31, martes. Marzo. Trhiller cenobita



En la vida cenobita los detalles cobran importancia. Es en lo único donde se reconocen las leyes de la realidad. La puerta lateral del edificio donde vivo da a un pasaje que comunica la calle con la plaza, a la que da la puerta principal. A cubierto del pasaje, de vez en cuando duerme alguna persona sin techo. Aparece un día; otro, desaparece. En el tránsito de la vida cotidiana uno ni repara. Justo cuando empezó el confinamiento, un hombre joven, de trentaitantos años, se instaló junto a la puerta del edificio. Un cartón en el suelo y un libro. Esas eran sus pertenencias. Como había un libro, me fijé. Se titulaba Atlas fotográfico de Aragón, o algo así. Desde entonces no salgo de casa, con la excepción cada tres o cuatro días de comprar el pan o bajar la basura. Un día, a media mañana, le vi leer su libro. Estaba sentado en un colchón. Días más tarde me llamó la atención una maleta usada a un lado. Y esta mañana de martes, desde el viernes que llevaba sin salir, he visto en el pasaje, junto al colchón recogido contra la pared, además de la maleta y el libro, dos mantas dobladas, un rollo industrial de papel de manos, una bandeja de bollos del súper y diversas y abultadas bolsas de plástico.
    Y como los detalles es lo único de lo que dispone la vida encerrada para comprender la realidad, me entretengo en elevar esta nimia observación a categoría: qué capacidad extraordinaria tiene Occidente para acumular pertenencias. Miro a mi alrededor y me asustan los estantes que veo, no solo llenos de libros —algunos los leí hace décadas, otros aguardan hace años ser leídos—, si no todo tipo de objetos, desde postales y fotografías hasta recuerdos variopintos. Es como si hubiera desplegado mi memoria en posesiones. Un desesperado intento, quizá, de convertir en material lo intangible.
    Y como tampoco tengo nada mejor que hacer se me ocurre relacionar el fruto de mi observación con las consecuencias de la pandemia que en estos momentos padece casi todo el planeta. ¿Tendrá algo que ver? Sigo tecleando a ver dónde me lleva la escritura. En las civilizaciones antiguas se hubiera vinculado la situación presente con el enfado de los dioses. O de un dios único. Una leyenda, o incluso un mito, consagraría la experiencia. En estos momentos, sin embargo, estoy convencido de que habrá cientos que piensen escribir un relato de ciencia ficción —sin darse cuenta de que redactarán uno costumbrista— o una novela policíaca. Así que no me queda más remedio que ponerme en esta perspectiva si no quiero sentirme más antigualla de los que soy.
    Si el ataque del virus formara parte de un thriller, para descubrir al culpable debería determinar su móvil. Durante los primeros días me tuvo alucinado el modus operandi del virus: establece una cadena de contagios tan dinámica entre personas hasta llegar a un anciano, que al fallecer concluye el proceso expansivo. La tasa de letalidad por edades resulta impresionante: parece que solo afecte a personas mayores. Daba por hecho que ese era el móvil, lo que me ha mantenido desorientado muchos días: ¿qué tipo de móvil es ese? Hay una incongruencia esencial en él: habrá quien lo piense —el arco que traza el rencor en los humanos es vasto—, pero quien piense así no puede tener los conocimientos necesarios para actuar sobre la realidad como le gustaría a su degradación moral. O dicho al revés, ninguna persona competente puede compartir esta idea. Como consecuencia del argumento, el fallecimiento de ancianos solo puede ser un efecto colateral. Lo culpable es establecer infinidad de cadenas de contagio para que se propague la evidencia de gravedad.
    La pregunta central del thriller sigue sin respuesta: ¿quién se beneficia, de una manera objetiva, de la situación creada por la expansión pandémica? Quien se beneficie tendrá un móvil, asevera el comisario de película que hay en mí. Por la experiencia que tenemos hasta el momento, existe un único beneficiario de la situación creada por el virus pandémico de incierto origen: el Medio Ambiente. El modo cómo se ha regenerado la calidad del aire en las grandes ciudades con la caída de la actividad humana es pasmoso. Lo que hace un mes los mapas coloreaban de rojo, con índices muy altos de contaminación del aire, hoy los veo con un utópico cartel verde y una cifra de polución singularmente baja. Ni pizca de aire degradado sobre las ciudades. La única certeza del virus es constatar su carácter reivindicativo del Medio Ambiente. Un virus activista: ha conseguido frenar al dios de la Economía para detener el pernicioso Cambio Climático: un virus justiciero. 
   ¿Qué hay de verídico en este razonamiento? Eso es lo de menos. Antiguamente existían dioses; hoy, científicos. Habrá quien crea en el espíritu de la Tierra. Unos se entretienen en el cenobio con crucigramas; otros, con musarañas.

