Diría que la primera noticia que
tuve de la existencia de la calle Robador en mi ciudad fue libresca. No consigo
determinar dónde, quizá en algún artículo sobre la generación poética de los 50,
leí algo inquietante sobre esta calle. La dimensión de aquella inquietud era al
mismo tiempo clara y oscura. No creo que hubiera acabado aún el bachillerato,
pero ya como adolescente podía salir de casa con las llaves en el bolsillo
diciendo que iba a pasar la tarde en la plaza con unos amigos. A la calle
Robador fui en metro, solo. Entré por la calle Hospital, después de cruzar por
delante dos o tres veces sin atreverme a dar el giro y asomarme a la boca de
aquel animal desconocido. A los pocos pasos me di cuenta de que entre tantos
varones que transitaban por su estrechez, tan de uno en uno como yo, resultaba
prácticamente invisible. Así que me dediqué a estudiar aquel lugar donde existía
un local que frecuentaban algunos poetas que había leído y admiraba. Pero en la
calleja solo encontré una sucesión de bares de alterne. Eso sí, modernos. Con tipografía pop en los
rótulos, profusión de luces rojas en el interior, brillos de aluminio en la
barra, tapizados de escay en los taburetes vacíos y música hortera a todo
volumen. Las prostitutas se entreveían al fondo de los locales, de pie,
apoyadas en las paredes con desidia. Y de vez en cuando alguna asomaba por la
puerta, con la mirada perdida en dirección a un destino incógnito. Como si
estuviera esperando que llegara el cartero.
Recuerdo
estas imágenes tan lejanas porque hoy he vuelto a recorrer, de punta a cabo, la
calle Robador. En el extremo de la calle Sant Pau, hemos leído «Carrer d’en
Robador 1» y en el otro, junto a la calle Hospital, «Carrer d’en Robador 2». Dos
poemas de José María Fonollosa. Un grupo que asiste a un curso de escritura
creativa se había interesado por Ciudad
del hombre, su obra más señera, y querían leer los poemas in situ. Hemos recorrido el itinerario
de «El Raval», aunque no lo hemos empezado a las 22:15, como manda el libro,
sino a las 11 de la mañana, que es horario más razonable para el propósito. Nos
hemos saltado algunos poemas porque hay calles, donde ahora cruza la Rambla del
Raval, que ya no existen. Leer los poemas en voz alta, en mitad de la acera,
formando un pequeño círculo de personas que siguen la lectura cada uno en su
libro, resulta una experiencia interesante. Al contrario de lo que hubiera
imaginado, los poemas no se dispersan entre los ruidos de la ciudad —el del «Carrer
Sant Martí» lo hemos leído con el ruido de fondo del camión de limpieza regando
la calle—, sino que su significado se concentra e impacta en los lectores de
una manera inusitadamente más intensa. Palabras que llegan con su certero
significado quizá por su incierto entorno.
Si
el primer párrafo lo he dedicado a la memoria y el segundo a lo literario, he
de pedirme disculpas a mí mismo por haber considerado ambos asuntos esenciales
como preámbulos de un tercer párrafo sociológico. Pero la de Robador, que pudo
ser fuente de poesía en otro siglo, ahora es una calle trivial. La mitad ha
quedado al descubierto por el esponjamiento de la zona y en la otra mitad
pervive una prostitución residual que se negocia en la calle porque, y esta ha
sido mi sorpresa al recorrerla, no solo han desaparecido todos los bares y
antros de entonces, sino que, en su lugar, en cada uno de los huecos que han
dejado, hay instalada una tienda de móviles y aparatos electrónicos. Una tras
otra, decenas de tiendas idénticas. No he sabido encontrarle el sentido a la
transformación. Hay algo en los significados de este siglo que se me escapa.
Pero me ha parecido aleccionador: el territorio del alterne ha sido suplantado
por los bytes. Igual que todo en todas
partes.