Sin considerarme propenso a
consignar en este diario arrebatos, hay ocasiones en las que resulta necesario
empezar por un alarido de entusiasmo ante las muestras que mi ciudad está
reivindicando este mes de marzo de 2025 como proas de la vanguardia artística.
Quien se pasee por sus salas de exposición puede disfrutar de las fotografías
enigmáticas de los años cincuenta de Ramón Masats, de los collages y poemas
visuales de los sesenta de Josep Iglesias del Marquet, la reprogramación de las
exposiciones con las que inauguraron sus carreras artísticas Fina Miralles, Eva
Lootz y Susana Solano a finales de los setenta. Y ahora, como guinda de la
renovación, las fotografías de la Barcelona que Manel Esclusa (1952) imaginó en
1988. Y no soy, en absoluto, irónico. Estas cuatro exposiciones retrospectivas presentan
la expresión más audaz del arte del presente que se puede contemplar en mi
ciudad.
Ya
lanzado a la piscina de lo emocional, es difícil no seguir nadando y confesar
que la exposición Barcelona, ciudad
imaginada, inaugurada el 18 de mayo de 1988 en el Palau de la Virreina,
junto a las Ramblas, y reprogramada treinta y siete años más tarde en el remozado
Archivo Fotográfico, a partir de este 21 de marzo, ha resucitado en mí el amor
que sentí, en mi juventud, por mi ciudad. Hoy es difícil escapar a una imagen
de Barcelona reducida a un cúmulo de lugares tópicos cuya única función es la
decorativa. Mucho antes de que los turistas consumaran la transformación de
urbe en muestrario, Esclusa le da la vuelta al epicentrismo barcelonés y plantea
contemplar una ciudad trasformada desde su periferia. Es el primer acierto de
su crónica fotográfica, un recorrido con paradas inéditas en la imaginación
barcelonesa. Vale la pena enumerarlas:
Moll de la Fusta, la Torre de las Aguas, el parque de la España Industrial, la Diagonal;
los jardines de Vil·la Cecília, el parque de la Creueta del Coll, el Velódromo,
la Vía Julia, el puente de Bac de Roda, el parque del Clot. Con dieciocho años,
esta era exactamente la ciudad por donde transcurría mi vida.
Asistir a la transformación de Barcelona en 1988 a partir de sus extremos, este
es uno de los propósitos del proyecto de Manel Esclusa, al que añade una visión
transfigurada de los espacios que
retrata. La suya es una mirada que, entonces, se denominaba «experimental»,
cuyo significado solo indica que se aborrece la imagen realista y la crónica de
costumbres. Esclusa domina la distorsión del objetivo, el uso de filtros y otras
imperfecciones, a las que suma el dinamismo caótico de los encuadres, las
perspectivas anómalas, las iluminaciones aberrantes, el predominio de la
fotografía nocturna y cuantas expresiones defectuosas dinamitaran la
contemplación costumbrista de los espacios que enfocaba y, a veces, a
propósito, desenfocaba.
A mis dieciocho años —qué
curiosas resultan las ideas— abominaba de esa imagen experimental de la realidad. La relacionaba con la generación
anterior a la mía, cuyas manifestaciones características —culturalismo,
vanguardismo, experimentalismo…— solo me parecían huidas huecas e
insustanciales de la visión auténtica de lo real, que era la única que me
interesaba descubrir entonces. En 1988, la exposición que ahora contemplo de
Manel Esclusa me hubiera parecido un auténtico espanto. En 2025, ahíto de
imágenes, no solo disfruto de una mirada que se evade del compromiso con lo que
existe, sino que descubro cómo odiándolo, sin ser consciente, aprendía con él a
desconfiar no de lo imaginario, sino de sus referentes. Hoy me siento más cerca
de aquella Barcelona imaginada por Esclusa desde la distorsión y el delirio
creativo que de las obviedades que se llevan turistas y visitantes guardadas en
sus respectivos móviles.
Si tuviera que señalar dónde veo
más realidad, si en una reproducción literal, por ejemplo, del retórico puente
de Bac de Roda o en las placas con las que Esclusa lo muestra sesgado, fugaz y
oblicuo, creo que no dudaría en colgar en un lugar privilegiado cualquiera de
sus fotografías. Y no es únicamente una cuestión de gusto, sino de memoria. Inaugurado
cuando yo apenas tenía diecisiete años, época en la que realizó Esclusa su
reportaje, recuerdo que una tarde fui con un grupo de amigos a ver, por primera
vez, el nuevo puente de Calatrava. Lo cruzamos desde la Sagrera hacia la
Verneda. Por debajo no había un río, sino el brillo metálico de las vías del
tren en mitad de un auténtico museo de la basura. En la Perona, a la izquierda,
aún quedaban unas cuantas chabolas cuya impresión todavía recuerdo. De vuelta,
ya anochecía. Las imágenes que han quedado en mi memoria de aquel regreso,
caminando por la pasarela bajo la doble lira gigante y tan blanca, se parecen,
con una exactitud que me asombra, a las inquietantes instantáneas
experimentales que veo en la exposición de Manel Esclusa. De quien ahora podría
afirmar que lo que aquel día fotografió en el puente Bac de Roda fue
literalmente mi memoria treinta y ocho años después del momento en el que atravesé
el puente a pie para conocerlo.