29, domingo. Marzo. La novela se viste de Isabel Bono



Al tiempo que leo Diario del asco (Tusquets, Barcelona, 2020), segunda novela de la poeta Isabel Bono (1964), escribo —al compás del presente— un Diario confinado. No se puede evitar compararlos de vez en cuando. Mientras en la novela los personajes aspiran al confinamiento allá donde se encuentren, sea en un tren o en la calle, el lector anhela exteriores y busca proyectarse en cualquier espacio, aunque sea un rutinario viaje en cercanías o en un horror de bar. Las bolsas de plástico que el personaje con desprecio ve llevar a la gente en sus desplazamientos, ahora le parecen al lector un lujo. Los libros los escriben los autores, pero los lee el contexto.
    De la escritura diarística Isabel Bono toma para la novela del «asco» algunos elementos estructurales, como la fragmentación —sin referencias temporales— y la alteración cronológica —un constate juego de anticipaciones y retrospección—; y otros estilísticos, como la condensación en episodios breves y la paradoja. Pero lo más relevante de la novela es cómo articula estos elementos en sus dos partes, hasta cierto punto opuestas. La primera está dominada por un movimiento narrativo endocéntrico. Los fragmentos, que tienden al estatismo, giran sobre sí mismos alrededor del personaje principal. Los otros personajes de la trama, las situaciones, los recuerdos, las observaciones, todo en el texto se mueve alrededor de la personalidad descentrada del protagonista, mientras la acción mezcla pasado y presente hasta confundirlos. Y alterna también un narrador en primera persona con otro en tercera, de modo que subjetividad y objetividad confluyan borrando sus perspectivas propias. El conjunto de rasgos de la novela se alía para subrayar un ritmo ensimismado propio de un personaje detenido en sí mismo, que bien podría definirse como yo soy solo mi circunstancia.
    La segunda parte, sin embargo, plantea desde el principio un ritmo opuesto, exocéntrico. El personaje principal pasa a ser un elemento que acompaña la acción, que ya no monopoliza. Decisiva resulta la aparición de un personaje extraordinario, Micaela, una muchacha adolescente que encarna la vitalidad y que surge dibujada en la novela con un trazo dominante desde la primera línea. Se trata en esta segunda parte de una extroversión conceptual: el personaje principal sale de su cueva y vive no solo el presente, si no de manera presencial, es decir, no lastrado por el pasado. Y también es una extroversión estilística gracias a una dramatización muy ágil, con réplicas vibrantes, envolventes e incisivas que activa la prosa y dinamiza la acción.
    El rasgo más singular de Diario del asco no se encuentra, sin embargo, en los esquemas narrativos que se han analizado, sino en la manera cómo Isabel Bono ha vertido su universo poético personal —el zarpazo verbal in media res, las piezas de la construcción revueltas, el detalle como metafísica y la paradoja como descripción— en un cauce narrativo. Cómo lo ha desplegado, lo ha articulado y lo ha dramatizado manteniendo la esencia de su gesto creativo. Se podría decir que Isabel Bono no ha escrito una novela, sino que la novela se ha vestido el traje estilístico y conceptual de Isabel Bono. Con un resultado inquietante.
    La única referencia literaria que aparece en la novela como ángel protector de sus personajes es Samuel Beckett. Su ascendencia no se percibe en aspectos concretos, pero sí inspira la ideación trágica, nihilista, con la que se concibe la trama. Tanto el mundo enclaustrado, confinado en sí mismo, de la primera parte como el primaveral de la segunda comparten caminos que se cierran. Aunque también es cierto que la autora no sigue la senda beckettiana hasta el final. Cuando todo lo que se quiere se ha ido, queda el brillo inocuo de los desperdicios, sí, pero también reflejado en ellos el haberse perdonado uno a sí mismo.

26, jueves. Marzo. El mundo, la biblioteca (nunca fue tan así)



