30, jueves. Enero. Formas de la forma de vida


Para Gustavo C. C.

En el primer párrafo del «Diario de mi mochila», Matsuo Bashō reconoce que empezó «a escribir poesía, al principio solo por el placer de hacerlo, aunque más adelante acabó convirtiéndose en mi forma de vida». Para Bashō «forma de vida» era lo que acababa de emprender, un viaje por las zonas más agrestes de su país para que su poesía alcanzara un diálogo más intenso y auténtico con la naturaleza, el objetivo de su poética. Muchos autores actuales podrían citar la frase en una entrevista, idéntica, para decir posiblemente lo contrario. Hoy convertir la poesía en una «forma de vida» es ganar unos concursos y ser jurado en otros, organizar encuentros poéticos y ser invitado en otros, reseñar libros donde aún paguen y ser reseñado en cualquier sitio y, como fin sublime, tratar de aparecer en el máximo número de antologías. No es lo mismo (por decirlo a lo Alejandro Sanz). 
    Uno empieza a hacer cosas con la idea convencional de encontrar un hueco en lo que hace: publicar un libro, montar una exposición, diseñar el cartel de las fiestas de su barrio, esas cosas. Durante el siglo XX, la estructura cultural del país admitía que cualquier trabajo creativo encontrara su lugar, más o menos. Al margen de la ambición de cada cual, la simple inercia conducía las obras creativas a un lugar reconocido. Pero esta época ya no es aquella. La estructura cultural del país se ha convertido en una —paupérrima— industria cultural por donde solo transitan discursos artísticos que empuja algún viento sociológico o reciben el empuje de una ambición superlativa (parecido al que se necesita para ser presidente del gobierno, por cierto).
    Cuando alguien se siente en las antípodas de este «modelo» de artista... no es raro que se pregunte qué pinta en mitad de este panorama. Una opción es languidecer poco a poco. Nadie le pide que haga nada, y si lo hace va a tener que ir en busca de los lectores, uno a uno, para que le lean. En este caso, el laconismo le da la razón a la mediatizada vida cultural de la época: quien no pase por la ranura de la industria cultura no pinta nada. Es el momento de acordarse de Matsuo Bashō y su «forma de vida» y actuar creativamente, a todas horas y en todas partes en un viaje... hacia ninguna parte. Para nadie En el vacío. Convertir en realidad que sea imposible que uno pueda entrar por las grietas de la vida cultural, ya no por razones de estilo, sino de tamaño. De la insostenible dimensión de una creatividad encarnada como «forma de vida» y no como producción editorial. Asegurarse de que no va a ocurrir nada relevante con lo que uno hace y a partir de ahí, hacer lo que a uno le gustaría que existiera, pero como su gusto carece de valor sociológico, a nadie le importa que no exista.
    En otras épocas uno lo hacía realmente para nadie, porque la creatividad rara vez salía del estudio, pero esta época ha cambiado las reglas. Ahora hay que hacerlo a luz de los pixeles, también para nadie, aunque ahora no sepamos exactamente qué significa este concepto. Y hay que multiplicar la creatividad, también para nadie. Como «forma de vida».

27, lunes. Enero. Lo que está no estando



En agosto de 1981 la escritora catalana Teresa Pàmies (1919-2012) viajó por Galicia en busca de vestigios de Rosalía de Castro. De adolescente había cantado en una coral de su ciudad, Balaguer, y en cierta ocasión añadieron al repertorio una pieza en gallego, con un verso que, tras una guerra y un exilio, a los sesenta y dos años, le seguía obsesionando: «negra sombra que me asombras». De este viaje ha quedado escrita su crónica, que Teresa Pàmies titula con una conclusión: Rosalía no hi era (Rosalía no estaba). Prodigiosa cronista, la autora realiza un interesante ejercicio de no idealización. No encuentra en Compostela las calles donde vivió, lamenta en Coruña el monumento que no le dedican, no ve en Padrón imagen con la que evocar sus paseos por la ribera del Sar. «No la he encontrado, pero existe. Murió, pero está viva… Yo solo he creído verla fugazmente, en el movimiento de las hojas de una acacia, en el lánguido salgueiro envuelto en niebla… en los ojos de alguna mujer perseguida por la misma negra sombra que acuciaba a Rosalía».
