CARTAS AL s XX | 4 de marzo de 1923, domingo. El libro perdido de William Carlos Williams


«Si algo importante resulta, tanto mejor», dice el doctor Williams ante la propuesta del poeta William Carlos. Ambos van a cumplir en unos meses cuarenta años, aunque nadie me discutiría si afirmo que los llevan de manera diferente. A diario el doctor, en un espejo de la entrada, antes de salir de casa, cierra con delicadeza el alfiler sobre el nudo de su corbata. Y en invierno se abrocha el abrigo jaspeado de lana. El poeta, al atardecer, lo desabrocha, también con cuidado, y con la mano se revuelve un mechón de cabello que le crece en la parte superior de la cabeza. Pero ya no lo hace frente al espejo, sino sentado ante un cuaderno.

         Cuando llegue el sábado se verá con Mc Almon en la ciudad. Rumor de cucharillas rebotando sobre cerámica y voces agarrándose unas a otras como practicantes de judo. El himno del Greenwich Village. En efecto, está sentado frente a Robert, a quien le han llegado noticias de Dijon. Dijon suena a nombre de un lugar ubicado en otro universo. Monsieur Darantière, el impresor francés del que te hablé, va a tirar ya la cubierta. En cartulina verde. Las tripas ya están cosidas. El poeta asiente. Pero no acaba de imaginársela. ¿Verde selva tropical? ¿Verde pradera de hierbas bajas en Montana o de hierbas altas en Illinois? ¿Verde cítrico o verde calaíta? Diría, especula Robert, por las explicaciones de Maurice, que turquesa. Sin ilustraciones. Solo tipografía. Título y nombre. Modulación inclinada. Tipos Bookman. Trescientos ejemplares. ¿Trescientos?, ¿no van a sobrar doscientos noventa? No seas tan optimista. De mi primer libro vendí cuatro en Rutherford y ninguno en otra parte. Y William Carlos añade para sí: «Y tanto más probable el que nadie quiera verlo».

«Toda idea de tristeza nos ha abandonado» le dice el poeta al doctor. De regreso. Ya en el tren. Los dos solos en un mismo asiento. Al entrar en un túnel, el paisaje donde la ciudad se va desliendo poco a poco en suburbio, de súbito se transforma en monólogo. El viajero ante sí: «La vida se vuelve real solo cuando la identificamos con nosotros mismos», le dice la ventanilla del vagón mientras no trasluce nada. Como si el doctor Williams interrogara a William Carlos, pero el ferrocarril emerge a la luz antes de que ninguno de los dos haya llegado a alguna conclusión.  Sin embargo, la respuesta está ahí. La ve. Con las riendas en las manos un labriego contempla pensativo el paso del tren desde una carreta que avanza por un camino embarrado.  Un niño devora, en un asiento próximo, un bizcocho de chocolate con nueces que acaba de desenvolver su madre.

         Hay un lugar recóndito en cada atardecer de domingo. Entre papeles y revistas del poeta y del pediatra busca alguna superficie en verde turquesa para hacerse la idea de cómo va a ser su nuevo libro. Escribe sobre la cartulina de un folleto médico de ese tono: Spring and All. Con pluma, en bastardilla. Obvia su nombre. No es un libro como los que William Carlos ha publicado antes. Aquellos que escribió con buril en lugar de pluma y que fue recubriendo con levísimas capas de esmalte que imprimía un finísimo pincel. Aquellas fotografías en palabras que soñaba bajo la estética de unas ideas en las que ha dejado de creer. Tampoco sabe si el doctor Williams habrá intervenido con el gesto resolutivo de quien sana. Con su clarividencia. El libro carece de aquel ejercicio cristalino de tallador de orfebrería, pero aún no sabe qué contiene. Envió el manuscrito mecanografiado a Dijon hace meses y en una carpeta se quedaron los borradores, cada día que pasa más ininteligibles.