En su biografía de Rainer Maria Rilke (1875-1926), evoca Antonio Pau el posible primer paseo que dio el poeta por las calles de París, recién llegado y tras alojarse en un hotel del Barrio Latino. Aquella tarde de finales de agosto de 1902 pudo pasar por delante de tres hospitales parisinos —batas blancas, inválidos, gente cabizbaja y huidiza—, y sin duda no muy diferente debió de ser su recorrido real, pues el mismo día le escribe a su mujer: «Me asustan tantos hospitales, están en todas partes… A veces se tiene la sensación de que en esta inmensa ciudad hay ejércitos de enfermos, multitudes de moribundos, pueblos de muertos». Una sensación tan intensa que la conservará para reproducirla en el célebre inicio de su novela biográfica Los apuntes de Malte Laurids Brigge: «¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo? Más bien hubiera pensado que aquí se muere».
    Con ser contundentes estas apreciaciones sobre la vida urbana, son propias de la perspectiva desde la que se observa la realidad: primeras impresiones de quien acaba de llegar. En París reside Rilke algo más de una década —aunque con constantes y extensos viajes— y ahí escribe las dos colecciones de Neue Gedichte (Nuevos Poemas) donde hay textos que afinan más en sus símbolos de la vida de ciudad. Me gusta en especial uno —ubicado en el Jardin des Plantes parisino, como indica el epígrafe, aunque obviamente se refiere al zoo instalado en su interior— que se titula «La pantera». Compuesto por tres cuartetos, el primero es una prodigiosa descripción de lo que pudo observar Rilke ante el felino: «Su vista se ha cansado tanto de ver pasar / los barrotes, que no retiene nada. / Le parece que hubiera mil barrotes / y tras los mil barrotes ningún mundo».
    Hasta hoy siempre había leído este poema como símbolo de la vida urbana, encerrada en la jaula de su propia magnitud —edificios, tránsitos, multitudes—, pero recibo el correo de un amigo que se define como «una persona que recorre el pasillo de un piso del Ensanche» y descubro una nueva, inédita, lectura de «La pantera», emblema ahora del confinamiento. El «ningún mundo» ya no es un horizonte filosófico, sino la misma ciudad que hasta ahora interpretaba el papel de jaula.
   De hecho, otro maestro de la cuarentena domiciliaria, Xavier de Maistre (1763-1852), describió el itinerario concreto del felino, de mi amigo y de medio planeta en estos momentos: «cuando viajo por mi habitación, rara vez recorro una línea recta; voy de mi mesa hacia un cuadro que está colocado en un rincón, de allí parto oblicuamente para ir a la puerta; pero aunque al partir mi intención sea dirigirme allí, si me encuentro en el camino con mi butaca, no me lo pienso, y me acomodo de inmediato». Este fue el único recorrido posible durante cuarenta y dos días de su encierro, que se corresponden con los cuarenta y dos capítulos de su manual de ironía filosófica titulado Viaje alrededor de mi habitación, libro que me recuerda en un mensaje de móvil mi amigo Juanjo Martín Ramos, editor de Polibea y novelista.
    Me ha reconfortado leer a Rilke y a Xavier de Maistre estos días en los que me dirigía a «la butaca» con un libro, pero por el camino siempre encontraba otros que mitigaran la orfandad de referencias sobre lo que nos está ocurriendo. Es lo que acaba de ocurrirme ahora. Me topo en los estantes, buscando otro libro por la C, con los de E. M. Cioran (1911-1995) y me voy hacia el sofá con sus Silogismos de la amargura (1952). De repente descubro con pavor qué hay al otro lado de un confinamiento: «Oblíguese a la gente a acostarse durante días y días: los colchones lograrían lo que ni las guerras ni los eslóganes han conseguido. Pues las maniobras del Tedio superan en eficacia a la de las armas y a las de las ideologías». No puedo decir ahora que Cioran me reconforte, mejor diré que me proporciona motivos para el insomnio.

25, miércoles. Marzo. Dilema de epigramista



Mientras escribo mi Centena de Epigramas, a la velocidad de uno al día, algo inaudito ocurre en el tiempo social: un confinamiento por pandemia vírica. La escritura de epigramas, de repente, también se ve afectada: ¿no sería preferible que hablaran del presente concreto en lugar del presente como abstracción? ¿No es el epigrama el género de la brevedad idóneo para albergar contenidos sociológicos? Es difícil no responder lo obvio a estas cuestiones: los cauces de la escritura social bajan estos días desbordados de ingenio sobre el asunto. ¿No sería una buena oportunidad para unirse al coro, ya que de solista no tienes futuro? Una pregunta que incomoda, aunque la pregunta real resulte más hiriente: ¿Cómo vas a argumentar la negativa? ¿Como epigramista afásico, quizá? Es el propio género literario que escribo el que me interpela. Así, falto de razonamientos, empiezo a redactar epigramas confinados. Unos cuantos, no sé. Al llegar a la media docena me doy cuenta del problema. Ninguno es «mío», por una sencilla razón: mi experiencia se ha clausurado conmigo dentro y del exterior me llegan ingentes noticias, pero muy pocas vividas por mí, apenas un par de paseos hasta la panadería en diez días. Todo cuanto sé de lo que ocurre fuera me llega por la realidad interina de las cámaras, las pantallas, los archivos digitales. La frontera entre vivencia y reproducción no está nada clara en la época, pero conviene que como individuo la mantenga. Los epigramas de prueba que redacto son la reelaboración de visiones ya elaboradas. Como comprar una pizza congelada y echarle encima trocitos de embutido antes de hornearla. Idéntica chapuza. Así que borro todos los epigramas confinados menos uno —«Prometo no volver a decir que los argumentos de ciencia ficción me resultan inverosímiles. A partir de ahora los clasificaré como costumbristas»—, porque es un epigrama literario, vía temática que se justifica en Marcial, en los barrocos ingleses y en mi experiencia. Así que ordeno a los epigramas contestatarios seguir por la senda trazada desde el inicio. Yo seguiré confinado, pero mis epigramas harán como que no me ven.
    Por cierto, entre los epigramas latinos del galés John Owen  (1564-1628), revisitados en castellano por el humanista Francisco de la Torre (1625-1681), algunos mantienen cierta gracia en el presente, pero la carga ideológica es tan pesada que resulta difícil soslayarla. A veces, sin embargo, el paso del tiempo logra cambiarles el significado original y cobran las piezas, de repente, un sentido en el presente. Leo uno, por ejemplo, que me impacta. Se titula «Obra de tinieblas» y dice: «Obra de tinieblas es / La que en un mismo ejercicio, / Es útil para la especie, / Y dañosa al individuo». De la Torre explica así su significado: «Llama al ejercicio de Venus, obra entre tinieblas, por lo ciego, solitario, escondido y nocturno. Nadie ignora que Venus aniquila las fuerzas, menoscaba la vida, y consume el individuo, y al mismo paso es precisa para la conservación de la humana especie». Hoy ya nadie atribuye tanta maldad a Venus, pero cámbiese la primera vez que aparece el nombre de la diosa por «Coronavirus» y la segunda, por «Confinamiento» y se entenderá todo como escrito esta mañana, vigésimo segunda de la vida cenobita.

