13 de mayo, martes | El lector heteronímico


El proceso de convertirme en el lector que soy empieza con una dislocación de muñeca. Un aprendiz de hechicero con la mano vendada. Tenía diecinueve años y acababa de pasar el mes de julio en Lisboa, asistiendo en la Facultad de Letras a un curso de lengua portuguesa. Ya la había elegido antes, como lengua extranjera, en los dos cursos de Filología que había cursado, plan Suárez. De la época anterior al desastre de mi mano izquierda recuerdo ansiedad, desorden y con frecuencia desilusión en mi experiencia lectora. Este tercer factor relacionado, sobre todo, con las recomendaciones académicas de un profesorado, en general, experto en la desmotivación del alumnado. Tanto es así que dos cursos después, cuando tuve que decidir especialidad, abandoné por completo las asignaturas de literatura y elegí solo materias de lengua. Para entonces ya se había curado mi muñeca y solo deseaba encarnar el lector autónomo de literatura que había empezado a ser. 

         La dislocación tuvo que ver con aquella ansiedad nunca satisfecha, claro, pero sobre todo con la rotundidad de su expresión estética. Había acabado el curso de verano y sobre la cama en mi cuarto de pensión, el último día, expuse los libros que había ido comprado aquel mes de julio. Ahí estaban las cubiertas blancas de los nueve volúmenes de poesía donde la editorial Ática había empezado a sondear el mágico baúl de Fernando Pessoa. Más gruesos y con cubiertas animadas por colores variados, los volúmenes con los escritos en prosa del creador de los heterónimos. Y en especial dos libros que, a partir del siguiente septiembre, ya en casa, se convertirían en mi biblia particular, lo que atestiguan en el presente sus fatigados lomos: las Páginas de Estética e de Teoria e Crítica Literárias (360 páginas, con un diseño geométrico en la cubierta de fondo blanco y figuras rojas) y las Páginas Íntimas e de Auto-Interpretação (450 páginas, con figuras verdes en la capa). Y como guía de orientación en la selva pessoana, la Vida e Obra de Fernando Pessoa de João Gaspar Simões (740 páginas).

         Como ya había comprobado que el volumen de mi nueva biblioteca en lengua portuguesa no cabía en la bolsa de viaje donde guardaba mi ropa, compré otra en el mercadillo popular de Martim Moniz. Lo sensato hubiera sido repartir libros y ropa entre las dos bolsas, pero una vez contemplado el lote expuesto sobre la cama, me resultó imposible dividirlo en dos bloques, separar unos libros de otros. No sé si el gozo que tuve al llenar por completo la segunda bolsa compensaría mi dislocación de muñeca, pero en aquel momento, aunque comprobara que apenas podía levantarla del suelo, así me lo pareció. Recuerdo que cuando ya mi mano había empezado a padecer el peso, en los tránsitos a pie tuve que trasladar las bolsas solo con la mano que aún resistía. Caminaba un trecho con una, la dejaba a mi espera, regresaba a por la otra, y así sucesivamente. Padecí, sin duda, aquel transporte, pero era tan valioso que ni me quejaba ante mí mismo. De hecho, iba a resultar más valioso aún de lo que suponía, acarreaba dentro de la bolsa el lector en ciernes que iría a ser durante toda la vida.

Cuando ya había empezado a serlo, algunos años más tarde, tampoco muchos, Gaspar Simões, el biógrafo de Pessoa, escribió un extenso artículo, como todo lo suyo, rebatiendo otro que yo había publicado con pseudónimo, acaso ya heterónimo, defendiendo la tesis de que Fernando Pessoa no había existido nunca tal como lo conocemos. Como autor, argumentaba, el oficinista Pessoa posiblemente fuera un poeta trasnochado que escribía lánguidas estrofas de tipo tradicional. La invención del poeta Pessoa, defendía entonces mi pseudónimo, fue colectiva: cada poeta de la generación siguiente aportó una parte inédita de su obra para la confección del gran poeta portugués del siglo XX. El argumento que el biógrafo esgrimió era inapelable: «Yo lo conocí». Pero en su desarrollado artículo Gaspar Simões a regañadientes reconocía que era cierto que Pessoa había influido a los que le leyeron desde un heterónimo diferente a cada poeta. Uno había admirado la vena vanguardista de Álvaro de Campos y había escrito como él; otro seguía al pie de la letra el clasicismo de Ricardo Reis; otro había querido emular a Alberto Caeiro e incluso hubo quien nunca pasó de la lectura tradicional del Pessoa ortónimo. Esa era precisamente la tesis oculta de mi seudónimo: en la generación siguiente a Pessoa no se había comprendido la dimensión de los heterónimos. Frente a Pessoa, sus sucesores se habían comportado como lectores de registro único, ya fuera vanguardista, filosófico, clásico o tradicional. Por mi parte, había advertido esa incomprensión porque ya era en aquel momento un lector heteronímico, capaz de leer en registros incompatibles entre sí. El que había empezado a pasar las páginas de los libros de Pessoa con la mano vendada.

El proceso no fue sencillo. Leí en primer término a Álvaro de Campos. Lo entendí enseguida. Para el joven que era la Vanguardia no tenía la edad de mi abuela entonces, sino la mía, veinte años, la edad en la que empezaron a escribir los primeros vanguardistas. La lectura es en primera instancia, un certificado de identidad. Los problemas empezaron cuando me enfrenté a las composiciones de Alberto Caeiro. El campo, los rebaños, la metafísica, conceptos que me sonaban ajenos a mis intereses. Sin embargo, la dicción de Caeiro, su ritmo repetitivo, la sucesión de preguntas medio absurdas y de respuestas inesperadas: «¿Qué pienso yo del Mundo? / ¡Qué sé yo lo que pienso del mundo!». Lo elíptico de su retórica me fue ganando y acabé la lectura adorándolo, es decir, siendo un lector diferente. Descubrí entonces que la lectura reconcilia con lo que se rechaza, la mayor parte de las veces por desconfianza o por desconocimiento; siendo lo rechazado, con frecuencia, la mejor oportunidad para el crecimiento intelectual. Nadie se alimenta comiendo tres platos de postres. Ricardo Reis y la obra ortónima no fueron tampoco un reto sencillo. Tanto el clasismo como la tradición quedaban lejos de mi juventud e ignorancia. Reis me obligó, luego, a pedir libros de Horacio y de Ovidio en la biblioteca. El Pessoa tradicional me reconcilió con la infinita gracia del arte menor y las rimas, que hasta entonces consideraba un aburrimiento.

Tras este aprendizaje pessoano no me importa el siglo del poeta que lea, todos ya contemporáneos en el acto de la lectura. Mucho menos el país o región de origen, igualmente siempre el mío. También me despiertan expectativas títulos de gustos poéticas muy alejados de los míos, y nunca me costó admirar al mismo tiempo la obra de Antonio Gamoneda y la de Jaime Gil de Biedma. Nunca el estilo, las maneras o la escuela poética me han impedido leer un libro. Arriesgué mi muñeca, es cierto, pero valió la pena el cargamento que la dislocó. 

