13 de noviembre, jueves | CRÓNICA APÓCRIFA


La yerba crece en manojos largos

sobre los excrementos de las vacas

Elizabeth Bishop


Me sorprendí a mí misma contando que en la gran ciudad no había quién viviera. «No hay quien viva», dije exactamente la primera vez que me lo preguntaron, aunque lo pronuncié con aplomo de confesión, no como el tópico que es. De ahí que no me costara continuar por la cuesta abajo. Que si me desangraba yendo de un sitio a otro sin hallar nunca un lugar que considerara mío, que si una se olvida de sí misma entre tal exceso de vidas de otros. Las razones que desde entonces doy cuando me interrogan para saber qué hago aquí. Y nunca se agota la curiosidad, como si la respuesta tuviera el poder de descubrir un grial escondido. Nadie entiende que un día abandonara la ciudad rutilante y bulliciosa por este charco de quietud en mitad de las montañas donde salir de casa a pasear se considera otro de los pecados capitales, acaso el más pernicioso. 

Y, sin embargo, nadie cuestiona lo que ha sido para mí el salto mortal más complejo de mi vida, el que me ha llevado a abandonar mi juventud para buscar trabajo en esta residencia de ancianos. Y por ser la última en incorporarme —la que me precedía había cumplido un lustro siendo la Novata, título que he heredado— me han adscrito a la planta de los más longevos y deteriorados por la edad, siguiendo una regla de extraña sabiduría que atribuye a las aprendices los casos más complejos y difíciles. No me quejo. No lo haría el pecador voluptuoso al conocer el círculo del infierno que, de modo coherente, le ha correspondido. Así que no puedo decir que disfrute con mis ancianos, pero no echo de menos las clases en el colegio. Ni tampoco me torturan en exceso las desagradables exigencias de mi nuevo trabajo.

Hay dos abuelos, en especial, que me mortifican y fascinan al mismo tiempo. No quiero anotar aquí sus nombres, por si alguna vez cae esta declaración en manos de sus familiares. Caso de que los tengan, porque hasta el momento no han recibido visita alguna, ni uno, que voy a llamar Noé, ni el otro, que bautizaré Abraham, quien fue en sus inicios, como el viejo que cuido, pastor. Aunque mi Abraham se refiere a sí mismo como ganadero. Si le llamara «pastor» me aporrearía, este término identifica para él la categoría laboral ínfima que atribuía a los empleados que mal pagaba y nunca reconoció legalmente como tales. Y siendo una persona muy religiosa, la religión al parecer no le sirvió ni para apiadarse del prójimo ni tampoco para reconocer la santidad de la palabra con la que insultaba a quienes ofrecía trabajo: «pastor tenías que ser».

Aunque no me ha costado mucho descubrir que por debajo de este término hay otro que pronuncia con un acento aún más injurioso: «labrador». Este es Noé. Ni siquiera el que cultivara una viña, como su referente bíblico, y fermentara después la uva en un vino excelente le valió el mínimo prestigio: «Si no lo haces tú, lo hará otro, que eso lo hace cualquiera». Así sonó durante décadas el estribillo de las opiniones de Abraham. Ambos, como ahora, fueron vecinos. En el pueblo, porque es pequeño, pero sobre todo en el monte. Todas las parcelas que cultivaba Noé, por un costado o por otro lindaban con los terrenos donde pastaba el ganado de Abraham. Los reproches y conflictos habían sido mutuos y constantes. Si Noé le pedía indemnizaciones por los cultivos arrasados por las reses que rompían el vallado, Abraham le denunciaba por pretender envenenar sus rebaños con plaguicidas y fumigaciones. Pero ahora no eran los juzgados provinciales los que almacenaban sus continuas querellas, sino yo quien los atendía a los dos, juntos en la misma habitación de la residencia. Abraham el ganadero y Noé el labrador.

