A finales del verano de 1930 el joven
René Char (1907-1988) visita Barcelona. Su anfitrión en la ciudad es un pintor
barcelonés, algo mayor, que había vivido desde primera línea la eclosión de la
vanguardia en su epicentro parisino, Francesc Domingo (1893-1974). Char solo
había publicado un librito de poemas con aromas románticos dos años antes, al
que renunciaría muy pronto, y en aquel momento, a los veintitrés años, su
ingreso en la estela contemporánea no podía haber sido más elocuente: un libro
con triple autoría Ralentir travaux —frenar
el trabajo—, firmado junto a André Breton y Paul Éluard. En edición de 250
ejemplares. Un manifiesto de la escritura automática. Y otro personal, de
carácter artístico, con doce ilustraciones fotográficas, Le Tombeau des secrets —la tumba de los secretos—, donde rubrica su
adscripción a la imaginación surrealista. Y también subraya el trío inicial con
un collage final de sus dos amigos poetas. Se publicó en Nimes, en edición de
103 ejemplares.
Siempre que un poeta foráneo ha
paseado por la ciudad con un amigo barcelonés los imagino caminando por la
calle Lledó. Ahí tuvo su casa Juan Boscán y durante las visitas de Garcilaso de
la Vega, ambos la transitarían múltiples veces hablando de las preocupaciones
compartidos, que no era pocas. Domingo y Char posiblemente también atravesaron
el corazón de la ciudad antigua por esta calle y aunque resulte imposible saber
de qué hablaron entonces, no es un ejercicio en el vacío imaginarlo. En el
ejemplar de fotografías surrealistas que Char regala a su anfitrión, el lunes 1
de septiembre redacta una dedicatoria con un lema combativo: «Sans cesse nous nous relevons por mieux tomber»
—sin cesar nos erguimos para caer mejor—. René Char, que tenía por delante una
vida de intensa y personal escritura, en aquel momento juvenil tal vez solo
pensara en abrirse paso llevando a hombros, junto a sus amigos, la modernidad,
por más intrincado que el camino se mostrara. Desde luego no es todavía el
poeta que veinte años después, en el poema «Herméticos obreros», a los que se
presenta como «Enfrentados a mi silencio», declara: «En la ciudad donde la hay,
/ la multitud enardecida. / La luz que está mintiéndole / es un tambor en el
espacio». Quizá en 1930 la multitud enfebrecida tuviera para el joven
surrealista otros matices más ideales y benévolos, menos ruidosos.
Francesc Domingo, Espectador de la gorra, 1932
A su
amigo el pintor Francesc Domingo, sin embargo, con una edad más próxima a la
del poeta que escribió los versos de madurez citados que al joven combativo que
tiene delante, la multitud empieza a interesarle. O para ser más exacto, le
intriga una variante de la multitud que resulta especialmente visible en la época,
el «público». Asiduo a los espectáculos de music-hall —en 1931 regresa de París
y se instala en Barcelona—, en los muchos bocetos y cartones que dibuja durante
las representaciones se observa con claridad que el objeto de su interés no se
encuentra sobre las tablas del escenario, sino en el patio de butacas y en las
tribunas. Observa y trata de plasmar en sus dibujos tanto los detalles
concretos de algunos espectadores, como el mero bulto sombreado de los perfiles
en lo alto o en la distancia. Alguno de estos bocetos merece la atención de su
pintura, como en las piezas «Espectador de la gorra» de 1932 y «Espectadores»
de 1934. El cuadro más representativo de este interés concreto de Francesc
Domingo es un óleo impactante titulado «Music Hall (Apolo Palace)», donde
recoge un instante de la actuación de una vedette próxima a la desnudez en un
teatro repleto de espectadores masculinos… menos una espectadora.
Francesc Domingo. Music Hall (Apolo Palace). 1933
Antes de
contemplar el cuadro, al observador le inquieta su mera existencia. Al margen
de la maestría pictórica, en una primera impresión causa cierta perplejidad un
asunto que podría considerarse costumbrista y folclórico por parte de un pintor
que vive desde las trincheras la aparición de las vanguardias artísticas, tanto
en Cataluña —es amigo de Miró, Salvat-Papasseit, Dalí o Gargallo—, como en
París —donde trata, entre otros, a Picasso, y a los poetas surrealista, como
Reverdy, Breton, Éluard o Char—. Un artista que ha pintado en los años 20
piezas a la altura de la evolución rupturista de sus contemporáneos. Y, de
repente, ¿realiza un giro hacia el pasado de la pintura? ¿O emprende un camino
diferente de meditación artística?