7 de mayo, miércoles | Las tomas con pincel de José Guerrero



En algún momento la pintura cayó en la cuenta de que su futuro había sido suplantado por la fotografía y de modo abrupto, por salirse de aquella competencia, descubrió su conmoción. Existe, de hecho, un recorrido paralelo y diverso entre ambas disciplinas artísticas, y en el presente, en apariencia póstumo de los trazados históricos, resulta entretenido jugar con él.  Es lo que hace José Guerrero (1979). Empieza intuyendo muy pronto que el futuro de la fotografía se encuentra en la pintura. Se apropia, al principio, de sus temas, y empieza a captar imágenes que los recreen. La serie «Efímeros» (2003-2006) es un acercamiento a la pintura a través de sus intereses: recupera su clasicismo en encuadres, texturas, simetrías… signos comprometidos con una idea temática siempre superior a la propia imagen, tal como operaba la pintura figurativa. Con 24 años José Guerrero ya ha asumido en la mirada varios siglos de contemplación artística, que no producen citas, sino interesantes interpretaciones. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Efímeros»

La velocidad del fotógrafo es fulgurante. Propia de su generación. El siguiente paso simplifica la lenta evolución pictórica hacia una estilización significativa. Guerrero abandona el fulgor del relato en favor de una poética extenuada, casi minimalista, aunque conserve siempre, como identidad, un rasguño narrativo; por ejemplo, una casucha en mitad de la nada. Encuentra esta consunción en la fotografía de las grandes llanuras, tanto en Norteamérica como en La Mancha. El tratamiento pictórico se agudiza en el revelado y en la impresión. En los paisajes esteparios, casi hopperianos, compiten grandeza e inanidad, ambas intrínsecas a la imagen. Las fotografías en esta época (2009-2012) parecen realizadas por un pincel. Por poner un ejemplo, la espléndida toma «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah», de 2011, podría formar parte de la deshumanización pictórica del siglo XX. El fotógrafo tenía 32 años. 

Encuadre fragmentario sobre «Interestatal 80 (casa cerca de Wendover), Utah» de José Guerrero

Los inmensos páramos en otra época histórica hubieran llenado una vida entera dedicada a la fotografía.  Cuatro años más tarde José Guerrero ha consumado un ciclo de aproximación pictórica e inicia otro que ya no busca el modelo, sino que lo impone. Se podría afirmar que materia esencial de su experiencia fotográfica, y de la fotografía como expresión, es la luz. También de la pintura, aunque en su historia ha sabido contrarrestarla e incluso reducirla hasta casi su ausencia. Es el capítulo que le faltaba experimentar a la fotografía. Y surge, cada vez más cerca del trabajo realizado con la mano y el pulso, la serie «Carrara» (2016), que amplía en otras series de contemplación arqueológica. La colección de inéditas imágenes de la cantera italiana sobrecoge, su autor consigue transformar la blancura del mármol en… oscuridad. Unas placas impresionantes que parecen dibujadas con los dedos impregnados de grafito y de carboncillo. Fotografías tomadas en ausencia de la luz. Una cinta cinematográfica proporciona movimiento a esta manifestación de la imagen in absentia. Su título es Roma 3 Variazioni  (2017). Un túnel excavado en la roca, la suciedad del agua y la visión invertida muestran su incapacidad de mostrar. 

Encuadre fragmentario sobre fotografía de José Guerrero perteneciente a la serie «Carrara»

El punto de recreación pictórica parece haber alcanzado su altura más sublime con las series oscuras. Pero cuando Guerrero regresa a la luz, con la serie «Brechas», iniciada en 2020 y aún en curso, el objeto de la fotografía ha cambiado radicalmente. Ya no es la visión, tampoco la mirada, sino la feroz batalla que ésta sostiene con su ceguera ante grietas, rendijas, resquicios, un mínimo perímetro de aberturas que simbolizan solo lo que no es posible ver. Parece esta serie un regreso al discurso de la fotografía después de haberse nutrido durante años con los recorridos históricos de la pintura, pero su función no es más un interregno. Y como tal, también con raíces pictóricas. Aquel cubismo que precisamente conmovió la imagen figurativa cuando la amenaza fotográfica no era ya solo una imposibilidad de futuro. Y esa parece ser su función también en la peripecia discursiva del fotógrafo: la propia feracidad de la fotografía es la más seria amenaza para su porvenir.

Fotografías pertenecientes a la serie «Brechas»

Y del mismo modo que el cubismo abre las puertas a una historia diferente de las artes plásticas, las «Brechas» prologan el enunciado de lo que continuaba siendo la intuición más persistente en la obra de José Guerrero: el futuro de la fotografía es la pintura.  A partir de los viajes a Méjico en 2017 y 2018, emerge una nueva serie titulada «BRG» en honor al arquitecto Luis Barragán (1902-1988), cuya casa es el detonante de la nueva aventura cromática. El estallido de color, sombras y perspectivas es deslumbrante, en sentido literal, ciega la percepción de la realidad, que la fotografía con tanto ahínco ampara, y la sustituye por tonalidades, geometrías, matices e incluso tintes y pigmentos. Pintura en estado puro. Bellísima y seductora. Un colorido que absorbe y abstrae. Una fiesta donde únicamente los sentidos piensan. Otra de las características que sorprende en José Guerrero es que cada conquista estilística de su cámara, en su perpetuo jugar con la historia de la pintura, se contempla como una culminación. Mejor, como la culminación. 

Fotografías pertenecientes a la serie «BRG»

Que el fotógrafo recorre su biografía artística con paralelismos constantes con la historia de la pintura podría parecer una idea trasnochada de este cronista, pero las obras más recientes de José Guerrero se empeñan en darle la razón. Había empezado esta crónica mencionando la conmoción vanguardista que sacudió el arte de los pinceles cuando la pintura decidió no competir con la fotografía, cada vez más perfeccionada, por la representación figurativa. Una fotografía que emule la pintura no logrará sus fines sin apartarse de la figuración. Es lo que Guerrero hace en las series «Brechas» y «BRG». Pero tampoco lo conseguirá sin una conmoción en su esencia. La serie iniciada en 2024, con el título «GFK» es la expresión más diáfana de esta convulsión. Construye la imagen, en este caso por entero fotográfica, a partir de «errores arbitrarios en la codificación del archivo digital en el momento de la toma» (he copiado el texto de la hoja de sala, porque no sé explicarlo mejor).

         En 2024 José Guerrero ha cumplido 45 años. O dos décadas de investigación fotográfica. ¿Ha llegado a un final? Le quedan por delante por lo menos dos o tres décadas más de trabajo fotográfico. ¿Cuál será el siguiente paso? Todos los estadios por los que ha transcurrido su intensa trayectoria —la identidad temática, la estilización poética, la ausencia de luz, la obturación cubista, la geometría colorista, el expresionismo digital— parecían, en su momento, puntos finales, conclusiones, culminaciones.  Cuando en realidad han sido siempre prólogos para el siguiente apogeo. ¿Qué seguirá al nihilismo de «GFK»? ¿Tal vez una nueva rehumanización de la fotografía? Ojalá: es lo que el arte fotográfico espera que emprenda alguien con talento.

