24, miércoles. Marzo. Plaza Montserrat Roca

Nunca la he llamado así. Se lo pusieron en 1992 en honor al centenario de la primera directora de escuela que tuvo el distrito de San Andrés del Palomar, Montserrat Roca i Baltà, que había nacido en 1892 en Cuba y murió en 1982, época en la que mis amigos y yo visitábamos su plaza antes de que existiera. No recuerdo que tuviera otro nombre. Tampoco lo he encontrado en los mapas. Que fuera una plaza fantasma se acerca más a mi evocación que lo que ahora veo. Una placita muy bien cuidada, con un parque infantil en forma de media luna, alfombrado con tartán rojo y acotado por una cerca de cilindros metálicos. Aire joven y moderno, en un barrio envejecido de calles estrechas y casas de planta baja.

   Es una plaza triangular, fruto del desdoblamiento de la calle Virgilio, que a su vez se origina en el desdoblamiento de la calle Segre. Por debajo de este galimatías urbanístico se percibe el rumbo de los caminos de la antigua villa rural absorbida por la ciudad, cuyo ordenamiento dejó triángulos perdidos para la construcción de casas y edificios. Ni siquiera estoy seguro de que nadie la pensara como plaza. Parece parte del ensanchamiento que requiere un desdoblamiento de caminos, acaso simple explanada para el descanso en las rutas de carruajes.

Diría que han plantado más acacias. O que han plantado acacias. No reconozco tanta frondosidad. En los años ochenta era lo más parecido a un baldío de frontera. Tres o cuatro bancos  rotos y los mismos raquíticos arbolillos. Suelo de arena. Nada más y nadie más. Una excelente razón para que un grupo de jóvenes pasara las horas, inadvertido. «Un campo llano muy tranquilo o más bien un campo a punto de convertirse en ciudad», escribe tras un paseo por las afueras Virginia Wolf un día de octubre de 1917, en su Diario, y algo parecido podría haber escrito en el mío sobre una de aquellas tardes, en particular de 1978. La soledad del lugar resultó propicia para que nos sentáramos en un banco, en esta ocasión sin otras compañías. Las circunstancias del encuentro posiblemente fueran premeditadamente casuales. Ambos éramos estudiantes, con horario de no tomárselo demasiado en serio. Hablábamos. Nos habíamos conocido unas semanas antes. Reíamos. Íbamos intimando entre juegos de palabras. La tarde avanzaba ya con alguna prisa por extender sombras. Quizá fuera octubre. Y tampoco circulaban muchos coches por la calzada. Después del primer beso, aquella tarde, que debió de ocurrir como en las películas, un significado obvio para una forma de mirarse, la plaza sin nombre y sin nadie, otras tardes, se fue convirtiendo para nosotros dos en una habitación propia.