26, martes. Mayo. Práctica del epigrama 03



El Sol de la tarde de un día de verano aprovecha que no pasa nadie por la calle para sentarse a descansar a la sombra, en un banco distraído del parque. Empuja piedrecitas con el bastón por matar el tiempo cuando algo atrae sus rayos, que provocan un mínimo destello. Una medalla. Sucia, pequeña, descuidada. Una medalla, y por detrás, una inicial. Una ele. La guarda en el bolsillo de los pantalones. De lejos le llega el alboroto de un grupo de muchachos botando una pelota. Tiene trabajo, hacerlos sudar. Se levanta con este propósito y olvida lo encontrado. Al final de la jornada, el Sol del atardecer se encamina despacio a su morada al otro lado de los montes. Observa que el pantalón, desde el bolsillo, le hace un extraño. La plata de la medalla ha aprendido a iluminar. Una incandescencia azul que maravilla. «¿Esto será lo que llaman noche?», se pregunta. «En efecto», le responde la Luna desde su silencio.

24, domingo. Mayo. Práctica del epigrama 02



Para escribir epigramas me miro al espejo. El otro que se imagina uno delante acostumbra a ser más atractivo que el yo que mira. Es la dinámica de la otredad. El oficinista Pessoa ve ante sí al cosmopolita Álvaro de Campos o al erudito Ricardo Reis. El otro realiza aquello a lo que el yo aspira. Al espejo me había asomado antes para soñarme aforista. Me veía pasear por una alameda junto al río, con una flor de madreselva en los labios, traje de algodón claro, sombrero y gafas de sol redondas. Un aforista que se detiene, abre la moleskine negra y anota a lápiz una frase tan leve como el vuelo de un vencejo. La otredad del epigramista no es aspiración, sino renuncia. La que conduce a ser quien uno no ha querido ser. Mirarse al espejo para convertirse en el relegado: el poeta costumbrista, sociólogo, aficionado al tópico. El poeta epigramático. Encarnarlo ha sido pretender escribir lo que siempre había detestado leer. Escritor de epigramas. «Qué distintos estos textos breves de la centena anterior», escribió alguien interpretando la metamorfosis. El epigrama exige un tono opuesto al lírico. Sirven los de la narrativa realista, del periodismo e incluso del ensayo divulgativo. Cualquiera que no tenga ni un ápice de poesía. Primera renuncia. Le sientan bien las generalizaciones, la lógica del sentido común, los lugares trillados. Segunda. Pequeñas maravillas dejaron los poetas helenistas en el género y Marcial sigue siendo un contemporáneo, pero ahí se acabó la tradición honrosa. A partir de entonces el epigrama traza el paradigma de la decrepitud. El menor de los géneros menores. Tercera —la tradición deshonrosa— y cuarta —la acumulación de lecturas decepcionantes— juntas. Y aún existe una quinta renuncia: al yo más profundo, el que sostiene el aliento del lenguaje que se pronuncia. Mis epigramas como si no fuera yo quien los hubiera escrito. El resultado de mis epigramas me ha parecido acorde con la tradición del género en lengua vernácula: mediocre. Un conjunto raquítico la primera centena. Aun así, Libro Uno. La experiencia del hundimiento tal vez continúe. Siempre hay margen para empeorar, el gran secreto de la tradición epigramática. Su dulce veneno: ser otro peor.


21, jueves. Mayo. Parábola de las durmientes



Los días que parecen finales de un confinamiento que amenaza con no acabar nunca me acercan a un motivo pictórica en el que, de repente, veo reflejada con acierto la memoria del encierro vivido: «La durmiente». A sesenta y ocho días de vida cenobita, el pasado reciente es lo más parecido a un duermevela. Pero antes de entrar en detalles, creo que necesito trazar un breve preámbulo.

