13 de octubre, lunes | Escribir para las máquinas | Epigrama



Desde hace casi veinte años controlo la difusión mensual de varios blogs de escritura literaria. En este momento, nueve. Desde el principio me sigue sorprendiendo la asombrosa regularidad de las visitas, lo único que el aparato cuenta, sean esta de unos segundos por error o de varios minutos por lectura. Ante esa inexactitud esencial hay que afirmar, desde el principio, que el cómputo de visitas nada tiene que ver con la divulgación literaria ni mucho menos con el reconocimiento. Ni siquiera, quizá, con el conocimiento. Es solo un cómputo microscópico del incógnito funcionamiento brutal de la red. Tan regular me pareció que establecí una ley: el conjunto anual de visitas, dividido por doce, establece un número que es el que se registra mes a mes, nunca por encima ni por debajo de un 20% de esta media. Con el tiempo observé alagunas variantes que incluso fomentan esa regularidad: en caso de superarse el 20%, el mismo fenómeno se advierte para el conjunto de blogs, es decir, no es un aumento o disminución del tráfico del blog, sino de la red. Estos últimos tiempos, sin embargo, he observado un fenómeno que arruina mi ley. Computaba meses con un aumento de hasta el 500% en un único blog. Asombrado por estas cifras, no me costó descubrir el origen mayoritario de esa exageración. Un mes fue Shanghái, otro Taiwán, incluso otro mes fue Vietnam… La conclusión aparece diáfana.  Una serie de máquinas ha estado aprendiendo a escribir en español con la ayuda de mi blog, y a mí me ha convertido, de modo principal, en un escritor para computadoras. No sé si apenarme o sentirme feliz por haber encontrado al fin quien aprecie mis escritos. 

[Epigrama VI-05]

3 de octubre, viernes | EL SEÑOR DE LOS CIERVOS



Escribe con un palo, laboriosamente, 
en la tierra húmeda y gris, 
mientras frunce, con ansiedad, el ceño
Margaret Atwood

No hay mejor barrendero que el viento del norte. Forma montículos de hojarasca en los rincones que después quien barre solo tiene que recoger. El resto queda impoluto. Como la conciencia de un pecador antes de su primer yerro. Entre los residuos que el viento amontona hay algunas hojas arrancadas a los alcornoques y abundante pinaza, también envoltorios de cualquier objeto que se preste a ser envasado y muchos pañuelos de papel, incluso no usados nunca. Y de vez en cuando, entre lo acostumbrado, brilla el diminuto grito de una pequeña joya extraviada. Así fue cómo encontró el Sombra a su perra, un cachorro sin raza definida que alguien abandonó —equivocándose— donde no duraría mucho. 

         Se le veía desaparecer por el camino del bosque cada noche. Alto, enjuto, desgarbado. Los menos afirmaban que había levantado una cabaña con sus manos en un lugar recóndito, los más creían que se acostaba en cualquier parte, como un animal, y que su perra dormía encima para darle calor. Era difícil conciliar las versiones, porque nadie pudo aportar nunca prueba alguna de su opinión. De ahí que de vez en cuando surgieran nuevas teorías, como la de la cueva prehistórica que había descubierto en la que nunca antes, desde tiempos antiguos, se había entrado. Muchos chicos del pueblo en alguna ocasión quisieron seguirle para resolver la incógnita, pero nadie lo consiguió, porque la perra los olía enseguida y no cesaba de ladrar, amenazadora, hasta que se daban la vuelta y regresaban a sus casas, donde el hogar chisporroteaba y el televisor seguía encendido.

         Qué mala jugada contra la imaginación colectiva hubiera sido la inexistencia en el pueblo de alguien como el Sombra. Si su habitáculo nocturno da para tantas hipótesis, las razones que le condujeron a tal apartamiento social establecen el catálogo de todos los recelos. Quien de vez en cuando visita a las chicas del bar en la carretera, con temor a un día ser descubierto, apuesta por el abandono de una mujer y la imposibilidad de seguir teniendo una vida normal sin ella. El que no declara los sueldos que paga a los temporeros se inclina por un pasado de forajido de la ley. Los hay que, por no haber podido tener descendencia, agrandan el sufrimiento debido a la pérdida de un hijo de tierna edad. Las hipótesis se multiplican conforme al número de vecinos que participen en la tertulia. El Sombra es el catalizador de todos los pensamientos ocultos en la villa.

         Lo cierto es que el personaje y su perra se pasean por las calles y plazas durante el día sin establecer conversaciones con nadie. Aunque cuando una mujer se acerca para entregarles un bocadillo o una sucia botella de agua mineral rellenada con agua del grifo, el Sombra lo agradece con palabras amables y simpatía. También aquí ha prendido la polémica. Hay quien defiende que habla un dialecto antiguo ya desaparecido, pero por lo general se le adscribe un origen extranjero, sin consenso sobre la especificidad de su extranjería. Lo que pronuncia al agradecer la comida que se le entrega no siempre se aclara, pero nadie queda sin entenderlo. Es como si al hablar no dijera palabras sino solo ideas, desnudas, sin concreción de vocabulario. Como el lenguaje en el que se comunica con la perra. No necesita explicaciones para que el animal entienda a la perfección lo que el hombre quiere que haga. Un gesto basta para que lo cumpla al dedillo.

El Sombra reúne en su figura cuanto se abomina —la pobreza, la soledad, la incertidumbre— y todo lo que se anhela —el no tener que dar cuenta a nadie, ni al Estado ni a la familia ni a los conocidos, de todo lo que uno haga, es decir, la libertad absoluta—. Al mismo tiempo villano y héroe, nadie reconoce que lo admira, claro, pero tampoco debe de ser mucho el desprecio cuando despierta tantas inquietudes y concentra tantas cavilaciones sobre cualquier aspecto relativo a su persona. Incluso su abrigo, en el que si unos ven un antiguo y prestigioso modelo de clase alta, otros identifican por detrás un vestuario militar de alto rango. Y aunque las explicaciones parecen antagónicas, todos coinciden en que hubo alguna vez una drástica caída desde las alturas. Es precisamente ese súbito desplome el origen y justificación de las especulaciones.