Recuerdo el primer día en el que aparecí en su habitación, recién incorporada a la plantilla, a la hora de levantarse, con el propósito de ayudarles, primero a uno y luego a otro. Eso es lo que pensaba, en mi inocencia. Se me ocurrió empezar por el que tenía en primer término, Noé, que dormía junto a la puerta. La trifulca que montó esa mañana Abraham fue de película. Que si le había relegado. Que si me olvidaba a propósito de sus dolencias. Que si buscaba excluirle de la vida residencial. De lo que enseguida me di cuenta es de que si hubiera empezado por Abraham, Noé hubiera montado la misma escena, porque se me ocurrió sugerir que al día siguiente empezaría por él y enseguida estallaron los dos agraviados por marginación. Tal como había aprendido a hacer con los niños, traté de encontrar un elemento objetivo. Les propuse que procederíamos por orden alfabético. «Excelente criterio», dijo Abraham. «Estoy de acuerdo, pero si usamos los apellidos», añadió de inmediato Noé. El de Noé empezaba por C y el de Abraham por S. Calle sin salida. De hecho, pasaron meses acudiendo cada día a levantarlos a los dos, con protesta asegurada de uno de ellos. La razón resultaba el instrumento más inútil que existe para ordenar la vida de campesino y ganadero. Y levantarles era solo la primera excusa del día para la disputa entre dos ancianos a los que ya había que ayudarles en cada tarea que se propusieran realizar. La única persona risueña a cualquier hora en la residencia me pareció que era la auxiliar a la que mi incorporación había relevado de esta planta.

Como pude me amoldé a la refriega constante. Hasta que un día Abraham falleció mientras dormía. Por la mañana retiré del cuarto a Noé, que se mantuvo absolutamente callado. Los empleados de la funeraria se lo llevaron a mediodía, cambié sábanas y mantas y por la noche el labrador regresó a su cama. Cabizbajo, en silencio. Así permaneció varios días. Una mañana, quizá por animarle, se me ocurrió hacerle un chiste perverso y le dije: «Al final tenía razón yo y el orden que primaba era el alfabético de los nombres», y hasta hice un mohín de sonrisa a continuación. Que no fue secundado. Noé, muy serio y en voz baja me recriminó que en estos asuntos estaba de sobras el humor. Y no le volví a sacar una palabra en el resto del día. Otra mañana, me pidieron que le acompañara a la sala de visitas. Le esperaba el notario y con él le dejé. Imaginé que, asustado por la desaparición de Abraham, quería dejar a buen recaudo sus propiedades, que como las de su compañero de habitación, no eran pocas. Cuando le recogí, Noé estaba aún más desencajado. No le saqué ni una palabra, pero la directora me lo contó al día siguiente. Abraham había nombrado a Noé su heredero universal. Entre los dos se repartían la montaña donde está ubicado el pueblo, al margen de la propiedad de la mitad de sus casas, hangares y cocheras. Noé disfrutó muy poco de su fortuna. Unas semanas.

Acudí a su entierro, igual que había ido al de Abraham, aunque en este caso solo como su acompañante. La habitación la ocuparon de inmediato otros dos ancianos de la localidad, que estaban en lista de espera. Muy amables. Todo era «muchas gracias, señorita; usted primero; por favor; si no le importa, buenos días, buenas tardes, buenas noches». Qué insoportable aburrimiento. Cómo empecé a añorar a mis dos granujas. Aunque no me dio tiempo a pasar al siguiente grado, que es el olvido. En absoluto. A los pocos días se presentó el notario y pidió entrevistarse conmigo. Ahora soy dueña de una montaña entera, donde medio pueblo se gana la vida, y el otro medio habita en mis propiedades y cuento con un treinta por ciento de la residencia, hecho que de inmediato motivó que la directora dejara de llamarme «chiquilla» para tratarme de usted.

