CARTAS AL s XX | 17 de marzo de 1946, domingo. Fauno melenudo



Mi Señora vive en Cannes. En el mismísimo bulevar del Mar. Mi habitación se encuentra en la pequeña vivienda para el servicio que se alza al otro lado del jardín, sobre el garaje para los autos. Está en la parte posterior de la finca, con puerta a la avenida. Y lo prefiero. El mar es un hermoso vecino, pero difícil de acallar cuando se altera. Mi Señora adora el mar. Le gusta pasear descalza por la arena, dormir en una tumbona, nadar cuando el oleaje no le asusta. Durante muchos meses al año prefiere la playa al coche, y esa afición suya favorece de paso también la mía, pues puedo dedicarme a la jardinería en lugar de hacer de chófer, que por ambas cosas he sido contratado, aunque el jardín solo lo toma mi Señora como una ocupación secundaria. Señalo estos aspectos porque esta primavera, cuando más trabajo exige mantener parterres, maceteros y árboles en óptimo estado de revista, mi Señora solo quiere subirse al coche. Incluso los domingos.

         Nada más levantarse y tras elegir sus mejores vestidos me grita: «A Antibes, que estamos tardando». Antibes es un cabo que se adentra en el mar al norte de la ciudad. Es ya otro municipio, pero las casas de uno se confunden con las casas del otro.  Nunca sé cuándo salgo de Cannes o cuando entro en Antibes. Ah, mi Señora ha conocido allí a un pintor. Español, creo; aunque parece italiano. Un hombre pequeño, nervioso, vestido siempre como un pescador de los que nunca salen a navegar. No sé qué le verá, pero mi Señora lo admira. Para mi perjuicio lo adora más que a la playa. Acude a verlo a su taller, que lo ha instalado, no sé muy bien con qué permiso, en el castillo de los Grimaldi. Que es un museo. ¿No es una contradicción que un pintor pinte dentro de un museo? ¿No es como quererse adelantar a los tiempos? En fin, cada vez entiendo menos el mundo.

Ni sé de lo que tratan, porque yo me quedo pasándole el trapo al auto. A veces tomo algún camino polvoriento a propósito solo para tener entretenimiento mientras mi Señora se entrevista con el pintor. Hoy, por cierto, he visto cómo se llama. Me ha costado, ciertamente, pero al final he descifrado la firma, letra a letra. La tengo aquí delante, con la dedicatoria que le ha escrito a mi Señora en la carpeta que guarda las litografías que le ha comprado. Picasso. No sé a qué me suena. ¿A picotement? Será por la picazón que me producen sus dibujos. Mi señora ha querido enmarcar uno. Su preferido, según me ha confesado como medida de presión para que lo vigile mientras lo enmarca el ebanista.

Acabo de colgarlo. Qué pena de clavos que podrían haber sostenido una obra admirable de Alphonse Mucha. «Fauno melenudo», su título. Me he quedado pasmado mirándolo. Que es un fauno lo entiendo bien: los cuernos no engañan. De eso sabemos bastante los chóferes. O sabía, porque mi Señora es viuda. De general. Aunque no murió en combate, sino en el hospital, sin ningún honor. Ahora eso sí, de continuar con vida, el fauno de Picasso no colgaba en el salón de la casa del bulevar del Mar. Que me corten el cuello si lo admitía.

         Las melenas del título también las veo. Los ojos y las cejas, de cara. La nariz, de perfil. Tiene su qué. Las orejas. Grandes orejas vacías. La boca. No le falta nada al fauno. Y carácter le sobra. Tiene un ojo atento y otro melancólico. Como yo cuando conduzco. También me reconozco en la nariz griega. Qué padecimiento vivir con una nariz que llega a los sitios minutos antes que el cuerpo. Parece que esté hablando, aunque no se le entienda lo que dice. En eso no es como el resto de mortales, que se les entiende todo lo que piensan nada más verlos sin que se molesten en decirlo. Gasta poco la paleta el pintor. Un trazo azul, un escaso marrón, un verde tímido. Conforme lo miro, más gracia le encuentro. No en el hecho de que me vaya a gustar o lo encuentre gracioso, sino en otro sentido. En el de retrato. Frente a los otros retratos que lucen en las paredes y corredores de la casa, con rostros avinagrados por la ausencia de movimiento, este fauno parece moverse continuamente. Se diría que no es nadie y, sin embargo, a poco que quien lo observa se detenga en él, parece que le refleje a uno. Que sea el retrato de quien mira. No su retrato, claro, que no lo será nunca, sino el retrato de cómo es por dentro. Lo que nadie puede ver cuando está delante, pero que si uno vuelve los ojos hacia el interior se asusta de verse a sí mismo como un fauno. ¿Será ese vértigo lo que pinta el tal Picasso?