Hace años que el Sombra ya ni siquiera es una sombra en el pueblo. La vida está en manos de una nueva generación de vecinos que, si se cruzaron con él, ya ni lo recuerdan. Y si uno lo evoca en algún momento, como yo ahora, tampoco sabe exactamente a qué atenerse. Si fue esto o fue lo otro. Y prefiere cambiar de tema. Lo que no voy a hacer yo ahora. Era difícil seguirle, ya lo he explicado antes, pero en cierta ocasión, una tarde rara en la que me dio por perderme en el bosque, me crucé en un sendero con él y con su perra. Que no me ladró en absoluto. Me saludó con una sonrisa abierta y yo me acerqué a acariciar a la perra, lo que ambos agradecieron. El Sombra llevaba en la mano un palo largo y recio, en cuyo extremo advertí un grumo de barro húmedo. Había estado lloviendo esa semana y el terreno estaba tierno en todas partes. Me quedé con la mosca detrás de la oreja. Seguí un buen rato las huellas que venían dejando, que me condujeron a un claro. Hierbas altas lo poblaban casi por completo, menos en un extremo, donde advertí un pequeño círculo donde la vegetación estaba aplastada. No pensé que hubieran pernoctado ahí, claro, porque es donde suelen dormir los ciervos. Pero me acerqué, y entre la maleza aplanada descubrí unas palabras escritas en el barro con la punta de un palo. Me costó descifrarlas, pero mi curiosidad fue mayor que mi impaciencia y al final desvelé su intrincada caligrafía: «dios de los ciervos, protege su miedo». Nunca he averiguado qué significa, pero le sigo dando vueltas.  

[Cuaderno de ficciones, página 33]


CARTAS AL s XX | 11 de mayo de 1903, lunes. Lección de entomología



«Once de mayo de 1903». Leo la fecha en un certificado de defunción cuyo papel oscuro y envejecido ha empezado a deshacerse por los bordes. De inmediato me pregunto dónde estaba yo aquel día. Al siguiente o al otro lo sé, en su velatorio; imposible pensar que estuviera en otro lugar. No lo presencié como soy ahora, claro, pero de alguna manera tuve que asistir al entierro. Era el hermano pequeño de mi abuelo, del que apenas sobreviven recuerdos porque murió muy joven de una súbita apoplejía. En mi abuelo algo mío, al menos como potencia, debió de existir el día del sepelio de su hermano. Aunque si continúo con la lógica de este pensamiento veo que no conduce a ninguna parte: ¿también yo llevo dentro de mí la descendencia que tendré? ¿En qué parte de mis veinte años recién cumplidos, que ni siquiera cuentan con una novia para compartirla? Vía muerta, sin duda.

         En 1903 faltaban treinta años para que naciera yo. En aquella época mi madre aún asistía a la escuela primaria, sin albergar pensamiento alguno sobre el hecho de un día dar a luz un hijo, es decir, a mí. El hermano de mi abuelo, sin embargo, no debió de ocultar dentro ninguna descendencia futura, porque falleció tan joven. Y soltero. ¿Y si en realidad sí la llevaba, pero las circunstancias sobrevenidas impidieron que le diera tiempo a conocer con quién desarrollarla? ¿Dónde fue a parar aquella semilla? No sé por qué insisto en pensar lo que no admite pensamiento. La gente se preocupa por su supervivencia en el futuro, pero compruebo que a mí únicamente me intriga saber dónde diantres me hallaba antes de nacer.

El empezar a escribir mi primer libro es la razón de que me impacte tanto la fecha del fallecimiento de mi tío abuelo. Sin fecha concreta, la muerte de quienes nos precedieron es una idea abstracta, pero el conocer el día, el mes y el año de un acontecimiento lo acerca tanto que, de repente, parece formar parte de la vida presente, porque este año mayo tendrá de nuevo un día once, como entonces. De ahí que ahora casi recuerde su velatorio, al que asistí junto a mi abuelo, dentro del cuerpo o de la mente o quién sabe dónde. De las pertenencias que recogieron en la habitación donde vivía mi tío abuelo, naturalista vocacional, alquilada a una viuda en una casona de las afueras, la mayor parte, según le parece haber oído a mi madre años más tarde, se extravió. O quizá acabara en un basurero. Me inclino a lo segundo, teniendo en cuenta que las cajas entomológicas, llenas de insectos pinchados con agujas, y los herbarios, a rebosar de ejemplares secos de plantas y flores, no son recuerdos que a la gente le guste conservar en sus casas. Salvo que se tenga una desmedida afición a las ciencias naturales. De los bienes de mi tío abuelo solo ha perdurado una caja de cartón llena de papeles viejos y en desorden.

Recurro a esta caja, arrumbada desde hace décadas en el desván de la casa familiar, porque creo recordar que mi madre me contó que mi tío abuelo había escrito también un libro que nunca se llegó a publicar. Algo que no hizo mi bisabuelo, ni mi abuelo, ni mis padres, y el hecho de que a mí se me hubiera ocurrido empezar uno me une, de repente, a mi antepasado entomólogo. Entre papeles inocuos, me llaman la atención unas cartas que encuentro guardadas en una caja de madera atada con un cordel. Es lo único que despierta mi interés. En el remite, la sorpresa. Son tres cartas de Jean-Henri Fabre, el padre de los estudios naturalistas en Europa. Están redactadas, claro, en francés. Las dos primeras son convencionales, pero en la tercera, más extensa, leo «A l'occasion de votre agréable visite il y a deux semaines...». De inmediato alzo la mirada hacia la fecha y me quedo helado. «Harmas, 3 avril 1903».  Mi tío abuelo conoció al enorme investigador y maravilloso divulgador en su casa de Sérignan-du-Comtat. Nadie me ha hablado de este episodio.

Del libro que se dice que había escrito, aunque nunca publicado, sin embargo, no queda rastro entre los papeles de la caja. Una frase final de la carta tal vez aporte alguna luz sobre su paradero: «Je lirai prochainement votre manuscrit et promets de vous aider à le diffuser». Leyó estas líneas escasos días antes de fallecer. Pobre tío abuelo mío. Cómo me gustaría haberle conocido. De nuevo someto a mi madre a un intenso interrogatorio, pero no recuerda gran cosa, era muy pequeña entonces, solo cuenta anécdotas sueltas que escuchó en su adolescencia. Ni siquiera mi abuelo es capaz de concretar más. «Era muy independiente. Se pasaba la vida en el campo o de viaje. No podíamos ni ir a verle, tenía la habitación que ocupaba llena de bichos. Tu abuela se ponía de los nervios con solo olerlos». Es todo lo que he conseguido saber de mi enigmático pariente.

