CARTAS AL s XX | 4 de marzo de 1923, domingo. El libro perdido de William Carlos Williams


«Si algo importante resulta, tanto mejor», dice el doctor Williams ante la propuesta del poeta William Carlos. Ambos van a cumplir en unos meses cuarenta años, aunque nadie me discutiría si afirmo que los llevan de manera diferente. A diario el doctor, en un espejo de la entrada, antes de salir de casa, cierra con delicadeza el alfiler sobre el nudo de su corbata. Y en invierno se abrocha el abrigo jaspeado de lana. El poeta, al atardecer, lo desabrocha, también con cuidado, y con la mano se revuelve un mechón de cabello que le crece en la parte superior de la cabeza. Pero ya no lo hace frente al espejo, sino sentado ante un cuaderno.

         Cuando llegue el sábado se verá con Mc Almon en la ciudad. Rumor de cucharillas rebotando sobre cerámica y voces agarrándose unas a otras como practicantes de judo. El himno del Greenwich Village. En efecto, está sentado frente a Robert, a quien le han llegado noticias de Dijon. Dijon suena a nombre de un lugar ubicado en otro universo. Monsieur Darantière, el impresor francés del que te hablé, va a tirar ya la cubierta. En cartulina verde. Las tripas ya están cosidas. El poeta asiente. Pero no acaba de imaginársela. ¿Verde selva tropical? ¿Verde pradera de hierbas bajas en Montana o de hierbas altas en Illinois? ¿Verde cítrico o verde calaíta? Diría, especula Robert, por las explicaciones de Maurice, que turquesa. Sin ilustraciones. Solo tipografía. Título y nombre. Modulación inclinada. Tipos Bookman. Trescientos ejemplares. ¿Trescientos?, ¿no van a sobrar doscientos noventa? No seas tan optimista. De mi primer libro vendí cuatro en Rutherford y ninguno en otra parte. Y William Carlos añade para sí: «Y tanto más probable el que nadie quiera verlo».

«Toda idea de tristeza nos ha abandonado» le dice el poeta al doctor. De regreso. Ya en el tren. Los dos solos en un mismo asiento. Al entrar en un túnel, el paisaje donde la ciudad se va desliendo poco a poco en suburbio, de súbito se transforma en monólogo. El viajero ante sí: «La vida se vuelve real solo cuando la identificamos con nosotros mismos», le dice la ventanilla del vagón mientras no trasluce nada. Como si el doctor Williams interrogara a William Carlos, pero el ferrocarril emerge a la luz antes de que ninguno de los dos haya llegado a alguna conclusión.  Sin embargo, la respuesta está ahí. La ve. Con las riendas en las manos un labriego contempla pensativo el paso del tren desde una carreta que avanza por un camino embarrado.  Un niño devora, en un asiento próximo, un bizcocho de chocolate con nueces que acaba de desenvolver su madre.

         Hay un lugar recóndito en cada atardecer de domingo. Entre papeles y revistas del poeta y del pediatra busca alguna superficie en verde turquesa para hacerse la idea de cómo va a ser su nuevo libro. Escribe sobre la cartulina de un folleto médico de ese tono: Spring and All. Con pluma, en bastardilla. Obvia su nombre. No es un libro como los que William Carlos ha publicado antes. Aquellos que escribió con buril en lugar de pluma y que fue recubriendo con levísimas capas de esmalte que imprimía un finísimo pincel. Aquellas fotografías en palabras que soñaba bajo la estética de unas ideas en las que ha dejado de creer. Tampoco sabe si el doctor Williams habrá intervenido con el gesto resolutivo de quien sana. Con su clarividencia. El libro carece de aquel ejercicio cristalino de tallador de orfebrería, pero aún no sabe qué contiene. Envió el manuscrito mecanografiado a Dijon hace meses y en una carpeta se quedaron los borradores, cada día que pasa más ininteligibles.

         La noche arde en la chimenea de la casa del doctor Williams. En ropas cómodas, familiares, conversa con el poeta que habita en ella como inquilino, quien asevera: «Este momento es lo único que a mí me interesa. Luego, ¿a quién le importa nada de lo que yo hago?». El doctor se acaricia el rostro y advierte en su mejilla la barba incipiente que mañana, temprano, tendrá que rasurar: «¿Y eso qué me importa?». Ambos se dan cuenta de que no hay camino al otro lado del barranco, ni hay barranco donde se alza la tapia que están levantando. Que no es esa la pregunta porque la respuesta lo desdibuja todo. «¿A quién, entonces, me dirijo?», prueba de formularla de otra forma uno de los dos, e inmediatamente William Carlos Williams les responde a ambos: «A la imaginación».

20 de abril, sábado. Jardín de aforismos


Hubo un momento en el que la armonía era el fruto de ideas discordantes. Se sabe por los libros, pero se comprende solo después de pasar unos meses sin leer la prensa.

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En las ciudades antiguas un fuego ardía sin descanso en lo alto de una torre. En las modernas hay tantas luces que es difícil saber cuál es la que reconcilia.

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Se discute con frecuencia si el saber está más en los libros, como dicen unos, o en la red, como defienden otros. Lo cierto es que ni en un sitio ni en otro, su único soporte es el tiempo.

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Por más que se empeñen, no van a conseguir que la muerte rectifique nunca.

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Resulta desalentador comprobar que el mismo principio que alienta la locura de los ludópatas da vida a la esperanza.

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A veces resulta práctico pintar el día solo con color negro y después tratar de imaginar la noche.

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Cuando se ha verificado por completo la ausencia de un paso entre un lugar y otro conviene seguir buscándolo.

17 de abril, miércoles. Pequeños desprestigios de la verdad


En el programa Hoy por hoy, en la cadena Ser, los miércoles por la mañana una novelista, Marta Sanz, y un ensayista, Manuel Delgado, discuten sobre un asunto cualquiera. La casualidad me ha convertido en oyente de los debates. Hoy tratan sobre la oportunidad. La novelista ha defendido, por ejemplo, las segundas oportunidades contando que tuvo una primera con su actual pareja, que salió mal, luego, en la segunda, ya llevan treinta años. Pese a que, por el oficio que desempeña, debiera estar acostumbrada a lidiar con el yo de la ficción, siempre que Marta Sanz habla de sí misma el oyente sabe que es ella, la persona y no el personaje, de quien se habla.