Fotografía perteneciente a la serie «GFK»

2 de mayo, viernes. MAYO / MAI



Liebesminuten

der Landschaftsbeschreibung

Karl Krolow

Igual que aquel pastelito de almendras con piñones, tradicional en alguna tradición que no consigo concretar ahora.  El que probé en una fecha lejana y desde entonces se ha convertido en modelo de delicia, de modo que cualquier dulce desmerece en el recuerdo. Así, mayo. No hay otro mes del año que supere su presencia vital y cada año desaparece del calendario antes casi de que lo sienta llegar y asentarse. Como el final de un sueño que ocupa el duermevela y al despertar aún se puede pensar que su atractiva suplantación de la realidad continúa. Mayo. El deshielo de los cuerpos. La chaqueta que doblo y apoyo en el hombro de quien lleva el último saco del día al almacén.  Porque mañana saldré en camisa.

         Me detendría a conversar con un tilo si fuera necesario cuando cruzo la avenida en el mes que se me escapa mientras hablo con colegas que apenas conozco a las puertas de la oficina o me entretiene la quiosquera del barrio con sus tesis de sociología llenas de cursivas. Y si por inercia he salido de casa con los guantes, estoy dispuesto a perderlos, sin preocupación alguna, del mismo modo que los presidiarios abandonan radiantes sus pertenencias en la celda cuando el motín abre una brecha en el muro. Y esos dedos sin funda lo palparían todo a su paso. Está a punto de llegar incluso el día en el que, tras hacer el pino en mitad de la acera, camine boca abajo sostenido por las palmas de la mano, solo por ir tocando el suelo de mayo.

         Alguien ha encendido de repente y sin avisar las luces de la sala. Las acuarelas y óleos, que la blancura de la oscuridad cegaba, brillan desde las cuatro paredes ya sin puertas. El pintor ha dispuesto en su paleta al completo los matices del verde, desde el amarillo de la hierba o el rojo de los brotes más tiernos hasta el azulado de los arbustos que ocultan detrás el verde de las camisas a medio desabotonar. El cuello y la garganta, ese recóndito lugar donde las palabras elaboran los tonos con los que se visten o se desnudan, son moldeados ahora por los pulgares de alfarero del aire benigno. Y la melodía suena en el pensamiento antes de ser pronunciada.

         El cuerpo recobra su condición de materia, sobre las sábanas, con el edredón arrugado en un extremo. En el pedregal de la piel el hábito crea sendas, espacios apacibles donde detenerse y cerrar los ojos un instante sin sentir temor alguno. Un territorio por fin en paz con su enemigo, el tiempo, que en mayo parece haberse descarrilado de las vías que conducen hasta el punto, siempre inverosímil, en el que las paralelas se unen. El cuerpo, un país recién descubierto al que regresan sus primitivos habitantes, expatriados durante el arduo invierno. La superficie somnolienta del lago a la que la brisa de repente hace temblar.

         Desprovistas de gorros, bufandas o cuellos de astracán levantados, los rostros limpios emergen en la calle como sus retratos en la cubeta del fotógrafo. El tránsito por la ciudad se convierte en una exposición argumentada de ideas renacidas, la que defiende cada gesto o mirada o danza de melena al caminar. Un tratado sin doctrina detrás, huérfano de filósofo que lo enrede, cuya lectura brinda conocimiento, aunque se desconozca la lengua en la que está escrito. Melodía ornitológica que se impone al runrún de lo fugaz.

         Es el mes, mayo, en el que el orador alza los brazos que elevan la voz por encima de la cabeza y quienes lo escuchan sienten la levedad de sus propios sentimientos al levitar, cuando de repente cobran conciencia de no percibir otra existencia que sea tan real como lo inexistente. Y quien desafíe a la memoria, perderá todas las bazas. Porque los anales ya solo recogen los estribillos de las baladas.

         Recuerdo los propósitos de mayo en todo lo que no he sido nunca. Y en cada una de las páginas del libro que no he escrito. Es verdad que disponía la mesa para una celebración. Los lápices afilados, a mano el tintero, los folios previamente agrupados, la persiana en todo lo alto, de par en par la ventana, el sol paseando despreocupado por las azoteas. Era tan hermoso contemplar la escritura que escribir a continuación deshacía el encanto. Un camarero que dispone los cubiertos y las copas sobre el mantel momentos antes que suene el teléfono anulando la reserva. Nunca sonaba el teléfono en mayo porque lo había descolgado. Aun así, los comensales rara vez se presentaban. Pero me ha bastado siempre con evocar el dulzor incomparable de un pastelito de almendras con piñones que probé en algún lugar cuya ubicación a menudo confundo.      

[Cuaderno de ficciones, página 28]


Minutos amorosos

de descripción del paisaje

Karl Krolow

Genau wie dieses kleine Mandelgebäck mit Pinienkernen, gebacken nach einer bestimmten Tradition, auf die ich jetzt gerade nicht komme. Welches ich vor langer Zeit einmal probiert hatte und das seitdem bei mir dermaßen zu einem Idealmodell für eine Süssigkeit geworden ist, dass kein anderes in meiner Erinnerung dagegen ankommt. Der Mai, ebenso. Es gibt keinen anderen Monat im Jahr, der dessen lebendige Gegenwart überträfe und der jedes Jahr aus dem Kalender gleich wieder verschwindet, fast noch bevor ich wahrgenommen habe, dass er kommt und dann da ist. Wie das Ende eines Traumes, der uns im Halbschlaf in Beschlag nimmt und von dem wir auch nach dem Aufwachen durchaus erwarten können, dass seine gelungene Nachahmung der Wirklichkeit noch nachwirkt.  Mai. Das Auftauen der Körper. Die Jacke, die ich zusammenfalte und mir über die Schulter werfe, wie jemand, der den letzten Sack des Tages schultert, den er noch ins Lager schleppen muss. Denn morgen werde ich ja nur im Hemd hinausgehen.

       Wenn es nötig wäre, würde ich an einem Lindenbaum stehenbleiben, um mich mit ihm zu unterhalten, wenn ich durch die Allee gehe, in diesem Monat, der mir durch die Finger rinnt, während ich an der Tür vor dem Büro mit Kollegen spreche, die ich kaum kenne, oder mich noch die Frau vom Kiosk unseres Viertels aufhält, mit ihren soziologischen Thesen voller Anführungszeichen. Und wenn ich dann doch wieder, wie gewohnt, mit Handschuhen aus dem Haus gegangen bin, nehme ich bedenkenlos in Kauf, sie zu verlieren, auf die gleiche Art und Weise, wie Gefängnisinsassen freudestrahlend ihre Habseligkeiten zurücklassen, wenn sie bei einem Ausbruchsversuch die Mauer durchbrechen. Und diese ungeschützten Finger würden alles abtasten, auf ihrem Weg hinaus. Bald kommt der Tag, an dem, nachdem ich mitten auf dem Gehweg einen Kopfstand gemacht habe, ich einfach im Handstand weitergehe, nur um den Maiboden berühren zu können.

       Jemand hat plötzlich und ohne Vorwarnung das Licht im Saal angemacht. Die Aquarelle und Ölgemälde, die vom gleißenden Weiß der Dunkelheit geblendet wurden, strahlen von den vier Wänden zurück, schon ohne Türen. Der Maler hat alle Grüntöne auf seiner Palette nebeneinander angeordnet, vom Gelb der Kräuter oder dem Rot der zartesten Keime bis hin zum Blau der Sträucher, die hinter sich das Grün der halb aufgeknöpften Hemden verbergen. Der Hals und die Kehle, dieser entlegene Platz, wo die Wörter ihre Töne herstellen, mit denen sie sich ankleiden oder entkleiden, werden jetzt von den Töpferdaumen der milden Luft geformt. Und ihre Melodie erklingt in den Gedanken, noch bevor sie ausgesprochen wird.