Inicio un cuaderno, idéntico al que contenía los primeros párrafos escritos de mi libro, con su nombre en el encabezamiento de la primera página: Profesor Augusto García Casado. Y vuelvo a repasar los papeles, extrayendo los datos que encuentro y poniéndolos en orden. No son muchos, pero el atento escrutinio de los documentos me descubre algunos apuntes de campo suyos, que posiblemente extraviara. O quizá, ahora que lo pienso mejor, olvidara guardar cuidadosamente en sus carpetas de anotaciones, que sin duda existieron, y que se han perdido todas. Salvándose solo lo que desechó, estos papeles huidos del orden que, sin embargo, han sabido navegar las décadas mejor que los clasificados. Paradojas del tiempo. Con lo que no quiso guardar tendré que contar su historia. En un apunte, que me parece especialmente hermoso, dibuja con tinta las dos tegminas de una mantis esbozada a lápiz, y sobre cada una de las alas traza y numera sus delicadas nervaduras. 

Cada papel suyo me permite salvar un momento de su vida que consigno en el cuaderno que le dedico, cuyas páginas crecen a buen ritmo. Donde no alcanzan las investigaciones, invento. Recreo viajes, capturas de insectos, recolecciones de plantas. He rebuscado en librerías de viejo entre los manuales de la materia que pudo haber consultado, pues sus libros tampoco se han conservado. Escribo en la cubierta del cuaderno un título con aires autobiográficos: Diez de mayo de 1903. El primer día del que tengo noticas de mi vida anterior a mi nacimiento. Es mi libro, aunque tampoco se publica. Alguna vez me pregunto dónde se perdieron los párrafos escritos del que iba a ser mi primer libro. Tal vez en el lejanísimo 2003 alguien los encuentre, en hojas arrancadas de un cuaderno inexistente, como única revelación de mi vida, igual que la de mi tío abuelo Augusto desaparecida en el rotar del tiempo, por no hacer mudanza en su costumbre.

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20 de septiembre, sábado. Jardín de aforismos



La luna, acodada en la ventana, se contempla en el reflejo del cristal. El perro duerme. Los gatos regresan de su excursión nocturna. En sus camerinos, los pájaros de la última camada repasan en silencio la partitura del amanecer. Las rosas trabajan dentro del taller de sus raíces en el color que dominará el día.

*

La tormenta se acerca con pasos oscuros e imprecaciones lumínicas por el oeste. La realidad la contempla con desconfianza.

*

Después de años de devastación por la cochinilla del carmín, las chumberas florecen con exageración, con brotes en cada rincón de las palas. Lo anoto como un argumento optimista.

*

El mejor plan para el día es carecer de propósitos en la salida. Nada hay tan creativo como improvisar. Lo planeado, ya ha ocurrido en lo previsto.

*

Duermo con el silencio de los pájaros y sus cánticos también despiertan los míos.

*

Los días de lluvia son ideales para caminar por el paseo marítimo. Solo hay que compartirlo con las gaviotas.

*

Después de pronunciada una palabra, cobra sentido cuando se escenifica. 


17 de septiembre, miércoles | Del anochecer | Epigrama


Vuelo, desde que se fundó en 2004, con la línea aérea que regaló a la lengua inglesa un diptongo tan propio de esta en la que escribo. Y desde el principio he sacado los billetes por Internet. De hecho, creo que no existe ninguna otra forma. Si ahora me detengo a recordar cómo fue aquella experiencia inicial solo puedo decir que todo suponían ventajas para el viajero. La planificación de vuelos se desplegaba delante, la aplicación era clara, diáfana, lógica y elegante. Durante años la he utilizado y solo recuerdo un único problema, que no es suyo, sino de la época: puedes hablar con un ordenador todo lo que quieras, pero resulta imposible encontrar un número de teléfono que conecte con un ser humano. El caso es que hace unos meses la aplicación estaba rara y había una explicación, más o menos así: «disculpen las molestias, estamos diseñando una nueva página». Pues ya está diseñada y tengo que sacar un billete. Lo primero es olvidar la lógica aplastante de la antigua. Solicito la fecha y el horario que me conviene, pero no hay ninguna pestaña con algún sinónimo de «confirmar». O «continuar». Me quedo clavado ahí. Así que empiezo a clicar en todas partes hasta que el aplicativo continúa. Voy pasando por páginas que me ofrecen servicios que jamás podré disfrutar dentro de un avión (coches de alquiler, apartamentos turísticos, visitas…), pero ya estoy acostumbrado a no entretenerme. Sigo hasta el final sin perder el aliento. Pero cuando llego a la última página, la de pagar, veo que aparece una cantidad, pero no sé a qué corresponde. En la antigua aplicación, la clara, todo el paseo se realizaba con una columnita lateral donde estaban reseñados los datos del vuelo y los servicios contratados. He de pagar, pero ¿qué? ¿Dónde está la columna con el resumen de mi compra? En ninguna parte. O confío en que he hecho bien el proceso o pago a lo tonto. No hay dónde revisarlo. Y lo peor es que la culpa no es de esta nueva aplicación, sino de todas. La oscuridad, la ocultación de los datos, el diseño abigarrado de colorines y vacío son ahora lo que se lleva. O se nos lleva por delante, que también. El vuelo lo quería para un lunes, pero solo cuando me llegan los billetes descubro que mi ceguera de datos lo ha sacado para el martes.

[Epigrama VI-04]

9 de septiembre, martes | BAILAR BAJO EL PUENTE



Vive a orillas del Sena el otro,

y ese también soy yo, soy yo.