[Cuaderno de ficciones, página 34]

7 de noviembre, viernes | A vueltas con la lectura



Desde hace un tiempo me inquieta lo que se pueda pensar a partir de la «lectura», una palabra que se usa con frecuencia con un significado objetivo que, si se trata de comprender como tal, no significa nada. En la experiencia de uso, cuando la oigo pronunciada siento contrariedad. Es frecuente utilizarla en contextos de apariencia crítica —tipo «fulanito ha sido leído desde tal punto de vista»— y al mismo tiempo basta escuchar los comentarios de dos personas que hayan leído un mismo texto para observar que no existen dos lecturas idénticas, ni siquiera como resumen de un artículo de prensa.  Que lo subjetivo es la característica inmediata de cualquier lectura. Resulta contradictorio que, aun siendo consciente el hablante de la complejidad del término, se extienda un uso ensimismado de la palabra «lectura» que pretende nombrar densidades semánticas, casi agujeros negros de significado. Y, de hecho, es posible que las nombre. Aunque igual que ocurre con los agujeros, hay que descubrirlas.

         Cabe comenzar diferenciando dos términos que comparten lexema, pero no características: lectura y lector. Los lectores, a diferencia de la lectura, son una entidad contable. Se puede concretar en cifras y, a partir de ahí, conocerla. Normalmente solo se usa una única cifra, la de quienes han comprado el libro, aunque nunca llegaran a leerlo. Pero sería posible incluso, si a alguien le interesara sufragar la encuesta, saber el número de lectores que abandonaron la lectura al principio, o en medio, o que siguieron hasta el final, los que la repitieron… la estadística es capaz de desmenuzar cualquier significado relativo a los lectores. Su lectura, sin embargo, resulta más esquiva. Para un lector habrá sido esencial en su manera de comprender algo, para otro, al lado suyo, un simple entretenimiento. Y ambos habrán disfrutado leyendo. El significado del diccionario, la mera «acción de leer», o de «cosa leída», resulta inservible para pensar su dimensión. O, mejor, para averiguar si sirve para pensar aquello para lo que se utiliza cuando se refiere a sus frutos.  

         Se suele entender por «lectura» el conjunto de conocimientos que genera una obra literaria en quien la lee. Es un proceso que suele concebirse solo en este trayecto, es decir, ObraLectura. Imagino que también esta formulación admite una variable más interesante: Obra+Obra+ObraLectura. De modo que el conjunto de libros leídos construye un conocimiento de mayor complejidad que también se puede denominar «Lectura». Cuando concluye aquí el proceso, se suele nombrar con el impreciso sinónimo de cultura. La cultura que posee un individuo como el conocimiento que le ha proporcionado el conjunto de obras (literarias, artísticas, históricas…) que ha conocido. Ahora bien, cabe cuestionarse si esta lectura como cultura es siempre el final de un proceso. La respuesta es negativa: esta lectura genera en determinadas personas una Obra que a su vez creará nuevas lecturas: LecturaEscritura. Y en este desarrollo posterior, de repente, emerge la «lectura» como generadora de una obra y no solo como receptora, hecho que reclama una atención diferente.

         Para definir con precisión el término «lectura» en esta situación germinal, tal vez resulte útil recurrir a un símil didáctico. Es el caso de un científico, especialista en física cuántica. En el ejemplo, el término «lectura» determina el conjunto de sus conocimientos, y «escritura», la expresión de estos. Cuando le invitan a dar una charla en un colegio de primaria, el científico recurre a reducir al máximo sus conocimientos (lectura) y convertir su discurso en una serie de cuentos (escritura). El día que va a dar la charla a un instituto de secundaria, esta adquiere un matiz divulgativo. En la universidad, para alumnos de tercer año, introduce alguna observación de carácter científico, pero menor. Y, finalmente, en una conferencia sobre sus descubrimientos, en un congreso de físicos cuánticos, se podría decir que se igualan lo que sabe y lo que expone.  Un equilibrio que solo se produce en este caso: Lectura=Escritura. Es decir, la manifestación de los conocimientos —su escritura— no puede ser nunca superior a sus conocimientos —su lectura—. Y esta definición de «Lectura» es, asimismo, capaz de proporcionar una útil definición del concepto de «Escritura», como el producto de los conocimientos previos a su generación.