23, lunes. Marzo. Maneras de establecer distancia



Los colaboradores radiofónicos exprimen bibliotecas, archivos o Wikipedia en busca de precedentes del confinamiento. Desde los históricos a los cinematográficos, todo sirve. Desde Simón Estilita hasta la voz de E.T. La erudición como consuelo.
    Mi amigo Sergio Gaspar, poeta, se acuerda de Segismundo encadenado: «Ahora sé los peores padecimientos de Segismundo: no poder ir al peluquero ni al podólogo», me escribe en un correo electrónico. En cuanto se detiene el tiempo acelerado, vanguardista, aflora el tiempo clásico: la vida que reescribe el mito como forma de proporcionarse hondura, o si no, al menos, relieve.
    Me acuerdo entonces de la gran confinada, por voluntad propia, de la poesía: Emily Dickinson. Redujo su experiencia a las dimensiones de su cuarto, en el piso alto de una casa de dos plantas rodeada por una generosa naturaleza y encarada a la calle mayor de una localidad, Amherst, en el centro de Massachusetts, acaso también del Universo.
    Uno de sus admiradores, corresponsal paciente e incluso prólogo de enamorado, cuenta que en la última de sus visitas no consiguió ni siquiera hablar cara a cara con ella. Desde el pie de la escalera le gritaba por el hueco y desde arriba le llegaba la voz de Emily.
    Sus biógrafos exaltan lo apreciada que era en la comunidad la repostería que Emily horneaba en la casa de Amherst. Los agraciados iban a buscar los pasteles al caer la tarde a la casa de paredes ámbar. Emily los colocaba en una cesta a la que ataba una cuerda y deslizaba los dulces amorosamente desde la ventana alta.
    El siglo XX supo descubrir en su poesía un extraño y fascinante universo personal, pero nada permitía intuir —eso que solo les ocurre a los clásicos— que el nuevo siglo, el XXI, descubriría en el confinamiento de Emily Dickinson un excelso modelo de comportamiento ante pandemia vírica. En  aquel tiempo no había coronavirus, claro, pero es posible que existieran otros filamentos malignos de los que también conviene evitar contagio: la estupidez, la agresividad, la ignorancia o la insensibilidad.

22, domingo. Marzo. Canción de los pájaros



El otro día, el quinto o el sexto del confinamiento, abrí la ventana porque hacía un sol hermoso fuera, por ver si me dejaba dentro alguna limosna de calle en forma de aire, y lo que se coló fue el trino repujado de un pájaro. Y poco después los gritos de un niño que jugaba en un balcón próximo. Ni un solo coche por la calzada. De repente, la falta de realidad revela otras realidades agazapadas.
    En la comida nos acordamos, entre risas, de las gaviotas. Con una puntualidad que ya quisiéramos para el alumnado, aparecen a las 12, se reparten jerárquicamente las papeleras del patio del instituto donde encuentran con facilidad restos de comida e incluso bocadillos enteros que se llevan pletóricas en el pico. Nos las imaginamos estos días llegar a su hora y encontrar, jornada tras jornada, vacíos los patios, las aulas, las papeleras. ¿Qué les pasará a estos humanos que ni siquiera asisten a la escuela?
   Mi amigo Fernando Fuentes, arquitecto, fotógrafo y observador de nubes, me envía un texto que ha escrito para acompañar tres fotos de un colega fotógrafo en una exposición virtual, que es la única realidad ahora permitida. Es la historia de lo que está ocurriendo contada por los pájaros. Un poema inquietante.
    En la radio —una realidad interina que sustituye a la realidad contagiada— esta mañana un colaborador ha explicado cómo ve desde el interior de casa comer a los pájaros que acuden a su balcón con solo colocar un poco de grano en un recipiente. Los pájaros acabarán siendo la metáfora de este tiempo de reclusión. Aquella realidad aplastada por la frenética realidad en la que se había convertido lo real antes de que se obligara por decreto a descubrir en el picotear de un pájaro la inaudita dimensión del silencio.