0
Si pudiera establecerse en geometría la figura de dos paralelas que se unen y separan al mismo tiempo, pero que jamás mantienen la distancia, serviría para ilustrar los caminos de la pintura y de la fotografía desde el momento en el que esta apareció. Sin embargo, es posible que haya pasado desapercibido que el combate más feroz sostenido por la pintura quizá no fuera con la fotografía, sino con uno de sus hijos, el cine. «En la disputa en torno a la pretensión de la realidad, la pintura había quedado en inferioridad», escribe el historiador Helmut Schneider traduciendo la creencia convencional. Solo en un único aspecto me parece que fue así: en su expansión. Mientras que la progresión de la pintura solo puede ser lineal (que suma artistas), la fotografía introdujo en la esencia de la imagen la progresión exponencial (la potencia que resulta de su modo de reproducción). En este aspecto la pintura sí se quedó «en inferioridad»: convertida la obra artística en una fotografía para ser reproducida pierde los valores de interpretación. El principal, su esencia dinámica.
     La pintura no ha representado nunca, ni siquiera cuando lo ha pretendido como en el Barroco, un instante. El instante fue el descubrimiento de la necesidad sincrónica de la fotografía: plasma lo que se mira (o lo que se vio, se va a ver o puede ser visto). La pintura, aún en las representaciones más estáticas, implica una imagen dinámica. Solo plasma la mirada a través del pensamiento (sea memoria o reflexión), no del instante. Y una parte de ese dinamismo es puro movimiento, que se expresa de diferentes modos. La mirada de las figuras, por ejemplo, resulta esencial para dinamizar el espacio, como demostró Jean Paris. La elección del tamaño y encuadre, de la gama de colores, de la técnica pictórica —sfumato, línea, óleo, acuarela—, o la gestualidad de los personajes, los contextos —los pliegues, las sombras, la geometría— forman en su conjunto un artefacto que apela a la continuidad, sea narrativa o lírica. El observador de la obra se incorpora con naturalidad al movimiento que manifiestan tanto sus formas (la dinámica de líneas, colores y manchas), como sus significados (la dinámica conceptual).
     Otra manera menos sutil, pero presente en toda la historia de la pintura, es representar la secuencia. Desde El tributo de la moneda (1424) de Masaccio, hasta Desnudo bajando una escalera (1912) de Marcel Duchamp. Lo que en estas piezas se hace explícito está en verdad implícito en cada lienzo, que funde dos procesos, uno formal y cromático, y otro significativo. El movimiento de la pintura. Pero el cine, imágenes en movimiento, arrasó las expectativas de dinamismo en la contemplación artística. Y empobreciéndola acercó la pintura a la fotografía, ambas —ahora sí— concebidas como instantáneas: imágenes, literalmente, sin movimiento. Para leer la pintura, sin embargo, es necesario remontarse al dinamismo con el que fue concebida, sobre todo si el propósito es descubrir el secreto de los durmientes, es decir, los estáticos. Los confinados en el sueño.

Escena del Genji Monogatari
1
Un rollo de pergamino japonés del siglo XIV pintado en el estilo Yamato-e, un modo de pintura muy influido por la literatura de los siglos anteriores, muestra un excelente ejemplo de secuencia explícita de la vida confinada. Se trata de una «Escena del Genji Monogatari», la gran novela clásica japonesa, del siglo XI. En la mera descripción se distinguen cinco mujeres jóvenes de rostros idénticos, un biombo que oculta la parte central de la imagen, y un fragmento de exterior que aparece como encerrado en una cabina. El punto de vista, propio del género, está en la parte superior, en el lugar de un techo que la pintura retira para poder contemplar el interior completo. Ahora bien, la imagen se puede entender tal como se describe, una escena en la que cinco mujeres desarrollan tareas diversas, pero también es posible interpretarla como una secuencia en la que una única mujer (todas las figuras poseen idénticos atributos físicos) muestra las tareas que realiza durante un día. Con este propósito, la narración va de una durmiente a otra durmiente. Y entre ellas aparecen explícitas tres tareas cotidianas: trabajar (quizá incluso tele trabajar, porque el objeto negro que manipula es extrañamente similar a una pantalla táctil), leer y caminar en el interior, porque el exterior tiene el acceso vedado, e incluso se representa como desasido de la vida cotidiana, sin actividad, monótono (una sucesión de plantas similares), sugerencia de que el espacio significativo es en exclusiva el interior.
     Trabajar en casa, leer, caminar por el pasillo y dormir son el conjunto de actividades de una vida confinada. El pergamino japonés añade otra actividad, que se desconoce al permanecer oculta por el biombo, objeto cuya finalidad es de por sí esconder. Es decir, en la secuencia del día interior —el de la representación pictórica, pero también en quienes se identifican al contemplarla— existe también un espacio para la privacidad. No plasmado. Quizá, una sexta mujer que se bañe, o se desvista, o se masturbe, inaccesible a la mirada, aunque esta se haya situado a propósito sobre la secuencia, en el techo. Una lección también útil para el presente, ahora que las cámaras han entrado en todas las estancias. Lo privado solo puede mantener su esencia si no es visto.

