7, jueves. Enero. Plaza Orfila

Las plazas se dibujan. Con palabras, descripciones urbanas o sociológicas. Hay tipos concretos de calles, pero ninguna plaza se parece a otra. Su retrato, como los retratos, enriquece la imaginación. Igual que los valles, encauza hacia el interior todas las aguas. Epicentros de barrio o arrabal, convocan historias colectivas. Se podrían escribir muchas páginas con ambas miradas. Existen otras: resultan ideales para ubicar ficciones. Incluso poemas, el jovencísimo Arthur Rimbaud se hizo poeta abocetando la plaza de Charleville. Con solo pisarlas, en las plazas se abre el cajón que guarda revueltos los papeles donde anda garabateada la memoria. Y en cada plaza, al atravesarla, la deletreo. 
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Por la boca de metro que había frente la plaza Orfila, en una isla en mitad de la calzada, junto a un árbol y una cabina, salió el mediodía de un sábado de marzo mi padre junto a la comadrona. Mi madre le había pedido que fuera a buscarla, ya con noticias que me presagiaban. Apresurados por la circunstancia, atravesaron la calle hasta la plazuela, siguieron por la calle Malats y tras rebasar el edificio del Ayuntamiento del que había sido el pueblo de San Andrés del Palomar, antes de que Barcelona lo absorbiera, en la esquina con la Calle Mayor, entraron en un portal estrecho, subieron por la exigua escalera hasta el tercer piso. Y hacia las tres de la tarde venía al mundo en la habitación de mis padres.
    Unos arbolillos enclenques alrededor, un banco de piedra a cada costado y en el centro, una farola monumental coronada con cinco faroles. Ahí debí de ser bebé en cochecito con madre primeriza y asustada. Desde el portal, que daba a la Calle Mayor, en línea recta se desemboca en la plaza Orfila, promesa de sol si el día lo proponía. Sé que en mayo a mi madre la riñeron porque me llevaba demasiado abrigado, pero así iba por la umbría de las calles estrechas más a gusto. El cochecito me duró poco. No había cumplido los dos años y ya tenía nueva inquilina. Y pasé a ir de la mano, o agarrado a un lateral. La memoria no alcanza para descifrar los detalles, pero sí ha conservado lo esencial. En los alrededores de la plaza descubrí un paraíso. No sé si era una juguetería, tal vez fuera un estanco o un colmado que tuviera algunos juguetes. El caso es que un escaparate con coches en miniatura se convirtió en el aliciente mayor para encaminarse hacia la plaza Orfila.
    En aquella época los paseos se habían complicado. El cochecito ya tenía otra nueva propietaria, la anterior iba en brazos, no se había tomado a bien la pérdida y se negaba a caminar, y yo me quedaba pegado a la vitrina de los cochecitos sin que mi madre pudiera arrancarme de allí sin gastar unos céntimos o sin la promesa de que eso ocurriera en la próxima ocasión. El objetivo de mi madre, con los tres a rastras, ya era atravesar la plaza, luego con mayor cuidado la calle Segre, muy transitada, y bajar por la calleja del Pont, más tranquila, hasta la estación. Al otro lado de las vías, que tenía que cruzar con pavor, se abría un descampado desde donde entretenía ver pasar los trenes. La mirada se encandilaba con aquellos soberbios herrajes en movimiento y el hecho de que siempre se estuvieran yendo carecía entonces de significado. Ah de aquel prodigio infantil de mirar sin que importe no comprender lo que se ve.