Endre Ady


¿Quién encaja una revelación así? Es lo que piensa por mí el pensamiento. Por mi parte, me dejo llevar. Lo he hecho siempre. Si alguien me pide que me dibuje, un psicólogo chiflado, como cuando era niño, trazo un cauce y en mitad una hoja que desciende flotando sobre la superficie de la corriente. La hoja soy yo. El río, el Sena. Nunca he estado en París. Aunque he recorrido la ciudad en diversas ocasiones dentro de las novelas que encuentro en el mercadillo. Y colecciono mapas de diferentes épocas. También me sé de memoria el nombre de los puentes sobre el Sena desde la isla de Saint-Germain hasta la confluencia con el río Marne, por todo el centro de la ciudad. Uno tras otro, sin equivocarme. Veintisiete, contando pasarelas y vías que atraviesan las islas. Cuando los recito, nadie duda de mi historia. Es lo que aconsejo hacer siempre: basar lo esencial en lo prolijo circunstancial. Pero cuando me piden explicaciones, cómo impartirlas sin descubrir mis cartas. 

Los puentes del Sena se pueden atravesar de dos modos, de una orilla a la otra o por debajo, siguiendo el cauce. Hasta ahí llega mi conocimiento, pero alcanza para realizar paseos imaginarios. Un río no transporta agua, sino ilusión. La única prevención que tomo es evitar conocer mujeres que hayan vivido de jóvenes en París. En Pest no resulta fácil encontrar un húngaro que haya viajado a Francia y que la conozca bien. Quiero decir, mejor que yo. Cuando me cruzo con alguno, enseguida descubro que se equivoca con los puentes, nombra uno con la situación de otro. Y más complicado aún resulta cruzarse con una húngara viajera. Las mujeres que de vez en cuando conozco, en general, jamás han salido de esta ciudad. Muchas ni siquiera han atravesado el Danubio hacia Buda. La verdad es que ninguna me exige demasiado. Si se ríen conmigo, ya considero interesante el encuentro. Para una tarde. En lugar de hablarles de penurias, les ofrezco una mercancía sentimental más romántica. Les cuento una vida bohemia en la orilla izquierda. Se lo explico como si en realidad estuvieran viviendo ellas la experiencia viajera, y aunque el resultado siempre sea el mismo, al poco se despiden y desaparecen de mi vida, me conformo con que alguna vez me recuerden como el parisino

Tengo buena memoria, pero en cierta ocasión conocí a una mujer morena, muy delgada, que ya había conocido antes como una mujer rubia, con más cuerpo. Esto solo lo supe al final. Cuando me apetece alternar, acudo a un local de baile. No repito lugar nunca, siempre voy a sitios donde no he estado nunca para evitar que alguna chica me reconozca. Compro un buen número de tarjetas y selecciono alguna candidata entre las que nadie saca a bailar. Solo bailo una pieza con la elegida, y cuando acaba, en lugar de una escuálida tarjeta, le entrego el fajo entero y la invito a una bebida. Aceptan porque rara vez sacan con diversas parejas más de lo que yo les ofrezco por un rato de charla. Nos sentamos y entonces a la escogida le hablo de París. De buenas a primeras no les recito nunca la lista de puentes. Eso las asustaría. Selecciono uno, el que me parece más adecuado al carácter que observo en la muchacha y le cuento una historia de lo que viví en la ciudad del amor. Cada puente tiene vinculada una historia diferente a las otras del resto de puentes, que a veces amplío o reduzco, según. Son argumentos que extraigo de las novelas y de los relatos que leo, y que voy adaptando a mi forma de ser. En el caso de aquella única repetición de chica, por eso lo supe, también repetí, sin pretenderlo, el puente. Y aunque era básicamente la misma historia, los detalles que la adaptan a quien me escucha no coinciden, claro, nunca. 

Me extrañó que la morena delgada, que había sido en otro local, sin que yo lo sospechara, rubia rolliza, se guardara en el bolso el mazo de tarjetas como si fuera lo más normal del mundo y aceptara subir al área de mesas sin que se lo hubiera propuesto. Ambos gestos, sin embargo, no me sugirieron, en absoluto, que repetía persona. Tengo buena memoria, aunque solo recuerdo detalles circunstanciales, color del cabello o maquillaje de ojos, aquellos que no suelen cambiar nunca. Ley que en esta ocasión me traicionó. Empecé contando que una vez me había enamorado en el Pont du Carrousel. Lo dije en francés y luego lo traduje al húngaro, Körhinta híd, para que me comprendiera. Supe enseguida que debía de esforzarme aquella tarde un poco más de lo habitual porque la mujer me miró con abulia, como si le estuviera contando el mismo rollo de siempre. Sacó un cigarrillo de mi paquete. Lo prendió con mi mechero y lanzó una bocanada de humo delante de mi cara. No sé si como un gesto de desprecio o como un reto para que le contara algo menos abstracto. El caso es que tomé la indelicadeza en este segundo sentido. 

Tal como está en el guion, el relato del Puente del Carrusel narra una tierna historia de amor. El protagonista masculino aparece descrito con mis rasgos, y la mujer de ensueño es maravillosamente delgada y profundamente morena. Me gustan los adverbios muy largos, qué le vamos a hacer. Sé que escritos no quedan bien, pero pronunciados permiten acabar la palabra en una suerte de temblor que aumenta su poder de sugerencia. En lugar de una leve sonrisa de complicidad, la mujer que he elegido crispa el gesto y desvía hacia mí una mirada de esas que en las novelas denominan fulminantes. Como si yo fuera un insecto que erradicar allí mismo. Improviso con agilidad más detalles suyos para ilustrar la imagen de la heroína de mi relato, pero cada uno que sublimo de su propio retrato, aumenta la animadversión hacia mí de mi pareja de baile. 

En cuanto avanzo un poco más, con un gesto de ira la mujer morena y delgada me laza en pleno rostro el fajo de tarjetas que le había entregado y luego, no sintiéndose aún conforme, vacía sobre mi cabeza la bebida alcohólica que había pedido tras mi invitación y el camarero había servido en su vaso, como suelen hacer cuando paga el cliente, de modo abundante. Y tampoco conforme con esta embestida física, al instante me lanza su arremetida moral: «¡Mentiroso, falsario, desleal!». Quiero defenderme: «Fue en el puente del Carrusel, estoy seguro, largo, elegante, hermoso». «Sí –responde la mujer morena–, pero la amada era una mujer rubia; recia, tal vez, pero bien proporcionada y agradable, más joven que yo y no alternaba en este antro de piojería, sino en el Kispipa» y añade, casi con lágrimas en los ojos, «de donde me han despedido».