         La noche arde en la chimenea de la casa del doctor Williams. En ropas cómodas, familiares, conversa con el poeta que habita en ella como inquilino, quien asevera: «Este momento es lo único que a mí me interesa. Luego, ¿a quién le importa nada de lo que yo hago?». El doctor se acaricia el rostro y advierte en su mejilla la barba incipiente que mañana, temprano, tendrá que rasurar: «¿Y eso qué me importa?». Ambos se dan cuenta de que no hay camino al otro lado del barranco, ni hay barranco donde se alza la tapia que están levantando. Que no es esa la pregunta porque la respuesta lo desdibuja todo. «¿A quién, entonces, me dirijo?», prueba de formularla de otra forma uno de los dos, e inmediatamente William Carlos Williams les responde a ambos: «A la imaginación».

20 de abril, sábado. Jardín de aforismos


Hubo un momento en el que la armonía era el fruto de ideas discordantes. Se sabe por los libros, pero se comprende solo después de pasar unos meses sin leer la prensa.

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En las ciudades antiguas un fuego ardía sin descanso en lo alto de una torre. En las modernas hay tantas luces que es difícil saber cuál es la que reconcilia.

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Se discute con frecuencia si el saber está más en los libros, como dicen unos, o en la red, como defienden otros. Lo cierto es que ni en un sitio ni en otro, su único soporte es el tiempo.

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Por más que se empeñen, no van a conseguir que la muerte rectifique nunca.

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Resulta desalentador comprobar que el mismo principio que alienta la locura de los ludópatas da vida a la esperanza.

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A veces resulta práctico pintar el día solo con color negro y después tratar de imaginar la noche.

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Cuando se ha verificado por completo la ausencia de un paso entre un lugar y otro conviene seguir buscándolo.

17 de abril, miércoles. Pequeños desprestigios de la verdad


En el programa Hoy por hoy, en la cadena Ser, los miércoles por la mañana una novelista, Marta Sanz, y un ensayista, Manuel Delgado, discuten sobre un asunto cualquiera. La casualidad me ha convertido en oyente de los debates. Hoy tratan sobre la oportunidad. La novelista ha defendido, por ejemplo, las segundas oportunidades contando que tuvo una primera con su actual pareja, que salió mal, luego, en la segunda, ya llevan treinta años. Pese a que, por el oficio que desempeña, debiera estar acostumbrada a lidiar con el yo de la ficción, siempre que Marta Sanz habla de sí misma el oyente sabe que es ella, la persona y no el personaje, de quien se habla.

  No ocurre lo mismo con su contertulio. En la discusión de hoy Manuel Delgado ha ilustrado el concepto de «oportunidades» también desde el yo. Ha contado que cuando entra en unos grandes almacenes inmediatamente se deja tentar por la sección de productos rebajados y no se resiste a comprarlos, no porque los necesite, sino por su precio. Lo que le lleva a adquirir, por ejemplo, un champú barato siendo calvo. Hecho que le obliga a enfrentarse a sí mismo con la siguiente cuestión: «¿Y esto para qué lo has comprado?». El efecto de este argumento desde un yo que declara una debilidad es notable. La fuerza no emana del hecho, tópico, sino de la confesión. De un yo que se presenta como real, aunque resulte inverosímil en alguien como el profesor Delgado, tan implicado siempre en cualquier actitud de rebeldía. Lo que el ensayista realiza es un ejercicio de ficción, el que nunca emprende la novelista, encarnando un defecto en un yo ficticio para subrayar la intención de lo que se cuenta y disimular su significado trivial.

  En otro momento del debate, también sobre el asunto de la oportunidad, Manuel Delegado ilustra la actitud de «algunos» que durante el conflicto en Cataluña defendieron la independencia sin ser nacionalistas como una ocasión para desligarse de la monarquía y probar la vía republicana. Quien tenga un poco de memoria recordará que esta fue la posición del ensayista durante la época en la que se hablaba del procés. Sin embargo aquí utiliza la retórica para ocultar un yo tras una tercera persona que, sin embargo, manifiesta las ideas de quien habla. En ambos casos la razón que se expresa adecua su sujeto a conveniencia, es decir, impone la persona verbal, donde el yo aparece o desaparece en virtud de los intereses del discurso, no de lo que debería considerarse como «realidad»,