       Der Körper fällt in seinen Status als Materie zurück, auf den Bettlaken, die Bettdecke an einem Ende zerknittert. Auf dem steinigen Boden der Haut schafft die Gewohnheit Wege, friedliche Orte, wo man verweilen und die Augen für einen Moment schließen kann, ohne jegliche Angst. Ein Gebiet, schließlich, das im Reinen ist mit seinem Feind, der Zeit, die ja im Mai aus den Gleisen gesprungen zu sein scheint, die sie an den immer unwahrscheinlichen Punkt führen, an dem die Parallelen aufeinander treffen. Der Körper, ein gerade neu entdecktes Land, in das seine ehemaligen Bewohner zurückkehren, die während des rauen Winters ausgewandert waren. Die schlaftrunkene Oberfläche des Sees, die von der Brise plötzlich zum Erzittern gebracht wird.

         Frei von Mützen, Schals oder hochgestellten Persianerkragen, erscheinen jetzt die sauberen Gesichter auf der Straße, wie ihre Porträts in der Entwicklungsschale des Fotografen. Der Verkehr in der Stadt wird zu einer argumentativen Darstellung von wiedergeborenen Ideen, die jede Geste oder jeden Blick oder den schwungvollen Tanz der Haarmähne beim Gehen verteidigt. Eine Abhandlung ohne Doktrin dahinter, ohne jeden Philosphen, der sie kompliziert, deren Lektüre neue Erkenntnisse vermittelt, auch wenn man die Sprache, in der sie geschrieben ist, gar nicht versteht. Vogelkundlerische Melodie, die gegenüber dem Gemurmel des Vergänglichen die Oberhand gewinnt.

         Es ist der Monat, Mai, in dem der Redner seine Arme erhebt, die seine Stimme über den Kopf steigen lassen und diejenigen, die ihm zuhören, spüren die Leichtigkeit ihrer eigenen Gefühle, schwebend, wenn ihnen plötzlich bewusst wird, dass sie keine andere Existenz wahrnehmen, die genauso real ist wie das, was nicht existiert. Und wer der Erinnerung trotzt, wird all seine Trümpfe verlieren. Denn die Annalen nehmen nur noch die Kehrreime der Balladen auf.

         Ich erinnere mich an die guten Vorsätze im Mai, bei allem, was ich nie gewesen bin. Und auf jeder einzelnen der Seiten des Buches, das ich nie geschrieben habe. Es stimmt zwar, dass ich den Tisch schon für eine Feier gedeckt hatte. Die Bleistifte gespitzt, das Tintenfass zur Hand, die zuvor sortierten Blätter, die Rollläden ganz hochgezogen, das Fenster sperrangelweit offen, die Sonne, die unbeschwert über die Dächer flaniert. Es war so schön, das Schreiben an sich zu betrachten, dass danach beim Schreiben selbst der Zauber verflog. Ein Kellner deckt den Tisch, das Besteck und die Gläser sind schon auf der Tischdecke, einen Moment bevor das Telefon klingelt und die Tischreservierung storniert. Nie klingelte das Telefon im Mai, denn er hatte den Hörer daneben gelegt. Doch selbst so kamen kaum Gäste. Aber es hat mir immer gereicht, mir die unvergleichliche Süße eines kleinen Mandelgebäcks mit Pinienkernen ins Gedächtnis zu rufen, das ich einmal an einem Ort probiert habe, dessen Lage ich oft mit anderen verwechsle.

Übersetzung aus dem Spanischen – Peter Burfeid 2025  

23 de abril, miércoles | Retrato de lector en vacaciones


Leo el Manuscrit de Palau-Saverdera en Palau-Saverdera. Memorias del campesino Sebastià Casanovas i Canut, que vivió hace 300 años en la misma localidad ampurdanesa donde paso unos días de descanso. Nació en 1710 y fue capaz de contarlo, como él mismo desvela, porque sus abuelos, con quienes vivía, se preocuparon por su educación y le facilitaron que desde pequeño asistiera a casa del maestro. A los trece años regresó su padre desde el sur de Francia, donde más o menos permanecía escondido, y de repente se acabaron las clases puesto que la familia necesitaba quien cuidara viñas y olivares. Sebastià no había nacido en Palau, sino en la vecina Castelló d'Empúries. A Palau tuvo que trasladarse de mala gana, forzado por las tierras que en esta población tenía su padre.

Sebastià Casanovas justifica sus insuficiencias al escribir porque a los trece años se vio obligado a abandonar los libros. En ocasiones confiesa haber tenido planes para volver a estudiar: «No hacía mucho tiempo que estaba en esta casa [de Palau]... y ya quería irme y regresar a los estudios, porque trabajar no me gustaba y, por otra parte, siendo el niño que era, ya veía que de lo de mi padre no se podía sacar nada; así que algunas veces escondía los libros, pero siempre me los encontraban y nunca más volvía a verlos, porque estaban seguros de que me iría de casa para seguir los estudios». No miente. El que escribe, autor de un manuscrito privado donde se propone informar de la vida de los suyos a sus descendientes, conoce los modelos que siguen los escritores de libros, pero en el momento de ponerlos en práctica se lía. Sabe que los libros se organizan en capítulos, que van numerados, que se encabezan con un resumen del propósito, pero ha olvidado cómo se estructura el contenido. El suyo se repite, se bifurca, se despista y, en general, a veces no consigue que la escritura coloque en orden el caos en el que se dispersa el incontinente pensamiento.

El campesino ampurdanés posiblemente tuvo una idea. Debió de comprar papel y tinta en algún desplazamiento a Figueres. Hizo una inversión. Creo que no le fue fácil sentarse a escribir, pero alguna noche, quizá de verano, se impuso a sí mismo empezar su libro. ¿De qué trataban los libros que recordaba de su infancia? Eso no lo había olvidado: de moral. Es por donde empieza. Dice, así lo repiten los predicadores, que quiere informar a sus descendientes de cómo se reparten bondad y maldad en las costumbres. Sus recomendaciones, una ristra de tópicos, carecen de interés, ni siquiera como moralista. Tampoco lo precisa este ejercicio inicial al que se lanza. Con él Sebastià se convence a sí mismo de que es capaz de escribir una frase. Añade otra y ya tiene un párrafo. Junta varios párrafos y ve que ha concluido una hoja. Eso no lo dice, pero la escritura es traslúcida y muestra siempre por debajo aquello que está pensando, y penando, quien habla de otros asuntos. Cuando haya escrito un centenar, tendrá el libro que heredarán sus descendientes y ahora leo durante las tardes nubladas de abril.

