El
proceso de convertirme en el lector que soy empieza con una dislocación de
muñeca. Un aprendiz de hechicero con la mano vendada. Tenía diecinueve años y
acababa de pasar el mes de julio en Lisboa, asistiendo en la Facultad de Letras
a un curso de lengua portuguesa. Ya la había elegido antes, como lengua
extranjera, en los dos cursos de Filología que había cursado, plan Suárez. De
la época anterior al desastre de mi mano izquierda recuerdo ansiedad, desorden
y con frecuencia desilusión en mi experiencia lectora. Este tercer factor
relacionado, sobre todo, con las recomendaciones académicas de un profesorado,
en general, experto en la desmotivación del alumnado. Tanto es así que dos
cursos después, cuando tuve que decidir especialidad, abandoné por completo las
asignaturas de literatura y elegí solo materias de lengua. Para entonces ya se
había curado mi muñeca y solo deseaba encarnar el lector autónomo de literatura
que había empezado a ser.
La dislocación tuvo que ver con aquella
ansiedad nunca satisfecha, claro, pero sobre todo con la rotundidad de su
expresión estética. Había acabado el curso de verano y sobre la cama en mi
cuarto de pensión, el último día, expuse los libros que había ido comprado
aquel mes de julio. Ahí estaban las cubiertas blancas de los nueve volúmenes de
poesía donde la editorial Ática había empezado a sondear el mágico baúl de
Fernando Pessoa. Más gruesos y con cubiertas animadas por colores variados, los
volúmenes con los escritos en prosa del creador de los heterónimos. Y en especial
dos libros que, a partir del siguiente septiembre, ya en casa, se convertirían
en mi biblia particular, lo que atestiguan en el presente sus fatigados lomos:
las Páginas de Estética e de Teoria e
Crítica Literárias (360 páginas, con un diseño geométrico en la cubierta de
fondo blanco y figuras rojas) y las Páginas
Íntimas e de Auto-Interpretação (450 páginas, con figuras verdes en la
capa). Y como guía de orientación en la selva pessoana, la Vida e Obra de Fernando Pessoa de João Gaspar Simões (740 páginas).
Como ya había comprobado que el volumen
de mi nueva biblioteca en lengua portuguesa no cabía en la bolsa de viaje donde
guardaba mi ropa, compré otra en el mercadillo popular de Martim Moniz. Lo
sensato hubiera sido repartir libros y ropa entre las dos bolsas, pero una vez
contemplado el lote expuesto sobre la cama, me resultó imposible dividirlo en
dos bloques, separar unos libros de otros. No sé si el gozo que tuve al llenar
por completo la segunda bolsa compensaría mi dislocación de muñeca, pero en
aquel momento, aunque comprobara que apenas podía levantarla del suelo, así me
lo pareció. Recuerdo que cuando ya mi mano había empezado a padecer el peso, en
los tránsitos a pie tuve que trasladar las bolsas solo con la mano que aún
resistía. Caminaba un trecho con una, la dejaba a mi espera, regresaba a por la
otra, y así sucesivamente. Padecí, sin duda, aquel transporte, pero era tan
valioso que ni me quejaba ante mí mismo. De hecho, iba a resultar más valioso
aún de lo que suponía, acarreaba dentro de la bolsa el lector en ciernes que
iría a ser durante toda la vida.
Cuando ya había empezado a serlo,
algunos años más tarde, tampoco muchos, Gaspar Simões, el biógrafo de Pessoa,
escribió un extenso artículo, como todo lo suyo, rebatiendo otro que yo había publicado
con pseudónimo, acaso ya heterónimo, defendiendo la tesis de que Fernando
Pessoa no había existido nunca tal como lo conocemos. Como autor, argumentaba, el
oficinista Pessoa posiblemente fuera un poeta trasnochado que escribía lánguidas
estrofas de tipo tradicional. La invención del poeta Pessoa, defendía entonces
mi pseudónimo, fue colectiva: cada poeta de la generación siguiente aportó una
parte inédita de su obra para la confección del gran poeta portugués del siglo
XX. El argumento que el biógrafo esgrimió era inapelable: «Yo lo conocí». Pero
en su desarrollado artículo Gaspar Simões a regañadientes reconocía que era
cierto que Pessoa había influido a los que le leyeron desde un heterónimo
diferente a cada poeta. Uno había admirado la vena vanguardista de Álvaro de
Campos y había escrito como él; otro seguía al pie de la letra el clasicismo de
Ricardo Reis; otro había querido emular a Alberto Caeiro e incluso hubo quien
nunca pasó de la lectura tradicional del Pessoa ortónimo. Esa era precisamente
la tesis oculta de mi seudónimo: en la generación siguiente a Pessoa no se había
comprendido la dimensión de los heterónimos. Frente a Pessoa, sus sucesores se
habían comportado como lectores de registro único, ya fuera vanguardista, filosófico,
clásico o tradicional. Por mi parte, había advertido esa incomprensión porque
ya era en aquel momento un lector heteronímico,
capaz de leer en registros incompatibles entre sí. El que había empezado a
pasar las páginas de los libros de Pessoa con la mano vendada.
El proceso no fue sencillo. Leí en
primer término a Álvaro de Campos. Lo entendí enseguida. Para el joven que era
la Vanguardia no tenía la edad de mi abuela entonces, sino la mía, veinte años,
la edad en la que empezaron a escribir los primeros vanguardistas. La lectura
es en primera instancia, un certificado de identidad. Los problemas empezaron
cuando me enfrenté a las composiciones de Alberto Caeiro. El campo, los
rebaños, la metafísica, conceptos que me sonaban ajenos a mis intereses. Sin
embargo, la dicción de Caeiro, su ritmo repetitivo, la sucesión de preguntas
medio absurdas y de respuestas inesperadas: «¿Qué pienso yo del Mundo? / ¡Qué
sé yo lo que pienso del mundo!». Lo elíptico de su retórica me fue ganando y acabé
la lectura adorándolo, es decir, siendo un lector diferente. Descubrí entonces que
la lectura reconcilia con lo que se rechaza, la mayor parte de las veces por
desconfianza o por desconocimiento; siendo lo rechazado, con frecuencia, la
mejor oportunidad para el crecimiento intelectual. Nadie se alimenta comiendo tres
platos de postres. Ricardo Reis y la obra ortónima no fueron tampoco un reto
sencillo. Tanto el clasismo como la tradición quedaban lejos de mi juventud e
ignorancia. Reis me obligó, luego, a pedir libros de Horacio y de Ovidio en la
biblioteca. El Pessoa tradicional me reconcilió con la infinita gracia del arte
menor y las rimas, que hasta entonces consideraba un aburrimiento.
Tras este aprendizaje pessoano no me importa el siglo del poeta que lea, todos ya contemporáneos en el acto de la lectura. Mucho menos el país o región de origen, igualmente siempre el mío. También me despiertan expectativas títulos de gustos poéticas muy alejados de los míos, y nunca me costó admirar al mismo tiempo la obra de Antonio Gamoneda y la de Jaime Gil de Biedma. Nunca el estilo, las maneras o la escuela poética me han impedido leer un libro. Arriesgué mi muñeca, es cierto, pero valió la pena el cargamento que la dislocó.