No recuerdo si en aquel momento entendí sus palabras. Se levantó y se largó desairada. Me quedé pensando qué había ocurrido. Qué había descubierto ella de mí y qué yo de ella. La única pregunta a la que puedo responder, sin embargo, es diferente. De mí, de repente descubro que nunca he sido el otro de mis ficciones, del mismo modo que aquella mujer, en la realidad, ha sido una y ahora es otra. Y por eso yo sigo contándolas con tanta inocencia, incluso ensimismada idiotez, mientras ella en verdad encarna el trágico zarpazo que yo le he atribuido siempre a mi destino: la aflicción de quien ve desdeñado su verdadero yo. El que no tengo.


[Cuaderno de ficciones, página 32]

1 de septiembre, lunes | Vigencia de los artilugios | Epigrama



Un amigo me reenvía un correo electrónico a mi dirección actual tras darse cuenta de que la primera ocasión en la que lo mandó no me había llegado. Corroboro su error: lo había dirigido al pasado. A un sitio que dudo que ya exista, pero su recuerdo me ha conmovido. La dirección electrónica en «teleline.es» fue la primera que tuve. En aquella época, finales de los años 90, la conexión se realizaba a través del teléfono y se pagaba por minutos, como las llamadas. Al conectar el ordenador, en casa ya no se podían recibir llamadas. Los correos se escribían antes de ese momento y la conexión era un mero enviar y recibir. Y rapidito. En la red tampoco había gran cosa que pescar. Era la primera Internet, un inocuo escaparate. Resulta curioso comprobar como en el resto de aspectos de la vida todo continúa más o menos como entonces, pero los artilugios electrónicos retrotraen los recuerdos a la Edad de Piedra.

[Epigrama VI-03]

CARTAS AL s XX | 1 de abril de 1940, lunes. La línea P



En las provisiones, carne fresca y vino embotellado. Sin que haya oficiales con nosotros. ¿Se habrán vuelto locos?, pienso. El cabo primero me saca de dudas: «El primer año de la victoria, tarado». Tal vez por mi tara no sepa ahora si lo ha pronunciado con mayúscula o con minúscula, como lo acabo de escribir. A mí el aniversario solo me evoca la llegada de la noticia al pueblo. Lo sé por cómo lo contó padre en casa. Entró el telegrafista azorado en la taberna y casi entre aullidos más que con palabras gritó «Sé acabó», y lo fue repitiendo ante cada una de las mesas ocupadas. ¿Quieres creer que alguien le hizo el menor caso? Quien tenía una sota en la mano y le tocaba tirar, la soltó tranquilamente. Quien dirigía al gaznate un sorbo de aguardiente ni se detuvo ni buscó antes brindar. Cada cual continuó su rutina como si oyera llover. Como si nada de lo que ocurría aquel día, que acabó siendo sonado, tuviera algo que ver con la vida corriente. Tampoco padre. Que si lo explicó luego en la comida, no fue por el contenido histórico de la frase, sino por lo ridículo que se había puesto el funcionario del telégrafo, un tipo finolis que ni era del pueblo ni le caía bien a nadie, con sus «chillidos de chimpancé». Así es como se refirió al asunto entre carcajadas.

La noticia de que la guerra se había acabado no le había interesado a nadie ni un ápice más que el aturdido vocear de quien la daba. De eso me quejo ahora. ¿Qué es exactamente lo que se había acabado? Sé que lo hago por pura retórica, pues nadie tiene que explicarme que si el billarista apunta a una bola, la gracia de su golpe no está en que impacte en su objetivo, sino en que la bola golpeada arremeta después contra una la tercera, que está tan tranquila en otra parte. Y esa tercera bola era yo. Que unos se hubieran peleado con otros durante tres años, no era más que un chaval cuando todo aquello empezaba, acabó por golpearme a mí, que ni siquiera me gustaba ir a la taberna a matar el tiempo. Mi tiempo empezaba ya a ser importante para mí. O eso creía entonces.

Días después, y aunque pensara que aún no tenía la edad, al poco de estrenar la paz recibí la citación para presentarme en tal fecha a tal hora en un cuartel de la capital. ¿No se había acabado? Era lo que decían en la radio y lo seguía repitiendo el telegrafista por las calles como un poseso; sin embargo, a mí me alistaban. Cuando le enseñé la carta a padre encogió los hombros. «Es lo que toca», me dijo. Y se largó a la taberna. Todos me felicitaban: «Has tenido suerte, ahora que la guerra ha acabado». Y me acordaba de Pincho el Tuerto, que no perdía oportunidad de dar gracias al Señor por no haberse quedado ciego.

En la capital nos dieron unas semanas de instrucción, sin demasiado entusiasmo porque ya debían de saber que no nos querían para ir a tirar tiros. Y un buen día nos metieron en un tren, luego en otro, y aún necesitaron de un tercero, todavía más lento, del que nos bajamos al anochecer en un apeadero perdido en la montaña, desde donde se oía el mar. Con un retumbar que era como darse un porrazo enorme y luego trastabillar un rato por un camino de piedras. Es decir, al revés de lo que dicta la lógica de las caídas. La playa estaba al otro lado del pinar, muy cerca y aunque estuvimos un buen rato escuchando las trompadas mientras esperábamos los camiones, no nos dejaron movernos de allí. Nunca había visto el mar. Solo en fotografías. En las fotos ni se mueve ni provoca estruendos. Ah, la vida militar es de otra manera, no nos dejaron ni siquiera asomar la cabeza para contemplarlo por primera vez. Aún sin verlo, aquel sonido me impresionó.

Y continúa impresionándome ahora, que lo veo a diario sobre la loma donde excavamos y lo escucho a mis pies muchas tardes, antes de cenar, cuando nos escapamos a fumar un cigarrillo sentados en una roca, como filósofos. Quizá se necesite serlo para comprender nuestra circunstancia actual de soldados. Hace un año que la guerra se acabó, y sin embargo, aquí estamos, al pie de la frontera, pico y pala, cavando un búnker. El lugar es sorprendente. Cap Ras, lo llama el cabo primero. Parece un grano que le hubiera salido a la costa. Casi una isla. Desde que estamos aquí destinados, no hemos visto a nadie por la zona. Las viñas y los olivares siguen abandonados. Es raro ver salir una barca que vaya a pescar. No hay caza. De un cuartel, que no sé dónde cae, nos traen a diario las provisiones. La comida es buena. Una vez por semana nos toca hacer guardia. Es el día de descanso.

