7, sábado. Agosto. Plaza San Felipe Neri

A Salvador Dalí le enloquecía encontrar centros del universo en sus lugares biográficos. Como no he nacido ni resido en sitios que brillaran por algún aspecto cardinal, me gusta pensar esta plaza, con la ayuda de un verso de Raquel Casas Agustí, como el «lloc on volia néixer, la meva plaça». Tal vez ombligo de ciudad o incluso yema de su huevo. O simplemente su mejor biblioteca: cada una de las piedras que se mire cuenta una historia. Incluso si cierro los ojos para oír despeñarse el agua de la fuente que hay en medio —un pilón octogonal de cuyo centro emerge un monolito con pila intermedia y por encima cuatro caños que la desbordan—. Si recuerdo el verso de Edith Södergran, «Cruzo la plaza con mi futuro en el pecho», solo he de cambiar una de sus palabras por «pasado». La primera vez que la crucé, a finales de los años setenta, era un espacio sórdido. Se accedía con miedo, se atravesaba con pavor y se salía con el propósito de no regresar. Mal iluminada, hedionda, con cuerpos abandonados a los delirios artificiales por los suelos, entre desperdicios y despojos. Cuando acompaño a alguna persona que no conoce la ciudad, disfruto iniciando la visita en San Felipe Neri. Ante el sonido armónico del agua, bajo la sombra catedralicia de los tres soberbios tipuanas que huyen hacia el cielo y entre la dignidad de la piedra, siempre hay alguien que me dice: qué lugar tan romántico.

         Trágico, le corrijo. A los soldados les gusta decir que una bomba nunca cae donde ha caído otra, pero aquí uno de los edificios de la plaza se mantiene erguido para desmentir la ciencia bélica. Hospicio infantil durante la guerra, se coló una bomba por un ventanuco del subterráneo, abierto a pie de calle, donde se habían escondido niñas y niños, huérfanos del conflicto, durante el bombardeo. Cuando acudieron los primeros vecinos para ayudarlos a salir por el socavón abierto, otra bomba, lanzada por otro avión de la escuadra que martirizaba a los barceloneses, impactó en el mismo lugar causando una masacre entre los rescatados y los salvadores. De la metralla que se esparció por la plaza aquel día aciago guarda memoria la viruela que pica por completo la fachada de la iglesia contigua. Una imagen que aún impresiona. Hoy, el antiguo hospicio es un colegio de barrio y la plaza, el patio de recreo. Muchas mañanas me he sentado en el suelo a ver correr a los niños detrás de una pelota y oír cantar como goles los balonazos que impactaban contra los sillares medievales.

         La noche más hermosa que recuerdo en San Felip Neri fue una de mayo, hace años, durante la Semana de Poesía de la ciudad. El escenario se alzaba contra el muro lateral de las dependencias de la iglesia, la base del pentágono que forma la planta de la plaza, y junto a él había instalado un trapecio portátil. Entre lectura y lectura, las luces se apagaban y un único foco iluminaba los movimientos inverosímiles de la acróbata, cuya sombra armónicamente se retorcía, engrandecida, sobre la pared de piedra mientras los chorros de la fuente cantaban las viejas nostalgias de la plaza.