     Dos décadas antes el filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976) había emprendido un viaje con similar propósito. Embarca en un pequeño crucero por el mar Egeo para descubrir en la Grecia actual qué permanece en «la memoria del lugar» de la Grecia clásica. De la ruta que sigue redacta un pequeño diario que fue publicado, décadas después, con carácter póstumo, con el título de Estancias. La experiencia le resulta «decepcionante». Nada de lo que contempla le permite evocar la «idiosincrasia, acariciada desde largo tiempo». Todo le parece sin carácter, vulgar: «la desaparecida belleza de la fiesta en ese lugar se nos escapó».
     Resulta entrañable el conflicto del filósofo con la «Grecia que no estaba», ni siquiera en los lugares donde había soñado descubrirla. Tampoco la evocación y cita de los himnos de Hölderlin le consuela. Hasta tal punto llega su irritación que incluso decide quedarse en el barco, buscando la clave que se le escapa en los fragmentos de Heráclito, mientras el resto de viajeros realiza las visitas previstas. Al llegar a Delos, cuna de Apolo y Artemisa, de repente, la epifanía: «Δήλος, la manifiesta, la desocultante no oculta pero que a la vez oculta y esconde: escondiendo el secreto del nacimiento de Apolo y Artemisa». Sorprendente la imaginación filosófica de Heidegger. En el no mostrar, muestra. El «presente», en el esconder, desvela. «La unicidad de desocultamiento y ocultamiento», germen de «todo poetizar y todo pensar».
     Los dos viajes hacia lo que no está, tanto el del filósofo como el de la cronista, me han parecido dos hermosas poéticas. También el significado del poema es siempre lo que no está en el poema. Esa es la diferencia esencial con el resto de los géneros literarios, por ejemplo, con estas líneas de prosa de dietario cuyo sentido arraiga solo en lo que muestra. En lo que aclara: cualquier ocultamiento resultará trivial, quizá pedante, nada más. El poema que solo aclare, sin embargo, se agota en sí mismo. Solo la unicidad de comprensión e incomprensión salva al poema en la memoria —esos cincuenta años de convivencia de Teresa Pàmies con un verso de Rosalía hasta que decide viajar para comprenderlo. Por cierto, también infructuosamente, como cronista… pero quizá no como simple lectora, porque la imagen fugaz de «alguna mujer perseguida por la misma negra sombra» seguía ocultando lo que desvelaba. El poema.

17, viernes. Enero. Actores de la realidad convertidos en actores de farándula



He de empezar por reconocer que hay algo en la vida política de los últimos meses que me ha desconcertado. Ya sé que siempre manifiesto mi convicción de que un escritor no debe de hablar —demasiado— de política. Pero en esta ocasión me justificaré pensando sobre el asunto no como poeta, sino como profesor.
     Para quienes, por inercia laboral, contemplamos el río desde la orilla de Parménides, el alumnado es siempre el mismo. Se suceden nombres, cursos, generaciones, pero permanecen las ideas que uno tiene sobre cómo administrar el conocimiento. A veces, cuando más asentadas están estas ideas, uno siente temblar y resquebrajarse el suelo que las sustenta. Y dejan de ser operativas. Los hábitos a los que estaba acostumbrado de repente ya no explican la realidad punzante que hay enfrente. Y ha de adaptarlos o incluso cambiarlos radicalmente. Una situación que habré vivido, más o menos, dos o tres veces en tres décadas y media de docencia.