A lo lejos, sobre las lomas o sobre los montes, se avistan otras secciones dedicadas a lo mismo que nosotros. Cavar. El cabo primero que manda no tiene más idea que sus soldados de lo que estamos haciendo en el culo del mundo. Hemos oído que contribuimos a crear la Línea P. «¿P de Pérez?», preguntó el gracioso para que nos riéramos. «No, P de Gutiérrez», le atajó muy serio el cabo, y resultó que era como la llamaban por aquí. Es una línea con miles de fortificaciones que empieza en la costa, donde excavamos nosotros, y continúa por la cordillera pirenaica, que se va a llenar de bunkers como el nuestro. ¿Para qué, si ya no hay guerra? Será que no se acaban nunca y cualquier día está previsto que aparezcan enemigos por las montañas. «Si por ahí no asoman ni las cabras», acertó a decir un manchego el día en el que lo discutimos con el cabo. «Quiá, le respondió, lo que hacemos son defensas antiaéreas». Y entonces por instinto levantamos a la vez la vista hacia el cielo, donde ni siquiera había una nube y solo cruzaba un pájaro a la carrera. El cabo aprovechó que mirábamos hacia lo alto para señalar unas montañas a lo lejos: «Por allí es por donde han de llegar los aviones enemigos», pero tampoco aclaró qué bandera llevaban pintada en el timón. No nos matamos trabajando. Hay que excavar un nido de ametralladoras y un refugio bajo tierra de unos 25 metros cuadrados, camuflado entre las rocas y los pinos. No se ve que nadie tenga prisa en que acabemos la tarea. Y menos nosotros, que aquí estamos sin mandos, alimentados y nos dejan en paz. Hemos oído que se han de construir diez mil refugios como este. En todo el Pirineo. Eso nos quita las ganas de acabar este: como en Cap Ras, donde el invierno parece un verano del norte, no estaremos en ningún otro lugar. Que por ahí nieva.

Me ha tocado hoy precisamente la guardia de aniversario y el turno justo en mitad de la noche. En lugar de tumbarme bajo un pino a dormir, como es costumbre cuando no sopla el viento, me ha dado por pensar. Y me he puesto a cavilar. Alumbra estas frases que escribo un triste farol, que verían desde las líneas enemigas si existieran. El mar, infatigable, acuna la tierra como una madre. Lo escucho de fondo jadear. Sobre mi cabeza, en un cielo transparente, desfilan las galaxias a lomos de sus graves incógnitas. De vez en cuando ulula una lechuza y le respondo que se vaya a molestar a otra parte, lo digo en voz alta solo para oírme dar un sentido comprensible a esta infinitud que me rodea en el mismo saco de la mezquina vida de soldado. 

20 de agosto, miércoles. Jardín de aforismos



No creo que pueda uno sentarse al borde del andén y tratar de vislumbrar el punto donde las dos vías ferroviarias se unen a lo lejos mientras se padece una alteración nerviosa.

*

Lo triste de llamar a la puerta desde el interior es que afuera, normalmente, no hay nadie a quien abrir.

*

Me pregunto en ocasiones, cuando no tengo nada mejor en qué pensar, por la opinión que le merece al temperamento metafísico un súbito escalofrío.

*

Subirse al tren no es, exactamente, partir. Para partir es necesario que alguien se quede en pie sobre el andén viendo cómo la otra persona desaparece.

*

Las palabras que poseen un opuesto se pirran por emparejarse y pasear juntas. Tipo: música callada; tipo: rufián bondadoso; tipo: jovial tristeza.

*

No es cierto que el viento, al soplar, llame en concreto a una ventana. Cuando parece insistir como un enamorado, solo pasa por el lugar casualmente.

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Hay quien prefiere abandonar antes el cuarto del encuentro furtivo. En los ensueños, nunca me he visto a mí mismo irme en primer lugar. 

14 de agosto, jueves | Generaciones: un tornillo con la rosca dañada



Veo en los Encantes un ejemplar, ni siquiera maltratado, de Las generaciones en la historia, volumen donde Pedro Laín Entralgo desarrolla la idea orteguiana de que la historia en época contemporánea se vive por períodos que cambian al ritmo en el que se suceden las generaciones. Hace unos años hubiera brincado con el descubrimiento, porque es el volumen que me falta de todos cuantos generó el asunto. Pero en lugar de pedir un precio, lo dejo en el lugar donde lo encuentro. Sé que ya no lo voy a leer. Y cada vez le veo menos sentido a aquello que se llamaba «biblioteca personal». Coincide este encuentro fortuito con la lectura de un ensayo donde el autor, que relaciona escritores en el siglo XX, se excusa por no usar la nomenclatura generacional y directamente distribuir las relaciones entre las décadas. Me parece correcta su decisión, porque el concepto «generación» padece desde su origen una confusión entre dos realidades diferentes que resulta imposible separar en el pensamiento común, la de «grupo literario generacional» y la de «generación histórica». Por muchos esfuerzos de explicación que se hayan impartido, no se ha conseguido que nadie en la práctica los distinga. 

    Lo sé porque en diversos lugares me he esforzado yo mismo por explicarlo, incluso por dotar a las generaciones literarias de una nomenclatura esclarecedora: con un proceso histórico central, y una vertiente lateral o marginal (que puede ser de margen geográfico, sociológico o estético) e incluso una historia oculta que puede aflorar tiempo después, para concluir que en una generación histórica se ha de contar, si se habla de literatura, con todos los escritores nacidos en sus fronteras de edad, aunque nunca hayan salido en las fotos. Da igual. Cualquiera que trate este asunto se arma tal lío que lo más sensato es que lo olvide y empaquete los autores como le venga en gana.