21, sábado. Marzo. Elogio de la poesía



La poesía es el estado de nube del lenguaje. El agua, líquida, es la oralidad. La nieve, el hielo o la escarcha son diferentes modos de escritura, uno de ellos es el literario. La poesía a veces, y según en qué épocas, ha sido un mero orden fijo, un cristal del lenguaje. Ha sido literaria. Pero la forma de fijarse de la poesía no es mediante la solidificación de sus partículas, sino por evaporación. Y el modo de mostrarse es el de la nube.
    La poesía trasciende la oralidad. Nace de ella, pero la descarga de movimiento. Es decir, del significado. La narración, al contrario, sublima los significados. La poesía los convierte en vapor de sentido. El decir que al mismo tiempo no dice del lenguaje. El estado en el que dispersa las fronteras por las que se le conoce. Tal vez porque se convierta en ritmo. En música. O quizá porque olvide sus funciones. Las desatienda.
   La poesía es la pérdida de la identidad funcional del lenguaje. Lo humano en estado exclusivo de éxtasis. La evaporación que encarna el ascenso, la senda inefable, aquella que los místicos, para nombrarla, la identificaron con la lengua del amor. El lenguaje no utilitario. La fruición por sí misma. El silencio y el gemido como emblemas del ser. La poesía.

14, sábado. Marzo. Balada del virus



Que los virus poseen una naturaleza enigmática uno lo descubre en cuanto sale de la consulta del doctor con un cuadro de síntomas complejo y sin ninguna receta en la mano. Buenas palabras sí, recomendaciones, pero cero medicamentos, cuando los hay a cientos para todo. Menos para el virus que le afecta. Que recuerde, en dos ocasiones he padecido un virus de cierta importancia y no diré que es la peor enfermedad, en absoluto, pero suele manifestarse de una forma caótica y asilvestrada que desorienta.
    Existe otro tipo de enfermedades sobre el que me da la impresión que tampoco se sabe demasiado. Las autoinmunes. De repente el propio organismo empieza a destruir elementos esenciales para su funcionamiento. En cierta ocasión padecí un episodio autoinmune, felizmente no patológico, y cuando pregunté por el origen del problema el especialista me indicó una extensa lista de posibles causantes. Entre los cuales, cómo no, estaba el haber estado en contacto con ciertos virus. Y ahí aparece la conexión más irracional que se pueda imaginar: el cuerpo enloquece persiguiendo un intruso, lo confunde con cualquier elemento, a veces vital, y lo destruye pensando que así se salva del virus cuando en realidad aumenta los trastornos a sí mismo e incluso pone en riesgo su vida.
     Recuerdo ahora los episodios médicos porque estos días he escuchado atentamente los noticiarios y me he paseado por mi ciudad, que sin estar en la lista de las más atacadas por el coronavirus, languidece fruto del daño que se infringe a sí misma. Calle, cafés, comercios vacíos. Escuelas, institutos, universidades cerradas. Parques infantiles, sin embargo, con algún que otro niño, pero alejados entre sí. Actos de todo tipo, desconvocados. Gente evitando a la gente. Mascarillas en boca y nariz. Una pasmosa ausencia de turistas en las puertas de la Sagrada Familia —que ha sido lo que más me ha impresionado—. Los supermercados sin papel higiénico, arroz, pasta o carne. La bolsa desplomándose. Las visitas médicas por otros motivos, anuladas. Suspendidas las visitas domiciliarias de los servicios asistenciales. Cerrados los comedores sociales. Y las autoridades aumentando la puja. Estado de Alarma. Hay quien pide ya el de Sitio. El cierre de fronteras. La anulación total de la vida social.
    Cada día se diagnostican cientos de cánceres, algunos todavía letales, se asiste a pacientes con crisis cardiovasculares, se recogen heridos en el asfalto de las carreteras, incluso miles de personas se contagian a diario de virus domésticos, como el de la gripe, que también puede ser mortal… sin que la vida social y económica se vea afectada en absolutamente nada.
    ¿No parecen todas estas medidas antipandemia una reacción autoinmune? Si se piensa la sociedad como un cuerpo (a los dos se les llama también «organismos»), en ocasiones ambos, sociedad o cuerpo, sufren violentas agresiones. La reacción es idéntica. Las plaquetas corren al unísono para suturar la hemorragia, y las manifestaciones de solidaridad y duelo se suceden uniendo a la gente en un único sentimiento de repulsa. El ataque de un virus de extraño origen, sin embargo, ha logrado en poquísimo tiempo desintegrar los resortes sociales, individualizar las respuestas, suspender los motores económicos, confinar las voluntades, desmovilizar la economía, despertar el odio al semejante… igual que un cuerpo que destruye las plaquetas de la sangre —pensando que ese es el virus— mientras se desangra.

