6, lunes. Enero. Crónica de un libro abandonado



Abandono Desde mi celda (Acantilado, 2019), las memorias de Juan Antonio Masoliver Ródenas (1939), en la página 182. Cien antes del final del libro, unas cien después de que dejara de tener el menor interés para mí lo que iba leyendo.
     No sé si por las malas influencias de la lectura, el caso es que empezaré por un recuerdo personal. En cierta ocasión, hará una década más o menos. Quizá más. Un grupo de poetas barceloneses quisimos hablar con Francisco Rico. La idea era que prologase un proyecto en el que andábamos entonces y, como tantos, quedó en nada. Justo después de aquel cordialísimo encuentro. Éramos cinco o seis, la reunión se prolongó en un pub céntrico, en el subterráneo de El paraigua, pero creo que no hablé en toda la noche. Casi nadie tuvo ocasión de hablar, a excepción del profesor Rico. Asumimos el papel de alumnos aquella noche. Me recuerdo encantado, sin embargo, de oírle hablar. Siempre he admirado sus libros de crítica y, sobre todo, el rigor que trajo a las ediciones filológicas. Aquella noche pudo haber sido una fiesta. Una clase particular y nocturna de Francisco Rico. La tengo grabada entera en la cabeza, de lo incomprensible que me resultó. Se pasó toda la noche contando anécdotas triviales de personajes importantes con los que había tratado. Una tras otra, uno tras otro. Sin descanso. Es obvio que Rico ha conocido y ha sido amigo de grandes nombres propios del siglo pasado, y de este, de la Corte hacia abajo. Pero, para mí, el más importante de todos los nombres que iba recitando como guiado por las cuentas de un rosario, era el suyo. Y me dejó este mal sabor. Si alguna vez he de contar que estuve con Rico charlando, aunque solo hablara él, estos detalles no aparecen en las evocaciones, ¿qué diré? ¿Que estuve con alguien que conocía a mucha gente importante? Hay tanta gente importante en esta época que eso está a mano de cualquiera. ¿Por qué tenía Rico la necesidad de ir de nombre en nombre como las mariposas de flor en flor? Si lo hubiera hecho yo, que en cierta ocasión tomé una copa con Rico, se entendería por mi escaso mundo, pero ¿él? No le he descubierto aún respuesta a este sinsentido. ¿Es que quería ser más de lo que es?
     Pues me he encontrado ahora otra vez ante la misma pregunta. He leído casi todas las novelas de Juan Antonio Masoliver Ródenas y todos, creo, sus libros de poemas. Es uno de los escritores que más admiro de la generación anterior a la mía. Y cada libro suyo lo he leído con una proximidad especial. Y de hecho, así han transcurrido, más o menos, las primeras setenta páginas del libro. Su autorretrato de infancia y adolescencia. Me ha parecido genial el diálogo inicial del autor con su libro, con su memoria, consigo mismo. No quiere ser un escritor, solo desea escribir. No puede ser más reveladora esta idea, al menos para mí como lector, que cada vez detesto más a los escritores profesionales, sus libros huelen a negociado literario en cada página, y cada vez amo más a quienes escriben sin saber para qué ni cómo. Con sus memorias, alejándose de cronologías, siguiendo el zigzag de los recuerdos, interrumpiéndose a sí mismo… Con el libro, dejando que sea él quien se escriba. Unas memorias que hablan con su propia escritura.
      En la lectura de un libro convergen diversos intereses del lector. He empezado refiriéndome al central, la confluencia de subjetividades literarias entre quien lo ha escrito y quien lo lee. No es sin embargo el único. Antes de él se encuentra, sobre todo para quien lee literatura, la lengua. Unas memorias, sin embargo, exigen un pacto lingüístico entre escritura y comunicación. Masoliver lo resuelve bien. Con equilibrio. Ha escrito mejor sus otros libros, pero no trivializa los usos lingüísticos, ni siquiera cuando copia su propia oralidad, que es lo que peor resuelve —muchos de los episodios se intuyen trasladados a la escritura desde las muchas veces que se han repetido en conversaciones, y se nota; de hecho, uno de los errores esenciales es identificar la gracia oral y la escrita, dos géneros que jamás deben mezclarse—.
      En el otro polo de intereses se encuentran los valores, digamos, objetivos, de lo que cuenta. Lo que el lector aprende de una época, de una vida… También resulta este aspecto gratificante en el primer cuarto de Desde mi celda. Aunque mi experiencia por las edades que evoca transcurriera dos décadas después, el franquismo logró estancar el tiempo, y así identifico en lo que narra detalles de la vida de entonces que no siempre se cuentan, pero que la marcaron profundamente. Por ejemplo, los miedos. Los miedos de la época, todos difusos, incluso absurdos, pero intensos. Los describe con exactitud y los reconozco de mi propia infancia, muchos años más tarde.
     Todos estos encantos de las Memorias de Masoliver Ródenas acaban a partir de su incorporación al mundo profesional. Desde ahí hasta la página 182 donde lo dejo, el libro se convierte en las páginas amarillas. Una sucesión de nombres, de los que apenas se dice nada, salvo el encomio de la amistad que les une, cuando no recoge alguno de esos penosos tópicos que recorren las conversaciones del mundillo. Al principio, cuando habla de sus amigos, conocidos, profesores, colegas, casi todos anónimos, en el sentido de desconocidos por quien lee, la escritura mantiene su interés, pero pronto revivo el episodio que viví con Rico. Y el Masoliver que ha tratado, ha bebido, se ha codeado e incluso ha dormido en las casas de los grandes escritores del siglo XX, en esa incesante retahíla de nombre ilustres, me deja impávido. Yo quería hablar con Rico, de él, no de los demás. Yo quiero leer a Masoliver por su escritura, no por su agenda de amistades. En la página 182 ya no he podido seguir.
     En el abandono hay dos matices. Esa carga de nombres que no me dicen nada de puro brillo, pero también una cierta desilusión. Igual que había explicado tan bien las vicisitudes de ser niño de pueblo y luego adolescente de ciudad, me hubiera encantado que retratara esa huidiza época que es la juventud. Que se viera cómo la vivió. Por casualidad traté, ya en edad adulta, a dos de sus grandes amigos de entonces, Luis Maristany y Rosa Maria Solà. Al primero lo cita dos o tres veces para exaltar la amistad, pero no hay ni siquiera reflejada una única tarde de vida verdadera de dos amigos en la Barcelona de entonces.
    De hecho, yo, que conocí a Juan Antonio Masoliver Ródenas en una ocasión, y me maravilló con su lucidez y agilidad mental, con su capacidad para el aforismo verbal que de repente abre cascadas de significados en aquello de lo que se esté hablando, que cuenta anécdotas que el receptor revive con él, en fin… Podría escribir en unas memorias mías media página dedicada a su nombre y figura, a quien vi una única tarde en mi vida. Como lector ya sé el valor que tienen estas evocaciones, lo que no encuentro es la dimensión más honda de la amistad. De todas formas, no abandono el libro descorazonado. No me cuenta lo que me interesa, pero felizmente he leído sus novelas y poemas, todos ellos escritos a partir de un magma biográfico, en el que emerge esa imagen de la vida, intensa y lacerante, por la que vale la pena leer. Al cabo es un libro mal titulado. Debería leerse: Fuera de mi celda. Memorias mundanas.