    Eso es lo que pensaba hasta hace poco. Pero la desatenta atención con la que sigo cuanto ocurre en los medios intelectuales, me avisa de que el problema generacional ha rebasado otra línea roja que no veo que nadie advirtiera. O tal vez sí. Francis Fukuyama se hizo famoso en 1989 anunciando El fin de la historia. Más o menos todo el mundo se burló de la idea, pero quizá no fuera tan desafortunada, puesto que al poco tiempo desapareció, y lo ha hecho para siempre, la «Historia» como materia en los estudios de primaria y de secundaria. Y de no pocos estudios universitarios, como por ejemplo, en Políticas. Pero mi preocupación va más allá. ¿Y si fuera cierto que ha desaparecido la «historia» como concepción del tiempo en el que se vive? Es decir, como una idea de la vida que implica un devenir de períodos, en siglos anteriores, y una sucesión de generaciones, en los más recientes, que han trenzado el modo cómo se vive el presente. De mi juventud recuerdo como normal implicar en cualquier idea que se barajara el pasado. Y mucho más en los ámbitos literarios, donde una de cada cuatro nociones utilizadas hacía referencia a la sucesión de los períodos o la de las generaciones. Por eso me dediqué a estudiar este asunto, aunque nunca leyera el libro de Laín Entralgo, que ahora tampoco voy a leer.

    No sé si la historia ha desaparecido como elemento constitutivo de la contemporaneidad, no forma parte de mis preocupaciones. Pero sí me intranquiliza un comportamiento intelectual que detecto cada vez con más frecuencia: el adanismo. Quien escribe hoy un libro, se considera el primer escritor de la historia, que de repente renace, ahora sí, para contemplar su nombre. Aunque tampoco este parece un problema serio. Siempre ha abundado el pensamiento trivial. Lo que me inquieta es, precisamente, que hace tiempo que no detecto en ninguna parte la confusión entre Generación y generaciones. De ahí que el ensayo que acabo de leer, donde el autor se excusaba por no usar esa terminología, me enterneciera tanto. Ya nadie se confunde. Tanto que me he peleado con esos conceptos. Ahora son materia de venta en los Encantes intelectuales. El pasado ha dejado de ser una conversación que hilar con el presente. Lo que no se ha convertido ya en una marca, inexiste (pido disculpas por concluir con una palabra que no existe, como la generación de su autor, y en ella, su autor).

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Adenda: Releo el texto y descubro algunos giros que resumen en exceso cuanto quiero decir. Por ejemplo, la idea de convertir el pasado en marcas. No creo que sea lo mismo heredar de la poesía en la segunda mitad del siglo XX un gran poeta, y resumir la época en un nombre (pongo por caso, Jaime Gil de Biedma) convertido en una marca; que explicar la historia desde sus centralidades y mencionar la Generación del 50 y recitar la breve lista de poetas relevantes (Valente, Brines, Claudio Rodríguez, Gamoneda, María Victoria Atencia...); que entender el pasado como una trama compleja en la que incluir, entre los nacidos en ciertas fechas, no solo a los citados, sino tampoco olvidar a Dionisia García, Lorenzo Gomis, Francisca Aguierre, Arturo Maccanti, Luis Feria, Manuel Padorno, Rafael Pérez Estrada, César Simón, entre otros muchos poetas interesantes. 


4 de agosto, lunes | DESNUDEZ


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LYN COFFIN 

Indecisa si salir o quedarme, me asomo a la ventana para que la calle me aconseje. Veo llover con repiqueteo de jornada laboral de minero en tiempos anteriores a cualquier regulación. El cielo, un techo de mina de carbón. Dejo vagar la vista frente a los cristales por si hallan inspiración. Y de repente, la encuentran. Enfrente, en la antigua fábrica de enormes ventanales que utilizan como taller grupos teatrales y también, de vez en cuando, algún artista sin nombre acreditado, me despierta de la abulia una pintora. Como las antiguas. Frente a un lienzo montado sobre un caballete. Hay partes aún en blanco y otras con esbozos trazados a carboncillo. Usa como paleta lo que parece, desde mi punto de observación, la tapa de un cubo comunitario de basuras. El resto, sin embargo, cuadra a la perfección con lo que recuerdo de lo que era un pintor.

Me detengo a observar lo que aparece ya coloreado en el triángulo superior del lienzo. Una cabeza, aún sin rostro, apenas alguna sombra donde irán ojos, nariz y boca, y un cuerpo de hombre con el pecho al descubierto, o por lo menos la mitad que ya tiene asignado color y detalles. Entre estos creo distinguir, desde la distancia, un pezón y alrededor lo que parece abundante vello pectoral. Y si fijo la vista en los garabatos del carboncillo que han de guiar la pintura, no me cuesta intuir los atributos de un cuerpo desnudo. Mi mirada salta de inmediato a la pintora. No la conozco ni la he visto antes en esta estancia donde suelen trabajar jóvenes tumbados con un ordenador portátil en el suelo. No es una mujer joven. Mediana edad. El cabello envuelto en un pañuelo, cubierta con una bata larga, como de estar por casa, llena de manchas de pintura. Entre ella y yo, la lluvia insiste. Ambas, pienso, estamos, sin embargo, protegidas de la inclemencia. Ella por su dedicación y yo por mi curiosidad.

El silbido de la cafetera a punto de achicharrar mi desayuno resquebraja el idilio entre artista y admiradora. Corro a salvarla del fuego, pero no lo apago. Coloco en su lugar la plancha de tostar el pan y encima un par de rebanadas. Vierto el café en una taza y lo aclaro con unas gotas de leche. Corto un pedazo de longaniza y me siento. Aunque al instante he de volver a levantarme para apagar la cocina y retirar las tostadas. Con una en la mano, la imagen que he estado contemplando me reclama. Hacia ella me encamino y allí me planto de nuevo. Al morder la tostada, sin pensar en los movimientos que estoy haciendo, se desprende ante mí una lluvia ahora interior, pero casi tan intensa como la exterior, de migas. Algunas se prenden en la cortina, otras se arremolinan a mis pies, en las baldosas. Entonces, en lugar de mirar afuera, me observo en el reflejo del cristal y la imagen que me devuelve, de pronto, me ridiculiza ante mí misma.

Después del desayuno, como la lluvia insiste en apropiarse del día, enciendo el ordenador y dejo que sea él quien me ordene en qué ocupar el tiempo. ¿Cuánto? No sabría contarlo sin mirar el reloj, pero en cierto momento, la evocación de la pintora que va vistiendo la figura masculina con su propia desnudez regresa a mi pensamiento. Acabo ágil la tarea que me tenía entretenida, por darle un sesgo menos impulsivo al impulso, y, sigilosa, me acerco a la ventana. Llueve. Pero enfrente, en el taller, el lienzo ha avanzado. Ahora resuelve la pierna que corresponde a la mitad del pecho que ya había visto coloreada. Un muslo atlético, una rodilla rotunda, espinilla y arranque del empeine firmemente asentados en el blanco de la tela. No me había dado cuenta, en una primera observación, que no son estas las únicas novedades de este rato. La pintora ha decidido ya la mirada de su figura y en el óvalo vertical del rostro ha resaltado los ojos y ha precisado su dirección. Hacia mí. Tanto que, como gesto reflejo, nada más observarlo, doy un respingo para ocultarme detrás de la cortina. Asustada. Descubierta de lleno en una falta.