13, viernes. Marzo. Lectura para el confinamiento



Vicente Valero se había iniciado en la narrativa con tres dietarios que reunió en el volumen Diario de un acercamiento (2008). En aquellas páginas, cuyos fragmentos iban creciendo en extensión conforme avanzaba su escritura, se combinaban los dos intereses temáticos del autor: la evocación del mundo cultural y poético, por una parte y, por otra, las singularidades de la vida y del paisaje isleños. Desde entonces los libros en prosa, ya concebidas como conjuntos de relatos o novelas, han desgajado esos dos mundos que se han ido alternando en los cuatro títulos que ha publicado desde entonces. Dos evocan historias relacionadas con sus escritores y artistas de referencia (El arte de la fuga, 2015 y Duelo de alfiles, 2018); dos vinculados a la vida ibicenca (Los extraños, 1914 y Las transiciones, 2016). Y ahora se acaba de unir un tercer título a este grupo (Enfermos antiguos, 2020). A la espera de que el autor explique la articulación de los cinco libros, lo que es evidente hasta el momento es que ya existe en el conjunto una potente trilogía sobre la recuperación de la memoria isleña y de las profundas transformaciones del paisaje de Ibiza y de los hábitos ciudadanos durante el siglo XX.
   Enfermos antiguos, a medio camino entre la prosa memorística y la novela, aborda un asunto esencial de la vida en núcleos de población reducidos, la incidencia de la enfermedad en la vida cotidiana: desde la visita a los enfermos hasta la tipología de los médicos de la época. A veces la narración aparece más apegada a recuerdos con un alto valor sociológico, en otros capítulos la historia contada se convierte en un relato de ficción con enfermedad al fondo, resuelto con el magnífico dibujo de personajes y situaciones que ya caracteriza la prosa del autor.
    A nadie se le escapa la oportunidad de un libro que aborde estos días el tema de la enfermedad. Por los medios de comunicación se informa de las cifras exactas de contagios al minuto. Las consecuencias del virus causan estragos en la vida cotidiana. Es como si todos los noticiarios hablaran de la publicación del libro de Vicente Valero. Como si la literatura, de repente, volviera a ser importante para la sociedad.
   Resulta interesante leer precisamente ahora Enfermos antiguos, porque no siempre se percibe con claridad la distancia que separa la vida cotidiana actual y la que vivieron nuestros abuelos. Hay una diferencia abismal entre los «enfermos» de entonces y los de hoy. Los antiguos no es que se les pudiera ver, tal como relata Valero, es que se acudía en multitud a visitarlos. La casa de un enfermo era la más solicitada del lugar. Los procesos de la enfermedad eran compartidos, secundados, solidarios. En cambio, ahora, los reos de las modernas enfermedades son aislados en cuarentenas, confinados en sus hogares, vigilados los movimientos por dotaciones policiales, encerrados en la peor de las infamias morales: haberse contagiado, o aún peor, vivir en un foco del contagio. Quizá lo mejor de este libro es que narra con detalle la inflexión entre una época y otra. Entre la vida de quienes fueron niños en los 50 y en los 60 y la transformación de lugares y hábitos a la que han asistido en el curso de la edad hasta el presente. Es la perspectiva que le proporciona profundidad al libro. Y también a la memoria del lector, quien —como ocurre en los libros de Vicente Valero— acompaña y enriquece la lectura con sus propios recuerdos.