Vittore Carpaccio, Sueño de Santa Úrsula
2
El ángel visita a Úrsula. La escena forma parte del ciclo de Santa Úrsula que pintó Vittore Carpaccio (1465-1520) a lo largo de la última década del siglo XV. La luz de una ventana, que no aparece en el lienzo, ilumina un interior veneciano. Cama con dosel, colchas encarnadas, armarios labrados, ventanas gemelas con el arco cerrado por un vitral de círculos opacos, igual que el ojo de buey que preside la sala en lo alto. El ángel lleva una pluma negra. Úrsula duerme. Suele interpretarse la visita del ángel como el sueño del martirio. El martirio, en el siglo XXI, ha sido una pandemia que ha dejado miles de fallecidos mientras la población permanecía, como medida de lucha, durmiente. No es una interpretación esta, sin embargo, que me satisfaga. Prefiero entender al ángel como el mensajero de la realidad. Y su pluma negra, que también puede simbolizarlo, como el conocimiento que lo real produce. Mientras la realidad continuaba al otro lado de las ventanas venecianas, por donde había accedido el ángel siguiendo el trazo de la luz, los confinados continúan dormidos —como Úrsula pintada por Carpaccio, el pintor de miradas extraviadas y apáticas—, ajenos a lo exterior, que había dejado de existir como experiencia.














3 
El Barroco dejó dos durmientes con idéntico título, Muchacha dormida. Un dibujo de ágil trazo de Rembrandt (1606-1669) con una escena cotidiana donde Hendrijke Stoffels, su amada, aparece dormida sobre un soporte que no se aclara. Una mesa, un sillón, un mueble. Con el mismo título Johannes Vermeer (1632-1675) pintó en 1657 Het Meisje Slapende. Un lienzo silencioso, íntimo. Una joven duerme vencida por el cansancio. Los dedos de una mano sobre el mantel mientras la otra sujeta una cabeza relajada. La estancia recoge un cierto desorden propio de la cotidianidad del que la durmiente se ausenta. Las dos durmientes del siglo XVII parecen señalar también idéntico significado: el sueño como paréntesis feliz. Ensalzamiento del aura mediocritas en la obligada cotidianidad interior. La siesta como el único placer del confinado. Una redundancia como emblema de la situación redundante: el durmiente dormido.

4 
El siglo XIX fue proclive a las figuras durmientes. Tanto por pintores de la escuela prerrafaelita y afines, como por impresionistas, incluso por algún expresionista. En paralelo, tal vez, a la gran novela europea de la época: Madame Bovary, La Regenta, Anna Karenina. Ese universo femenino fue recreado por la pintura decimonónica desde las costumbres de la edad costumbrista hasta los secretos de la recién descubierta intimidad. En este ámbito las durmientes, aunque a veces se las sitúe en contextos históricos idealizados, resultan siempre significativas. Retrataron sobrecogedoras figuras durmientes, en un siglo de despiertos idealistas y de despiertos pragmáticos, entre otros artistas, Jean-Auguste-Dominique Ingres, Gustave Courbet, William Holman Hunt, Odilon Redon, Lovis Corinth, John William Godward, Georges Lemmen, Pierre Bonnard, Richard E. Miller. Y ya en el siglo XX, Pablo Picasso, siempre tan atento a sus predecesores, pintó diversas durmientes cubistas. Cualquiera de estos lienzos permite descubrir matices simbólicos de los meses dormidos, pero quizá quien nos entregue una lección más acorde con las costumbres del siglo XXI sea el primero de la lista, Ingres.