  No ocurre lo mismo con su contertulio. En la discusión de hoy Manuel Delgado ha ilustrado el concepto de «oportunidades» también desde el yo. Ha contado que cuando entra en unos grandes almacenes inmediatamente se deja tentar por la sección de productos rebajados y no se resiste a comprarlos, no porque los necesite, sino por su precio. Lo que le lleva a adquirir, por ejemplo, un champú barato siendo calvo. Hecho que le obliga a enfrentarse a sí mismo con la siguiente cuestión: «¿Y esto para qué lo has comprado?». El efecto de este argumento desde un yo que declara una debilidad es notable. La fuerza no emana del hecho, tópico, sino de la confesión. De un yo que se presenta como real, aunque resulte inverosímil en alguien como el profesor Delgado, tan implicado siempre en cualquier actitud de rebeldía. Lo que el ensayista realiza es un ejercicio de ficción, el que nunca emprende la novelista, encarnando un defecto en un yo ficticio para subrayar la intención de lo que se cuenta y disimular su significado trivial.

  En otro momento del debate, también sobre el asunto de la oportunidad, Manuel Delegado ilustra la actitud de «algunos» que durante el conflicto en Cataluña defendieron la independencia sin ser nacionalistas como una ocasión para desligarse de la monarquía y probar la vía republicana. Quien tenga un poco de memoria recordará que esta fue la posición del ensayista durante la época en la que se hablaba del procés. Sin embargo aquí utiliza la retórica para ocultar un yo tras una tercera persona que, sin embargo, manifiesta las ideas de quien habla. En ambos casos la razón que se expresa adecua su sujeto a conveniencia, es decir, impone la persona verbal, donde el yo aparece o desaparece en virtud de los intereses del discurso, no de lo que debería considerarse como «realidad»,

  El término con el que he concluido el párrafo anterior evitaba decir otro: verdad, cuyo significado no acaba de estar claro en esta época. Quizá porque se hayan extendido hábitos dialécticos de la ficción como si fueran de la realidad, tal como los practica el doctor Delgado. Parece una trivialidad el uso ficticio del yo, pero tal vez solo sea un síntoma menor de un problema mayor, que es la pérdida de autoridad de la razón como búsqueda insobornable de la verdad, principio que quizá fundara la edad moderna, de la que parece que se quiera huir. La razón persigue ahora solo efectos artificiosos del lenguaje, como en el caso del ensayista, o, en la mayor parte de los casos, respaldar intereses particulares. Se argumenta para amurallar lo propio, sea cual sea la realidad aludida. Y quizá por ser esta tergiversación tan grave, la trivialidad de un yo de mentira usado para subrayar u ocultar le suena tan mal a quien lo escucha. 

8 de abril, lunes. «Ventana ciega»


Hoy, ocho de abril, es la fecha que la editorial Mixtura ha elegido para la publicación de Ventana ciega, mi segundo libro de aforismos y trigésimo primer volumen desde que en 1983 apareciera el primero, Sortilegio. Ventana ciega inaugura decena, la cuarta en títulos, y década, la quinta de escritura. Y este es el carácter que le atribuyo al libro: un nuevo inicio. Emprender vías de expresión diferentes —después de los poemas, los relatos, las novelas, los poemas en prosa y los diarios— es solo otra manera de mostrar devoción por el ámbito bajo el que busqué amparo en la adolescencia, la literatura. Y en el que aún creo. 

         En el párrafo anterior acabo de detectar una pequeña incongruencia en el cálculo de mi pasado, pero creo que no la voy a corregir. He dicho, de Ventana ciega, que es segundo y que es nuevo. No parece coherente, pero tal vez lo sea. La aforística es un género filosófico y literario con una tradición y unas reglas implícitas, que este libro no siempre cumple. Es segundo en lo general —la expresión literaria densa y breve—, y nuevo en lo particular, su capacidad —espero que se advierta— para incorporar a la experiencia de la brevedad sensaciones que procedan de otros estilos literarios que el aforismo entrevera y conjunta.

         El primer género al que se acerca tal vez sea el diario. Comparten, creo, génesis, aunque se diferencian en el propósito.  Mientras el diario persigue la crónica temporal, el aforismo ahonda en el misterio del pensamiento. La escritura desvela en quien escribe espacios de intimidad que normalmente viven ajenos a la consciencia, y también la lectura tiene, en el lector, idéntica capacidad. ¿Por qué gusta un libro si no es por el hecho de que descubre profanidades que quien lo lee no sabría expresar por sí mismo?  Este paralelismo —el de quien escribe y descubre y el de quien lee y descubre— se convierte en Ventana ciega en un círculo: quien ha leído y descubierto escribe para descubrirse a sí mismo de otra manera.

         Hay veces en las que el lector desea conocer a fondo una obra. Así reuní traducciones, epistolarios, estudios y biografías de Emily Dickinson (1830-1886), convencido de que en ese territorio había un tesoro escondido. Mientras avanzaba en la lectura, en exclusiva durante meses, empecé a escribir, sin proponérmelo, pequeños textos poéticos que, si bien no tenían nada que ver con la literalidad de lo que leía, procedían de un extraño diálogo con lo que estaba leyendo. Cómo imaginaba la vida que yo viviría en aquella época y en aquel mismo lugar. Qué conversaciones mantendría. Qué me sorprendería. Qué les diría la autora a los otros poetas que admiro. Cómo piensa el yo desconocido que la lectura descubre. Era una experiencia de la otredad que desde su modo oblicuo me retrataba mejor que un espejo. Escribí infinidad de textos que pronto fueron tomando cuerpo en una suerte de diario poético de expresión aforística. El resultado fraguó en «Ventanas de la Casa Ámbar», la primera parte de Ventana ciega.

         La experiencia resultó tan feliz que decidí, unos meses después de concluida, repetirla. Había leído a Rosalía de Castro (1837-1885) en mi juventud, pero existían aspectos de su poesía en castellano y de sus textos en prosa que había olvidado. Así que reuní los libros que sesteaban en los estantes de la biblioteca y los releí con creciente asombro.  Desde el principio el diálogo con el universo al que regresaba fue igualmente fértil y de ahí surgió «Un sendero de pálidas estrellas». Tiempo después emprendí la lectura de la Poesía completa de Edith Södergran (1892-1923) y el diálogo con lo que su poesía me desvelaba de mí mismo quedó en el interior de «El círculo quebrado». Como en esta época también escribía aforismos al margen de las lecturas, presento en la última parte, «Aguas que bajan turbias», una selección.

