus ideas.

4. En la página 13 de la edición príncipe, Mallarmé dedica su poema: «Ofrezco a tres amigos, cuyos nombres son Cladel, Dierx y Mendès, este breve poema (que les gustó) les añade un poco de alivio; pero es justo que mi querido Editor aproveche el raro público de los aficionados: la ilustración hecha por Manet lo ordena». Es la única vez que se nombra al pintor en la edición. La frase es ambigua. Lo que da a entender es que el editor incluye las ilustraciones de Manet para vender más ejemplares, pero para él el poema ya ha cumplido sus expectativas al gustar a quienes tenía que hacerlo, sus tres amigos. No coincide con lo que piensan los escritores contemporáneos, ni siquiera los de estirpe mallarmeliana, más preocupados (como Manet «ordena») por vender que por «aliviar». Pero a mí la idea me atrae tanto como el poema: en la lectura la cantidad es una dimensión prescindible.

5. De la edición príncipe de «L'Apres-midi d'un faune» existen, según consta en el colofón, «195 ejemplares, de los cuales 20 en papel Japón», o washi. Se imprimieron en el taller de Alphonse Derenne, y el precio que consigna una etiqueta pegada sobre la contracubierta es de 15 francos. Una cantidad que en 1876 resulta considerable. Si se atiende al valor en oro de la moneda, su equivalente actual serían unos 200 euros. Aunque en aquella época la moneda francesa padecía un proceso acelerado de devaluación que concluiría ochenta años más tarde en un valor residual. En la actualidad, un ejemplar de la edición siguiente del poema, publicada por Stéphane Mallarmé nueve años más tarde, se vende a 1.000 euros, muy por encima del valor que pudo tener como objeto en su momento. Todos estos aspectos a Mallarmé no le preocupaban demasiado. Sin embargo, como diría Anne Carson, tienen su interés. ¿Qué valor de mercado posee el poema que escribo a la sombra del que se imprimió en papel japonés? Cero. Nada. Cuando se publican los poemas en internet, el precio de origen es cero, y cualquier número multiplicado por cero, siempre será cero. No es un pensamiento optimista, pero sirve para entender lo que está ocurriendo con la cultura en la época. Su índice se aproxima al cero como indicador de valor de futuro. Por otra parte, quizá haya una ventaja escondida para la poesía. Como en sus orígenes (en sus múltiples renacimientos), de nuevo es gratuita. Si ningún valor. O solo, como diría Carson, el de ser una gracia. Que es posiblemente también como la entendía Mallarmé.

6. Cuando preparaba la edición de «La siesta de un fauno», en 1875, Mallarmé, en carta a un amigo, escribe una frase que es un manifiesto: «el editor, en la mayor parte de los casos, no es más que un animal (une brute)». Una década más tarde, cuando negocia con el editor Léon Vanier una nueva edición del poema lo único que le preocupa, en las cartas que le envía, son los aspectos tipográficos. Los discute hasta la acritud. En la célebre divagación «En cuanto al libro», publicada en la Revue blanche (1889-1903), Mallamé dejó explícita esta poética: «El libro, expansión total de la letra, debe tomar de ella, directamente, movilidad y espacioso, por correspondencia, instituir un juego, a saber cuál, que confirme la ficción». O dicho de otra manera, la cualidad literaria de lo escrito depende directamente del juego que sea capaz de establecer la tipografía. En una época en la que la mayor parte de los textos que se pueden leer ya no se imprime en papel, sino que aparece por pantalla, y una buena parte de estos son, además, de autoedición tipográfica, la idea mallarmeliana resulta esencial. El poema empieza a significar desde su ideación tipográfica, algo que en algunas páginas informáticas resulta imposible, pues ni siquiera permiten al autor poner una cursiva y mucho menos elegir un tipo; es decir, el juego del significado no lo inicia quien escribe, sino la aplicación. A la que no se le pueden, por cierto, enviar cartas.