    Ahora la he vuelto a padecer. Una desorientación que, no sé si por casualidad, ha surgido acompasada con la súbita incomprensión de ciertos acontecimientos políticos. Una de las ideas básicas con las que el profesor organiza la clase es la fiabilidad de los conceptos de capacidad, esfuerzo y motivación aplicados al alumnado. A partir de esta fiabilidad establece las diversas pautas pedagógicas con las que enseñar a cada estudiante, ya de modo individual. Uno de los aspectos que más me ha desorientado, en los tiempos recientes, es la inutilidad de los parámetros que iba estableciendo. Así una alumna o alumno con capacidades altas, de repente, mostraba en otro contexto actitudes inesperadas; y al revés, aquellos que más atención exigen, de repente, sorprenden superando expectativas, incluso inauditas. Esto puede que ocurra a veces en casos individuales, pero cuando es la norma, las ideas con las que uno se había habituado a dar clase se convierten en un lastre.
    Hasta donde he podido observar, los conceptos como capacidad, esfuerzo y motivación, que se entendían como una constante de cada individuo, sufren en el presente alteraciones notables según la situación. Su fiabilidad es ahora según y cómo, es decir, coyuntural. Es la actividad realizada la que reparte, cada vez de modo más sistemático, las respuestas del alumnado sobre su capacidad, esfuerzo y motivación. Y no al revés, cuando cada alumno desempeñaba cualquier actividad con la solvencia o dificultad conocidas. A este alumnado me gusta denominarlo, para mi uso propio, Generación Kahott!, con el nombre de una aplicación pedagógica muy simple, pero al mismo tiempo muy atractiva para el alumnado menos interesado en los conocimientos, actividad que tiene la exclusiva virtud de alterar las expectativas habituales del profesorado.
    En la vida política sufro una desorientación parecida. O mayor, porque desde hace un tiempo me siento perdido ante las noticias que leo en la prensa. En algún momento he pensado que había una aceleración de los tiempos políticos; pero, me pregunto, ¿cómo puede desconcertarme algo a lo que estoy acostumbrado, como lector, desde la antigua Grecia? Ya en Sófocles había visto a Edipo razonar sobre la velocidad del tiempo político cuando el sabio Tiresias le había acusado de la más ignominiosa abyección humana, el ser padre y hermano de sus hijos: «Cuando el que conspira a escondidas avanza con rapidez, preciso es que también yo mismo planee con la misma rapidez. Si espero sin moverme, sus proyectos se convertirán en hechos y los míos, en frustraciones». En este razonamiento de Edipo prende mi confusión actual. De la vida política, uno ya entiende que unos acechan y otros actúan. Que la política, como gestión y transformación de la realidad que es, ha de establecer necesariamente una controversia entre opciones opuestas. Opiniones, estas, condicionadas por una trama ideológica que se sustenta en principios filosóficos o económicos. La política es una partida de ajedrez en la que se encaran las estrategias de dos adversarios por saber quién ha de tomar la decisión que construirá la realidad. Las estrategias que usen unos y otros, sean «a escondidas» o planes «con la misma rapidez», después de oírselas a Edipo, ya no pueden asustar a nadie.
     El caso actual es que con esta concepción tradicional de la política uno no se entera de nada. Bueno, puedo opinar acompasando los periódicos que tildan a los políticos de traicionarse a sí mismos. Lo que equivale a interpretar el súbito interés por el conocimiento del alumnado kahott más desmotivado como una dependencia de los juegos de ordenador. Nunca nada es tan sencillo.
    Por mi alumnado kahott sé que a veces las cosas dejan de ser como eran. También en política. Continúa siendo un enfrentamiento de posturas ante lo que ha de ser hecho, pero de repente las «posturas» han dejado de ser lo que eran. Acostumbrado a que las opciones manifestaban la constante, es decir, lo inamovible, no entendía nada. O la dinámica entre aliados y adversarios, otra constante. O al menos, un mecanismo de alta fiabilidad. Hábitos de mirar que ahora emparientan con la ceguera. Porque del mismo modo que cada vez está más en entredicho la finalidad última de la política, el bien social —o el bien de la sociedad que cada época considera como tal—, también están mutando los «participantes de la acción» o actores. Por decirlo con mayor propiedad, los políticos que antes encajaban en el sustantivo del que la RAE admite dos géneros —actor, actora—, ahora les cae mejor el que solo admite el masculino —actor—, frente al femenino —actriz—.