         Las tres poetas, que nacieron en el siglo XIX, vivieron —al menos una parte de su vida— en lugares apartados de los centros de cultura, utilizaron una lengua poética —la de su época— insuficiente y retórica, de la que ellas supieron extraer una expresión áurea cuyos destinatarios rara vez se hallaron en su momento. Y un siglo más tarde iluminan las sombras del pensamiento de sus lectores tanto o más que cualquier escritura contemporánea. Ventana ciega es el relato poético y aforístico de este encuentro.

       El libro se publica con una ilustración en cubierta sobrecogedora de la artista y poeta Carol Gómez Pelegrín, que posiblemente ya sea otra parte insustituible de este libro. Pero, ¿por qué Ventana ciega? El título alude a la aparente contradicción de una realidad que se puede constatar. Igual que ocurre con la literatura, una creación pura que revela existencias.  Visión deslumbrada que es capaz de dibujar con exactitud el retrato de quien la contempla. El propósito secreto de este libro que acaba de aparecer, hoy, ocho de abril. 

2 de abril, martes. La última fotografía


Coloca la cámara junto a las otras en el estante. Se siente exhausto. No va a extraer aún el carrete para encerrarse con él en el cuarto oscuro y descubrir lo que ha visto. Otro día, cuando esté más despejado, se dice. No hace falta, sin embargo, que se engañe. Está solo. Hace tiempo que lo está. No ha de dar explicaciones a nadie. Tampoco a sí mismo. Bien puede aceptar que no es el cansancio la razón de que el carrete vaya a continuar en el interior de la cámara durante varios días. Semanas, tal vez. O meses. Tiene otras cámaras para tratar de borrar las fotos de hoy con nuevas fotos.

      El domingo no ha acabado aún de despertarse. Una intensa niebla, oscura, fúnebre, aletarga el tiempo. Una luz ideal para hacer fotos, se repite con ironía al recordar su propósito de aprovechar la mañana para hacer paisajismo fotográfico. El destino es una moneda al aire que alguien lanza sin que nadie aguarde a la caída para saber a qué atenerse. Así que después de decidir que dedicaría el día a otras tareas, se viste, mete en el macuto la réflex que había cargado por la noche, se equipa con el chaleco de bolsillos grandes, ya llenos de artilugios, y sale.

         Una luz antigua baña la calle. Aunque haya puesto un rollo en color, las fotos le van a salir en blanco y negro. Como a los clásicos. De repente una idea se interfiere en la ruta que ha emprendido. En la montaña a donde tenía pensado ir no se va a ver nada. Mejor, la estación. Pensarlo y darse la vuelta no consiguen surgir como dos acciones por separado. Como si ya lo llevara pensado desde antes y se lo hubiera ocultado a sí mismo hasta entonces. El autobús hacia el tren circula en dirección opuesta. Pese a la hora, no tarda en asomar por la avenida. A veces la realidad se pone de parte de uno de inmediato, es lo que piensa mientras saca unas monedas del bolsillo.

         La niebla, tal como preveía, se había colado en la antigua estación, como si fuera un pasajero más que ha descendido del convoy nocturno, aún con legañas en los ojos después de haber maldormido durante un largo viaje.  Descubre en ese momento que ya tiene argumento para la sesión del día. Una personificación de la bruma. Llamando a las puertas de los despachos ferroviarios, sentada en los bancos vacíos, colándose por las ventanillas de los vagones detenidos, arropando una maleta como si estuviera a punto de levantarla y partir. Guau, exclama para sus adentros. Las imágenes que va ideando se encuadran una tras otra. Un poco oscuras, algo tétricas, pero no le disgusta el tono. La lobreguez del día crea ambiente. Refleja un estado de ánimo. Aún ignora que quizá sea también el suyo.

         La ha fotografiado de espaldas. Va a ser la mejor placa de la serie. Una prostituta que, como las había visto hacerlo en la época aciaga, había acudido a los servicios de la estación posiblemente antes de retirarse a casa después de un viaje nocturno sin haberse movido de una esquina. La neblina rodea sus hombros como lo haría el brazo de un amante que la condujera hacia el lecho. Él mismo lo había hecho tantas veces. La luz caliginosa desdibuja el cuerpo casi desnudo: las piernas sin medias pese a la baja temperatura, la espalda, al aire de un escote halter, cruzada por el broche de un sujetador. Detalles que la mirada capta en el visor de la cámara en el momento de dispararla. Todo ha quedado ahí dentro, la mujer y su amante, que ya no es él, sino el humo.

         Uno de los dos únicos habitantes de aquella madrugada en la estación tenía que darse la vuelta cuando la moneda, que alguien había lanzado al aire nada más salir de su casa, cayera sobre una baldosa ferroviaria, sucia y desgastada por el exceso de tránsito.  Si hubiera sido él quien decidiera irse, la felicidad de una pieza memorable hubiera completado la serie. Ya tenía listo el reportaje. La guinda acababa de ser captada por el objetivo, y la luz ya había impregnado el negativo que pronto le deslumbraría a la luz roja del laboratorio. Era la hora de abandonar. Mejor, el instante. Darse la vuelta. Desaparecer en la niebla. Sonreiría imaginando ya las fotos que había hecho, evocadas una a una, y en especial la última, esa genialidad a la que había asistido. Le faltaría tiempo para encerrarse en el laboratorio.

         Pero quiso más. Una más. La idea no le cuadraba del todo: la mujer saliendo del brazo de su amante, el nublado. Le parecía redundante esa imagen en la serie. Al final se vería abocado a elegir entre dos contactos, o en el que entraba, ya hecho, o en el que salía, aún por ver qué podía captar. Además, encarar a alguien no siempre es fácil. Ni se suele aceptar con agrado. Casi no hay tiempo de enfocar, porque cuando la mirada y el objetivo se cruzan, el argumento de la foto cambia por completo, ya solo prevalece el odio al extraño ojo que invade una intimidad. Pero mientras decide, se queda frente a la puerta por donde ha desparecido la mujer. Y espera.

         Ella no puede dar la vuelta e irse. A la fuerza ha de salir del lavabo de cara. La moneda lanzada al aire solo es para él. Tampoco lo sabe ver, y aguarda. Trata de agazaparse tras una columna. Encuadra la imagen neblinosa de la mujer antes de que aparezca en el plano. No está seguro de que aquello añada nada nuevo a lo que ya ha conseguido. Aun así, aguanta la cámara en su posición depredadora. Tarda, ella. Persevera, él. Solo piensa en la fotografía que va a hacer. Nada más. Tal vez por eso dispara antes de mirar el rostro. La reconoce al instante, aunque se diga una y otra vez que no puede ser quien sabe ya que es. Solo ha estado enamorado de una persona. En casa guarda miles de instantáneas suyas. Tomadas en todas partes. Bueno, en todas no, nunca se le había ocurrido fotografiarla en la estación, cuando llegaban de algún viaje, con el gesto cansado, pero felices. Mientras estuvieron juntos no le importó cruzar todas las líneas rojas que encontraba hacia el vacío, pero ahora sabe que quien se ha despeñado es ella. La imagen que no había captado nunca ya estaba en el interior de la cámara. Comprende que ya es tarde para no haber ido a la estación, o al menos para haberse conformado antes. La foto de frente le grita que la situación es buena solo para estar muerto.     