7. Henri Mondor, que ha analizado la génesis de «Après-midi d’un faune», rastrea los primeros bocetos del tema mallarmeliano en 1860, cuando el autor a los dieciocho años aún se encontraba estudiando —con resultados poco brillantes, al parecer—. El primer borrador, cinco años más tarde, ostenta un título dubitativo, o «El Intermedio de un Fauno» o «El Fauno, Intermedio heroico». En la misma época lo adapta como pieza teatral, y lo propone para una representación con un título apropiado para el género: «Monólogo de un Fauno». La propuesta de representación no fue aceptada. El mismo Mallarmé, en carta de la época, anota las razones: «pese a que mi Fauno le gustó infinitamente, no encontró en él la trama necesaria que exige el público, y me dijo que era algo que solo interesaba a los poetas». Diez años después del fracaso teatral, en 1875, envía un manuscrito reelaborado a la revista Parnasse Contemporain, con un nuevo título: «La Improvisación de un Fauno». También es rechazado. Un año más tarde aparece la edición príncipe, cuatro títulos después, ya con el definitivo. Tras esta, el poema aún conocerá cinco ediciones en vida de Mallarmé (dos en 1885, en 1887, una pirata en 1888 y la última en 1893). Un poema que acompañó a su autor durante cuarenta años, y al que denominaba, familiarmente, «le Faune, mon Faune» (el Fauno, mi Fauno).

8. Ha sido ampliamente celebrada la convicción mallarmeliana de que «La Poesía, próxima a la idea, es Música, por excelencia», pero tal vez tenga más interés su meditación sobre la métrica, en el ensayo que titula precisamente «Crisis de verso». El elemento que en la época empieza a resquebrajarse en el verso es la métrica. Entonces Mallarmé se mostró partidario con una razón convincente: «una regularidad se mantendrá porque el acto poético consiste en comprender de súbito que una idea se fracciona en un número de motivos de igual valor así como en agruparlos». El razonamiento es perfecto: solo existe «acto poético» cuando conviven pensamiento y sílabas, es decir, melodía. Tampoco es despreciable el argumento con el que desautoriza a los defensores de una métrica libre: «de esta liberación a suponer aún o, en serio, que todo individuo aporta una prosodia, nueva, al intervenir con su aliento… la broma cae por su peso o inspira el tinglado de los prologuistas». «Après-midi d’un faune» es, por otra parte, un tratado de métrica clásica con una prosodia «nueva», inédita. Mi serie a la sombra elige la sombra de la métrica, el poema en prosa de cien palabras.

9. La estela de «L'Apres-midi d'un faune» no solo fue densa en ediciones. En diciembre de 1894, Claude Debussy (1862-1918) estrena una pieza que va a resultar esencial en la historia de la música, el «Preludio a la siesta de un fauno», obra sinfónica que supone la consolidación del impresionismo en la tradición musical, un gesto de afirmación propia frente a al vendaval germánico de la música wagneriana. La pieza es de una sensualidad y brillo sonoros extraordinarios, realmente, pero lo asombroso es la capacidad que tuvo de rodearse de genialidad. Vaslav Nijinski (1889-1950) creó para el «Preludio» la coreografía de su ballet más célebre, que se estrena en París en 1912 con escenografía e insólito vestuario del pintor y diseñador ruso Léon Bakst (1866-1924). Y el fotógrafo Adolph de Meyer (1868-1946) publicó en 1914 un espléndido álbum con treinta fotografías de la coreografía del Ballet Ruso que había fundado Sergei Diaghilev (1872-1929). Y Picasso, tan atento a todo cuanto en  el tránsito del XIX al XX anunciaba una nueva sensibilidad, usó la imagen de Fauno flautista para diversas obras con aires de autorretrato.

10. En «Crisis de verso» (cito la traducción de Jaime Moreno Villarreal, publicada en México D.F. en 1993) Mallarmé deja explícita su poética: «Para qué la maravilla de trasponer un hecho del natural en su casi desaparición vibratoria según el juego de la palabra, entretanto; si no es para de él emane, sin la incomodidad de una próxima o concreta referencia, la noción pura». ¿Para qué escribir si no se alcanza con la escritura la pureza? No es, sin embargo, esta la idea más interesante de la poética mallarmeliana, sino su definición implícita de escritura: la extraña pretensión, contra la naturaleza efímera de la vida, de fijarla mediante palabras. De eso, exactamente, trata «La siesta de un fauno».  La serie escrita bajo su sombra se puede leer completa aquí.