11, miércoles. Marzo. Rafael Pérez Estrada, el mago



Vi por primera vez a mi añorado amigo Rafael Pérez Estrada (1934-2000) cuando se sentó a mi lado, por casualidad, en el comedor de un hotel en la isla de Troia, frente a Setúbal, al sur de Lisboa. Posiblemente ocurriera a finales del invierno de 1984. En aquel momento no tenía ni idea de quién era, ni siquiera de cuál era su nombre, aunque sí había leído a todos los que le acompañaban.
    España y Portugal, que celebraban el reencuentro amistoso dentro de la OTAN, multiplicaban en aquella época los actos de buena vecindad. Amparado por un mecenas portugués, dueño del complejo hotelero de la isla de Troia —que en realidad es una península a la que se accede desde Setúbal en barco, como a las ínsulas—, se organizó un encuentro entre escritores españoles y portugueses. La nómina de participantes de ambos países era enorme. Y al acto de inauguración asistieron ambos ministros de cultura y en medio estuvo sentado António Ramalho Eanes, entonces Presidente de la República Portuguesa.
    A aquel encuentro había sido invitado el poeta e hispanista José Bento (1932-2019), que por cierto falleció en octubre pasado. En ese invierno lo trataba con frecuencia y un día me dijo que había recibido una invitación para dos personas, pero como su mujer no podía acompañarle, me propuso que fuéramos juntos. Por mi parte, me acababa de licenciar en filología y para ese curso 83-84 había conseguido una beca de estudios en la Universidad de Lisboa en el Curso para Extranjeros, que así se llamaba. Cuando leí la lista de participantes en el Encuentro le dije inmediatamente que sí. Era como asistir a una fiesta donde están todos los escritores que uno ha leído.
    En el barco desde Setúbal ya coincidimos con una parte de los invitados. Me recuerdo cohibido en un rincón de la cubierta mientras Bento saludaba a unos y otros. Yo, en persona, no conocía a nadie, ni nadie me conocía a mí. El viento de la travesía despeinaba los cabellos de media literatura española de entonces. Al desembarcar, nos dirigimos al hotel que alojaba a los participantes y nos pusimos, Bento y yo, en la cola de recepción. Delante estaba Alfonso Grosso (1928-1995), hablando a voces con todos menos conmigo, que sin embargo había leído con gusto cuatro o cinco novelas suyas, pero ¿quién se atrevía a decirle algo? Cuando llegó su turno para inscribirse, el empleado del hotel no lo encontró en la lista y así se lo dijo. Entonces Grosso, a grito pelado, empezó a denunciar un complot en su contra, para que no se hablara de sus libros, para que no le dieran los premios, yo qué sé las barbaridades que pudo decir. El responsable de la comitiva portuguesa se acercó al oír el escándalo y le sugirió al empleado que se olvidara de las listas y que tomara el nombre de quienes había allí. «Alfonso Grosso», gritó ufano mi precedente, y «José Ángel García» dije yo con humildad —los portugueses sitúan primero el apellido materno y luego el paterno, pero a uno le llaman siempre por el segundo apellido, lo que aprovechaba entonces para eludir las complicaciones fonéticas del mío—. Así que me dieron habitación propia y evité darle la lata a José Bento.
    Luego nos fuimos los dos a comer. La sala estaba vacía cuando entramos. En la carta de vinos, Bento, que los conocía bien, eligió uno de la Cooperativa de un pueblo minúsculo en no sé qué sierra, en aquel momento me ofreció cuantiosos datos, pero como él después escribiría en un verso: «hubo palabras, gestos, astillas hoy ya ni ceniza». El caso es que el vino era espectacular. A media comida llegó un grupo de escritores españoles, no menos de diez. Juntaron varias mesas y la última se quedó a un palmo de la nuestra. En un extremo se sentó Rafael Pérez Estrada, aunque yo aquel día no sabía aún quién era. De hecho, posiblemente fuera el único escritor de la mesa contigua al que no había leído. Aún. 
    El camarero ofreció al grupo español la misma carta de vinos en la que Bento había elegido el que estábamos tomando nosotros. No habría menos de cien nombres. El dictamen de los comensales vecinos fue unánime: «Manolo, tú eres quien sabe de esto». Y le pasaron la carta a Manuel Vázquez Montalbán (1939-2003), quien posiblemente se marearía ante tanta referencia desconocida y decidió una inteligente salida hacia delante: «Pediremos el vino de la casa, que en estos lugares suele ser bueno». El resto asintió ante el adagio. Bento y yo comíamos en silencio mientras los escritores españoles bromeaban entre sí. Llegó el vino. Se sirvieron todos, pero cuando alguien quiso llenar la copa de Rafael, se lo impidió. Se dio la vuelta hacia nosotros dos y nos preguntó, con suma elegancia, si no nos importaba servirle del nuestro. Nada más beber un sorbo clamó: «Manolo, así que el bueno era el de la casa, ¿eh?, pues prueba este y verás». A partir de este momento, compartido el vino, Rafael nos integró en el grupo de españoles. Y en los cuatro o cinco días que duró el Encuentro ya no me separé de él. A su alrededor se formó un pequeño grupo de escritores que asistía a los actos, comía y cenaba juntos, y en el que me sentí, desde el primer instante, como un colega más, olvidándome de que en realidad no era más que un intruso.
    Este tipo de eventos, como los llaman ahora, se caracterizan por una relación muy intensa y absorbente durante pocos días y después cada cual regresa a su vida sin apenas dejar rastro. Del Encuentro me llevé, sin embargo, un nombre que no conocía. No podía olvidar la gracia, el ingenio, la espontaneidad y también la generosidad del escritor malagueño Rafael Pérez Estrada, de quien, por cierto, no encontré ningún título en las librerías barcelonesas. El primero que leí fue el que publicó unos años después, en 1986, Conspiraciones y conjuras. Me lo envió la poeta Mercedes Escolano, con una extensa dedicatoria de la que copio una frase: «Por Rafael conspiraría el resto de mi vida». A ella le debo que me acompañara una tarde de 1987 a su casa, en el paseo marítimo, con vistas al Mediterráneo. Enseguida nos acordamos los dos de los días de Troia y no costó nada recuperar las anécdotas vividas allí. A mi regreso le escribí una larga carta y empezó una extendida relación epistolar con Rafael Pérez Estrada que llegó hasta sus últimos días. Leí los libros de su autoría que me fue enviando a partir de entonces y los que encontré por mi cuenta en las librerías de viejo de Málaga, y se convirtió, durante los años que siguieron, en el escritor vivo que más he admirado. Una buena parte de los libros que empecé a leer a partir de 1986 están recogidos en el volumen Poesía (1985-2000) que acaba de publicarse en Renacimiento. 1.080 páginas. 1,8 kilos de peso. Rafael hubiera adorado la publicación de un libro tan enorme.
    El miércoles pasado, día 4, lo presentó en el Salón de los Espejos del Ayuntamiento de Málaga la Fundación que lleva su nombre. Rodeado de quienes fueron sus amigos y hoy lo añoran igual que yo. No ha sido una publicación sencilla. Francisco Ruiz Noguera, editor del volumen, recordó cómo empezó a gestarse en 2004. Las vicisitudes por las que el proyecto de estas «Obras Reunidas» ha pasado han sido de diversa y controvertida naturaleza; todas, sin embargo, se olvidan en el momento de abrir por cualquier página un libro mágico. Sea cual sea la que aparezca, el lector ve aflorar en ella el resplandor del genio verbal y del universo fantástico de su autor, el añorado Rafael Pérez Estrada.

