11, domingo. Agosto. José Carlos Cataño, elegía



Esta mañana hemos despedido a José Carlos Cataño (1954-2019) en el recinto hebreo del cementerio de Collserola. Delante de nosotros, cuatro empleados han introducido un féretro rectangular de madera virgen, sin barnices ni cenefas, en un nicho excavado en tierra, entre los pinos. Lo han descendido con cuerdas y músculos en tensión, mientras diez hombres con kipá oraban en voz alta una hipnótica salmodia. Después han volcado capazos de arena sobre la madera y de uno en uno, sus familiares, con una pequeña pala, han contribuido a completar la inhumación. Delante, al sol, los asistentes pensábamos en Cataño. Los gemidos de su hermana oficiaban como la solista de un coro de silentes. Tras las oraciones, su hija ha desplegado una hoja que traslucía una caligrafía hendida en el papel. «Papá —ha empezado a leer como si estuviera hablándole—, junto a ti he aprendido los secretos del lenguaje que ahora me abandonan». Así también estaban los presentes, tratando de encontrar el pensamiento en los vericuetos por donde ha huido. Un hermoso texto que de repente descubre el argumento de la vida. Cómo me acuerdo, sigue diciendo la hija cuyo padre la escucha desde dentro de la tierra, de los paseos por la naturaleza, de las historias que me contabas, de las veces que me hacías reír con tu ironía… Se vive solo para que alguien nos diga, cuando ya no estemos, estas exactas palabras. No existe más sentido en lo que hacemos. Ha leído tres poemas de su padre. Luego han recitado Rodolfo Häsler y Neus Aguado. Carmina ha dicho unas palabras ahogadas e intensas. Hemos elegido, cada uno de los asistentes, una piedra en el suelo pedregoso del bosque de Collserola y la hemos colocado sobre la plancha de madera que ha quedado cubriendo el hueco. Despacio hemos caminado, luego, hacia la fuente donde lavarnos las manos por sentir en el agua el paso de la vida.
     Antes, mientras esperábamos en la cafetería del Tanatorio que concluyera el rito del lavado del cadáver, hemos contado cada uno de los ahí reunidos lo que José Carlos nos había regalado. Se han recordado mínimas maravillas que había propiciado, a veces con solo aparecer. Me he acordado, entonces, del regalo fenomenal que nunca recordé agradecerle. O quizá sí lo hice, uno ya no puede afirmar nada con precisión. Solo las cosas importantes: tenía yo 22 años y era nadie y José Carlos un poeta joven que acababa de publicar con esplendor su primer libro, Disparos en el paraíso. Me trató con una delicadeza e interés que no he dejado nunca de agradecerle, y cuando le conté que me iba con una beca a estudiar portugués me dijo: «Espera», sacó un papel apuntó un nombre y un teléfono y me lo entregó. Nada más llegar supe que íbamos a compartir un amigo en Lisboa. Con el que muchas veces, frente a un espeto de sardinas, nos acordábamos de Cataño. También esos laberintos de los que nunca llegamos a salir del todo son el sentido de la vida. Y una despedida es la clase de filosofía donde se imparten los conocimientos que jamás comprenderemos.