21, lunes. Diciembre. Solsticio. Práctica del epigrama 32

Un viejo con barba blanca lo llama Rilke en un soneto. Fue el maestro de la Primavera. Cuando estudiaba, en sus clases aprendió lo que es el azul y lo que es el verde. Lo que el maestro le enseñaba y ella grababa en las raíces y en las ramas para, un día, saber cantarlo. Es lo que dicen los versos de Rilke. Hoy, solsticio, es el primer día de colegio. La niña se sienta frente a la mesa del maestro de barba blanca. Aún grisácea, quizá. Un maestro duro. Así empieza el curso escolar del ciclo de la vida.

16, miércoles. Diciembre. Yo leo, tú lees, él lee


Si alguien, en una ocasión difícil de que se produzca, me propusiera una reflexión sobre la lectura, la empezaría citando el fragmento de una novela de Botho Strauß que se titula La dedicatoria (1977): «A menudo me ha sorprendido descubrir cuántos libros, de los que considero importantes, ocupaban la biblioteca de un personaje —a mi juicio— inane». La virtud de una observación de este tipo es que carece de detractores. Cualquier lector de la cita puede conjeturar que también él lo había pensado. La razón es sencilla: si uno divide la sociedad en inteligentes e inanes, los insignificantes siempre constituyen el equipo contrario. A esto es a lo que se suele denominar comunicación literaria, cuando quien escribe y quien lee militan en admiraciones («libros importantes») —cuanto más genéricas, mejor— y en rechazos («inane») —cuanto más irónicos, mejor—. Este mismo mes lo ha recordado Guillermo Carnero en las páginas de El Ciervo dedicadas a la poesía (nº 784), género que define como «un acto de intensidad a través del lenguaje, es decir, mediante signos cuya misión es la comunicación». Cuando Carnero era estudiante los poetas debatían si la poesía era conocimiento o era comunicación, ahora que es profesor emérito compruebo que ha zanjado el debate.

Pero el fragmento de Botho Strauß continúa: «Me decía: estos impresionantes libros no han influido en este hombre o al menos no tanto que se le note su lectura». Esta es la almendra de la meditación, lo del «personaje inane» no era más que la cáscara. Y lo esencial es que cualquier afirmación sobre la lectura produce («me decía») una duda. O los libros no han influido o no se nota. Una duda, sin embargo, que está mal formulada. Porque da por hecho que la lectura tiene un valor objetivo (el que influye y se nota), extensible a cualquier persona, incluidos los «inanes», quienes, por cierto, si son capaces de que «no se les note» tampoco parecen tan fútiles. Es decir, que la lectura de un libro importante produce un efecto importante. A partir de este principio, Botho Strauß —o el protagonista de La dedicatoria— duda. Porque resulta una contradicción que un ser baladí acceda al contenido que proporciona una lectura «importante» y continúe siéndolo, según concuerdan al unísono todos los lectores, aunque solo sea para no ser considerados «inanes».

Es cierto también que en la comunicación existe un principio de objetividad a partir del hecho de que sea entendido por el receptor aquello que el emisor dice. Resulta una teoría adecuada para analizar el lenguaje, cuya expresión es abrumadoramente oral. Ahora bien, ¿funcionan la literatura, la filosofía, el ensayo —los «libros importantes»—  igual que la lengua oral? La comunicación oral, para que se produzca, exige una serie de elementos comunes entre emisor y receptor; el primero, la lengua. Después, otros contextuales. Conforme el mensaje sea más complejo, la simetría entre conocimientos de emisor y receptor ha de resultar más equilibrada. Son estos elementos compartidos los que aseguran la comunicación y también en los que esta se afianza para producirse. El ejemplo más claro se puede hallar en el modo de pautar la enseñanza de cualquier disciplina por parte el emisor, desde los cursos de primaria hasta los universitarios. A partir de este esquema, para que se asegure la comunicación entre autor y lector, ambos tendrán que compartir unos conocimientos similares. Es lo que ocurre con los libros no importantes (de entretenimiento, best-sellers, sugéneros…). Su éxito reside en el perfecto cumplimiento de los principios (orales) de la comunicación.