     La constante, la posición, ahora también ya es depende o según. Lo que manda ya no es, como en tiempos de Sófocles, la acción política, sino la coyuntura. El conocimiento necesario para responder desafíos del kahott. La coyuntura es la que organiza alianzas y adversarios, posición que cualquier actor —/actora— puede ahora encarnar como si fuera un actor o actriz. Nadie es amigo o enemigo a priori, se lanzan los dados («a escondidas» o «con rapidez») y lo que ocurra determina amigos o adversarios, siguiendo una lógica que ya nada tiene que ver con las ideas, ni siquiera con las expresadas la semana anterior. A partir de aquí, una bota sobre el adversario, y otra sobre el aliado. Y a esperar que rueden los dados y la coyuntura exija otro paso de baile. Entender las cosas no mejora, sin embargo, mi desconcierto.

6, lunes. Enero. Crónica de un libro abandonado



Abandono Desde mi celda (Acantilado, 2019), las memorias de Juan Antonio Masoliver Ródenas (1939), en la página 182. Cien antes del final del libro, unas cien después de que dejara de tener el menor interés para mí lo que iba leyendo.
     No sé si por las malas influencias de la lectura, el caso es que empezaré por un recuerdo personal. En cierta ocasión, hará una década más o menos. Quizá más. Un grupo de poetas barceloneses quisimos hablar con Francisco Rico. La idea era que prologase un proyecto en el que andábamos entonces y, como tantos, quedó en nada. Justo después de aquel cordialísimo encuentro. Éramos cinco o seis, la reunión se prolongó en un pub céntrico, en el subterráneo de El paraigua, pero creo que no hablé en toda la noche. Casi nadie tuvo ocasión de hablar, a excepción del profesor Rico. Asumimos el papel de alumnos aquella noche. Me recuerdo encantado, sin embargo, de oírle hablar. Siempre he admirado sus libros de crítica y, sobre todo, el rigor que trajo a las ediciones filológicas. Aquella noche pudo haber sido una fiesta. Una clase particular y nocturna de Francisco Rico. La tengo grabada entera en la cabeza, de lo incomprensible que me resultó. Se pasó toda la noche contando anécdotas triviales de personajes importantes con los que había tratado. Una tras otra, uno tras otro. Sin descanso. Es obvio que Rico ha conocido y ha sido amigo de grandes nombres propios del siglo pasado, y de este, de la Corte hacia abajo. Pero, para mí, el más importante de todos los nombres que iba recitando como guiado por las cuentas de un rosario, era el suyo. Y me dejó este mal sabor. Si alguna vez he de contar que estuve con Rico charlando, aunque solo hablara él, estos detalles no aparecen en las evocaciones, ¿qué diré? ¿Que estuve con alguien que conocía a mucha gente importante? Hay tanta gente importante en esta época que eso está a mano de cualquiera. ¿Por qué tenía Rico la necesidad de ir de nombre en nombre como las mariposas de flor en flor? Si lo hubiera hecho yo, que en cierta ocasión tomé una copa con Rico, se entendería por mi escaso mundo, pero ¿él? No le he descubierto aún respuesta a este sinsentido. ¿Es que quería ser más de lo que es?
     Pues me he encontrado ahora otra vez ante la misma pregunta. He leído casi todas las novelas de Juan Antonio Masoliver Ródenas y todos, creo, sus libros de poemas. Es uno de los escritores que más admiro de la generación anterior a la mía. Y cada libro suyo lo he leído con una proximidad especial. Y de hecho, así han transcurrido, más o menos, las primeras setenta páginas del libro. Su autorretrato de infancia y adolescencia. Me ha parecido genial el diálogo inicial del autor con su libro, con su memoria, consigo mismo. No quiere ser un escritor, solo desea escribir. No puede ser más reveladora esta idea, al menos para mí como lector, que cada vez detesto más a los escritores profesionales, sus libros huelen a negociado literario en cada página, y cada vez amo más a quienes escriben sin saber para qué ni cómo. Con sus memorias, alejándose de cronologías, siguiendo el zigzag de los recuerdos, interrumpiéndose a sí mismo… Con el libro, dejando que sea él quien se escriba. Unas memorias que hablan con su propia escritura.
