CARTAS AL s XX | 26 de marzo de 1985, martes. Viaje fin de curso a Lisboa


Un nadador al borde de la piscina, concentrado antes de lanzarse al agua, eso me parece la Torre de Belem junto al Tajo cuando me quedo absorto contemplándola. Un nadador sobre el poyete de salida, inclinado, a punto de saltar, a la espera del disparo que desencadene el movimiento, pero quieto hasta ese instante. Inmutable. Como de piedra. Hasta que suene. Y pasan unos minutos, y después unas horas. Unos días. Años. Décadas. Siglos. Y cada momento es el anterior al inicio de la carrera. Con esa emoción se contempla la piedra blanca sobre la que el atardecer hace prácticas de acuarelista novato.

         Hemos llegado aquí tras varias jornadas de autocar. Como si en realidad fuera un peregrinaje hasta la hierba de este lugar donde nos hemos tumbado a contemplar la torre que la luz prodigiosa de esta tarde de marzo acuna. Estar en clase día y noche, sin interrupción, rodeado por los mismos compañeros e idénticos profesores, los que nos acompañan en el viaje fin de curso del Puig Castellar, está resultando menos agobiante de lo que pensaba. Cada día lo pasamos en un sitio diferente, cada noche dormimos en un hotel, o algo que se le parece, distinto. Eso me ha dado qué pensar. Igual el aburrimiento del estudio no nace de ser siempre los mismos haciendo las mismas cosas, sino del aula, de los pasillos, de las calles por las que se llega al instituto, que son como un nadador que entrase a diario en la piscina bajando la escalerilla.

         Lo he decidido ahora mismo, me quedo aquí, en la torre, ya para siempre. Con el sonido del chapoteo de la corriente del Tajo contra la piedra, con la delicadeza de los relieves y cenefas, con su aire de barco de mercancías varado en la orilla del tiempo. Hasta que no salte el nadador al cauce del río no me muevo. Que se vuelvan todos a Santa Coloma. Que me dejen solo. Por las noches saltaré la valla y me alojaré en las estancias de piedra, como un recluta del ejército manuelino. Por las mañanas ya estaré despierto cuando asome el primer turista en la taquilla.

         Nos toca entrar, oigo que nos gritan. Visita al interior del imperturbable nadador. Uno de la clase le pregunta al profe: ¿Por qué se mataban tanto para construir una simple torre de defensa? ¿Con cuatro muros y una tronera no hubiera bastado? Espere un instante, profe, que ya voy, necesito apuntar en mi diario su respuesta, que luego se me olvida: Por desarmarlos con tanta belleza. Y es verdad. Y era otra época. Y tendré que subirme al autocar luego para regresar a mi siglo. 

20 de junio, martes. Jardín de aforismos: enredadera


El perro dormita a la sombra de la tapia por cuyo borde los pájaros se exhiben, modelos en una pasarela. 

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A veces, tumbado en el prado, el cielo permanece bajo el cuerpo y la hierba es la sábana que lo cubre.

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Los aforismos son mínimas conchas en espiral que se recogen en el pedregal de la prosa para guardarlas en un tarro de vidrio.

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Las palabras cantan desde las cosas que nos rodean. La voz solista  del coro es la mirada.

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Maestras en la locuacidad del silencio, aprendo poética de las estrellas.

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Emprendo la vejez como camino de reconciliación con la muerte.

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Nubes tímidas en el cielo. Como si nos estuvieran observado detrás de los visillos. 

8 de junio, jueves. Caer hacia el lado contrario del que se cae


Ni me había dado cuenta, en la calle, mientras esperaba la hora de la cita. Solo cuando el empleado de la inmobiliaria se dispone a enseñarme el piso, y para ello alza la persiana del comedor, entonces lo veo aparecer delante congelando el tiempo, como en las películas hacen los malvados. El edificio de la antigua fábrica textil, paredes de ladrillo, grandes ventanales, tejado a dos aguas. La chimenea que se alzaba en el centro ya no está. Soy incapaz de reprimir la pregunta. «No sé bien, es un local para el barrio, centro cívico creo que lo llaman». Y añade: «No tengo ni idea de lo que hacen ahí dentro». Nos quedamos los dos mirando, en silencio, confundido yo por la súbita irrupción del pasado; intrigado él por las desconocidas actividades del presente.

Para qué voy a negar ahora que me asusté. La mayor parte de las personas opinan que cuanto ocurre repetido es una coincidencia, pero a mí siempre me ha dado por entenderlo como un símbolo. Aquel fin de tarde visité las habitaciones, la cocina, el lavabo, la galería en el patio interior, como haría cualquier cliente, pero no vi nada. Al salir ya no recordaba ni el número de cuartos ni los metros de la sala. Pero como el piso estaba libre y la mensualidad parecía correcta, me comprometí a alquilarlo. Era un barrio tranquilo. Aunque solo lo conociera de paso, no había oído nada en su contra. Con servicios. Con plazas. Parada de metro. Autobuses. Sin demasiado tráfico. Cerca, un parque. El único inconveniente era yo. No el yo que iba a ocupar el piso con sus muebles, sino el otro.