Ingres, Odalisca con esclava

En su Odalisca con esclava (1840), Ingres se esmera con una imagen orientalista de las que encandilan a la escuela romántica. No falta detalle en la recreación del harén. Una cachimba, un abanico, cortinajes, dorados, música de laúd, turbantes. La odalisca desnuda y al pie, la esclava acunándola con la sublime interpretación que la mirada encarna. En el cuadro existe, sin embargo, un elemento enigmático. El criado. Permanece inmóvil, en el fondo, a la espera de órdenes. Está en la sombra y no parece un personaje de la narración, tal vez solo un detalle que decora. Pero está ahí, y de hecho convierte la dinámica de la imagen en un trío en lugar del binomio que enuncia el título. Si se analizan las miradas de los personajes, la odalisca está centrada en su arduo dormir, con los ojos cerrados, aunque lo desdiga el cuerpo; la esclava mira hacia un lugar desconocido, arriba, fuera del cuadro. Una mirada idealizada, extraviada en la irrealidad. No se distingue la mirada del criado, pero por la posición erguida que mantiene está despierto y con la cabeza orientada hacia la escena. Es decir, mira desde la espalda lo mismo que ve el observador del cuadro. De hecho, si el lienzo estuviera protegido por un cristal, según la reflexión de la luz el bulto del criado podría coincidir con el reflejo de la persona que está en la sala del museo contemplándolo. El criado en espera es otro yo que observa, idéntico a quien ve la escena. Su presencia, doblada por la del observador, desbarata la intimidad, la convierte en una representación artística. La de la durmiente, la de la guitarrista. El teatro. Y el criado se convierte en platea. Esta es una interpretación ideal para nuestro siglo tecnológico, en el que la esfera de lo privado se ha transformado en un acontecimiento público. Una tendencia que se ha legitimado en el tiempo confinado, en el que la actividad pública (desde el trabajo hasta la expresión artística) ha pasado a ser un elemento más bajo la sombra de las vivencias íntimas. En la interpretación actual de la pintura de Ingres, el criado encarnaría a la vez la cámara que registra lo que ocurre y la persona que en una pantalla de otro interior está contemplando la privacidad convertida en actuación.

5
La pintura evoca siempre una continuidad. Una implícita secuencia en la que, fuera del tiempo, es posible interceder, dialogar, identificarse o comprender. El arte tiene esa dimensión en todas sus facetas. Después de contemplar estos cuadros de durmientes siento más asentada la inaudita experiencia de un confinamiento. Xavier de Mestre viajó cuarenta y dos días alrededor de su cuarto y le pareció tan extraordinario como para contarlo. Este lector suyo lleva sesenta y ocho, pero ha preferido que se lo cuenten a él los pintores de durmientes.

19, martes. Mayo. Práctica del epigrama 01



Es común en nuestra época, y por ello resulta tan decepcionante, que la gente al hablar utilice, como fuente de autoridad y como criterio personal, solo lo que ha oído repetido. Sobre todo, lo que ha escuchado una y otra vez en los medios de comunicación. Una especie de reproducción por ondas concéntricas. Es tan común que hasta se percibe en los fragmentos de conversación oídos por la calle, en el autobús o en el tren donde se habla de cuanto ocurre alrededor. A uno le parece estar oyendo locutores con voces variopintas. Los medios de comunicación lo saben, como antes lo sabían las religiones, y por ello suplantan la introspección personal. Para convertirse en la conciencia de sus espectadores. En su pensamiento. La religión fidelizaba con una idea (un relato, una moral, unas costumbres), pero la profunda trivialidad de la sociedad contemporánea prende en el hecho de que el único interés por fidelizar el presente de las personas sea que vean los anuncios que emiten.