  El término con el que he concluido el párrafo anterior evitaba decir otro: verdad, cuyo significado no acaba de estar claro en esta época. Quizá porque se hayan extendido hábitos dialécticos de la ficción como si fueran de la realidad, tal como los practica el doctor Delgado. Parece una trivialidad el uso ficticio del yo, pero tal vez solo sea un síntoma menor de un problema mayor, que es la pérdida de autoridad de la razón como búsqueda insobornable de la verdad, principio que quizá fundara la edad moderna, de la que parece que se quiera huir. La razón persigue ahora solo efectos artificiosos del lenguaje, como en el caso del ensayista, o, en la mayor parte de los casos, respaldar intereses particulares. Se argumenta para amurallar lo propio, sea cual sea la realidad aludida. Y quizá por ser esta tergiversación tan grave, la trivialidad de un yo de mentira usado para subrayar u ocultar le suena tan mal a quien lo escucha. 

8 de abril, lunes. «Ventana ciega»


Hoy, ocho de abril, es la fecha que la editorial Mixtura ha elegido para la publicación de Ventana ciega, mi segundo libro de aforismos y trigésimo primer volumen desde que en 1983 apareciera el primero, Sortilegio. Ventana ciega inaugura decena, la cuarta en títulos, y década, la quinta de escritura. Y este es el carácter que le atribuyo al libro: un nuevo inicio. Emprender vías de expresión diferentes —después de los poemas, los relatos, las novelas, los poemas en prosa y los diarios— es solo otra manera de mostrar devoción por el ámbito bajo el que busqué amparo en la adolescencia, la literatura. Y en el que aún creo. 

         En el párrafo anterior acabo de detectar una pequeña incongruencia en el cálculo de mi pasado, pero creo que no la voy a corregir. He dicho, de Ventana ciega, que es segundo y que es nuevo. No parece coherente, pero tal vez lo sea. La aforística es un género filosófico y literario con una tradición y unas reglas implícitas, que este libro no siempre cumple. Es segundo en lo general —la expresión literaria densa y breve—, y nuevo en lo particular, su capacidad —espero que se advierta— para incorporar a la experiencia de la brevedad sensaciones que procedan de otros estilos literarios que el aforismo entrevera y conjunta.

         El primer género al que se acerca tal vez sea el diario. Comparten, creo, génesis, aunque se diferencian en el propósito.  Mientras el diario persigue la crónica temporal, el aforismo ahonda en el misterio del pensamiento. La escritura desvela en quien escribe espacios de intimidad que normalmente viven ajenos a la consciencia, y también la lectura tiene, en el lector, idéntica capacidad. ¿Por qué gusta un libro si no es por el hecho de que descubre profanidades que quien lo lee no sabría expresar por sí mismo?  Este paralelismo —el de quien escribe y descubre y el de quien lee y descubre— se convierte en Ventana ciega en un círculo: quien ha leído y descubierto escribe para descubrirse a sí mismo de otra manera.

         Hay veces en las que el lector desea conocer a fondo una obra. Así reuní traducciones, epistolarios, estudios y biografías de Emily Dickinson (1830-1886), convencido de que en ese territorio había un tesoro escondido. Mientras avanzaba en la lectura, en exclusiva durante meses, empecé a escribir, sin proponérmelo, pequeños textos poéticos que, si bien no tenían nada que ver con la literalidad de lo que leía, procedían de un extraño diálogo con lo que estaba leyendo. Cómo imaginaba la vida que yo viviría en aquella época y en aquel mismo lugar. Qué conversaciones mantendría. Qué me sorprendería. Qué les diría la autora a los otros poetas que admiro. Cómo piensa el yo desconocido que la lectura descubre. Era una experiencia de la otredad que desde su modo oblicuo me retrataba mejor que un espejo. Escribí infinidad de textos que pronto fueron tomando cuerpo en una suerte de diario poético de expresión aforística. El resultado fraguó en «Ventanas de la Casa Ámbar», la primera parte de Ventana ciega.

