CARTAS AL s XX | 24 de agosto de 1930, lunes


Lunes de agosto en un pueblo de la meseta. El cielo despejado, los caminos polvorientos. En la cuadra relincha el mulo, inquieto. Se arrellana en el ambiente el sopor de un día caluroso. Como no lleva la cuenta, nadie sabe que puede dar a luz aquel día. Ni siquiera ella, Celedonia. Rompe aguas y tras una voz, la mayor de las hijas sale de la casa a toda prisa en busca de la mujer que hace las veces de comadrona. El nombre de la niña que se apresura es Concepción, pero todos la llaman Conce. Veo la puerta por donde sale, vestida aún con una bata de andar por casa y zapatillas de esparto. Es una puerta de dos hojas. La superior, siempre abierta. Por ella se asoma quien quiera algo de los habitantes y vocea sus nombres. La inferior, solo atrancada. Por la gatera entran y salen los animales de la casa. Conce tiene los ojos claros y el pelo también clarea. Va corriendo que se la llevan los diablos. Que no sea por ella. La calle traza un semicírculo. Acompaña la curvatura de la antigua muralla, en un extremo de la población. La pared que cierra el patio de la casa es parte de este muro. Tiene la anchura de un carro pequeño. La leyenda repite que la Reina se paseaba al anochecer por toda la muralla. Cuando, años más tarde, juegue de niño en ese patio también la habré visto, en mis fantasmagorías, pasar. Cuando tuve edad de plantearme qué reina era aquella Reina, ya no paraba en casa. Al otro lado quedan las eras y los senderos que conducen a las tierras. Una vecina ha entrado. Pone de inmediato, sin que nadie se lo pida, agua a hervir en un caldero grande. Va a ser el cuarto parto de la madre, Celedonia, que ya no es joven, ha cumplido treinta años, pero solo será el tercer hijo vivo, porque el segundo, un varón, murió pronto. Le preceden dos niñas. Clemente, el padre, sabe que le toca, por fin, el niño que tanto anhela. Los campos necesitan manos. Lo repite a todas horas, como para tratar de sobornar al destino. Un llanto rompe la calma de la tarde. Le sigue un grito, ¡es una niña!

         La hoja inferior de la puerta se queda sin atrancar tras la fuerza del portazo con el que Clemente se despide de la noticia que acaba de recibir. Para qué querrá él otra niña, si ya tiene dos y con una que cuide la casa le basta. La casa tiene una planta. Abajo, el zaguán, la cocina, las cuadras y el patio; arriba, las habitaciones. Una grande, con dos alcobas, con ventana a la calle, y dos cuartos menores detrás, abiertos al patio. En la casa de enfrente viven los padres de la parturienta, aún con una hija adolescente, hermana de Celedonia. La recién nacida está ahora en las manos de la abuela. La madre debería permanecer en cama, pero está en la cocina, dirigiendo las tareas del día. El cura les ha dicho que su chica ha nacido en la festividad de San Bartolomé. Bartolomea es un nombre que no acaba de gustarles, pero será lo que monseñor diga. Al día siguiente pasa de nuevo por la calle que recorre la antigua muralla. Ya se ha estudiado el santoral. El 24 de agosto es también el día de Santa Áurea de Ostia, mártir italiana del siglo III. No es una santa con tradición, pero Áurea suena mejor para una niña. Bartolomé era muy buen nombre, musita Clemente, todavía dándole vueltas al designio del nacimiento. Estos curas, dice para sí, nunca cumplen.

         Aún faltan treinta años para que me toque nacer a mí, y, sin embargo, creo que la del 24 de agosto de 1930 es una fecha decisiva para que mi existencia se consolidara en un presente. Por eso la recuerdo.