Ahora bien, cabe preguntarse si también los «libros importantes» requieren un equilibrio entre autor y lector. La respuesta es inmediata: en absoluto. Su importancia deriva del carácter innovador e inesperado, y el establecimiento de una comunicación efectiva implica, unas veces, el esfuerzo del lector; y otras, el paso del tiempo. Luis Carrillo y Sotomayor, en el Barroco, ensalzaba: «Una lengua distinta a la usual, que será difícil y oscura para aquel que no dedique el mismo cuidado en entenderla que el poeta ha puesto en crearla» (Libro de la erudición poética, 1611). Esta, la formal, es solo una de las dos caras a través de las cuales se desafía la idea de que la literatura se crea con «signos cuya misión es la comunicación». Existe otra más interesante, que es la conceptual. Cuando una comunicación superficial oculta otra profunda que a veces tarda años, décadas o siglos en ser descubierta.

         Para cualquier lector contemporáneo —situación que podría extenderse durante tres siglos— los episodios más célebres del Quijote representaban un hecho de comunicación simple y cerrado. Por ejemplo, la locura de confundir molinos con gigantes y el divertido vapuleo que la enajenación ocasiona. En él se comparte el desprecio por el «inane» y la ironía de su destino. Cuando en el tránsito del siglo XVIII al XIX los filósofos románticos alemanes leen el Quijote descubren con entusiasmo cómo sus concepciones idealistas habían sido intuidas perfectamente por Cervantes trescientos años antes. Y Hegel, al cabo de la creciente admiración cervantina (August Wilhelm Schlegel, Friedrich Schiller, Schelling), desbarata el contenido del pacto comunicativo superficial con el que era leído el Quijote y revela un nuevo significado, desapercibido hasta entonces: «Don Quijote es un alma completamente segura de sí misma y de su causa a pesar de su locura, o mejor dicho su locura consiste simplemente en esta forma de ser y permanecer tan seguro de sí mismo y de su causa» (Lecciones sobre la Estética, 1835).Los conocimientos del lector son ahora los que descubren el contenido no leído hasta entonces. Otorgando, de paso, a la lectura una dimensión que sobrepasa cualquier esquema de la teoría de la comunicación. Es más, incapacitándola para comprender cómo funciona la literatura.

         Esta ausencia de equilibrio entre autor y lector, que aleja los principios de la comunicación, es la que otorga la mayor riqueza posible a la lectura. Y en especial, a la lectura de los «libros importantes». Su ley se podría formular así: en primer término, la lectura detecta en lo leído los conocimientos del lector (no los del autor), es decir, el lector reconoce lo que su condición intelectual le permite reconocer, por ejemplo, en el Quijote la comicidad de los episodios o en Madame Bovary la sensualidad erótica. Y este hecho explica que personajes «inanes» posean en su biblioteca libros magistrales que no les han enseñado nada. Pero la lectura tiene una segunda condición: es capaz de acercar el conocimiento de partida del lector al conocimiento del autor, de modo que al acabarla el lector sea capaz de analizar situaciones que antes ni siquiera veía. Nivel en el que el Quijote y Madame Bovary se leen como indagaciones en la percepción del ser humano, de su entorno y de sí mismo. Y aún existe un tercer nivel, que es cuando el lector es capaz de extraer conocimientos no detectados en la obra leída. Como hizo Hegel. No existen dos lecturas idénticas, salvo de los libros de entretenimiento, por la sencilla razón de que no hay dos lectores iguales de «libros importantes». «Lectura» es un término que solo debería concebirse en plural.