Nunca he sentido mala conciencia de mirar por la ventana. En la vieja fábrica ensayan grupos de teatro, trabajan artistas plásticos y se realizan múltiples actividades a las que asisto a diario como si estuviera sentada en una butaca de platea. Tampoco me agazapo. A veces me ven mirarles y raro es que no me sonrían e incluso me saluden. Me conciben como un anticipo del público que desean para sus obras. Por eso me sorprende doblemente sentirme espía, primero porque no es lo habitual, después porque tampoco es una persona la que me ve mirar, sino una pintura. Aun así, el susto permanece, como la lluvia, en el rincón donde me refugio, entre la cortina y la pared de la sala. Puedo pensar que lo que ocurre a continuación es algo que he meditado, pero no es cierto, la inquietud me impide razonar. Es solo otro impulso que se me impone de inmediato. Empiezo a desabrocharme la blusa que uso para estar en casa. Me bajo el pantalón de pijama, me quito las prendas íntimas, los calcetines, me descalzo y así, tan desnuda como la pintura, me brindo a su mirada desde el centro de la ventana. El hombre desnudo medio pintado continúa con los ojos fijos sobre mí, pero ya su deseo no me asusta. Al contrario, siento una intensa excitación, desconocida, a lo largo de todo mi cuerpo desnudo. Arrebatado. Dispuesto a la entrega.

[Cuaderno de ficciones, página 31]

22 de julio, martes | Un estante nuevo



Coloco un estante más en la pared del estudio donde se encuentran los volúmenes de poesía contemporánea. Es el último espacio disponible, sobre un ventanuco, entre dos cuerpos de libería. Me ha de servir para incorporar las adquisiciones del año y esponjar un poco los estantes aledaños. No para mucho más. Conservo varios miles de ejemplares, que se extienen por tres de las cuatro paredes. Sin duda, es el género literario del que guardo más títulos. De algunos poetas tantos que ocupan casi la mitad de un estante. Mientras los redistribuyo no evito echarle un vistazo a cada uno de los ejemplares que muevo. La tarea así no se agiliza, pero tampoco tengo prisa.

        Hay libros que, de repente, me gusta saber que los tengo. Otros, no solo sé que están ahí desde hace años, sino que despiertan de inmediato algún recuerdo. De lectura o de circunstancias. No falta el que abro al azar ni aquel donde busco unos versos que quiero volver a leer. La mayor parte de los autores son mis coetáneos. Algunos ya no están, pero sus libros los compré cuando aún los publicaban. Conocí a muchos, aunque solo fuera de una manera circunstancial, y he tratado con asiduidad, en el curso de los años, a bastantes más de los que recordaría en una lista. Son evocaciones que aparecen al poner en orden una biblioteca. Y cuando acabo la tarea, y, como rito de inauguración, le hago una foto al nuevo estante, me quedo pensando.

        No es fácil ser poeta en esta época. Es verdad que a finales del siglo pasado había muchos, de casi todos tengo al menos un título; en este siglo el número de poetas se ha multiplicado de manera exponencial, y ahí mi biblioteca ya ha empezado a desentenderse. Un poco. Ser poeta parece ahora una tarea fácil. Al alcance de cualquiera que desee realizarla. Ser dramaturgo, por ejemplo, reslulta más complicado. De todas formas, el pensamiento que de repente ha brotado no habla de este ser poeta. Sino del otro, del que es más difícil.

        La poesía es, en esencia, una indagación lírica. Su acendrado carácter la limita al ser de quien la escribe; su propósito de búsqueda implica, en consecuencia, un desconcimiento sustancial. Ambos aspectos, en una sociedad tan abigarrada de significados que reclaman atención, tiende a producir un interés próximo al cero. Lo que un ser anhele encontrar en lo que ignora de sí mismo me temo se halla en las antípodas del interés contemporáneo. Escribir poesía con fidelidad a la poesía desaparece a ojos vista. En su lugar, también se puede escribir poesía que se identifique con espectativas de lectores contemporáneos. Como hay tantos significados en la sociedad del presente, de hecho, ni siquiera requiere excesivo trabajo: la poesía humorística ofrece aplauso inmediato; a la poesía comprometida no le faltan asuntos que reivindicar, ni lectores que lo reclamen. Siempre se puede recurrir a la sociología, que junto a la comunicación son los sustitutos actuales de las viejas disciplinas que, como la historia, la filología o la filosofía, a veces hasta incluso pierden de vista sus nombres. El erotismo, en caso de desesperación, ayuda a hacerse un nombre. En fin, ser poeta con audiencia contemporánea no oculta ningún secreto.

        Cuando hayan pasado las décadas y alguien quiera conocer la poesía de este presente, ya antiguo entonces, es presumible que no sienta ningún tipo de intrés por aquello que interesa en el momento. Es una ley del péndulo que conocemos bien, Y quien se interese por estos aspectos coyunturales puede conocerlos mejor en el resto de géneros litearios (narrativa, crónica, diarística...). No creo disparatado pensar que la poesía actual por la que sienta atracción el futuro sea aquella que enraíza exclusivamente en un ser singular, complejo y diferente. Incluso solitario. Quien ahora pasa del todo desapercibido. Qué difícil, entonces, resulta escribir poesía. Hay que decidir si uno pretende escuchar el aplauso de los lectores o se conforma con la hipotética atención de un tiempo incierto y ajeno. Una decisión que paraliza la escritrua que duda, pero que, sin embargo, multiplica cada temporada el número de ediciones de poesía. De libros cuyos autores no han dudado escribirlos ni un instante. Ahora bien, he de reconocer que la única solución plausible del dilema que planteo es, claro, que la disyuntiva no exista. Y que la divagación no haya sido más que un espejismo tras una efímera mañana en la biblioteca personal.