[Cuaderno de ficciones, página 16]


28 de marzo, jueves. Pensar desde el poema


Ayer, en la tertulia galáctica —es decir, por Zoom—, el capitán del equipo nos propone la lectura de unos poemas de Basilio Sánchez (1958) que la revista El Ciervo acaba de publicar. La tesis inicial de la discusión es que sus poemas «suenan bien, pero no dicen nada». Nuestros puntos de partida, compruebo, tienen un aire profundamente democrático: si se hiciera una encuesta, más de la mitad de la población lectora atribuiría el dictamen a todos los poemas existentes, escritos en cualquier época. El curso del debate, sin embargo, me conduce a dos cuestiones en absoluto triviales, pese a las alturas del milenio en el que nos encontramos. Primera, ¿cómo significa la poesía?; segunda, ¿el significado de la poesía refleja pensamiento?

El primer poema que se comenta carece de título. Su estrofa inicial centra ya la discusión: «La luz del mediodía, / como un pájaro ciego, / se sostiene en lo más alto del aire. / Las raíces del mosto sacan agua / de las profundidades de la tierra». Dos cuestiones saltan a la vista. ¿Por qué es ciego el pájaro? Y ¿el mosto tiene raíces? Esta segunda pregunta la plantea uno de los poetas que asisten a la tertulia. Con el calificativo de poeta simplemente indico que ha publicado libros de poesía. Su argumento es el siguiente: «Hay una evidente aberración en el significado del poema, porque el mosto es el zumo de la uva que va a ser vino, y eso no puede tener raíces, lo que tiene raíces es la cepa». El razonamiento no es baladí. Es exactamente lo que se exige al significado de las palabras cuando se escribe en prosa. Si se tratara de un artículo de prensa, un ensayo académico, un panfleto de divulgación de la viticultura o incluso una novela convencional, la objeción sería pertinente. Este nivel literal de la significación puede calificarse, de manera genérica, como propio de la prosa. Resulta obvio que Basilio Sánchez no ha querido significar de esta manera, aunque esta apreciación resulta menos relevante que el hecho de que un poeta haya realizado una lectura prosaica del verso. Incluso tan prosaica, de lo que se deriva que no solo en el siglo XIX han existido poetas que pensaban en prosa. Del prosaísmo, como de otros ismos, no suele impactar el contenido ideológico, sino el proselitismo de su militancia.

La estrofa leída traza las dimensiones de aquello de lo que se va a hablar, desde lo alto de la atmósfera hasta las profundidades de la tierra. Aquí, la lógica de la prosa exigiría una secuencia que implique, por este orden, raíces-cepa-uvas-mosto-vino, pero la poesía tiene otro modo de significar, en el que lo significativo es precisamente la alteración de la secuencia, que establecida como raíces -mosto despierta el uso metafórico del lenguaje, es decir, el hecho de que signifique por ausencia del significante: raíces oculta cepa y mosto remite a vino. Se podría decir que es una manera de expresarse a través de lo evocado en lugar de mediante lo implicado, es decir, una forma simbólica. Otro miembro del grupo aduce para la incógnita del pájaro ciego el uso de la hipálage, un recurso mediante el cual se altera la lógica de la atribución de cualidades, de modo que la ceguera no sería la del pájaro, sino la de la luz de un sol cegador. Las figuras expresivas no son más que una codificación de la escritura simbólica de la poesía. Atendiendo a los cinco versos iniciales, las dimensiones del teatro del poema se establecen mediante unas coordenadas lógicas —altura y profundidad, aire y agua—, y otras simbólicas —ciego y mosto, como atributos de pájaro y raíces—. Ambos símbolos poseen una filiación antiquísima como miembros de una deidad tripartita. El pájaro representa el espíritu y el vino a diario es desvelado por miles de oficiantes como Sangre de Cristo. Ahora bien, el pájaro está ciego y el vino es aún mosto, indigno del sacrificio. Dos partes incompletas que anulan, por extensión, la tercera. Es decir, las dimensiones del poema excluyen a Dios del marco que está trazando, que es el de la vida. La tercera estrofa del poema lo certifica: «Acercarnos con afecto a las cosas / nos permite intimar con lo sagrado / que permanece en ellas».

El mundo es el que está formado por las cosas, por la materia, aunque en ellas se incluya «lo sagrado». Un mundo sin teología, pero con teleología. El Dios desaparecido permanece sin embargo en los fines altruistas que alberga la materia. La segunda estrofa explicita esta transición: «Hay un hermanamiento, / una especie de familiaridad entre las coas / que conforman el mundo, / como si cada una cuidara de la otra, / como si la alegría en la que viven inmersas / fuera un logro de todas, / la conquista de una comunidad». La terminología de esta estrofa es diáfana — hermanamiento, familiaridad, cuidar, alegría, comunidad— en su alusión directa al pensamiento cristiano, ahora ya sin Trinidad, sin Dios, pero con idénticos propósitos finales.

Los dos últimos versos concluyen el pensamiento implícito en el poema con una rotunda afirmación de carácter epistemológico: «La mañana está en deuda con la cosecha de las flores. / El que entiende de pájaros entiende de narcisos». Es decir, el conocimiento está circunscrito en exclusiva al mundo de las cosas. Esta afirmación concentra el pensamiento contenido en el poema. Sus versos son la expresión de una concepción de la vida cuya idea trascendente, que persiste, ya no depende del más allá, sino de la propia finalidad con la que se comprende el mundo. Es una concepción que recuerda la metáfora kantiana de la isla. Sus habitantes, desconocedores de cuanto exista más allá del horizonte marino que sus ojos alcancen a ver, deben centrarse en el conocimiento y en el reconocimiento de cuanto se encuentra dentro de la isla, sin que importe lo que exista o no exista en el más allá.

