20 de enero, viernes. Delicias de presente


El hecho de que me sienta ajeno al presente me sorprende un poco. Durante muchos años me ha gustado seguir todo lo que ocurría en el presente. Más que en el pasado. De hecho, el pasado era solo una escalera para acceder a lo que sucedía en el ahora. En poesía, en literatura y en arte, pero también en la sociedad y en el mundo. Desde hace un tiempo no consigo que me interese nada de lo que ocurre. Ni siquiera las novedades. Cuando me sentía atraído por cuanto pasaba, me parecían reales las pulsaciones de vida, los movimientos en un espacio concreto. Ahora veo repeticiones, falsedades, artificios. ¿Es una cosa del tiempo o es una cosa mía? No lo sé. Tampoco importa. No interesarse por el presente tiene sus ventajas: proporciona más tiempo para hacer otras cosas, evita el fastidio de las redundancias artísticas y permite estar más cerca de otro presente, el que de verdad se transforma con el tiempo, no el que siempre es el mismo con diferentes máscaras.

[Libro V, Epigrama XXIX]

16 de enero, lunes. Feliz viaje, Carrie Mae Weems


Durante el fin de semana se han clausurado las tres exposiciones que este otoño han monopolizado la contemplación fotográfica en la ciudad. Dos de las salas de referencia, el centro KBr de Mapfre y Foto Colectania, más un museo, el MACBA, se han coordinado para ofrecer tres importantes muestras de la obra de la fotógrafa norteamericana Carrie Mae Weems (1953). No resulta frecuente este impresionante despliegue expositivo, que posiblemente haya partido de una iniciativa del Museo de Arte Contemporáneo, pues la obra que se muestra coincide con la línea museística que potencia en su nueva orientación. Visité en su día, durante el mes de octubre, las tres exposiciones y en aquel momento no encontré nada que decir ante lo que fui viendo. La fotografía de Carrie Mae Weems es escénica y estática. Todos los detalles están organizados como en un decorado en el que ocurre solo lo que la literalidad de los detalles significa. Es una fotografía hierática, distante y apriorística, después de disparada la máquina, nada altera el significado de lo que se buscaba retratar. Esta cuestión hubiera resultado menos determinante si el significado de las series no se evidenciara de modo tan explícito en el recorrido. Y si este significado no fuera única y exclusivamente una reivindicación ideológica, noble en sí misma, pero contradictoria en su papel de sentido unívoco de una obra de arte. Así que opté por olvidar mis impresiones durante sendas visitas a las tres exposiciones que acaban de clausurarse.

         La existencia del párrafo anterior quiere decir que algo ha ocurrido para que haya empezado a hablar sobre lo que había decidido no hablar. Y es que, al comprobar las fechas de clausura, pienso que había dejado en mi libreta de campo algunas anotaciones escritas durante las tres visitas. Las leo ahora y no me parece un disparate anotarlas aquí como mis impresiones ante la obra fotográfica de Carrie Mae Weems.

         De hecho, no son notas, sino paradojas. Me recuerdo paseando por las salas sin acabar de entender lo que veía. Las placas mostraban, claro, algún interés, pero en su conjunto destilaban la opinión desalentada que ya he mencionado. Pero el montaje, tanto el expositivo, con la coordinación de las tres salas, como el relato ideológico que organizaba y quería dar sentido a todas las imágenes, solo me despertaban preguntas y casi ninguna respuesta. Así que acabé la ronda asediado por cuatro paradojas que daban vuelta sin resolver por mi cabeza. Son las que anoté en el cuaderno.

         La primera contradicción que me resultó insoportable es la elaboración de un discurso de crítica social expuesto ante el público elitista que paga una entrada para ver una exposición de fotografías. Es decir, la construcción de un discurso a espaldas de su público natural, que por regla general le cuesta entender las propuestas del arte contemporáneo, no suele acceder a las salas que lo muestran y, sobre todo, no se siente reflejado en sus indagaciones, ni estéticas ni de pensamiento. Es decir, me sentía ante un formidable espejismo: un relato contra la injusticia ajeno por completo a los que la padecen. ¿Una insolidaridad, tal vez?

         Una segunda paradoja surgió de inmediato anillada a la primera. Me pareció que no existía coherencia entre la propuesta uniformada del pensamiento que pretendían destilar las fotografías, que así expuestas exhalaban un discurso que no admite crítica, y su voluntad de una actitud crítica ante la sociedad. Algo no cuadra. Es como declarar el amor a alguien con un ramo de ladrillos. ¿Una incoherencia?

