CARTAS AL s XX | 2 de noviembre de 1975, domingo. Elegía en Ostia



Un gusano de luz atraviesa el tablón tiznado de la noche, secuencia de bombillas ensartadas en un cable sobre la popa de un buque de mercancías. Casi inmóvil, su leve cimbreo arrastra camino de la costa, sin saberlo, la fecha de Todos los Fieles Difuntos. Cuando el piloto avista el puerto de Ostia hace sonar la bocina, y de repente, como despertado de un fatigoso sueño, el ojo del día entreabre una mínima ranura y cuela una gota de luz que de súbito empieza a disolver la oscuridad alrededor. En una de las casitas bajas, precarias, del suburbio que ha crecido como un sarpullido entre la playa y la base de los hidroaviones, María Teresa, la señora Lollobrigida, acaba de escuchar desde su insomnio la sirena y de ver cómo en la habitación donde descansa muebles y objetos vuelven a recobrar sombra propia, ya no compartida. Sabe que es la señal de que amanece. Y aunque sea domingo, ha llegado la hora de arrancar, como el motor de los automóviles cuando se gira la llave.

         También la calle, vía de la Carlinga, recupera despacio las escasas palabras de su diccionario: la arena y los charcos, las tapias y las contraventanas cerradas, y la cruz en lo alto del tejado a dos aguas de la iglesuela. Poco más allá, detrás de las casas encaladas hace demasiado tiempo, desemboca el Tíber. Es un río tímido. En Roma piensan que es taimado, pero la señora Lollobrigida no lo cree así. Le gusta ver cómo al pasar se lleva todas las inmundicias de los romanos hacia el mar. Algunas incluso bajan flotando, como si fueran hojas secas de morera, pero la mayoría se convierten en tinte para las aguas que de niña vio transitar tan inmaculadas como el cristal de una vitrina. Su mirada, en ocasiones, permanece largo rato prendida al fluir que le parece el río, en cada instante, un ser diferente. No como sus vecinos de barriada, empeñados en parecerse a sí mismos hasta en los detalles más ingratos.

         Los hay que, por no molestarse en pensar, en el mismo plato donde han quedado, lanzan las sobras del almuerzo al montículo de desperdicios que se extiende desde el borde mismo de la calle hasta la playa donde rompen las olas del mar de los etruscos. Desde la cocina oye los perros del vecindario pelearse por algún hueso roído a ladrido limpio en cuanto la luz alcanza a sombrear un poco el mundo. Y eso la molesta porque le impide escuchar con nitidez el silbido de la cafetera indicándole el momento justo en el que ha de apartarla del fuego. Aspira el aroma del café recién hecho y se sienta en la mesa. Con las yemas de los dedos acaricia el tacto suave del hule que la cubre. Cocina y comedor no se distinguen en la casucha que habita. En la iglesia prometieron que les entregarían un piso de las olimpiadas, cerca del puente Flaminio, al pie del Tíber, como siempre ha vivido. Cuando tuvieron claro que toda esperanza se había convertido en humo, su difunto marido encendió un pitillo de los que paso a paso le conducían al hoyo, y dijo: «Aquí, junto al Idroscalo, tendremos siempre el mar, ¿para qué conformarnos solo con el río?».

         Suele ser María Teresa la primera en abrir la puerta de casa y caminar sin hacer ruido hasta la playa. Le gusta que el vecindario duerma, en verano le alcanzan incluso los ronquidos que huyen a través del enrejado de las ventanas abiertas. Se sienta a contemplar el mar en el murete de ladrillos y piedras que impide que los montículos de desperdicios invadan la calle. El oleaje lame la playa igual que si fuera un gato gigantesco. Ya no ve, aunque las mire, las inmundicias que se acumulan alrededor. Escombros de las obras ilegales de toda Roma, patas y cajones perdidos de alguna cómoda antigua, cubas y paletas de las viejas máquinas de lavar, restos de la cuna de un niño que creció, botellas de todas las bebidas del mundo, girones de mantas, clavos mortificando de por vida a listones de algún armario. Y, atrapado entre la basura, el silencio de la mañana acompasado por las olas que tanto le gusta escuchar.

         No mira los desperdicios porque conoce de memoria su geografía y sabe distinguir si alguien ha estado recogiendo los trozos de madera para un fuego o si de madrugada un camión ha volcado su carga de restos inútiles sobre algún montículo. Ser la primera en verlo le ha proporcionado gratos descubrimientos; sin ir más lejos, la cafetera que cada mañana la devuelve a la vida. Es, este día, madrugada de domingo y no advierte perfiles nuevos en la cordillera de despojos, pero sí, a lo lejos, distingue un bulto que la víspera no estaba. Y se pone en pie y deja al oleaje con sus penas para acercarse despacio a lo que parece, tal vez, un animal muerto del que alguien se ha desprendido, como hacen los de la ciudad con frecuencia.

         Que no es un animal lo ve nada más aproximarse, por la envergadura, y cuando advierte que aquello que le rodea parece un charco de sangre se lleva la mano a la boca. Como cuando encontró a su marido tumbado en el suelo de la cocina, que también es comedor y sala. No se trata, ahora, de su marido; pero ve un hombre. Ya lo distingue con claridad. La extraña postura que tiene en el suelo le indica que no está consciente. Una mancha de sangre le empapaba los pantalones desde la cintura hasta las rodillas. Es un varón. No cree que sea joven, pero tampoco es mayor. La media luna del rostro que mira la ve cubierta de magulladuras. ¿Cuál será su nombre?  El día aclara. El señor cura aún no habrá llegado a la iglesia. ¿A quién puede avisar que sepa qué hacer? Se agacha a su lado, pero no se atreve a tocarlo. No le parece que respire.  Si hubiera tenido un hijo, podría haber sido este hombre hijo suyo. ¿Con qué apelativo cariñoso le habrá llamado su madre? Pero su madre no está aquí para llorarlo, solo está ella, la señora Lollobrigida, y sabe que tiene que representar su dolor. Y siente cómo una gota huye de su lagrimal y se precipita por la vertiente de la nariz y alcanza los labios y los humedece.