12, sábado. Diciembre. El olvido. Práctica del epigrama 31

Paso por los Encantes. Voy a menudo. En uno de los puestos del mercado me entretengo ante un lote curioso. Reviso una serie de fotografías de principios de siglo. Están realizadas por solo dos fotógrafos de salón, uno en Mataró y otro en la ciudad. Todas enmarcadas en cartulina y con el sello comercial. Representan diferentes motivos de las mismas personas, e incluso distintas edades. Las fotos están perfectamente conservadas. Junto a ellas, veo unas cámaras de la época, muy hermosas y bien cuidadas. No sé si ambos lotes, fotografías y cámaras, pertenecieron a la misma persona, pero coinciden en la época. Por las fechas que se intuyen, el conjunto debía de pertenecer a un pariente de las personas que aparecen en las fotos o que dispararon aquellas cámaras. Alguien que lo había guardado con mimo durante años, pero ahora, también él fallecido, nadie al parecer ha reivindicado estos objetos como suyos y han acabado en la subasta. El heredero actual ya no quiere almacenar papeles y trastos de otro siglo, y habrá mandado vaciar el piso al completo. Ahora, todo a la venta en los Encantes. Son cosas que se ven aquí a menudo: fotografías, cartas, diarios personales, papeles administrativos, dibujos de aficionado. Lo que un nieto guarda, su nieto desprecia. La memoria rara vez dura más de dos generaciones.

7, lunes. Diciembre. Paseos de otoño

Uno de los mitos del arte conceptual más consolidados es aquel que repite una imagen con el mismo trazo de modo que en cada ocasión se perciba al mismo tiempo idéntica y diferente a las otras. Me gustaría llamarle tópico, en el sentido clásico de núcleo de pensamiento, pero hoy se entendería mal esta palabra. Y le denomino mito, que tiene mejor prensa, porque incluso ha llegado a la literatura y al cine (Smoke, 1995, película de Wayne Wang con guion de Paul Auster). Y de ahí a reproducirse en la vida hay solo un paso.
    Durante décadas, por motivos familiares, el primero de noviembre he visitado un mismo cementerio. Podría haberme hecho cada año un autorretrato y tendría un proyecto fotográfico, en su lugar lo único que poseo de ese mito conceptual es la memoria. Imprecisa y tramposa, sí; pero en un aspecto implacable. A la visita acudía, desde el principio, vestido con abrigo y bufanda. Alguno de estos últimos años me he visto a mí mismo en manga corta por el paseo que cada año realizo entre paredes de nichos para leer nombres.
    El otoño se desdibuja. Y cuando aparece ya es invierno. Estos días en los que cambio de golpe la ligera chaqueta de punto por el grueso abrigo, lo echo de menos. El paseo otoñal posee la cualidad singular de modificar el sonido de los pasos. El chasquido seco del calzado contra el suelo se convierte en un susurro que cruje como una conversación oculta. La dureza de la calzada se transforma en suavidades. Los pasos, en casi vuelo. En la ciudad parece una experiencia menos frecuente, aunque esta temporada el Ayuntamiento ha ahorrado en salarios y carga a los trabajadores con zonas urbanas tan amplias que no consiguen alcanzar nunca los extremos del territorio que deben limpiar. Como la ciudad está distribuida en distritos, y vivo en una de esas fronteras fantasmas, entre uno y otro, una de las aceras de mi calle suele estar siempre limpia (es donde empieza la limpieza) mientras la otra desaparece bajo un mar de hojas (aquí debería terminar la jornada, pero no siempre lo previsto se cumple) que es por donde prefiero pasear. Resulta más otoñal el paseo. Incluso he desarrollado una forma de medir cuánto tiempo ha estado la calle sin ser barrida: si veo las hojas de plátano enteras es que son fruto de un viento reciente, pero si están cuarteadas en pedazos, es que la calle lleva algún día sin servicio. Y si aparecen las hojas troceadas en pedacitos mínimos es que ha pasado una semana sin que nadie los limpiara. El caminar por la ciudad suele presentar solo alicientes triviales, pero lamento haber descuidado el hacerle una foto diaria a mi paseo. Tendría ahora un proyecto conceptual contemporáneo en lugar de una decimonónica entrada de diario.