2 de abril, martes. La última fotografía


Coloca la cámara junto a las otras en el estante. Se siente exhausto. No va a extraer aún el carrete para encerrarse con él en el cuarto oscuro y descubrir lo que ha visto. Otro día, cuando esté más despejado, se dice. No hace falta, sin embargo, que se engañe. Está solo. Hace tiempo que lo está. No ha de dar explicaciones a nadie. Tampoco a sí mismo. Bien puede aceptar que no es el cansancio la razón de que el carrete vaya a continuar en el interior de la cámara durante varios días. Semanas, tal vez. O meses. Tiene otras cámaras para tratar de borrar las fotos de hoy con nuevas fotos.

      El domingo no ha acabado aún de despertarse. Una intensa niebla, oscura, fúnebre, aletarga el tiempo. Una luz ideal para hacer fotos, se repite con ironía al recordar su propósito de aprovechar la mañana para hacer paisajismo fotográfico. El destino es una moneda al aire que alguien lanza sin que nadie aguarde a la caída para saber a qué atenerse. Así que después de decidir que dedicaría el día a otras tareas, se viste, mete en el macuto la réflex que había cargado por la noche, se equipa con el chaleco de bolsillos grandes, ya llenos de artilugios, y sale.

         Una luz antigua baña la calle. Aunque haya puesto un rollo en color, las fotos le van a salir en blanco y negro. Como a los clásicos. De repente una idea se interfiere en la ruta que ha emprendido. En la montaña a donde tenía pensado ir no se va a ver nada. Mejor, la estación. Pensarlo y darse la vuelta no consiguen surgir como dos acciones por separado. Como si ya lo llevara pensado desde antes y se lo hubiera ocultado a sí mismo hasta entonces. El autobús hacia el tren circula en dirección opuesta. Pese a la hora, no tarda en asomar por la avenida. A veces la realidad se pone de parte de uno de inmediato, es lo que piensa mientras saca unas monedas del bolsillo.

         La niebla, tal como preveía, se había colado en la antigua estación, como si fuera un pasajero más que ha descendido del convoy nocturno, aún con legañas en los ojos después de haber maldormido durante un largo viaje.  Descubre en ese momento que ya tiene argumento para la sesión del día. Una personificación de la bruma. Llamando a las puertas de los despachos ferroviarios, sentada en los bancos vacíos, colándose por las ventanillas de los vagones detenidos, arropando una maleta como si estuviera a punto de levantarla y partir. Guau, exclama para sus adentros. Las imágenes que va ideando se encuadran una tras otra. Un poco oscuras, algo tétricas, pero no le disgusta el tono. La lobreguez del día crea ambiente. Refleja un estado de ánimo. Aún ignora que quizá sea también el suyo.

         La ha fotografiado de espaldas. Va a ser la mejor placa de la serie. Una prostituta que, como las había visto hacerlo en la época aciaga, había acudido a los servicios de la estación posiblemente antes de retirarse a casa después de un viaje nocturno sin haberse movido de una esquina. La neblina rodea sus hombros como lo haría el brazo de un amante que la condujera hacia el lecho. Él mismo lo había hecho tantas veces. La luz caliginosa desdibuja el cuerpo casi desnudo: las piernas sin medias pese a la baja temperatura, la espalda, al aire de un escote halter, cruzada por el broche de un sujetador. Detalles que la mirada capta en el visor de la cámara en el momento de dispararla. Todo ha quedado ahí dentro, la mujer y su amante, que ya no es él, sino el humo.

         Uno de los dos únicos habitantes de aquella madrugada en la estación tenía que darse la vuelta cuando la moneda, que alguien había lanzado al aire nada más salir de su casa, cayera sobre una baldosa ferroviaria, sucia y desgastada por el exceso de tránsito.  Si hubiera sido él quien decidiera irse, la felicidad de una pieza memorable hubiera completado la serie. Ya tenía listo el reportaje. La guinda acababa de ser captada por el objetivo, y la luz ya había impregnado el negativo que pronto le deslumbraría a la luz roja del laboratorio. Era la hora de abandonar. Mejor, el instante. Darse la vuelta. Desaparecer en la niebla. Sonreiría imaginando ya las fotos que había hecho, evocadas una a una, y en especial la última, esa genialidad a la que había asistido. Le faltaría tiempo para encerrarse en el laboratorio.

         Pero quiso más. Una más. La idea no le cuadraba del todo: la mujer saliendo del brazo de su amante, el nublado. Le parecía redundante esa imagen en la serie. Al final se vería abocado a elegir entre dos contactos, o en el que entraba, ya hecho, o en el que salía, aún por ver qué podía captar. Además, encarar a alguien no siempre es fácil. Ni se suele aceptar con agrado. Casi no hay tiempo de enfocar, porque cuando la mirada y el objetivo se cruzan, el argumento de la foto cambia por completo, ya solo prevalece el odio al extraño ojo que invade una intimidad. Pero mientras decide, se queda frente a la puerta por donde ha desparecido la mujer. Y espera.

         Ella no puede dar la vuelta e irse. A la fuerza ha de salir del lavabo de cara. La moneda lanzada al aire solo es para él. Tampoco lo sabe ver, y aguarda. Trata de agazaparse tras una columna. Encuadra la imagen neblinosa de la mujer antes de que aparezca en el plano. No está seguro de que aquello añada nada nuevo a lo que ya ha conseguido. Aun así, aguanta la cámara en su posición depredadora. Tarda, ella. Persevera, él. Solo piensa en la fotografía que va a hacer. Nada más. Tal vez por eso dispara antes de mirar el rostro. La reconoce al instante, aunque se diga una y otra vez que no puede ser quien sabe ya que es. Solo ha estado enamorado de una persona. En casa guarda miles de instantáneas suyas. Tomadas en todas partes. Bueno, en todas no, nunca se le había ocurrido fotografiarla en la estación, cuando llegaban de algún viaje, con el gesto cansado, pero felices. Mientras estuvieron juntos no le importó cruzar todas las líneas rojas que encontraba hacia el vacío, pero ahora sabe que quien se ha despeñado es ella. La imagen que no había captado nunca ya estaba en el interior de la cámara. Comprende que ya es tarde para no haber ido a la estación, o al menos para haberse conformado antes. La foto de frente le grita que la situación es buena solo para estar muerto.     

[Cuaderno de ficciones, página 16]