6, miércoles. Mayo. Oda a la ventana



La ventana fue, en su origen, un sol doméstico. La mujer que vierte la leche en el tazón. La que cose. La que aprende el orden y la naturaleza de los sonidos. La mujer que escribe. La que lee la carta recién recibida. La que escucha los galanteos del pretendiente. Y también la mujer que posa ante Johannes Vermeer, el pintor, que se contempla a sí mismo bajo la luz interior que combina colores. Lo que la ventana les entrega desde un exterior permite verlo casi todo, pero no se puede mirar. No da a ninguna parte.


    Con el tiempo los pintores han descubierto otra ventana junto a la ventana que ilumina. Sentada, la mujer vestida de blanco; a la espalda, un piano de mesa; en el alféizar, tres macetas con flores blancas. Está cabizbaja. Ensimismada. En las manos, un libro menudo; los ojos, en la página. La pintó de perfil en 1909 Carl Holsøe (Læsende pige ved vinduet), pero también, la pintó de espaldas a la ventana, de cara al piano; con vestido oscuro o medio oculta por una puerta. O solo la silla vacía en espera de la mujer que se siente a leer. Toda la historia de la pintura está recorrida por imágenes de lectoras y lectores junto a una ventana con un libro en las manos. Es el crepúsculo del sol doméstico: ya nada importa lo que muestre. La realidad es la frase desconocida que la mujer de blanco lee en el libro que sostienen sus manos, desatenta por entero a la realidad. La visión se desdobla en las dos mitades que ensambla un símbolo. Lo que se ve no significa, el sentido prende en lo que no se desvela. La ventana da a un exterior que se identifica con el interior en su futilidad. Se puede ver, pero no significa.


     Gran poeta de las ventanas fue el pintor Pierre Bonnard. La ventana divide la percepción, crea dos argumentos: los tejados rojos, las paredes blancas, arboledas, las montañas azules y distantes, una mujer que tiende ropa en el balcón de una habitación contigua, fuera; y dentro, sobre el hule cuadriculado de una mesa, láminas con dibujos ordenadas y sujetas con un libro, quizá para que no se las lleve el aire, una hoja en blanco, la pluma, el tintero, una caja abierta. Dos universo, interior y exterior, reunidos en la misma pintura, «La fenêtre», 1925. No se comprende del todo cómo se conjugan. ¿El título del libro, «Marie», es el nombre de la mujer que no mira el paisaje? ¿Es una carta de ausencia lo que está por escribir o una oda que cante la belleza del presente? El significado nunca es lo que se dice en un cuadro o en un poema, sino el debate entre lo que se entiende y lo incomprensible. Cuanto más intenso, mejor obra. Las ventanas alcanzan con Bonnard la mayoría de edad: tan significativo es lo que se mira como quien mira, aunque se desconozca el significado de ambos. O, dicho de otra manera, la ventana pone en relación realidades reconocibles con un nexo desconocido, que asume el protagonismo.


    El paso siguiente, tal vez el último figurativo, será aquella visión tan paradójica como el sol doméstico, pero opuesta a él; es decir, el oxímoron que dote con una identidad interior —desconocida— a lo exterior —visible—. No lo ofrece ya la pintura, sino la fotografía. El mago fue Saul Leiter. Sus placas de la vida neoyorquina están tomadas desde un interior que condiciona y altera en su esencia la percepción del exterior: el fragmento visible, el encuadre, la textura, los colores, la distancia, la definición o indefinición… No es la vista la que mira, sino la que se oculta mientras mira. No es el exterior el protagonista de las imágenes exteriores, sino un interior. La luz que les entrega realidad no llega de un afuera desconocido, como en Vermeer, sino de un adentro ignoto que moldea y condiciona lo visible fuera. La ventana con Leiter es la gran metáfora de su propia cámara: el objetivo a través del cual capta. La ventana es, de este modo, la encarnación de la mirada a la que uno se asoma para amputar la realidad y aislar lo que desea conocer. El deseo, un descubrimiento de Alfred Hitchcock como lector de Cornell Woolrich, la máquina secreta de la mirada. De las ventanas.