         A partir de esta «Lectura», cabe empezar a categorizar también la «Escritura». Se puede hacer, y se hace, de una manera trivial, que sería un nivel cero de análisis. Por ejemplo, aquel autor que, por adaptarse a los gustos del público, facilita la trama o la rellena con inocuas escenas de tipo erótico reduce conscientemente la capacidad de escritura que le ofrece su lectura. O de aquel autor que comete errores de bulto en el desarrollo de una trama o escribe en un estilo empalagoso se le puede atribuir un déficit claro en su formación literaria, es decir, en su lectura.

Definir «Lectura» para estudiar la obviedad de estos casos no tendría ningún sentido. Cabe preguntarse ahora si, además de la rebaja voluntaria o formativa en el nivel de lectura, existen otros que se puedan definir mejor a través de esta identidad entre lo leído y lo escrito. En el caso de un lector voraz y exclusivo de novelas policiacas, por ejemplo, su escritura, de producirse, se inscribirá en este género. En el caso de un lector de textos de crítica social, aficionado al género policiaco, en el caso de que elija la escritura de este género, indudablemente dotará a sus tramas con una carga significativa de crítica social ausente en el género que practica. Y de este modo, su escritura abrirá dos frentes nuevos de lectura: la lectura del voraz lector de novelas policiacas se nutrirá con conceptos críticos, y la del crítico disfrutará con una trama de intriga. Este sería el primer nivel de análisis.

Un segundo nivel, relacionado con el anterior, ya ocurre no en el ámbito de los géneros sino en el de los estilos. Una lectura que repudia otras lecturas, contemporáneas o históricas, por razones de ideario, no solo reproduce lo que admira, sino que se establece a sí misma un techo de cristal —la reproducción del modelo admirado— que le impide, por esencia, cualquier renovación. La pertenencia a un movimiento de una lectura parcial favorece la expresión, en un primer momento, por la agilidad en la que esta avanza entre las certezas del camino, pero impide el crecimiento de la escritura a partir del momento en el que se alcanza el cénit logrado por el movimiento en su conjunto. Es el caso de muchos autores de época, interesantes y mediocres al mismo tiempo.

Pero existe también un tercer nivel de análisis, que ya no afecta solo a las situaciones precarias de escritura, sino a su capacidad y al concepto mismo de excelencia. En el caso de que el producto de la lectura de un autor supere la lectura del público lector, la escritura establecida a ese mismo nivel, carecerá de lectores. Si la lectura rebasa la lectura de los lectores especialistas (críticos, profesores, editores…), su escritura crecerá en medio de un vacío absoluto a su alrededor. Y solo cuando la lectura de los lectores haya avanzado, en ocasiones muchos años después de la desaparición del escritor, empezará a ser comprendida, valorada e incluso venerada. Y de esta lectura germinarán nuevas escrituras en las que los planteamientos en su día invisibles serán objeto de un deleite mayoritario. Este es el concepto de lectura que me ha permitido pensar mejor la literatura y sus vicisitudes. Aunque me temo que sea el único que lo lea de esta manera. 

CARTAS AL s XX | 29 de septiembre de 1941, lunes. Elegía de La Muedra


«La edad de la espera», me llamaban unos; «la condena», los más pesimistas. No oí hablar de otra cosa en mi niñez. Nací en 1923. El pueblo era pequeño, un centenar de casas. Se vivía bien. No faltaban legumbres en la mesa ni un trozo de carne los domingos. Mi padre apretaba con fuerza la hogaza en una mano y en la otra su navaja cortaba gruesas rebanadas de pan. Soria era un país tranquilo, donde nadie mataba a nadie. Esas atrocidades ocurrían, lejos, en la capital y aquí, cuando llegaban las noticias, no sabíamos ni quién era el asesinado. «Cosas de Madrid», se repetía. Es lo que oí contar durante toda mi infancia a los mayores. Nadie me pregunta por mi edad, porque todos en el pueblo la conocen. Siempre exacta, significa el tiempo de prórroga. Lo cierto es que la historia debió de correr entonces de lo lindo, por la cantidad de referencias que oigo. Que si el rey, que si Primo de Ribera, que si la República… En La Muedra no existieron nunca tantas épocas. Solo una, la del tiempo amedrentado por una amenaza.