Este interés
por hacer visibles a quienes habitan en la sombra, los espectadores, tanto en «Music Hall (Apolo Palace)» como en los
otros óleos donde ellos solos constituyen el asunto único de la obra, va,
obviamente, más allá de una mera crónica. En la silenciosa atención de los
espectadores —muchos con las manos sosteniendo la cabeza— se vislumbra un cuestionamiento
de la identidad —¿quién es cada cual, siendo solo un bulto dentro de una
multitud?—. Que es también, debido a su protagonismo, un cuestionamiento
personal: ¿quién soy entre la masa
idéntica? El poeta que supo expresar este
desasosiego con lucidez fue Carles Riba (1893-1959), autor de un enigmático
libro, Tres suites, escrito entre
1930 y 1935 e influido, en parte, por la pintura de esta época de su coetáneo y
amigo Francesc Domingo. En los versos finales del texto «Pez dentro de la
pecera», interpreta el significado del pez,
cuyo retrato no cuesta mucho extenderlo también a quienes permanecen encerrados
en la pecera de un teatro: «… tú eres
/ oscuro bajo la estática gloria / que cruzas, con los ojos detenidos, / como
quien, sin comprender, se contempla / en un espejo que incesante gira». Una
descripción simbólica que se adecúa perfectamente a la actitud de los
espectadores en la platea del Apolo Palace, detenidos en el tiempo frente a un
enajenado espejismo que comparte también el pintor que los observa en mitad de
la sala. Se puede, pues, constatar que el tema que persigue Francesc Domingo no
es el retrato superficial de su época, sino la constatación del tambaleo e
inconsistencia de una identidad contemporánea.
La
vanguardia cuyo origen Domingo había acompañado en París es aquella que
anunciaba la destrucción de la razón, de ahí que la irracionalidad se
convirtiera en la bandera artística que él, en su regreso a Barcelona, no
quiso, conscientemente, seguir. Pero hubo otras vanguardias. La de los futuristas,
por ejemplo, y la destrucción de los designios del pasado. Y, junto a estas
vanguardias, surgió una tercera de carácter existencialista, en esta misma
época, impactada en especial por el desmoronamiento de la identidad. El cubismo
bebió de ella, sin duda, pero tuvo un desarrollo mayor y más evidente en la
literatura —T.S. Eliot (1888-1965) y sus correlatos objetivos, Fernando Pessoa
(1988-1935) y sus heterónimos—, en obras que no rompieron con la racionalidad
ni con las herencias de la expresión, pero sí fueron profundamente
vanguardistas en la concepción deshumanizada del yo. La pintura de Francesc
Domingo establece un vínculo de meditación artística con esta meditación
literaria que no siempre, en el sesgado siglo XX artístico, se le ha dado carta
de naturaleza.
El
carácter de reflexión existencial de «Music Hall (Apolo Palace)» emana del
juego de las miradas que establece el cuadro. Todos los hombres de la sala,
menos uno, miran absortos y ensimismados el cuerpo brillante y próximo a la
desnudez de la vedette sobre el escenario. Posiblemente cada uno de estos
hombres idénticos formula el mismo pensamiento que Carles Riba acuña en el
poema VI de la primera de las Tres suites,
donde tras una descripción extensa y detallada de un desnudo equiparable con el
de la vedette, un lenguaje irreconocible de esta hace soñar a quien lo admira:
«… qué inciertas / las palabras con que de pronto acercas / lo ignoto que te
habita si, / ya celoso quizá, ¡son para mí!». Ese yo que recibe, como si fuera
para él solo, el mensaje transmitido a la masa de espectadores, compuesta de
yoes amando idéntico icono, se
convierte por sí mismo en un evidente correlato de la identidad en la época de
las multitudes. Próxima a aquella personalidad «hermética» de los obreros que
René Char verá, dos décadas después, «en guerra» con su silencio.
La
vedette, sobre el escenario, permanece con los ojos cerrados. Es la coda que
exige la deshumanización del sentimiento que provoca su desnudez. No mira a sus amantes a los ojos porque eso
establecería un diálogo que no existe, el desnudo interroga solo a quien lo
contempla. Pero no acaba ahí la dimensión existencial del cuadro. En el extremo
opuesto de la pintura hay una mujer entre los espectadores. Abre los ojos con
sorpresa y contempla con intensidad la actuación de la vedette. Ambas mujeres
tienen un parecido que no se disimula: mismo tipo de cabello, nariz y labios
semejantes y pómulos exactos. Es la única mirada clara que recae sobre el
cuerpo desnudo de la vedette de ojos cerrados que admiran tantos varones, la
que procede de su propio yo, desdoblado para señalar que tampoco el yo
auténtico se encuentra en el desnudo que enamora, yo a yo, a la masa de
espectadores por igual. La despersonalización es completa, salvo un único
espectador, aquel que acompaña a la mujer desdoblada mientras contempla el
espectáculo. Este espectador único la mira con la atención, ahora sí, de un enamorado
que recibe la luz del rostro que ama, ahora auténtico, es decir, de la mujer
real, no desdoblada en su desnudo. Una botella azul y un vaso blanco, sobre la
blancura del mármol que brilla en las sombras de la sala junto a la escueta
prenda que cubre el cuerpo de la vedette, simbolizan el gesto de esperanza —al mismo tiempo pictórica, es decir, vanguardista, y humana, es decir, existencial—, que
Francesc Domingo sitúa en el cuadro tal vez como se cuelgan salvavidas en la
cubierta de los buques que atraviesan océanos, por si un día se hunden lejos de
puerto, en mitad del mar de las multitudes.