1, domingo. Marzo. Enfermedades del lenguaje



Al caminar por las calles, sin pretenderlo, se suelen oír frases entrecortadas que se dicen los transeúntes. Me acuerdo entonces del compositor norteamericano Charles Ives, a quien le gustaba tejer las piezas con jirones musicales variopintos. Siempre he pensado que se podría componer así un poema sinfónico, con las frases oídas al azar. Es un lindo proyecto, como todos los que nunca se llevarán a cabo. De hecho, al llegar a casa ya las he olvidado. Solo dura lo oído unos instantes en la mente. Hoy, sin embargo, lo escuchado ha seguido coleando todo el día hasta que, ya por la tarde, me he sentado a escribirlo.
    Domingo, temprano. De camino a la panadería paso junto a una pareja que está parada en mitad de la calle. Como desorientada. Ventipocos años, aire informal. El joven mira el móvil con obstinación y ella contempla el vacío en las aceras. No sé qué buscan, pero en cuanto les oigo hablar lo comprendo. Un local para el desayuno, algo propio de la hora. Me entretengo a observar su pelo, un poco revuelto, esta mañana desde luego no ha sido lavado. No vienen de casa, como yo. En fin, ya sé que no sirvo para detective, así que me conformaré con la filología. Las frases que oigo: «Yo quiero un lugar que tenga terraza», dice él. «Yo también», dice ella.
   Me sorprende que ante las múltiples posibilidades que ofrece la lengua para transmitir este mensaje hayan elegido la que han pronunciado. Y no otras. Por ejemplo, podría haber dicho él: «¿Te apetece un lugar con terraza?», una pregunta con una implicación de cortesía hacia la otra persona. O, mejor, «¿Y si buscamos un lugar con terraza?», ya en un nivel superior de implicación, al sugerir que los dos hablantes forman una unidad que el lenguaje distingue con la primera persona del plural.
  Pero él dice: «Yo quiero…». No soy partidario de la sociología, ni la barata de las charlas de barra de bar, ni la cara de los estudios estadísticos, luego no veré detrás de esta frase ningún signo de comportamiento. Elegida así para expresar tal contenido en determinado contexto, me parece solo el fruto evidente de un empobrecimiento radical del lenguaje. Más, de una cosificación del lenguaje. Y, aunque sea de modo latente, de la deriva hacia su formalización. Cada cosa con su término de expresión: «yo», porque yo hablo, «quiero», porque yo quiero, etc. Un lenguaje cada vez más ajeno al juego («¿te apetece?») y a las connotaciones («¿buscamos?»), incluso cuando resultarían ideales en el caso de que se tratara de una pareja de enamorados. Pero sale vencedor, una vez más, un lenguaje máquina, sin escrituras implícitas. El lenguaje de nuestra época. A veces suena ofensivo, pero solo es autoinmune: se destruye a sí mismo.
    Los dos jóvenes arrancan a andar a mi lado, pero como son más ágiles en seguida me rebasan. Caminan separados. Pero un poco más adelante, veo cómo ella, con sutileza, desliza su mano bajo el brazo de él. Algo es algo, me digo: la kinésica ocupa el lugar que ha perdido el lenguaje en cuestión de connotaciones.