Cuando tenía dos años, no lo recuerdo, claro, pero sé que estuvieron a punto de olvidarse de mi mote, la espera. Cosa de los antojos en la capital. La condena se había acordado el año de mi nacimiento, pero los ajetreos de la política, se creía, tenían menos memoria que una vaca, que cada vez que levanta los ojos de la hierba que está mordiendo ve por primera vez en su vida el prado donde siempre ha vivido. Es lo que se estimaba que estuviera ocurriendo en la capital cuando desde Valladolid, y no podían ser otros los desalmados, les dio por acordarse de lo pactado. Y reclamarlo. No era eso lo peor, lo que dejó de verdad noqueado al pueblo, según tengo entendido y me han contado, fueron los argumentos. Para el sostenimiento de la población de Valladolid y de Soria, y de toda Castilla, nosotros, en nuestro triste pueblo, teníamos que hacer las maletas y largarnos. ¿En qué cabeza cabe esa construcción lógica? Que un pueblo perezca para dar vida a «infinitos pueblos», así mismo se repetía, siendo nosotros los únicos sacrificados. Fue en esta época cuando lo de la Espera pasó a ser, a diario para mi disgusto, la Condena.

El valle donde está La Muedra es una belleza. Diciendo que sus campos son fértiles se queda una a medias. Son lo siguiente. El ganado engorda con el aire, los cultivos crecen con la luz. Y cuando queremos ver mundo, el carro nos lleva a toda la familia en un rato hasta Vinuesa. Por muchos palacios que haya —por cierto, cayéndose a cachos—, allí nos paseamos como señoritos por la calle Luenga sin sentir envidia de nada. Había ido creciendo, entretanto, y con los años volví a ser la Espera. Hasta que de repente, al cumplir los doce años, aparecieron por el ayuntamiento unos señores de traje y bigote subidos en un haiga negro-negro con un rótulo donde se leía «Fomento». ¿Qué diablos significa esta palabreja? Compraban las casas a los que no se negaban a vendérselas. Los plazos, de repente, se precipitaron. Soñaba con cumplir trece años al final del verano y un día nos dicen que estamos en guerra sin haberle hecho nada a nadie para que ocurriera algo así. Al contrario, fue como si se repartieran permisos para enfangarse unos contra otros que hasta entonces habían sido amigos. Incluso familia. Con la guerra se olvidaron de mi mote y, pese a lo enrarecida que se convirtió la vida, eso me alegró.

Pero cuando todos celebran que la guerra por fin se acabe, empiezan, de pronto, a llegar a la cabecera del valle camiones con prisioneros. Los vemos cavar a lo lejos día y noche, a punta de mosquetón, para ponerle puertas al campo y convertir mi apodo en una inminente Condena. Tengo 16 años y es lo que han tardado en cumplir la amenaza sobre los habitantes de La Muedra que aún no se han marchado. Incrédulos, los que aún permanecemos en nuestras casas nos miramos en la calle cada vez que nos saludamos como preguntándonos qué va a ser de cada cual. Unos, a Vinuesa; otros a Molinos de Duero; alguno a El Royo. Solo pensarlo provoca una sensación de pesadilla de la que resulta imposible despertar.

Mi único deseo era cumplir los 18 años en La Muedra, ser mayor de edad donde siempre he vivido. Este día, cumpliéndose el vaticinio de mis apodos, solo veo asomar la planta cuadrada del campanario de la iglesia de San Antonio Abad un metro por encima del agua, allí donde ha desaparecido mi pueblo. Unas semanas antes mis padres, que a regañadientes fueron los últimos en irse, vaciaron las pertenencias de nuestra casa. Vistas salir por la puerta no resultan gran cosa. Un armario ropero que arrastran entre mi padre y el camionero, otro más pequeño, el mío, que saca sobre su espalda mi padre solo, dos camas, una grande y otra pequeña, y dos colchones, una mesa y las sillas, la vitrina, algunas cajas de cerveza llenas de cacharros, un baúl y tres maletas atadas con cuerdas por lo obesas que parecen. Qué suerte tengo de que no quepa en la cabina del camión, donde se van mis padres con el conductor y me dejan, como ya voy a ser mayor, sola en la casa vacía.

