13, jueves. Junio. Richard Learoyd en Fundación Mapfre de Barcelona



En las salas de la Fundación Mapfre se ha podido admirar en los últimos años la obra de grandes fotógrafos del siglo XX. Conocer la obra de un clásico —la fotografía los acumula todos en menos de dos siglos— produce sensaciones contradictorias. Se aprende y al mismo tiempo uno se decepciona de sí mismo y de su época. Abre una puerta y al mismo tiempo la cierra. Una fotografía enseña a mirar, pero también impide repetir la mirada. A la que quizá uno se estuviera acercando poco a poco, o en la que reconozca otras miradas posteriores que a partir de aquel instante pierden el interés que le hubieran despertado. La historia de la fotografía, menos explícita que la del arte o de la literatura, es fértil en estos diálogos con uno mismo y con su época. Cualquier gran fotógrafo que se descubre reordena la historia del mirar.
    Cuántas ocasiones, ante una placa de los años cincuenta uno se siente feliz y perplejo. Por lo que aprende y por lo que no podrá lograr, porque ya está conseguido. Y aún puede sumar una tercera sensación: con qué sencillez alcanzan los clásicos sus logros, frente a un presente de la fotografía donde la novedad parece siempre enfática. En los tamaños, en las decoraciones, en la saturación ya no solo de los colores sino también de los asuntos tratados. El pasado hace incómodo el presente, a veces.
     Sin saber muy bien quién es Richard Learoyd entro en la Fundación Mapfre para la exposición que acaban de inaugurar. Dos días después, una mañana de jueves. Solos en la sala el vigilante, Marisol y yo. Me cruzaré con algún otro visitante, pero me sobra una mano para contarlos. A partir de la primera fotografía que veo, una familia gitana en el campo, junto a su carromato cubierto por pancartas publicitarias en funciones de lona («Grupo familiar», 2016), ya sé que quiero saber más cosas de aquella imagen en la que los niños salen movidos, como en las placas que desechaban los primeros fotógrafos. Lo primero que me llama la atención es la fecha. Todas las piezas que voy a ver son del siglo XXI. Mi pesimismo sobre la época disuelto en el acto. No existe ni un ápice de énfasis, solo sencillez y grandiosidad clásicas, en la mirada de Learoyd. Y extraordinaria originalidad. Sigo por las fechas: nació en 1966. Compartimos generación. Eso me emociona.
    Poco a poco descubro los detalles técnicos de las fotografías, extraordinarias, que veo. Richard Learoyd trabaja con una cámara oscura de grandes dimensiones construida por él mismo… en la época de los móviles con cuádruple objetivo. Sus piezas, de tamaño casi real, no son ampliaciones —ese manierismo de tantos fotógrafos actuales—, sino las dimensiones de la fotografía en la cámara oscura. Y tampoco pueden ser ampliaciones porque trabaja sin negativo, son fotografías únicas. No pueden existir copias. En la edad de la reproducción infinita del desbordamiento digital, cada fotografía de Learoyd es pieza única, es decir, un cuadro. Mi entusiasmo crece por momentos. Alguien tiene que decir en voz alta lo que esta manera de entender la fotografía está diciendo, que cree en la herencia del artista que elabora las condiciones de su arte, que cree en el valor de lo que es único, de lo que no se deja alterar, que cree en la mirada desde la intimidad. Es decir, alguien tiene que decir por nosotros que no cree en la dictadura tecnológica y uniformadora de la época y que existen caminos fértiles fuera.
     Resulta evidente que el diálogo de Richard Learoyd con la pintura alcanza una densidad sorprendente. El catálogo menciona los pintores que han ayudado a afinar su mirada, desde el barroco holandés hasta Francis Bacon, pasando por quien tal vez sea su más intenso maestro de fotografía, Ingres. Sin embargo, el auténtico diálogo con la pintura de su obra no es erudito ni temático. Es morfológico. Son texturas. Así como la pintura ha presagiado, primero, y ha emulado, después, la existencia de la fotografía en una avinagrada convivencia en la que no siempre la mayor, la pintura, ha sabido mantener las formas ante la menor en edad, la fotografía, Learoyd consigue darle la vuelta a este absurdo debate conceptual. Y con humildad emprende el camino de regreso desde la fotografía…. ¡hacia la pintura! Sus composiciones, sus retratos, sus bodegones, sus fondos, la textura imperfecta que ofrece la cámara oscura entregan a la fotografía el aura propia de la tradición pictórica. La suya es una fotografía que abandona la fotografía para regresar al óleo, al sfumato. Y todo en el siglo XXI.
    El ahondamiento en la tristeza, el tema más persistente en la obra de Richard Learoyd, paradójicamente me devuelve el optimismo de época.