20, lunes. Julio. Aniversario petrarquista



La calle Petrarca, en Barcelona, es una vía estrecha, arbolada, con coches aparcados a ambos costados, que hace de frontera entre dos barrios: uno antiguo, Horta, y otro de aluvión, Vilapiscina. Aún queda a la vista la piedra de alguna casa solariega del extrarradio de Horta, frente a los bloques de viviendas sin ningún gusto de épocas más recientes. En mi juventud iba de uno a otro barrio con asiduidad y muchas veces lo hacía por Petrarca. Para mí, antes que un poeta, había sido el nombre de una calle. O mejor, un tránsito.
         Me hubiera gustado explicar a continuación que me hablaron de Petrarca en los cursos de literatura española de la facultad de Filología, pero si lo hicieron, aquel día falté a clase. Sí recuerdo el curso de italiano, en segundo, donde empecé a darle contenido a la calle por la que tantas veces pasaba. Nuestro profesor de italiano era un formalista feroz. Tiene un libro sobre San Juan de la Cruz que parece un tratado de matemáticas. Lo escribió mientras nos hablaba a nosotros de poesía medieval italiana, del Dolce Stil Novo y de Petrarca, aunque tengo la impresión de que odiaba dar las clases tal como las impartía: figurativas, descriptivas y hagiográficas. Pero gracias a ese esfuerzo (y a la traición a sí mismo) prendió mi devoción por la poesía italiana.
         Un día con el mismo nombre que hoy nació Francesco Petrarca en Arezzo. Y un día como ayer falleció en Padua. Solo Petrarca podía haber dejado las fechas vitales de un modo tan perfecto: el aniversario de su nacimiento es el posterior al de su muerte. Invirtiendo la lógica existencial. Esa fue la clave secreta de Petrarca. Invertirlo todo. Fue un escritor en latín, laureado en su época, que para sí mismo (y para la posteridad) escribía en florentino. El orden siempre apunta hacia el corazón. Fue el más intenso amante de su época, y maestro de los amantes que le sucedieron, pero a diferencia de todos los demás su amada jamás lo supo. La amó en vida y la amó aún más cuando la peste le arrebató su cuerpo.
En un mercadillo de libreros de viejo encontré la edición de las Rime… con l’interpretazione di Giacomo Leopardi (4º edición, de 1854). Al pie del soneto XXXIII, Leopardi escribió este comentario: «Se maravilla el Poeta de cómo su amor, por exceso de vehemencia, permanece casi estúpido e inepto en el momento de intentar cualquier cosa para lograr su propósito». Así mismo me siento ahora, un inepto estúpido, tratando de escribir algo sobre Petrarca que no resulte trivial. Para recordarlo hoy —hace años que no paso por su calle, ahora lo lamento— solo se me ocurre apuntar una incógnita. Si por un infortunio se hubiera extraviado el manuscrito de su diario poético, Rime in vita e Rime in morte de Madonna Laura, la poesía posterior (Garcilaso, Quevedo, Shakespeare, Ronsard…) ¿cómo hubiera sido? Ningún poeta se parecería a la obra que se reconoce como suya y tanto le debe. Tan frágil es la tradición cuya fortaleza nos asombra.