Ciertamente los poemas son capaces de transportar en sus versos pensamiento, a veces de una gran densidad, como este texto de Basilio Sánchez. Es posible que nada en él descubra matices innovadores en el ámbito de la filosofía, aunque también es posible que muestre maneras de pensar que, al persistir, resulten significativas. Este regreso de un poeta al punto y aparte en la concepción de lo divino que estableció Kant tal vez lleve implícito, antes que una negación teológica, una refutación en toda regla del pensamiento materialista y existencialista que se desencadenó a continuación, cuya obsesión por la muerte borró cualquier atención por los seres y sus vidas. A nadie le extrañe que este sea el significado simbólico oculto del poema: una afirmación no de la materia por sí misma, sino por la eternidad de la vida —a través de cosas de las que entendemos— que permanece en la vida.

CARTAS AL s XX | 3 de marzo de 1980, lunes. Soy periodista


Soy periodista. Sé que lo he sido siempre. De los demás no estoy seguro, pero de mí hay pruebas, en algún cajón del armario guardo el título que me dieron. Ciencias de la Información. Creo que incluso pertenezco a una de las primeras promociones. Estudié en la Autónoma de Barcelona. No me acuerdo de gran cosa de lo que me enseñaron, pero es lo que tienen los diplomas, certifican. Lo que me gustaba era escribir. Desde niño. A mi madre, el doctor para el que limpiaba su consulta le daba las libretas de notas con que las que las farmacéuticas se promocionaban. Es cierto que la cubierta era un anuncio, pero por dentro existía un paraíso de hojas en blanco encuadernadas. En algún lugar del piso deben de estar, todas caligrafiadas con cientos de historias. Lo que me ocurría o me contaron, ahí está copiado. En letra menuda, con frecuentes faltas de ortografía. Alguna vez les echo un vistazo. Solo por nostalgia. Tenía entonces un interés, creo, antes de escritor que de periodista. Conforme iba creciendo, sin embargo, me atraía más el presente, contado desde el presente para ser leído en ese mismo momento. La inmediatez acabó por fascinarme.  No me veía con ánimo para trabajar una historia durante años y después esperar meses y meses a que se imprimiera. Absorbía entonces el sentido propio de la época en su modo de respirar.

         Tengo desde hace una década un contrato de colaboración en exclusiva con uno de los mejores periódicos del país. Me da para vivir bien. No puedo escribir en otros medios, pero tampoco lo necesito. Me lo prorrogan cada año, religiosamente. Quejarse sería de idiotas. La verdad es que he tenido suerte. Había empezado a hacer mis pinitos en el periodismo en medios marginales. Revistas de ateneos populares, publicaciones sindicales, fanzines barriobajeros. Donde fuera. Nadie me conocía, nadie me pedía un artículo, era yo quien los enviaba y al poco los veía aparecer. Esa magia me bastaba. Casi nunca me pagaban, o una miseria, pero en aquel momento inicial eso no era lo importante. Cuando me llamaron del periódico donde escribo, aluciné. Era un salto mortal, pasar de la nada al cénit. «Te seguimos atentamente», me dijo el redactor jefe que había entonces. «Te necesitamos, tienes un gran potencial». No era más que un mindundi, pero una llamada telefónica me convirtió, de repente, en un dios del periodismo. Nunca he sabido dónde se esconde el hada madrina que trafica con nuestros destinos y con nuestra vanidad.

         Viajé en un tren nocturno, en una litera, para estar por la mañana en Madrid. No pegué ojo en toda la noche. Aunque es posible que la durmiera entera soñando que estaba despierto para no pasarme de parada. En Madrid, que es el final de todos los trayectos. La redacción del periódico era como las que había visto en las películas americanas. Un delirio de voces y timbres de teléfonos. Ya buscaba con la mirada una mesa libre para imaginarme dónde iba a trabajar antes de haber firmado aún nada. Creo que, si me dijeran que no me podían pagar, aceptaría el puesto sin dudarlo. Al instante. El redactor jefe que me recibió me hizo poco caso. Me abandonó en la mesa de una administrativa, que fue quien me contó las condiciones. Habría firmado antes de oírlas. Tenía que entregar un artículo cada miércoles. De actualidad. Sobre lo que quisiera. Podía hacer crónica, entrevista, opinión, sin otro límite que la extensión ni otra pauta que la rabiosa actualidad.  Cada lunes tenía que llamar a un número de teléfono y anunciar el asunto que iba a tratar en mi texto, para que fueran preparando el reportaje fotográfico. Firmé, con los ojos cerrados. En la copia que me dieron figuraba estampada la firma del director del periódico. Lloré de gozo. Arrancaba la década de los setenta y yo salía a la pista del hipódromo a lomos del mejor purasangre.

         Al lunes siguiente llamé a primera hora para explicar qué haría en mi primer artículo. Ya lo tenía medio escrito, claro. De hecho, me costó más elaborar la presentación de mi propósito que haría por teléfono. Que fuera el de una simple administrativa me dejó perplejo. Esperaba, por lo menos, hablar con el redactor jefe, si no era posible hacerlo directamente con el director. Tomó nota de lo que le dije, menos y peor expresado de lo que había pensado decir, y me puse a mecanografiar en limpio el primer escalón de mi gloria periodística. Cuando acabé, lo leí en voz alta y me dije a mí mismo: «Es que eres el copón de bueno, tío». Esperé el jueves su publicación. Luego, el viernes. Lo habrán dejado para el fin de semana, pensé, que hay más lectores. El lunes le pregunté a la administrativa. Me dijo que a veces las colaboraciones salían o no salían, que eso dependía de la dirección, pero que el hecho no afectaba ni a la periodicidad pactada ni al cobro de lo convenido por contrato. Y me preguntó cuál sería el tema del siguiente. No había pensado nada, improvisé algo y de inmediato me puse a redactarlo. Seis meses más tarde apareció publicado mi primer artículo en el diario. Era el que había escrito en decimoctavo lugar. No puedo negar que me alegró. Subí a casa con el diario, como hacía cada mañana, y nada más verlo volví a bajar a toda prisa para comprar cinco ejemplares. El recorte lo enmarqué y está por ahí colgado, ya amarillento. Los cuatro restantes los tiré años después, cuando necesitaba espacio en el estudio.

         El siguiente no lo publicaron hasta varios meses después, y así pasó el primer año. Tenía un trabajo de prestigio, un excelente sueldo, pero solo la administrativa y yo sabíamos que era periodista. Luego pasó el segundo año, en el que publicaron de modo aleatorio cuatro o cinco colaboraciones de las que semanalmente enviaba. El tercero, lo mismo. Y al cumplirse el cuarto año, de repente, empezó a aparecer cada semana uno, no en orden, sino de modo aleatorio. Hoy se han cumplido diez años desde la firma de mi contrato. Desde hace seis publico en las páginas del principal diario nacional asiduamente. Soy un periodista reconocido, no un humorista como a veces se ha dicho con muy mala intención.