         La experiencia resultó tan feliz que decidí, unos meses después de concluida, repetirla. Había leído a Rosalía de Castro (1837-1885) en mi juventud, pero existían aspectos de su poesía en castellano y de sus textos en prosa que había olvidado. Así que reuní los libros que sesteaban en los estantes de la biblioteca y los releí con creciente asombro.  Desde el principio el diálogo con el universo al que regresaba fue igualmente fértil y de ahí surgió «Un sendero de pálidas estrellas». Tiempo después emprendí la lectura de la Poesía completa de Edith Södergran (1892-1923) y el diálogo con lo que su poesía me desvelaba de mí mismo quedó en el interior de «El círculo quebrado». Como en esta época también escribía aforismos al margen de las lecturas, presento en la última parte, «Aguas que bajan turbias», una selección.

         Las tres poetas, que nacieron en el siglo XIX, vivieron —al menos una parte de su vida— en lugares apartados de los centros de cultura, utilizaron una lengua poética —la de su época— insuficiente y retórica, de la que ellas supieron extraer una expresión áurea cuyos destinatarios rara vez se hallaron en su momento. Y un siglo más tarde iluminan las sombras del pensamiento de sus lectores tanto o más que cualquier escritura contemporánea. Ventana ciega es el relato poético y aforístico de este encuentro.

       El libro se publica con una ilustración en cubierta sobrecogedora de la artista y poeta Carol Gómez Pelegrín, que posiblemente ya sea otra parte insustituible de este libro. Pero, ¿por qué Ventana ciega? El título alude a la aparente contradicción de una realidad que se puede constatar. Igual que ocurre con la literatura, una creación pura que revela existencias.  Visión deslumbrada que es capaz de dibujar con exactitud el retrato de quien la contempla. El propósito secreto de este libro que acaba de aparecer, hoy, ocho de abril. 

2 de abril, martes. La última fotografía


Coloca la cámara junto a las otras en el estante. Se siente exhausto. No va a extraer aún el carrete para encerrarse con él en el cuarto oscuro y descubrir lo que ha visto. Otro día, cuando esté más despejado, se dice. No hace falta, sin embargo, que se engañe. Está solo. Hace tiempo que lo está. No ha de dar explicaciones a nadie. Tampoco a sí mismo. Bien puede aceptar que no es el cansancio la razón de que el carrete vaya a continuar en el interior de la cámara durante varios días. Semanas, tal vez. O meses. Tiene otras cámaras para tratar de borrar las fotos de hoy con nuevas fotos.

      El domingo no ha acabado aún de despertarse. Una intensa niebla, oscura, fúnebre, aletarga el tiempo. Una luz ideal para hacer fotos, se repite con ironía al recordar su propósito de aprovechar la mañana para hacer paisajismo fotográfico. El destino es una moneda al aire que alguien lanza sin que nadie aguarde a la caída para saber a qué atenerse. Así que después de decidir que dedicaría el día a otras tareas, se viste, mete en el macuto la réflex que había cargado por la noche, se equipa con el chaleco de bolsillos grandes, ya llenos de artilugios, y sale.

         Una luz antigua baña la calle. Aunque haya puesto un rollo en color, las fotos le van a salir en blanco y negro. Como a los clásicos. De repente una idea se interfiere en la ruta que ha emprendido. En la montaña a donde tenía pensado ir no se va a ver nada. Mejor, la estación. Pensarlo y darse la vuelta no consiguen surgir como dos acciones por separado. Como si ya lo llevara pensado desde antes y se lo hubiera ocultado a sí mismo hasta entonces. El autobús hacia el tren circula en dirección opuesta. Pese a la hora, no tarda en asomar por la avenida. A veces la realidad se pone de parte de uno de inmediato, es lo que piensa mientras saca unas monedas del bolsillo.