      En la lectura de un libro convergen diversos intereses del lector. He empezado refiriéndome al central, la confluencia de subjetividades literarias entre quien lo ha escrito y quien lo lee. No es sin embargo el único. Antes de él se encuentra, sobre todo para quien lee literatura, la lengua. Unas memorias, sin embargo, exigen un pacto lingüístico entre escritura y comunicación. Masoliver lo resuelve bien. Con equilibrio. Ha escrito mejor sus otros libros, pero no trivializa los usos lingüísticos, ni siquiera cuando copia su propia oralidad, que es lo que peor resuelve —muchos de los episodios se intuyen trasladados a la escritura desde las muchas veces que se han repetido en conversaciones, y se nota; de hecho, uno de los errores esenciales es identificar la gracia oral y la escrita, dos géneros que jamás deben mezclarse—.
      En el otro polo de intereses se encuentran los valores, digamos, objetivos, de lo que cuenta. Lo que el lector aprende de una época, de una vida… También resulta este aspecto gratificante en el primer cuarto de Desde mi celda. Aunque mi experiencia por las edades que evoca transcurriera dos décadas después, el franquismo logró estancar el tiempo, y así identifico en lo que narra detalles de la vida de entonces que no siempre se cuentan, pero que la marcaron profundamente. Por ejemplo, los miedos. Los miedos de la época, todos difusos, incluso absurdos, pero intensos. Los describe con exactitud y los reconozco de mi propia infancia, muchos años más tarde.
     Todos estos encantos de las Memorias de Masoliver Ródenas acaban a partir de su incorporación al mundo profesional. Desde ahí hasta la página 182 donde lo dejo, el libro se convierte en las páginas amarillas. Una sucesión de nombres, de los que apenas se dice nada, salvo el encomio de la amistad que les une, cuando no recoge alguno de esos penosos tópicos que recorren las conversaciones del mundillo. Al principio, cuando habla de sus amigos, conocidos, profesores, colegas, casi todos anónimos, en el sentido de desconocidos por quien lee, la escritura mantiene su interés, pero pronto revivo el episodio que viví con Rico. Y el Masoliver que ha tratado, ha bebido, se ha codeado e incluso ha dormido en las casas de los grandes escritores del siglo XX, en esa incesante retahíla de nombre ilustres, me deja impávido. Yo quería hablar con Rico, de él, no de los demás. Yo quiero leer a Masoliver por su escritura, no por su agenda de amistades. En la página 182 ya no he podido seguir.
     En el abandono hay dos matices. Esa carga de nombres que no me dicen nada de puro brillo, pero también una cierta desilusión. Igual que había explicado tan bien las vicisitudes de ser niño de pueblo y luego adolescente de ciudad, me hubiera encantado que retratara esa huidiza época que es la juventud. Que se viera cómo la vivió. Por casualidad traté, ya en edad adulta, a dos de sus grandes amigos de entonces, Luis Maristany y Rosa Maria Solà. Al primero lo cita dos o tres veces para exaltar la amistad, pero no hay ni siquiera reflejada una única tarde de vida verdadera de dos amigos en la Barcelona de entonces.
    De hecho, yo, que conocí a Juan Antonio Masoliver Ródenas en una ocasión, y me maravilló con su lucidez y agilidad mental, con su capacidad para el aforismo verbal que de repente abre cascadas de significados en aquello de lo que se esté hablando, que cuenta anécdotas que el receptor revive con él, en fin… Podría escribir en unas memorias mías media página dedicada a su nombre y figura, a quien vi una única tarde en mi vida. Como lector ya sé el valor que tienen estas evocaciones, lo que no encuentro es la dimensión más honda de la amistad. De todas formas, no abandono el libro descorazonado. No me cuenta lo que me interesa, pero felizmente he leído sus novelas y poemas, todos ellos escritos a partir de un magma biográfico, en el que emerge esa imagen de la vida, intensa y lacerante, por la que vale la pena leer. Al cabo es un libro mal titulado. Debería leerse: Fuera de mi celda. Memorias mundanas.