         El artículo que mandé la misma semana de la firma, el primero, apareció un viernes siete años después de escrito. El que acaba de salir hoy mismo lo redacté hace ocho años. El que he enviado este miércoles se publicará a finales de esta década que acaba de empezar. Todos mis artículos, fruto de las investigaciones que desarrollé, de las entrevistas que hice en cada momento, de las opiniones que destilé en el alambique del trabajo personal y de la exhaustiva información que había recabado, representan el desarrollo de un ejercicio profesional impecable y, por cierto, bien remunerado. Y todos han merecido la tipografía de un gran periódico internacional, aunque hayan aparecido siempre con cierta dilación en relación al presente que retratan con extrema fidelidad. Lo que no justifica el mote con el que usualmente se me conoce en el mundillo: «el rancio».

         Reconozco que durante años he trabajado a oscuras, atado al noray del oficio solo por el cabo de unos honorarios que nunca se retrasaron y que cada año han ido aumentando al mismo nivel que subía la vida. Pero no enloquecí. Realicé mi trabajo periodístico como si el artículo enviado cada miércoles apareciera cada viernes en el diario. Así cuando no aparecía ninguno, y así también cuando empezaron a publicarse regularmente, aunque fuera de modo aleatorio. Era, literalmente, lo que había firmado en mi contrato. Las dos partes cumplimos. Punto y final.

Un día, de viaje a Madrid, me crucé por acaso con el antiguo redactor jefe, el que me contrató, ya jubilado. Le invité a un café y aceptó. Pedí una copita y se sumó. Ya no era nadie en ninguna parte y tenía ganas de hablar. «Fue una idea del director que había entonces, un iluminado. Estaba convencido de que un gran diario no podía sustentarse solo con la actualidad. Contrató a filósofos, a historiadores y a científicos para que escribieran, y eso nos proporcionó notoriedad. Pero falta algo, me repetía, falta algo. Insistía: Tenemos que desmitificar el presente. Hasta que se le ocurrió la idea: Sería genial tener un periodista que publicara noticias atrasadas, no sé, cuatro años después de que haya ocurrido algo, escribir tal como se pensaba la víspera. Por ejemplo, un artículo que previera lo que iba a ocurrir, cuando todo el mundo ya sabe que pasó lo contrario a lo previsto. Cosas así. Un periodista anacrónico.  Y le dije: Te lo busco y lo montamos». ¿Y por qué yo?, le pregunté incrédulo ante lo que estaba escuchado. «Verás, tenía que ser alguien joven, lejos de Madrid, inexperto, pero con verdadera vocación periodística. Le pedí a mi hermano, que vive en Sevilla, que me enviara los números que pillara del boletín que se publicaba en el ateneo de su barrio. Ahí vi tus artículos, creo que ni llegué a leerlos. Pero tuve un presentimiento y te llamé. Apareciste enseguida. Y aceptaste el trato a la primera. Eres nuestro invento: la desmitificación del periodismo. Cada semana pruebas cómo amarillea no solo el papel donde publicamos».

20 de marzo, miércoles. Jardín de aforismos



Lo que parece distinto suele ser solo otra manera de disimular lo uniforme.

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Que un beneficio afecte solo a los que tienen derecho a recibirlo rara vez beneficia a nadie que lo necesite.

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Los discursos que aplauden la diferencia suelen ser pronunciados por quienes, en su ámbito, solo admiten la semejanza.

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Lo de no bañarse dos veces en el mismo río caracteriza únicamente a los turistas.

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He observado que en las ciudades que cruza un río los desastres arquitectónicos rara vez se producen en las márgenes que se reflejan a diario en las aguas. Aunque posiblemente sea un espejismo de quienes proceden de una ciudad sin río.

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Me intriga saber qué piensan de sí mismos los gusanos que habitan el nido del Ave Fénix.

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El límite de una caminata no lo indica el camino, sino la necesidad o no de encontrarlo.


15 de marzo, viernes. Chanson d’amour


Rafael Pérez Estrada, «Eros», 1996

LOVE SONG

El engarce entre listones de la persiana bajada dibuja tumores amarillos sobre el mármol. El polvo de la taberna baila, como al son de una pianola, sin salirse del rayo que lo ilumina. Molly y Jimmy se sirven licor en una taza de café cuyo borde ensucia una aureola oscura. Por las ventanas abiertas se cuela la megafonía de la estación de Waterloo, que parece esconderse de su propio destino. Como si fueran copas, desprecian el asa cuando alzan las tazas para brindar. Luego vuelven a llenarlas y miran hacia la cristalera donde, echado el toldo, se reflejan sus besos.


CANZONE D’AMORE

Un café de barrio no es lugar para perder una tarde de sábado. Cocetta lo que quiere es pasear por el Corso, aunque haya que ir en autobús. Recorrer tiendas, no sé, tomar un helado en Piazza del Popolo. Tiene la ilusión de sentir la mano de Orazio de repente sobre la suya en mitad de los gruñidos imposibles con los que se hablan los turistas. La ilusión de que los escaparates la contemplen cuando acaricie su cabello suelto. La esperanza de acabar muerta en la parada y allí de pie que no importe que no pase nunca el suyo.

 

愛の歌  

A Sakura no le impresionó el primer beso de Hayato. Se lo pudo haber dado en el tranvía, mientras hablaba sin que el traqueteo le permitiera entenderlo. En el parque, el día en el que los cerezos florecieran. En una terraza del paseo marítimo, bebiendo un Calpis. ¿En qué película, se preguntaba Sakura, habrá visto que el amante se declara en un portal idéntico a todos los portales de una calle? Solo la impresionó el amor cuando fue a saltar sobre un charco —¡cuánto disfrutaba haciéndolo!— y al ver reflejado a Hayato se detuvo y no quiso romper el cristal.

 

LIEBESLIED 

La primera vez que hicieron el amor no sabían cómo se llamaban. Se lo habían dicho un poco antes, cuando se conocieron en una barra de Berghain, pero el volumen atronador de la música se comió la voz que se nombraba. En el cuarto oscuro se apresuraron a desnudarse sin verse ni siquiera en un reflejo. Luego, fuera, en el aparcamiento, entre coches fugaces, se reconocieron. En esta ocasión caminaron juntos hasta el chiringuito, y con una cerveza servida en vaso de plástico, cuando Geert dudó, Ilse dijo: Ilse, me llamo Ilse. Y resultó una hermosa revelación de la noche.