De la descripción del espacio que comparto con el autor, lo que más me interesa, el manuscrito del siglo XVIII escrito en este mismo lugar no sabe qué explicar. Se comprende enseguida. Sebastià aún no ha decidido cómo abordar su propósito. El vértigo de las hojas en blanco hay que salvarlo como sea. Y arranca por donde lo haría cualquiera en una taberna: las imprecaciones contra sus vecinos. Otro tópico al uso. No se refiere a nadie en particular, ni aduce hechos concretos. Poco a poco aprenderá a hacerlo. Generaliza. Ni siquiera acumula agravios, solo les achaca un defecto: «la envidia». Un clásico de la vida rural. Es otro capitulillo decepcionante, pero en él Sebastià descubre algo esencial para su libro. Es capaz de hablar de sus opiniones, no solo de las ajenas moralizantes, y también de su presente a través de las acusaciones, aunque no diga gran cosa. Cada obviedad es un paso adelante. El lector no se interesa por nada de lo que se le cuenta, pero los padecimientos y batallas del escritor, debajo de su escritura, empiezan a fascinarle. Esta es la primera parte del Manuscrit de Palau-Saverdera, una tabla de ejercicios para recuperar el pulso de la escritura abandonada en la infancia.

Los capítulos de repente ya se centran en aspectos concretos, más o menos. Sebastià se va haciendo dueño de su libro. Asistir a este aprendizaje de escritura tan burdo y asilvestrado es un privilegio que regalan los siglos. En los capítulos siguientes el propósito de Sebastià se impone diáfano: hablar de su familia en general; y en particular, de su padre, una figura adversa, cruel, disparatada, despótica y dilapidadora de cualquier gusto o fortuna. La obsesión paterna establece el hilo conductor de su memoria. No desperdicia ninguna oportunidad para despreciarle, pero de repente se impone describir el litigio que mantuvo su padre con el alcalde de Palau, que se había beneficiado de unas tierras fértiles durante los cinco años de ausencia sin pagar nada al propietario, del que joven Sebastià fue testigo, y el retrato, de repente, convierte a la figura paterna en un héroe. Y en un estratega jurídico. En estos capítulos la escritura avanza ágil y certera. El autor ya es el dueño de su narración. Despliega toda su memoria para ilustrar las maldades, y alguna bondad, paternas.

De Palau-Saverdera apenas describe nada, al margen del recuento de traiciones de los gobernantes municipales y el abuso de los impuestos. Ni siquiera evoca los campos donde trabajó durante décadas; al contrario, insiste en el «abandono por cansancio de aspirar a algo en las tierras de Palau, porque veo claramente que para el trigo no sirven, en 25 años no he acertado nunca, unas veces por humedad, otras por sequía, por nieblas, porque la hierba se lo come todo, y tantas calamidades, la tramontana lo arranca cuando está granado e incluso la mata, cuando florece en la espiga... solo es bueno el terreno para los olivos». Los olivares seguramente no ofrecían las mismas rentas que el grano. Y la única obsesión del campesino ampurdanés dieciochesco que se impone incluso a la que muestra contra su padre es el dinero. Padre y libras son las dos únicas realidades que catalizan el poso de su época en la escritura. El resto carece de relieve para ser tratado. Lo opuesto a las expectativas del lector contemporáneo, que agradece cualquier desvío del autor que olvide sus intenciones. 

El propósito inicial, informar a sus descendientes, toma un sesgo oscuro: ¿en qué aspecto la iniquidad de la que proceden puede reconfortar a sus sucesores cuando conozcan al detalle palizas, broncas, insultos y maldades? Está claro que Sebastià Casanovas no se lo plantea, del mismo modo que tampoco pretende llegar hasta donde la escritura, por inercia, le lleva: al yo. A sí mismo como protagonista de su relato. Algo que solo de vez en cuando aflora, entonces el autor se da cuenta e inmediatamente rectifica y regresa al protagonismo familiar, a los problemas administrativos (deudas, herencias, catastros...) o a los genéricos (pobreza, hambre, salubridad...). El lector lo lamenta, porque en estos párrafos autobiográficos parece resonar la fuerza de la vida real apoderándose de la escritura: «Como tenía hábitos tan malos y una boca tan blasfema, por las malas costumbres que había heredado de mi padre, al principio los amos no me podían sufrir, así que los cambiaba con frecuencia. Estando en casa de Joan Planas Pescador, caballero de Vergeta, en Torroella de Montgrí, después de haberme avisado en múltiples ocasiones de que no blasfemara de aquella manera, y como yo no hacía caso, un día, después de la comida, me entregó el dinero que había ganado, diciéndome que me marchase porque no quería mantener un blasfemo en casa. Pero yo, como en su casa estaba tan a gusto con la comida y con la bebida, porque es cierto que en los días de carne no se acababa nunca la de carnero, y lo mismo en los días de pescado, las mejores piezas que se pescaban, y considerando que no encontraría una suerte como aquella, aunque es cierto que el trabajo era duro, porque tenía que estar noche y día en el molino blanqueando, sin contar con ayuda de ningún mozo. Como aquella vida era tan buena dejarla me fastidiaba mucho, y me puse a llorar. Y viéndome llorar, y considerando también que no tenía mozo para sustituirme, me dijo que si me quería quedar, que me quedara, pero que no blasfemara. Y me quedé, pero como ya tenía el vicio, me costó mucho». La cita, aunque extensa, es una pequeña pieza del retablo de la vida rural en época dieciochesca que compuso noche tras noche, después de concluidas las labores del campo, el ampurdanés Sebastià Casanovas i Canut, a escasos metros de donde le estoy leyendo 300 años más tarde. ¿En 2325 alguien abrirá alguno de mis libros y sabrá leer debajo de mis pobres historias dudas y vicisitudes? Es una pregunta que produce vértigos, pero ningún conocimiento. Así que cierro el volumen y se lo devuelvo a Ana María, la amiga que gentilmente me lo ha prestado.

20 de abril, domingo. Jardín de aforismos


¿Qué tendrá el «tiempo» que siendo el segundo concepto más aborrecido por los pensadores, prescindir de su concurrencia conduce directamente al primero?

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Lo que aprecio del concepto de «dédalo» es que relega a segundo término cualquier aspecto temporal.

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Con frecuencia me pregunto qué sentido tiene crear un itinerario en el tiempo. ¿Servirá también para conocerlo?

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Cuando paseo por el parque no sé si soy un vehículo propulsado por gasolina o por electricidad. Los guijarros del sendero, al crujir, me sugieren lo primero, pero la mirada parece enchufada a una batería vegetal. Tal vez sea del tipo híbrido.

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Cuando al conducir por la ciudad encuentro carteles luminosos que indican: «Tal Lugar a 12 minutos» siento una irreprimible tentación de detenerme en una esquina para, doce minutos más tarde, sentirme ultrajado por una mentira.

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No sé qué hacer con la colección de mapas de ciudades visitadas que guardo en una caja de cartón. Cuando la abro echo en falta aquellos de los lugares donde me guio el teléfono móvil.

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Ya tengo título para mi próximo libro: Acontecer y espacio. Ahora puedo empezar a escribir otro.

9 de abril, miércoles. BELLEZA / SCHÖNHEIT



Alles schaute zum Fenster hinaus, 
um sie nicht anschauen zu müssen. 
Michael Krüger
 

Más difícil aún que acabar un sudoku resulta que los viajeros que apresurados suben al expreso consigan la coincidencia completa entre sus traseros y el galimatías numérico que aprietan entre los dedos como esgrimiría su lista de pecados un condenado al averno, es decir, sin entender de qué le estaban acusando. En eso pienso mientras consulto el catálogo de desconocidos que transita delante de mi asiento preguntándose, igual que lo haría un eremita en pleno período de duda religiosa, en qué vagón exactamente se encuentran. Tengo la impresión de que los empleados del ferrocarril, por regla general, no han sido buenos alumnos en matemáticas. He visto llegar a la estación trenes donde el vagón número cuatro iba detrás del primero y por delante del tercero, al que seguía el segundo. Solo fue en una ocasión, pero le saco mucho partido. Tan distraído estoy con esta casuística de la física ferroviaria que ni me doy cuenta de que en el asiento de enfrente se acaba de sentar una mujer de cierta edad vestida como si fuera Marilyn Monroe en 1953.

