3, domingo. Enero. Cyrano, yo y el nuevo siglo

Si se me tiene en cuenta la nariz, tal vez pueda ser considerado un anti-Cyrano, tan opuesto a Cyrano que estoy casi al lado. Es lo que sucede con los extremos, ambos caminan en dirección contraria a la circularidad del resto. Así que Cyrano y yo coincidimos en la singularidad de las narices. ¿Algo más? Sí, por supuesto. Nació en marzo. El 6. El mismo día en el que nació mi abuelo Cirilo y el mismo mes que yo. También admiraba a su abuelo, de cuya vida tomó el nombre Bergerac con el que decidió llamarse a sí mismo. Era un poeta. Es posible que también yo lo sea, aunque no consta en ningún documento. En esta época es, digamos, una ilusión óptica. Le gustaba ser un libertino. Por mi parte, estoy muy lejos de esas aficiones. Cyrano pasó de persona a personaje. Un escritor con bigote relamido lo llevó a representar con su nariz la historia moderna de la belleza y el horror. Aún permanezco, me parece, en el lado de ser simple persona, espero que menos atractiva para un drama.

Cyrano, la obra, es un texto romántico lleno de lugares comunes de la época. Ni siquiera su autor es un escritor notable. Construyó, ignoro si a propósito o por acaso, un mito que refleja menos las turbulencias de cartón piedra del siglo XIX, donde nace, que la carne viva de cualquier época contemporánea. Un mito que transforma otro con acierto, el de la bella y la bestia. En la época clásica, el significado prendía en lo monstruoso de una naturaleza agreste, indómita y cruel, una amenaza constante a la aspiración a la belleza y a la racionalidad. El dios perverso de la desgracia natural frente la idealización del espíritu humano. En el terror ante la bestia suplica la belleza mortal.

Avanzado el siglo XX y tras superar si no el fantasma de las guerras al menos su centralidad, el monstruo abandona la naturaleza, sometida y discreta, también la idea de la muerte atroz que provocaba, y la belleza deja de ser un ideal para convertirse en un souvenir de lo bello. Uno y otra se aproximan en la nimiedad de ambos. Nunca el ser humano (ni siquiera en la civilización de Petra, cuando los mortales residían en templos) ha estado tan cerca de poseer el espejismo de considerarse un dios. Pero a Cyrano, una imperfección, una nariz excesiva, lo mantiene como dios incompleto. El monstruo no desaparece. El miedo transita de la bella a la bestia, que ahora siente el pavor a perder lo que nunca ha poseído, la felicidad. El Cyrano del siglo XX es este emblema. La bestia en su dolor, que es también el dolor de la bella, Cyrano mismo, el de hermosa escritura.

Noble, apasionado, augusto, está tan cerca, ama y ya es amado en sus cartas, pero descubre que el monstruo y la belleza ya cohabitan en su interior, ferozmente unidos por lo que nunca lograrán conseguir. El acoplamiento carnal no puede ocurrir porque ya ha ocurrido en su metamorfosis amorosa. La bestia había sido un concepto clásico objetivo; la bella, uno romántico subjetivo: su fusión en el alma de Cyrano, el monstruo de bella escritura, anula la voluntad de ambos. Pierde los batientes de lo real. Y hereda un vacío como único patrimonio: la oquedad que le impide tanto actuar (objeto) como reconocerse a sí mismo (sujeto). Le condena a la inacción y al desconocimiento. Da igual lo que la realidad intente en su favor, carece de beneficio. Ni en el último aliento existe compasión para Cyrano, el espejo del desamparo interior cuando se apaga la luz.

El siglo XXI —los historiadores consideran que el siglo empieza en los años veinte— está mutando también a Cyrano. Los dioses, que ya estuvieron en el cielo e incluso en el sueño del ser humano, ahora andan refugiados en las computadoras. Producen el mismo efecto un milagro y un desarrollo digital: un resultado sin proceso. La filosofía de los acontecimientos se denomina «El gato de Schrödinger». El monstruo de Cyrano es ahora un hiperactivo. Solo le preocupa la acción, los resultados, no sus consecuencias. Reacciona a cada gesto del espejo. Tantos, que convierte cada movimiento en una redundancia. Su belleza resulta así tan trivial como una reproducción. Y en su interior, hasta el patrimonio de la nada se ha desvanecido. De tantas, tantísimas, impresiones de vida que ocurren en la vida de Cyrano, acaba por no ocurrirle nada. Un tren tan y tan rápido que para aumentar la velocidad anula también la estación de destino.