 

LAULU RAKKAUDEN 

De haber visitado una quiromante, las cartas hubieran pronosticado una encrucijada en sus vidas, pero los dos, Sirkka y Kalevi, en Helsinki-Vantaan, en diferentes colas de facturación, se encomendaron a los designios de una computadora, que los sentó una junto al otro. Atendieron las instrucciones de seguridad, pidieron sendos zumos de naranja a la azafata y se vieron reflejados en la ventanilla contemplando la ciudad que ambos desconocían durante la maniobra de aterrizaje. Aunque en algún momento se preguntaran quién sería el vecino, no cruzaron palabra, y con tan escasa realidad nada pudo hacer el amor para enloquecerlos un poco.

 

CANÇÃO DE AMOR

Los círculos de velas ardiendo en Copacabana, una noche sin luna, y en la cabeza la rotación de las esferas impulsadas por la caipirinha. «Bañémonos», sugiere Denilson mientras contempla a lo lejos, en el paseo, las ventanillas iluminadas de un autobús en la parada. El océano parece no ser de la misma opinión; su leve rugido, aunque incomprensible, delata un discreto enfado. «Vayamos al agua», insiste Denilson, y le convence a él mismo ver su gesto decidido e ilusionado en la lente de las gafas de Cida. Cuando la fría espuma cubre los pies, Cida se sujeta a su brazo.

 

ПЕСНЯ О ЛЮБВИ 

Sveta aprovecha cualquier cristalera para contemplar su corte de pelo, en especial le gusta mirarse de reojo al pasar frente al bar donde se reúnen los reclutas parlanchines de un cuartel próximo a su casa: repentinos silencios y miradas atentas, también la suya, confluyen en el dulce balanceo de su media melena. Una tarde, junto a la estación de Kievskaya, haciendo cola frente al puesto de kvas, habla con un soldado. «Me llamo Rodion», él. «Ah, Rodya», ella. «Estas cosas solo pasan en las novelas», él. «Pide, que nos toca, Rodya», ella, meneando la cabeza. «Ni en las novelas», él.

 

प्रेम गीत 

Nadie en Purjawala es cualquiera. Dependemos unos de otros, incluso para merecer un saludo que alegre el día. Hasta el conductor del autobús, que llega una vez por semana envuelto en una nube de polvo, es una personalidad en el pueblo. Le preguntan por su mujer e hijos, y a cada uno le cuenta la misma historia, pero saltándose partes, por abreviar, de modo que el último se queda sin saber nada. Luego se toma un té bajo una sombrilla y dice satisfecho: «El horizonte». Cuando vivamos en la ciudad, amado Paranjoy, ¿quién preguntará por la madre enferma de Vanalika?

 

أغنية الحب

Un desagradable aliento a arak le alcanza cuando el guardia de seguridad de la playa privada en Áqaba encañona a Malika con mirada de desprecio y farfulla incomprensible porque se presenta en la puerta sola, sin Azzâm. «Mi novio habrá perdido el autobús, no voy a esperarle en la playa pública», le responde. «El mundo se hunde bajo mis pies», clama el vigilante alzándose la chilaba para mostrar sus recias botas militares. Azzâm, Azzâm, antes inventarán una imagen holográfica masculina para pasear con ella que se cuele en algunas cabezas el mínimo destello de lo que ocurre en la realidad.

 

ΤΡΑΓΟΥΔΙ ΑΓΑΠΗΣ 

El barco los trae y el barco se los lleva, dice Agnes cuando alcanzan el promontorio desde donde se contempla el puerto de Chora. Y Adrastos piensa en el negocio de distribución de retsina que tiene su padre y tuvo el abuelo de su abuelo. «Siempre entre estas cuatro paredes de agua», gime Agnes, y Adrastos la anima: «Todos quieren verse reflejados en un cielo tan limpio, nosotros ya estamos aquí». «Qué palabra más pequeña: aquí», se lamenta Agnes. «Pero te quiero, un día padre me cederá las llaves del almacén». «Sí, pero cuando leva ancla, los extranjeros ríen felices».

 

AŞK ŞARKISI 

«Es verdad que no tenemos gran cosa, Orhan, aquí junto al río, entretenidos solo con la pelea entre la niebla baja y las luces fugaces que cruzan el puente Boğaziçi». «A veces me pregunto: ¿qué más quieres, Dilara? Nuestro es el chirrido de los tranvías, el canto de los vendedores de boza, el frío y la humedad de la noche. ¿Qué más quieres, Dilara?». «Nuestro el dialecto del cielo que no comprendemos y la acuarela de la ciudad que el gran charlatán dibuja en la pizarra de las aguas. ¿Qué más podemos desear, Orhan, cuando tu mano aprieta la mía?».

 

ՍԻՐՈ  ԵՐԳԸ 

El nubarrón sobre el barrio de Nork se fragmenta en caprichosos triángulos cuando se mira en los cristales de la estación abandonada del teleférico. Bedros arranca con la punta de la zapatilla, en el peldaño donde están sentados, un trozo de hormigón. «Aquí hay más arena que cemento, no me extraña que todo se venga abajo». «¿Cuándo me llevará este fantástico albañil a beber una agua de Jermuk?» —aprovecha Lucine el comentario profesional. Bedros levanta la vista, admira sus ojos oscuros, sonríe: «Para ti construiré un teleférico de hormigón armado que suba hasta la cima nevada desde aquí mismito».

 

เพลงความรัก 

Cuando Phailin alzó la mirada, aún con el agua de coco ascendiendo por la pajita hacia los labios, Kovit sorbía cabizbajo, contemplando del día solamente su rostro desfigurado y cada vez más pequeño conforme menguaba el líquido en la cáscara partida. Las vistas al río Chao Phraya eran idénticas para los dos, pero a la muchacha le dio tiempo de ver cómo un avión escribía en la pizarra del cielo un mensaje incomprensible y adivinar en qué tronco un perro iba a levantar la pata. Todo eso no lo vendían con el agua de coco, pero Phailin sí lo compraba.