         La niebla, tal como preveía, se había colado en la antigua estación, como si fuera un pasajero más que ha descendido del convoy nocturno, aún con legañas en los ojos después de haber maldormido durante un largo viaje.  Descubre en ese momento que ya tiene argumento para la sesión del día. Una personificación de la bruma. Llamando a las puertas de los despachos ferroviarios, sentada en los bancos vacíos, colándose por las ventanillas de los vagones detenidos, arropando una maleta como si estuviera a punto de levantarla y partir. Guau, exclama para sus adentros. Las imágenes que va ideando se encuadran una tras otra. Un poco oscuras, algo tétricas, pero no le disgusta el tono. La lobreguez del día crea ambiente. Refleja un estado de ánimo. Aún ignora que quizá sea también el suyo.

         La ha fotografiado de espaldas. Va a ser la mejor placa de la serie. Una prostituta que, como las había visto hacerlo en la época aciaga, había acudido a los servicios de la estación posiblemente antes de retirarse a casa después de un viaje nocturno sin haberse movido de una esquina. La neblina rodea sus hombros como lo haría el brazo de un amante que la condujera hacia el lecho. Él mismo lo había hecho tantas veces. La luz caliginosa desdibuja el cuerpo casi desnudo: las piernas sin medias pese a la baja temperatura, la espalda, al aire de un escote halter, cruzada por el broche de un sujetador. Detalles que la mirada capta en el visor de la cámara en el momento de dispararla. Todo ha quedado ahí dentro, la mujer y su amante, que ya no es él, sino el humo.

         Uno de los dos únicos habitantes de aquella madrugada en la estación tenía que darse la vuelta cuando la moneda, que alguien había lanzado al aire nada más salir de su casa, cayera sobre una baldosa ferroviaria, sucia y desgastada por el exceso de tránsito.  Si hubiera sido él quien decidiera irse, la felicidad de una pieza memorable hubiera completado la serie. Ya tenía listo el reportaje. La guinda acababa de ser captada por el objetivo, y la luz ya había impregnado el negativo que pronto le deslumbraría a la luz roja del laboratorio. Era la hora de abandonar. Mejor, el instante. Darse la vuelta. Desaparecer en la niebla. Sonreiría imaginando ya las fotos que había hecho, evocadas una a una, y en especial la última, esa genialidad a la que había asistido. Le faltaría tiempo para encerrarse en el laboratorio.

         Pero quiso más. Una más. La idea no le cuadraba del todo: la mujer saliendo del brazo de su amante, el nublado. Le parecía redundante esa imagen en la serie. Al final se vería abocado a elegir entre dos contactos, o en el que entraba, ya hecho, o en el que salía, aún por ver qué podía captar. Además, encarar a alguien no siempre es fácil. Ni se suele aceptar con agrado. Casi no hay tiempo de enfocar, porque cuando la mirada y el objetivo se cruzan, el argumento de la foto cambia por completo, ya solo prevalece el odio al extraño ojo que invade una intimidad. Pero mientras decide, se queda frente a la puerta por donde ha desparecido la mujer. Y espera.

         Ella no puede dar la vuelta e irse. A la fuerza ha de salir del lavabo de cara. La moneda lanzada al aire solo es para él. Tampoco lo sabe ver, y aguarda. Trata de agazaparse tras una columna. Encuadra la imagen neblinosa de la mujer antes de que aparezca en el plano. No está seguro de que aquello añada nada nuevo a lo que ya ha conseguido. Aun así, aguanta la cámara en su posición depredadora. Tarda, ella. Persevera, él. Solo piensa en la fotografía que va a hacer. Nada más. Tal vez por eso dispara antes de mirar el rostro. La reconoce al instante, aunque se diga una y otra vez que no puede ser quien sabe ya que es. Solo ha estado enamorado de una persona. En casa guarda miles de instantáneas suyas. Tomadas en todas partes. Bueno, en todas no, nunca se le había ocurrido fotografiarla en la estación, cuando llegaban de algún viaje, con el gesto cansado, pero felices. Mientras estuvieron juntos no le importó cruzar todas las líneas rojas que encontraba hacia el vacío, pero ahora sabe que quien se ha despeñado es ella. La imagen que no había captado nunca ya estaba en el interior de la cámara. Comprende que ya es tarde para no haber ido a la estación, o al menos para haberse conformado antes. La foto de frente le grita que la situación es buena solo para estar muerto.     

[Cuaderno de ficciones, página 16]