¿Regresa a mi vida el que se quedó sentado en la reunión de la que había salido huyendo? Por inverosímiles que sean no se pueden descartar los acontecimientos que aún no han ocurrido. Cada día iba a hacerme la misma pregunta si finalmente asumía aquel alquiler. ¿Volver al mismo lugar no era ya un signo? Ni sé cómo acabé siendo miembro de una célula. Amigos, inercias, compromiso político en lo más aciago del momento. Repartía propaganda. Me manifestaba. Un joven estudiante más haciendo ruido. No creo que destacara en nada. ¿Por qué me eligieron? No era algo que me preocupara en aquel momento. Sí me intrigó el secretismo con el que me llegó la cita. Lo rígido de las condiciones. Hasta tres trayectos diferentes, deambulando por la ciudad, tuve que recorrer antes de poder dirigirme a las señas que había memorizado. Yo era un pipiolo, hacía lo que le mandaban sin rechistar, pero me recuerdo incapaz de contener un inconcreto afán de protagonismo histórico.

Ahora no sabría decir si acepté todos los pasos que me condujeron a la convocatoria por obediencia o por soberbia. El caso es que me vi a la hora concertada delante de la mole de ladrillo renegrido de la vieja fábrica con idéntica sensación a la que experimenté cuando el agente inmobiliario levantó la persiana. Era un edificio, entonces, que se desmoronaba. Los cascotes poblaban los pasillos. Por los cristales astillados de las ventanas circulaban las corrientes de aire con libertad de paso. Uno de los que conocía deshojó su periódico y lo repartió por la estancia vacía y sucia donde nos íbamos a reunir. Sobre las hojas nos sentamos en el suelo. Anochecía. Todos los presentes encendieron sendos cigarrillos y la oscuridad del lugar, sin ninguna iluminación, se convirtió en un cielo estrellado. No lo dije yo, sino uno de mis compañeros. Los demás sonrieron. Tensos.

Creo que el único que no sabía a qué había ido allí era yo. Pero lo supe en cuanto empezó la reunión. Íbamos a entrar en acción. Primero, conseguir dinero. Después, actuar. Quien nos iba a dirigir, que hasta ese día no lo había visto entre los nuestros, puso algunos ejemplos de actos a nuestro alcance. Desde aquel mismo instante, dijo, enfatizando las palabras, «todos somos clandestinos». Ahí mi ser se escindió en dos como la pieza que sufre el hachazo del carnicero en su centro y cada mitad cae hacia costados opuestos. El sumiso y el soberbio, unidos por primera vez en mi vida, de un lado. Nadie, del otro. Pero fue este vacío existencial quien alzó la mano y mientras me levantaba del suelo oí que decía: «Tengo que salir a orinar». «Vaya ocurrencia en este momento», escupió hacia el suelo quien había estado hablando.

Ni me detuve a desabrocharme la bragueta, claro. Pasillo adelante. La calle. Los tres itinerarios también de regreso. Y cuando estuve seguro de que no era seguido por los míos, me dirigí a la estación central. Dormité a ratos en un banco y abandoné la que había sido mi vida hasta entonces en el primer tren de la mañana. Con los años he tenido noticias, aunque difusas y distantes, de las peripecias que no experimenté. La gloria de los atentados, la aventura de lo clandestino, la fanfarria durante el juicio, el hueco tan abigarrado de las décadas en prisión. Siempre había sentido estar viviendo dos vidas. La verdadera, que era la de mis antiguos compañeros de célula, y la inane de quien vive. En el piso que iba a alquilar, cuando se levantó la persiana, presentí que el héroe que había en mí recuperaba al fin el espacio donde lo había abandonado. Un símbolo. Recogía las pertenencias de la celda en una bolsa de deporte y escuchaba, esta vez con fruición, el engranaje mecánico que a su paso abría y cerraba las puertas de hierro que durante tantos años me habían impedido salir.

[Cuaderno de ficciones, página 8]

2 de junio, viernes. Adentrarse en el cine.


Recuerdo la primera vez que fui al cine. Me llevaron mis padres a un local de estreno en el centro, en la parte superior de las Ramblas. Luego fue un teatro y ahora es una tienda de ropa. La película que se estrenaba era Tarzán 66. Como llevaba la fecha en el título sé exactamente la edad que tenía: seis años. La impresión de aquel acontecimiento, el ir al cine, debió de ser enorme porque nunca la he olvidado, aunque no hizo mella en mis gustos, ya que nunca he disfrutado con el cine de irrealidades y aventuras fantásticas. Poco después mis abuelos vinieron a pasar una temporada con nosotros. Mi abuelo había trabajado los domingos en el cine del pueblo, y le gustaba ir. Recuerdo haberlos acompañado muchos domingos al cine Bretón. Aún se conserva el nombre en el edificio, pero el lugar es ahora, no sé, una cafetería o algo así. No recuerdo haber visto ninguna película que me hubiera gustado especialmente. Vagamente creo que me atraían los westerns. De adolescente, con mis compañeros de colegio solíamos ir al cine Spring los domingos por la tarde. Programa doble, en el que a veces repetíamos la primera de las películas. El Spring resistió algunas décadas más, ahora es un bloque de pisos. Allí vi la primera película de la que tengo consciencia de haberme impactado de verdad: El graduado. No hace mucho la encontré en un canal y volví a verla. Descubrí en la cinta las tensiones que me intrigaron entonces. Se aludía a aspectos de las relaciones que, en aquel momento, aún no había descubierto. Los días siguientes los pasé buscando en el diccionario todas aquellas palabras inquietantes cuyo significado desconocía. A la salida habíamos visto dos tipos trajeados y hoscos mirando muy raro al público que abandonaba la sala. No pudimos volver al Spring en dos o tres meses por no tener edad para las películas que echaban. Mi primer cine fue ya un drama para adultos. No sé si eso condicionó mis intereses poéticos.