5, sábado. Octubre. Desde la ventana



Amanece la ciudad con niebla. Aunque tal vez más exacto fuera decir que la niebla se ha posado sobre la ciudad. Por la ventana miro los edificios decapitados. Sin azoteas, sin áticos, sin bosques de antenas. La niebla es un fenómeno contradictorio. Nunca nos oculta su origen fantástico, el que no esté lo que está, pero contemplarlo no produce alegría, sino un mohín melancólico. Existencial. Sus desapariciones no son mágicas, sino premonitorias.
    Me gustaba la niebla en Lisboa. Subía desde el río y anegaba todo el barrio portuario. En las calles solo se descubrían los transeúntes que caminaban en sentido contrario en el instante anterior del roce al esquivarlos. Como apariciones de película. La niebla ha sido siempre muy cinematográfica. Del cine en blanco y negro. En Lisboa me compré una gabardina años cincuenta que posiblemente llevaba en el establecimiento a mi espera desde entonces. No me la he vuelto a poner porque no estoy seguro de que me cayera bien. Pero los días de niebla, enfundado en su coraza, recorría los laberintos del Cais do Sodré viviéndome otro. La niebla ha sido siempre, también, muy pessoana.
     En Santa Perpetua, donde acudía cada mañana temprano a trabajar, hubo unos años de intensas nieblas. A finales de los ochenta. El coche entraba en el interior de una nube y el conductor se convertía en un piloto. De la nada. Los árboles gigantes al costado de la carretera, las altas grúas de los bloques en construcción, los campos cultivados que de repente tropiezan con un edificio y se convierten en ciudad habían sido borrados. Solo se reconstruían en la memoria de quien los recordara de su paso cotidiano por ahí. Pero estar, no estaban.
      Luego estas nieblas persistentes dejaron de actuar, como si el clima también tuviera cambio generacional o revoluciones tecnológicas. Se quedaron junto al tocadiscos, el molinillo de café y la máquina de escribir. Por eso me ha gustado esta mañana de sábado permanecer un rato frente a la ventana viendo, hoy más cerca, cómo la niebla regresaba con su sed inmensa de desapariciones íntegra.