 

 CANCIÓN DE AMOR

«He descubierto un blog con canciones de amor», grita desde su bicicleta Julio como quien aplica las nuevas tecnologías a pretextos antiguos. «Vamos a verlo», acepta subir Ana a su habitación en la Julio Cienfuegos. Mientras el aparato arranca entre quejas y balbuceos, le muestra un yogurt de coco: «¿Te apetece? Es lo único que tengo, está fresquito». La luz entra por detrás, y sobre la pantalla encendida Ana no mira las palabras que Julio pronuncia, sino sus ojos pendientes de leerlas. «A esta canción le falta algo» —dice maliciosa. Y es el blog, ahora, el que descubre el amor.



Actividad realizada en el Instituro Suárez de Figueroa de Zafra. Lectura y análisis de la serie. Resultados:

MOTIVOS RECURRENTES:

FORMA

Métrica: textos de cien palabras.

Títulos: mismo lema, diferentes lenguas

CONTENIDO

Nombres propios del lugar

Nombres propios de los personajes

Bebida característica del país

Lugares del encuentro

Sonidos alrededor

Reflejos

Diferentes gestos amorosos

 

TESIS:

1. El amor crece a la luz de la informalidad.

2. Se nutre de la improvisación.

3. Los instantes fortuitos tienen más valor que las convenciones.

4. No sirve de nada querer empezar por el final, el camino se anda desde el primer paso.

5. Para que ruede,  antes hay que empujar.

6. La confianza es un arma de doble filo, hay que distinguir dónde se deposita.

7. El único ámbito donde lo imposible está al alcance de la mano.

8. La pertenencia a un lugar no es nunca circunstancial.

9. Se implica en la igualdad absoluta de derechos entre mujeres y hombres.

10. Es capaz de convivir con las contradicciones.

11. Es capaz de darle un significado nuevo y hermoso al mundo. De contaminarlo con su belleza.

12. El idealismo amoroso no anula la visión crítica de la realidad, es más, se convierte en un motor de cambio.

13. La simetría del amor siempre es asimétrica. Convivir con ella es lo más complicado.

14. Los discursos sobre el amor admiten cualquier género de la escritura o de la expresión plástica, pero no lo sustituyen, todos resultan insuficientes ante su vivencia en la realidad.

6 de marzo, miércoles. La cuestión de la muerte y la poesía


El mundo al que llegué, conforme fui teniendo juicio para discernirlo, estaba ya profundamente dividido en blanco o negro. O se pensaba de una manera o de la opuesta. O se estaba en un lugar o en el contrario. A donde se pertenece, es blanco; en el otro costado está lo negro. Y viceversa. Con el tiempo uno se da cuenta de que aquello, que entonces parecía lo más relevante de la realidad, tenía poca importancia comparado con las escasas posibilidades que existían de elegir bando. La condición ya situaba en uno a priori. La juventud llevaba aparejadas opiniones, posturas, vestuario e ideología. El origen familiar, lo mismo. Y así. Hasta el club de fútbol del que convertirse en seguidor resultaba inevitable. La identidad, que debería haberse manifestado como una paulatina serie de decisiones, no es que tuviera que elegir solo entre dos opciones, es que solo exigía asumir contra cuál de ellas se formaba.

En el momento de entrar en clase de filosofía, con mis primeros ahorros ya había comprado, de oferta en el Corte Inglés, los cinco volúmenes —encuadernados en polipiel y letras doradas— de las obras completas de Friedrich Nietzsche. Las recuerdo ahora, mientras, agachado frente a un lote de libros desperdigados por el suelo, reviso una tras otras las ediciones a la venta del filósofo alemán en los Encantes. Fueron propiedad, tengo la impresión, de un escritor que de joven había sido underground superventas, más tarde político y luego ya cualquier cargo. Junto a los libros están a la venta dos retratos al óleo suyos de grandes dimensiones y en otro puesto cercano venden piezas rústicas antiguas como las que una vez vi en una fotografía de su casa. Murió en 2020 y sus herederos ahora se deshacen de su memoria a lo grande. Todo volcado por el suelo del mercado. Al revisar las ediciones que debió de leer el famoso escritor me doy cuenta del escaso gusto con el que se ha editado en español a Nietzsche. Cualquier mal novelista merece un diseño editorial más cuidado.

No recuerdo gran cosa de lo que debí de aprender en aquellos volúmenes impresos en papel biblia y un título pegado al siguiente, pero era lo que me correspondía leer porque, en filosofía, por época y lugar, me tocaba ser materialista. Aunque he de reconocer que le echaba una mirada, no lo suficientemente escandalizada, a las nubes de algodón de azúcar del idealismo. No tanto por la seducción de sus conceptos, sino por la incomodidad que me ocasionaba una de las obsesiones peor llevadas de los santos que deberían haber sido de mi devoción, la cuestión de la muerte. Destruida cualquier creencia de un orden inteligente detrás de la realidad, la muerte se alzaba como el gran acontecimiento de la vida. Nunca me llevé bien con esa obstinación por vencer, del modo que fuera, cuando más encarnizado mejor, a la invencible. Había llegado al mundo demasiado tarde, el pensamiento también estaba dividido y a mí no me quedaba más remedio que asumir las batallas para las que me habían reclutado sin mi permiso.

Perezoso para secundar idealismos y remilgado para el barro purulento de los materialismos, decidí hacer mutis por el foro de la poesía, situado en un intersticio del pensamiento. La poesía a la que llegué también estaba dividida, pero había aprendido a moverme en territorios escindidos y las particiones ya me daban igual. Hay poesía abstracta tan apasionante como la figurativa, y viceversa. Ambas son blancas; el negro está reservado solo para los impostores. En el fondo, creo que me sentiría peor militando en un bando en concreto que recibiendo el desprecio común de ambos. La poesía, o al menos así la he entendido casi siempre, es también una respuesta ante el problema de la muerte, alejada a partes iguales de la teología, o de su sustituto, la teleología, y del materialismo, porque ni unas, con sus promesas, ni la otra, con su furia desatada, le sirven para nada a la poesía.

La poesía es el conocimiento de lo que está a través de lo que comparece sin estar. La filosofía era, o así la entendí siempre, lo contrario: la indagación en lo que no está a pesar de lo que está. Lo que no está es, claro, la muerte, el más allá. El gran enigma ante el cual la vida —lo que está— bien se considera inferior, bien se toma como elemento prescindible. La poesía, por el contrario, anhela pensar la vida, pero al hablar de ella evita reproducirla, propiedad que le correspondería a la historia, en su lugar la reconstruye mediante la comparecencia de la metáfora como recreación, que es lo que no estando, no concluye la vida, sino que la multiplica, la potencia. La convierte en omnímoda. En, para uno mismo —que nunca conocerá lo que no está—, inmortal.