         La tercera paradoja que me inquietó tiene que ver con el propio medio de expresión elegido por Carrie Mae Weems. En la práctica fotográfica hay una referencia vital (a veces es biográfica, pero puede ser solo espacial, o colectiva, o comunitaria…) y es esa implicación con la vida lo que conduce al oficio de hacer fotografías. Ahora bien, la implicación ideológica, que busca la referencia al discurso antes que a la vida, es una característica de ciertos artistas reconocidos. Ahora bien, ¿por qué usar un medio abierto como es siempre la fotografía para llevar a cabo una experiencia de ensimismamiento conceptual? ¿Una extravagancia?

         La cuarta también es específica. Admiré, eso sí, el uso del blanco y negro en las fotografías. El blanco y negro, en la colorista y coloreada actualidad, lleva implícita siempre una exigencia en la contemplación, que debe descifrar lo que oculta la ausencia de colores. Ahora bien, el significado propuesto por la autora para sus obras resulta por completo ajeno al pensamiento que sugiere este pequeño esfuerzo de desentrañamiento frente a la imagen en blanco y negro. Es decir, los matices de la tonalidad que descubra la mirada, nada tienen que ver con el sentido que le aplica la autora, algo así como publicar en un periódico el crucigrama ya resuelto por su autor. ¿Un fraude? No sé. Igual hubiera sido mejor dejar enterradas las paradojas en las páginas donde las había registrado, porque, y la última paradoja es la que más me asombra, el caso es que Carrie Mae Weems me resulta enormemente simpática e incluso próxima en sus ideas. ¿Un amor imposible?   

11 de enero, miércoles. El futuro del arte según el cine


Vuelvo a ver Begin Again (2013), película escrita y dirigida por John Camey (1972). Recordaba vagamente el argumento, pero no los detalles de la cinta. Se trata de una sutil diatriba contra la industria de la música construida con brillo de melaza sobre el bizcocho de las caídas de ojos adolescentes de los dos protagonistas que empiezan de nuevo, Gretta (Keira Knightley) y Dan (Mark Ruffalo). Entre la primera vez que la vi, posiblemente cuando se estrenó, y esta ha ocurrido algo que ha cambiado mi manera de comprender la película. He leído al filósofo francés Alain Badiou (1937). Conocido por sus escritos políticos que inspiran la izquierda radical, lo que aprecio de Badiou es su pensamiento sobre cuestiones artísticas y, en especial, sobre poética. Posiblemente sea el mejor exégeta que ha tenido Stéphane Mallarmé. Son conocidas sus «15 tesis sobre el arte contemporáneo» (2000), aunque quizá más interés tenga, para el espectador de la película de John Camey, la revisión que realizó en una conferencia de febrero de 2015 titulada «El arte contemporáneo frente al siglo XXI», un vaticinio sobre el extremo del laberinto hacia el que, a su modo de ver, se encamina el arte. Y si bien todo parece muy abstracto en la formulación filosófica, Begin Again lo convierte en concreto gracias al artificio de la fábula.

          La película arranca con el abandono súbito que padece Gretta, compositora de canciones aficionada, por parte de su novio desde el instituto, repentinamente convertido en una estrella del pop. Casualmente conoce a Dan, productor no en horas bajas, sino subterráneas. Ambos inician una aventura artística a contracorriente de cualquier opinión sensata que, al cabo, contiene todos los elementos que Badiou intuye como integrantes del arte del futuro.

         Gretta, una mala intérprete de sus canciones poco articuladas, y Dan, arruinado y alcohólico, con cierta inconsciencia por ambas partes, se reúnen en un mismo propósito artístico —grabar una maqueta con las canciones de Gretta—y recurren para ello a un grupo heterogéneo de músicos (dos adolescentes que estudian en el conservatorio y tocarían cualquier cosa gratis menos Vivaldi, algún familiar, un músico callejero, otros músicos prestados del hip hop). La fábula cinematográfica se centra precisamente en este desarrollo de la inverosímil conjunción del sonido, al que Badiou atribuye mayor valor artístico que a la obra acabada: «Así, creo que el futuro del arte es la desobjetivación: la posibilidad de mostrar a la audiencia un nuevo proceso de creación, sin necesidad alguna de cerrar el proceso en forma de un objeto». Mostrar al menos un proceso diferente es la pretensión fílmica. Y lo que sucede en él es que de esa conjunción dispar emerge una creatividad que no existía en los individuos. Un pensamiento también de Badiou: «Mi idea es que progresivamente, no sé exactamente cómo, el proceso artístico se volverá un proceso colectivo». Aunque con una estructura narrativa cinematográfica (donde priman los protagonistas), no se puede afirmar que Begin Again no concrete el valor colectivo de la obra. Estas son las observaciones a la primera tesis.