         Cuando me doy cuenta de su presencia, ya me ha hablado y espera una respuesta con un ojo más abierto que el otro. Aunque en lo que me fijo, por ahora, no es en su mirada sino en la intensidad escarlata de sus labios pintados. Disculpe…, respondo, con una indiferencia que no le pasa desapercibida. Se levanta, y al girarse para abandonar el asiento deja a la altura de mi rostro una mano abigarrada de anillos relucientes. Si me golpea me derriba, un pensamiento que me hace sonreír. Por lo general, el viaje convierte paulatinamente a las personas de las que no se sabe nada en conocidas. Unas porque les gusta la conversación, otras porque provocan incomodidad ajena en todo lo que hacen. Creo que sonrío porque la mujer que acaba de desaparecer tiene pinta de pertenecer a los dos grupos a la vez.  Son la peor compañía para un viaje. Mejor que se haya dado cuenta de que su reserva la espera en otro vagón. Río sin retorno.

         No pasa mucho tiempo el asiento que tengo delante vacío, aunque el vaivén del convoy cuando arranca me da esperanzas de que voy a poder estirar las piernas hasta apoyar el pie. Empezaba a alargarla cuando he vuelto a oír la voz de la mujer estrambótica. Y en un instante la tengo otra vez enfrente. Aunque ahora ya no me habla. Ni me mira. Aprovecho su vista perdida para observarla. Lleva un vestido blanco de satén. Ajustado al pecho, sin mangas, con los hombros al aire. Túnica hasta los pies, aunque con una abertura lateral que deja al aire una pierna donde la media blanca apenas puede disimular edemas y varices múltiples. No sigo mirándola porque creo que me ha visto y no le ha gustado, pero no retiro la vista. Encaro sus ojos, con las sombras bien pintadas y pestañas excesivamente largas y oscuras para que sean naturales. Pese a lo desagradable que me resulta la persona, conserva un movimiento seductor en el gesto y un rizo dorado hace travesuras sobre su frente. Creo que es de la opinión de que los caballeros siguen prefiriéndolas rubias.

         De nuevo se levanta y sin pedir permiso sale al pasillo del vagón arrastrando las piernas de los viajeros a su paso. Giro de inmediato la cabeza hacia la ventanilla para no perderme ni uno solo de sus movimientos, que a esas alturas, pese a ser una mujer de edad, ya me han cautivado, y no sé por qué. Tal vez solo por lo insólito de la imagen que proyecta. La veo, en el reflejo de la ventanilla, detenida en mitad del pasillo, contorneándose hacia un lado, hacia otro, como si no hubiera decidido aún hacia qué costado de la pasarela seguir. Un tipo del otro lado le indica, sonriendo, que el servicio de bar está hacia la izquierda, su izquierda, que es mi derecha. Y de inmediato gira hacia la derecha, que es mi izquierda y el sentido opuesto al de la cafetería. Me yergo sobre el asiento, como si me empujara un resorte hacia arriba, para continuar observándola mientras se aleja hasta la portezuela que conecta con el vagón siguiente, pero lo que me sorprende es el movimiento coral de todas las cabezas a su paso, cuya parte superior contemplo. Como guiadas por una moviola, se giran de repente hacia el pasillo y alguna incluso se estira para no perder la estela de aquella vida rebelde que había subido, nadie sabe por qué, al más convencional de los trenes. 

[Cuaderno de ficciones, página 27]


*

Todo el mundo miraba por la ventana

para no tener que mirarla a ella 

Michael Krüger

Noch schwerer, als ein Sudoku zu lösen, ist es für die Reisenden, die hastig in den Schnell-Zug drängen, eine völlige Übereinstimmung zu erzielen zwischen ihren Hinterteilen und dem Zahlen-Salat, den ihre Finger krampfhaft festhalten, wie ein zur Hölle Verdammter die Liste seiner Verfehlungen überprüft, nämlich, ohne zu verstehen, weswegen er angeklagt wurde. Daran denke ich, während ich den Katalog der Unbekannten durchgehe, die an meinem Sitzplatz vorbeikommen und sich fragen, wie es ein Einsiedler tun würde mitten in einer Phase tiefer Zweifel an der Religion, in welchem Waggon sie sich denn nun eigentlich genau befinden. Ich habe den Eindruck, dass die Bahnangestellten im Allgemeinen in der Schule nicht gut in Mathematik waren. Ich habe nämlich einen Zug in den Bahnhof einfahren sehen, in dem der Waggon Nummer vier hinter dem ersten und vor dem dritten fuhr, auf den dann der zweite folgte. Das war zwar nur bei einer Gelegenheit so, aber ich benutze es gerne als Argument. So abgelenkt bin ich mit dieser Fallstudie der Eisenbahnphysik, dass ich überhaupt nicht mitbekomme, wie  soeben, auf dem Sitz mir gegenüber, eine Frau, schon in einem gewissen Alter, Platz genommen hat, die angezogen ist, als wäre sie Marilyn Monroe im Jahr 1953.

         Als ich ihre Anwesenheit bemerke, hat sie schon etwas zu mir gesagt und wartet, mit einem Auge, das weiter geöffnet ist als das andere, auf eine Antwort. Wenngleich das, worauf ich zunächst achte, nicht ihr Blick ist, sondern die scharlachrote Intensität ihrer bemalten Lippen. Entschuldigen Sie, antworte ich, mit einer gewissen Gleichgültigkeit, die ihr nicht entgeht. Sie erhebt sich und schwingt sich aus ihrem Platz hoch und hält mir dabei eine Hand mit bunt glitzernden Ringen vor die Nase. Wenn sie mich getroffen hätte, wäre ich glatt zu Boden gegangen, ein Gedanke, der mich schmunzeln lässt. Normalerweise verwandelt eine Reise die Leute, von denen man ja überhaupt nichts weiß, nach und nach in Bekannte. Die einen, weil sie sich gerne mit einem unterhalten, andere, weil sie einem mit allem, was sie tun, Unannehmlichkeiten bereiten. Ich glaube, ich muss schmunzeln, weil die Frau, die da soeben wieder verschwunden ist, auf mich so wirkt, als gehöre sie beiden Gruppen gleichzeitig an.  Das sind die schlimmsten Begleiter auf einer Reise. Schon besser, dass sie wohl gerade bemerkt hat, dass ihre Platzreservierung in einem anderen Waggon auf sie wartet. Ich lache ohne Gegenreaktion.

