29 de mayo, jueves | Un paseo y algunos poemas



Diría que la primera noticia que tuve de la existencia de la calle Robador en mi ciudad fue libresca. No consigo determinar dónde, quizá en algún artículo sobre la generación poética de los 50, leí algo inquietante sobre esta calle. La dimensión de aquella inquietud era al mismo tiempo clara y oscura. No creo que hubiera acabado aún el bachillerato, pero ya como adolescente podía salir de casa con las llaves en el bolsillo diciendo que iba a pasar la tarde en la plaza con unos amigos. A la calle Robador fui en metro, solo. Entré por la calle Hospital, después de cruzar por delante dos o tres veces sin atreverme a dar el giro y asomarme a la boca de aquel animal desconocido. A los pocos pasos me di cuenta de que entre tantos varones que transitaban por su estrechez, tan de uno en uno como yo, resultaba prácticamente invisible. Así que me dediqué a estudiar aquel lugar donde existía un local que frecuentaban algunos poetas que había leído y admiraba. Pero en la calleja solo encontré una sucesión de bares de alterne. Eso sí, modernos. Con tipografía pop en los rótulos, profusión de luces rojas en el interior, brillos de aluminio en la barra, tapizados de escay en los taburetes vacíos y música hortera a todo volumen. Las prostitutas se entreveían al fondo de los locales, de pie, apoyadas en las paredes con desidia. Y de vez en cuando alguna asomaba por la puerta, con la mirada perdida en dirección a un destino incógnito. Como si estuviera esperando que llegara el cartero.

         Recuerdo estas imágenes tan lejanas porque hoy he vuelto a recorrer, de punta a cabo, la calle Robador. En el extremo de la calle Sant Pau, hemos leído «Carrer d’en Robador 1» y en el otro, junto a la calle Hospital, «Carrer d’en Robador 2». Dos poemas de José María Fonollosa. Un grupo que asiste a un curso de escritura creativa se había interesado por Ciudad del hombre, su obra más señera, y querían leer los poemas in situ. Hemos recorrido el itinerario de «El Raval», aunque no lo hemos empezado a las 22:15, como manda el libro, sino a las 11 de la mañana, que es horario más razonable para el propósito. Nos hemos saltado algunos poemas porque hay calles, donde ahora cruza la Rambla del Raval, que ya no existen. Leer los poemas en voz alta, en mitad de la acera, formando un pequeño círculo de personas que siguen la lectura cada uno en su libro, resulta una experiencia interesante. Al contrario de lo que hubiera imaginado, los poemas no se dispersan entre los ruidos de la ciudad —el del «Carrer Sant Martí» lo hemos leído con el ruido de fondo del camión de limpieza regando la calle—, sino que su significado se concentra e impacta en los lectores de una manera inusitadamente más intensa. Palabras que llegan con su certero significado quizá por su incierto entorno.

         Si el primer párrafo lo he dedicado a la memoria y el segundo a lo literario, he de pedirme disculpas a mí mismo por haber considerado ambos asuntos esenciales como preámbulos de un tercer párrafo sociológico. Pero la de Robador, que pudo ser fuente de poesía en otro siglo, ahora es una calle trivial. La mitad ha quedado al descubierto por el esponjamiento de la zona y en la otra mitad pervive una prostitución residual que se negocia en la calle porque, y esta ha sido mi sorpresa al recorrerla, no solo han desaparecido todos los bares y antros de entonces, sino que, en su lugar, en cada uno de los huecos que han dejado, hay instalada una tienda de móviles y aparatos electrónicos. Una tras otra, decenas de tiendas idénticas. No he sabido encontrarle el sentido a la transformación. Hay algo en los significados de este siglo que se me escapa. Pero me ha parecido aleccionador: el territorio del alterne ha sido suplantado por los bytes. Igual que todo en todas partes.