27, lunes. Julio. Práctica del epigrama, 13



Los comportamientos que Marcial afeaba a sus contemporáneos los concretaba en el nombre de un personaje. Fue un acierto literario excepcional. Por una parte, evitaba que sus denuncias e ironías se perdieran en nubes abstractas atribuyéndoselos a un único protagonista del epigrama. El hecho de crear una figura como encarnación de un pensamiento, en sí mismo, organiza el sentido no en la proyección filosófica que pudiera tener como idea, sino en la vertiente opuesta, en la particularidad literaria de una breve trama. Marcial, cuyo pensamiento no desmerece de quienes lo organizaron como tal, fue, por voluntad propia, un poeta. Y el modo de huir de la máxima sapiencial fue precisamente a través del nombre de los personajes. Cuando la tradición epigramática pasó a la poesía vernácula continuó la práctica, aunque perdiera los valores de Marcial, que cambió por otros dos: exagerando el nombre se llegaba antes al sarcasmo, por una parte, y por otra, un nombre facilitaba mucho el hallar rimas ingeniosas para cualquier palabra irónica. Desde Marcial no se puede evitar ya, en el epigrama, la concreción de los actos. La exposición como mínimo relato. Es su herencia más valiosa, pero desde el principio decidí no inventar nombres. Casi todos los epigramas en tercera persona se los he atribuido a alguien, pero luego el corrector que hay en mí, con dolor, ha tachado los apelativos. Aunque un nombre haga volar un texto. Como paso adelante, sin embargo, tachar un nombre me parece poca cosa. Entonces fue cuando apareció la necesidad de cambiar de persona verbal. Redactar en primera persona un epigrama no es tarea simple, se escribe para ridiculizar un comportamiento o para endosar una lacra. Y eso no se consigue hacérselo uno a sí mismo impunemente. Pero resulta, al cabo, la verdadera experiencia epigramática: de nadie que no sepa tomarse su yo en vano y mondarse de risa consigo mismo podrá interesar lo que afee al mundo.