         Der Sitz, mir gegenüber, bleibt sicher nicht lange leer, obwohl der Ruck des Zuges, als er abfährt, mir Hoffnung macht, dass ich meine Beine werde ausstrecken und vielleicht sogar die Füße hochlegen können. Ich wollte sie gerade ausstrecken, als ich von Neuem die Stimme der seltsamen Frau hörte. Und einen Augenblick später habe ich sie wieder vor mir. Obwohl sie jetzt nicht mehr mit mir redet. Sie blickt mich jetzt noch nicht einmal an. Ich nutze ihren abschweifenden Blick aus, um sie zu beobachten. Sie trägt ein Kleid aus weißem Satin. Eng anliegend an der Brust, ärmellos, schulterfrei. Der Rock fällt bis auf die Füße, wenngleich die seitliche Öffnung ein Bein zeigt, an dem eine weiße Strumpfhose kaum die Schwellungen und zahlreichen Krampfadern verbergen kann. Ich betrachte sie nicht weiter, denn ich glaube, sie hat mich dabei gesehen und es hat ihr nicht gefallen, doch ich wende meinen Blick nicht ab. Ich schaue in ihre Augen, mit den gut gezogenen Lidschatten und den überlangen Wimpern, zu dunkel, um natürlich zu sein. Obwohl diese Person mir alles andere als angenehm vorkommt, muss man ihr ein verführerisches Auftreten in ihrer Gestik zugestehen, wobei sie eine goldene Locke auf ihrer Stirn herumturnen lässt. Ich glaube, sie ist der Meinung, dass Männer auf Blondinen stehen.

         Sie erhebt sich erneut und geht, ohne sich zu entschuldigen, wieder auf den Gang des Waggons hinaus und streift dabei die Beine der Mitreisenden, wenn sie an ihnen vorbeikommt. Ich wende sofort meinen Kopf zur Fensterscheibe, um ja keine Einzelheit ihrer Bewegungen zu verpassen, die mich nunmehr, trotz der Tatsache, dass sie schon eine etwas ältere Frau ist, durchaus gefesselt haben und ich weiß gar nicht, warum. Vielleicht nur aufgrund dieses ungewöhnlichen Bildes, das sie abgibt. Ich sehe sie im Spiegelbild der Fensterscheibe, wie sie mitten auf dem Gang steht, sich zu einer Seite wendet, dann zur anderen, so als ob sie noch nicht beschlossen hätte, in welche Richtung des Ganges sie gehen wollte. Ein Typ, der von der anderen Seite herankommt, zeigt ihr lächelnd, dass es zum Barservice nach links geht, nach links von ihr aus, was, von mir aus gesehen, rechts ist. Und sofort wendet sie sich nach rechts, was von mir aus links ist, und in die entgegengesetzte Richtung der Cafeteria. Ich springe aus meinem Sitz, als ob mich eine Feder hoch gestoßen hätte, um sie weiter beobachten zu können, während sie sich bis zu einer Pendeltür zum nächsten Waggon hin entfernt, aber was überrascht, ist diese synchrone Bewegung aller Köpfe, die ich von oben sehe, wenn sie an ihnen vorbeigeht. Wie in Zeitlupe drehen sie sich auf ein Mal zum Gang hin und mancher reckt sich sogar in die Höhe, um nicht die Spur dieses rebellischen Lebens zu verlieren, das, niemand weiß, warum, in diesen herkömmlichsten aller Züge eingestiegen war.

 Aus dem Spanischen von Peter Burfeid - 2025

CARTAS AL s XX | 6 de julio de 1957, sábado. Cuando John encuentra a Paul


Ven, mira, John, este es Paul. Hola, Paul. Paul es el colega del Instituto del que te he hablado. Paul, este es John, el cantante de los Quarrymen. Hola, John. John, mira, este es Ivan y yo soy Paul. Paul, te presento al señor Vaughan, bajista ocasional de los Quarrymen. Oh, John, este tipo me suena, creo que hasta lo he tenido sentado a mi lado durante algún examen, profundamente interesado en mis respuestas. A ver si nos aclaramos, el que os presenta soy yo, así que ya os podéis dar por conocidos y a mí me dejáis en paz. Como usted desee señor Vaughan. Lamento la confusión, creía que era Paul quien me presentaba a su amigo. Id a freír espárragos. Por cierto, John, me gusta cómo cantas, pero para tocar la guitarra sobre un camión en marcha te falta aún un poco de equilibrio. Si quieres que te diga la verdad, Paul, me deslumbraban las lentejuelas de una chaqueta blanca que llevaba un tipo del público. Ah, una americana como esta. Oye, muy parecida, casi idéntica. A ver si entiendo la situación, ¿ya os consideráis presentados, no? Vi al tío John con la larga y alta Sally, él vio a la tía Mary y se escondió en el callejón.

Tampoco tienes mala voz, Paul. Es el gran Little Richard quien me la presta: Pequeña, esta va a ser una noche divertida. A mí no me mires, Paul, que yo solo os he presentado. Ella tiene todo lo que el tío John necesita. Oh, John, ¿también tú entras al trapo?, me vais a volver loco entre los dos. No agobies, Ivan, Vamos a tener un poco de diversión esta noche. ¿Qué otras canciones te gustan, Paul? Su versión de Voy a hacer pedazos esta noche y a divertirme de lo lindo, es sublime, superior a todas las que he oído. La entonas bien, Paul. Y qué me dices de Nos encanta bailar los sábados por la noche tun tun tun, pero vive en el veinte de un bloque de pisos, el ascensor está estropeado... Eddie Cochran, qué bien lo cantas a capela, Paul. Así que subiré a pie uno, dos pisos, tres pisos, cuatro, cinco, seis, siete pisos, ocho pisos y más, en el doce ya me arrastro, en el decimoquinto ya me caigo, llego a la cima, estoy agotado para bailar... ¡Eso es lo que me ha pasado a mí cuando el camión ha empezado a desfilar, casi me caigo, menos mal que se me ha ocurrido sentarme en la plataforma! Con las piernas al aire, como cuando de pequeños nos llevaban de merienda en un remolque. Qué infancia terrible has tenido que soportar, Ivan.

¿Gene Vincent? Oh, The Blue Caps, menudo lío armaron durante el verano, todos de cabeza al calabozo. Son activistas de verdad, no marionetas. Tan de verdad que han tenido que ingresar a Vincent hace poco en el hospital, con la pierna hecha trizas por lo que pasó. Hay mucho músico de feria por ahí. Los Quarrymen somos de verdad, ¿no es cierto Ivan? De carne y acero. Me encanta el flequillo que llevas, John, marca el ritmo de los compases. Y esos pantalones negros tuyos, Paul, ¿no son como los que se pone siempre Gene Vincent? Ah, lo has descubierto, John: Be-bop-a-lula, esta es mi chica, be-bop-a-lula, no lo dudes. Las estrellitas de tu americana bailan al son cuando cantas, Paul. Tu copete las acompaña. Cállate, Ivan, o te doy una colleja. Vale ya, es la chica de los tejanos rojosla reina de todos los muchachos. Genial, Paul, qué bien cantas. Me gusta, pero el rey sigue siendo el gran pequeño Richard, ¿habéis oído la última? Cómo no: Lucía... Oh, dios, es un himno. Es lo más, qué faena haber nacido después de que cantara Little Richard, no nos ha dejado ninguna opción de hacer algo grande, solo nos queda imitarle, no hay ninguna posibilidad de ir más lejos. Bueno, los Quarrymen lo intentamos. He sido bueno contigo, nena, por favor no me dejes solo, guouuh!, por cierto, John, ¿y ese nombre tan raro del grupo, los picapedreros? ¡Es que estudiamos en la Quarry Bank! Acabáramos, ¿en ese lúgubre palacio de pesadilla que hay en Allerton? Era una antigua fábrica. Pues diría que es una cárcel gótica, John. No andas equivocado, Paul. Lucía, por favor vuelve a donde perteneces.