3, viernes. Enero. Meditación de invierno o el mes de los Portales



Es creencia común que los antiguos vivían en la ignorancia mientras nosotros, los modernos, sabemos porque hemos inventado la ciencia. Aprovecho la llegada del mes de los Portales, que es el tiempo del regreso al hogar huyendo del invierno, para poner algunos ejemplos. Es frecuente, en mi ciudad, acudir en los días festivos a la Plaza Cataluña, cuyo pavimento está decorado con una enorme rosa de los vientos. Como se sabe, los vientos se ordenan conforme a los puntos cardinales, pero el norte que señala la rosa de los vientos de la Plaza de Cataluña indica el noreste —se puede comprobar fácilmente en la aplicación «satélite» de Google Maps—. No he oído que nadie se quejara nunca —ahí sigue, en las fotos de millones de turistas— por un error de orientación que le hubiera costado el puesto —o algo más valioso para la vida— a cualquier centurión romano.
      Y puestos a repasar las celebraciones de estos días, la fiesta del solsticio de inverno la veneramos cuatro días más tarde y habiendo dividido el año en doce meses, lo empezamos la otra noche por el undécimo, tras el séptimo (septiembre), el octavo (octubre), el noveno (noviembre) y el décimo (diciembre). La secuencia no admite dudas. Es decir, modernos amantes de la ciencia que se pierden antes de que acabe la decena. En fin.
      A mí me gusta en estas fechas acordarme de la ignorancia de los antiguos. Pondré otro ejemplo, paralelo a la rosa de los vientos barcelonesa. En Irlanda, a unos cincuenta kilómetros al norte de Dublín, se conserva un complejo funerario fascinante. El monumento principal, conocido como Newgrange Tumulus, es un círculo de algo más de cien metros de perímetro, una formidable construcción —4.500 m2— de enormes piedras, que deja en su interior una estrecha y larga galería, 19 metros, por las que hay que caminar casi a rastras, que finaliza en un pequeño ábside cruciforme, el lugar donde depositaban los muertos. Cada año, la mañana del solsticio de invierno —poco antes de las 9— los rayos de sol entran por un pequeño vano sobre la puerta e iluminan el corredor hasta la cámara mortuoria durante algunos minutos.
      Es decir, nuestros antepasados del 3.200 antes de nuestra era, más o menos, sabían algo que nosotros hemos olvidado por completo. Que no se celebra el tiempo, por más que se chille o se repita Feliz Año Nuevo. Que el tiempo cronológico no es más que el movimiento del espacio. Que lo «Nuevo» no puede nunca ser el tiempo, un mero cómputo que no admite novedad alguna, sino el lugar, que es lo único que cambia en nuestras vidas. Nuestra ventana ya no es hoy, en relación al sol, lo que era ayer. Que sea Newgrange un palacio mortuorio es lo que le da el sentido definitivo al peregrinar humano a través de sus espacios. No es el cálculo del movimiento, sino su significado, algo que a veces se confunde cuando se eleva el tiempo a la categoría de tema. El que se emprende para seguir el camino de los muertos, sea este el que cada cual crea que es. Acercarnos a este «camino» no nos «renueva» a nosotros ni a nuestro «tiempo», pero sí a la vida. La que renacerá en el lugar cuando hayan pasado los doce meses cabales. En marzo. Cuando se haya fundido la nieve, hayan florecido los almendros y el espacio recobrado sea nuevamente, y de verdad, Nuevo
     A nosotros, los modernos, nos engañan con cualquier superchería luminosa. Si conociéramos el cielo —el de verdad, es que está por encima de las farolas—, al menos conservaríamos algo del saber de los antiguos.