         Para la segunda, Badiou intuye para el arte «una invención sin modelo alguno». Con inocencia casi adolescente, la ocurrencia de Gretta y Dan para superar su ausencia de presupuesto es grabar en la calle, con los ruidos de la ciudad como un instrumento más de las piezas. Algo que hubiera hecho reír, obviamente, a cualquier productor musical. Badiou opina, en la tercera tesis, que «la definición más importante de la especificidad de la obra de arte es ser idea en tanto material, no idea en tanto ideal». Lo que tampoco se elude en la película: la ocurrencia no es idealista, sino una concreción material en la que se implica el insólito colectivo de personas que la hace posible.

En la tesis cuatro aboga el filósofo por la «creación de nuevas artes» y, a su nivel, la heterogeneidad de los músicos y el historial de fracasos de los protagonistas apuntan, quizá no a una novedad, pero sí hacia una excepcionalidad. Una idea que comparte Badiou: «afirmar la posibilidad de algo imposible». No otro es el lema que podría lucir la película, porque también para ella es «el centro hoy de la búsqueda de una excepción», como en la poesía lo es el «crear en el lenguaje algo como una excepción de lo que el lenguaje es capaz de decir». Así la película es la recreación de una excepción que la industria musical no es capaz de comprender y menos de absorber.

Y la última y más sorprendente de las tesis de Badiou: si la obra artística es realmente crítica deberá «volverse pobre», es decir, «absolutamente sin paga, sin equivalente monetario, sin sueldo. La expresión sin paga tiene muchos significados: sin salario, sin dinero, pero puede también significar con un valor infinito». Tesis que la película parece olvidar cuando los protagonistas son gentilmente aceptados por la empresa discográfica que les había rechazado, pero una espléndida coda final, mientras los créditos de la película desfilan marcialmente sobre el negro, John Camey no olvida proporcionar a la aventura artística que acaba de filmar el valor infinito, extramuros de la finitud del mercado, que el arte, según el filósofo Badiou, debe empezar a requerir para sí mismo.

[Clarín nº 162. Oviedo. Noviembre-diciembre, 2022]

3 de enero, martes. ¿Dónde dice que está el arte?


Visito un mercadillo de artesanía. Ropa, encuadernación, marroquinería, pequeños objetos cotidianos, joyería. Venden los propios artesanos. Cuando les pregunto por las razones de alguna pieza, no me responden como lo haría un comercial de una gran superficie, objetivando las maravillas del producto, sino que me cuentan su relación personal con ella. Como si estuviera hablando con quien ha convivido con lo que veo delante. No parece que vendan nada, solo conversan sobre sus propias experiencias. En los puestos no solo admiro el diseño de un objeto, sino las decisiones estéticas de todos los que están alrededor. Hay una coherencia sorprendente. Es más, hay un estilo que bien se podría denominar personal. Venden sus obras estos artesanos porque es su medio de vida. Trabajan durante la semana y los exponen en los mercadillos de los festivos para poder mantenerse durante la semana que sigue. Su creatividad está condicionada por esta necesidad, hecho que al mismo tiempo potencia aquella convirtiendo cualquier objeto cotidiano en una pieza única, elaborada con las artes y criterios de una personalidad compleja. A eso antes se le llamaba arte. Coincide que estos días también escucho las declaraciones de la directora de un museo de arte contemporáneo de mi ciudad. No se aparte, ni un ápice, en su perorata artística, del discurso sociológico, que si el arte debe de servir para la emancipación de unas y de otros, que si el museo ha de estar al servicio de los vecinos del barrio (como si fuera un ateneo, con bingo por las tardes, pienso), que el destino del planeta depende de las actitudes artísticas. En fin, y me pregunto si las palabras «artista» y «artesano» no habrán cambiado de significado sin que me haya dado cuenta. ¿No significa ya «artista» persona que tiene la vida resuelta y «artesano» persona que dependen de sí misma? De donde se deriva que los artesanos trabajan como artistas y los artistas ya son los artesanos del presente, es decir, los que asumen los discursos sociológicos del momento y les dan cuerpo sin siquiera aportar ni un ápice de personalidad propia. 

[Libro V, Epigrama XXVIII]