25 de marzo, martes | Manel Esclusa, entre imágenes oblicuas



Sin considerarme propenso a consignar en este diario arrebatos, hay ocasiones en las que resulta necesario empezar por un alarido de entusiasmo ante las muestras que mi ciudad está reivindicando este mes de marzo de 2025 como proas de la vanguardia artística. Quien se pasee por sus salas de exposición puede disfrutar de las fotografías enigmáticas de los años cincuenta de Ramón Masats, de los collages y poemas visuales de los sesenta de Josep Iglesias del Marquet, la reprogramación de las exposiciones con las que inauguraron sus carreras artísticas Fina Miralles, Eva Lootz y Susana Solano a finales de los setenta. Y ahora, como guinda de la renovación, las fotografías de la Barcelona que Manel Esclusa (1952) imaginó en 1988. Y no soy, en absoluto, irónico. Estas cuatro exposiciones retrospectivas presentan la expresión más audaz del arte del presente que se puede contemplar en mi ciudad.

         Ya lanzado a la piscina de lo emocional, es difícil no seguir nadando y confesar que la exposición Barcelona, ciudad imaginada, inaugurada el 18 de mayo de 1988 en el Palau de la Virreina, junto a las Ramblas, y reprogramada treinta y siete años más tarde en el remozado Archivo Fotográfico, a partir de este 21 de marzo, ha resucitado en mí el amor que sentí, en mi juventud, por mi ciudad. Hoy es difícil escapar a una imagen de Barcelona reducida a un cúmulo de lugares tópicos cuya única función es la decorativa. Mucho antes de que los turistas consumaran la transformación de urbe en muestrario, Esclusa le da la vuelta al epicentrismo barcelonés y plantea contemplar una ciudad trasformada desde su periferia. Es el primer acierto de su crónica fotográfica, un recorrido con paradas inéditas en la imaginación barcelonesa.  Vale la pena enumerarlas: Moll de la Fusta, la Torre de las Aguas, el parque de la España Industrial, la Diagonal; los jardines de Vil·la Cecília, el parque de la Creueta del Coll, el Velódromo, la Vía Julia, el puente de Bac de Roda, el parque del Clot. Con dieciocho años, esta era exactamente la ciudad por donde transcurría mi vida. 

Parque del Clot. Sant Martí. 1988

      Asistir a la transformación de Barcelona en 1988 a partir de sus extremos, este es uno de los propósitos del proyecto de Manel Esclusa, al que añade una visión transfigurada de los espacios que retrata. La suya es una mirada que, entonces, se denominaba «experimental», cuyo significado solo indica que se aborrece la imagen realista y la crónica de costumbres. Esclusa domina la distorsión del objetivo, el uso de filtros y otras imperfecciones, a las que suma el dinamismo caótico de los encuadres, las perspectivas anómalas, las iluminaciones aberrantes, el predominio de la fotografía nocturna y cuantas expresiones defectuosas dinamitaran la contemplación costumbrista de los espacios que enfocaba y, a veces, a propósito, desenfocaba. 

    A mis dieciocho años —qué curiosas resultan las ideas— abominaba de esa imagen experimental de la realidad. La relacionaba con la generación anterior a la mía, cuyas manifestaciones características —culturalismo, vanguardismo, experimentalismo…— solo me parecían huidas huecas e insustanciales de la visión auténtica de lo real, que era la única que me interesaba descubrir entonces. En 1988, la exposición que ahora contemplo de Manel Esclusa me hubiera parecido un auténtico espanto. En 2025, ahíto de imágenes, no solo disfruto de una mirada que se evade del compromiso con lo que existe, sino que descubro cómo odiándolo, sin ser consciente, aprendía con él a desconfiar no de lo imaginario, sino de sus referentes. Hoy me siento más cerca de aquella Barcelona imaginada por Esclusa desde la distorsión y el delirio creativo que de las obviedades que se llevan turistas y visitantes guardadas en sus respectivos móviles.

Puente de Bac de Roda. Sant Andreu-Sant Martí

         Si tuviera que señalar dónde veo más realidad, si en una reproducción literal, por ejemplo, del retórico puente de Bac de Roda o en las placas con las que Esclusa lo muestra sesgado, fugaz y oblicuo, creo que no dudaría en colgar en un lugar privilegiado cualquiera de sus fotografías. Y no es únicamente una cuestión de gusto, sino de memoria. Inaugurado cuando yo apenas tenía diecisiete años, época en la que realizó Esclusa su reportaje, recuerdo que una tarde fui con un grupo de amigos a ver, por primera vez, el nuevo puente de Calatrava. Lo cruzamos desde la Sagrera hacia la Verneda. Por debajo no había un río, sino el brillo metálico de las vías del tren en mitad de un auténtico museo de la basura. En la Perona, a la izquierda, aún quedaban unas cuantas chabolas cuya impresión todavía recuerdo. De vuelta, ya anochecía. Las imágenes que han quedado en mi memoria de aquel regreso, caminando por la pasarela bajo la doble lira gigante y tan blanca, se parecen, con una exactitud que me asombra, a las inquietantes instantáneas experimentales que veo en la exposición de Manel Esclusa. De quien ahora podría afirmar que lo que aquel día fotografió en el puente Bac de Roda fue literalmente mi memoria treinta y ocho años después del momento en el que atravesé el puente a pie para conocerlo. 

Manel Esclusa en 1992

20 de marzo, jueves. Jardín de aforismos


Ojalá acabar de escribir un libro fuera como terminar de leerlo, se cierra, se aloja en un estante y se pasa a otra cosa.

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Cada vez hay menos vidas novelescas debido al afán autobiografista de los escritores.

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La antigua controversia entre quienes pensaban que el presente se construía con el pasado y los que abogaban por apostarlo todo al futuro se ha cancelado con la desaparición de ambos puntos de referencia.

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En las nuevas líneas de metro, sin conductor dentro de la cabina, se inspiran las modas literarias. 

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Las pantallas solo son el grado uno de la suplantación de la realidad por artilugios que sustituyen el consumo de tiempo por el cobro de una tarifa.

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Tal vez haya sido siempre así, pero solo ahora da la impresión de que cualquier descripción de la sociedad es un autorretrato. 

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Cuando en un debate se apela a la «razón» —para entender lo que se defiende— hay que traducir el término por «interés propio».

16 de marzo, domingo | O a caballo


De repente, en la aplicación de mensajería de una red social, un día a finales del mes pasado, en febrero, recibo juntos tres o cuatro mensajes de felicitación de Año Nuevo. Incluso uno enviado la víspera, el 31 de diciembre de 2024. ¿Dónde andará? Esta inesperada correspondencia me hace pensar, en primer término, que en aquellos días augurábamos, la verdad, un año menos incierto. Por otra parte, imagino que entonces había en la aplicación un intenso tráfico de mensajes de felicitación y me ha resultado reconfortante ver cómo algunos se han reconvertido al tiempo analógico para llegar hasta mis manos: han transitado desde ciudades distantes caminando.

[Epigrama VI-02]