15, lunes. Febrero. Plaza Joaquim Pena

Creo que nunca he llamado a esta plaza por su nombre. No es que no lo recuerde, no lo identifico. Siempre había sido el descampado. Para la dimensión de las calles que entran y salen, posee medidas más que holgadas, grande incluso. Se podría afirmar que es un magnífico rectángulo. Hoy está enlosada, con bancos diseminados por todas partes, en orden no euclidiano, y multitud caótica de frondosos arbolillos. Tampoco la identifico con este aspecto moderno y elegante. Alrededor del empedrado de las calles, era un simple desierto en miniatura con arena y piedras.  

         Antes había sido, a principios de siglo, la plaza de Levante y estaba dividida en cuatro plazuelas para que los vehículos la cruzaran por el centro, pero cuando correteaba por ella ya mostraba su condición esteparia y se llamaba como uno de sus ilustres habitantes, el musicólogo Pena. Otro vecino del lugar, con el que sin duda tuve que cruzarme muchas veces, pues acudía con frecuencia al bar de la plaza, fue el poeta Joan Vinyoli. Al que leí muchos años después. En la época en la que jugaba en la plaza, Vinyoli tenía la misma edad que tengo ahora yo. En uno de los poemas que escribió entonces, a principios de los setenta, dice: «Apenas busco / consolarme del hecho de ser un cobarde / creyendo que todo ocurre en un mundo / diferente del mío». No veo mejor definición para esta plaza, la suya y la mía, para ambos discreta y solitaria, ahí acudíamos los muchachos del barrio para vivir una vida que creíamos diferente de la que ya era nuestra vida.

Si tuviera que darle nombre la llamaría la plaza de las Cicatrices. Por ser tan larga, las lluvias cavaban hoyos y zanjas sobre su superficie, y el viento descarnaba las piedras, y sobre aquel campo agreste botaba la pelota que perseguíamos en un inacabable partido donde cada caída dejaba, igual que el tiempo sobre el erial, una mancha de sangre y, más tarde, una obtusa escritura sobre la piel cuyo significado desmiente la cobardía atribuida a los idealistas.