Enseguida empiezo a ver por dónde va a entrar el agua, cómo irá anegando las habitaciones hasta el techo y luego todos los techos de La Muedra, incluidos los que están debajo de la tierra en el camposanto. Con un trozo de carbón dejo escritos por las paredes recados a los nuevos habitantes del embalse. Escribo mi nombre, no mi apodo, el de mis padres, el de mis abuelos y hacia atrás todos los que recuerdo. Les cuento quiénes somos a los peces, a las algas y a los bentos. Cuáles son nuestras preferencias. Qué opinamos de la justicia de los infinitos frente a los habitantes. Coloco bien puestas en el alféizar de las ventanas las macetas que mi madre no ha querido llevarse y han quedado desperdigadas por el patio. Pobrecitas, al principio se pondrán contentas con el riego, pero pronto el alimento se convertirá, como para nosotros, en condena. Quiero que permanezcan ahí, en las ventanas, por las décadas que tengan que venir, decorando la que siempre será mi casa, aunque ahora, bajo un mundo acuático, solo yo me acuerde de su belleza. El día en el que la condena se cumple, el 29 de septiembre, con la inauguración del Embalse de Cuerda del Pozo, en otra casa brindamos por mi mayoría de edad y por fin respiro liberada de mis apodos, es lo único bueno que trae la fecha. Ya nadie me relacionará con el cumplimiento de una sentencia a muerte.  

27 de octubre, lunes | La contraseña | Epigrama


Desde hace un tiempo, cuando tecleo mi contraseña de toda la vida en la red social de la realidad, me responde un lacónico mensaje que me avisa del error. Como tampoco conservo demasiado interés por la actualidad, he ido dejando pasar el tiempo sin hacer nada, dedicándome a lo mío. Pero hoy he visitado una exposición de arte digital y de repente he descubierto el origen de la afectación que padezco: ha caducado la contraseña —«utopía»— a partir de la cual comprendo todo cuando ocurre alrededor. Los mensajes confusos y caóticos de las pantallas que acabo de ver en la exposición me lo han aclarado todo y me proporcionan la nueva contraseña para entrar en la aplicación del presente y entender lo que está pasando: «distopía». Ahora tengo la clave, pero me falta la voluntad de usarla.   

[Epigrama VI-06]

22 de octubre, miércoles | Helen Levitt y el significado


Las fotografías que la joven de veintitrés años Helen Levitt (1913-2009) empezó a disparar, mediada la década de los treinta, en las calles de los barrios pobres de su ciudad, Nueva York, y que siguió captando durante una década, han resultado uno de los regalos más emotivos del siglo XX entre tantas tragedias en blanco y negro como legó. Así las contemplo en la sala KBr de Mapfre donde se exponen. Las placas, que la autora ambienta en las calles más sórdidas y desamparadas de la vida no siempre fácil en la urbe entonces más poblada del planeta, son como un cuento fantástico donde magia y felicidad abrazaran las imágenes. Incluso la célebre, y magistral, fotografía que protagoniza el enfurruñamiento de la joven con una flor en la puerta de un edificio —Levitt ni ponía títulos ni las databa, cada instantánea es una tesela de un gigantesco mosaico denominado Nueva York— produce en quien la contempla una sensación de sosiego y, sobre todo, complacencia. Que la muchacha se haya enfadado significa que irradia vitalidad.  Porque nada que haya mirado Helen Levitt suele ya significar aquello que se ve delante.

La capacidad para transformar su trabajo de fotógrafa de calle en las zonas más humildes y desprotegidas, donde la vida transcurre entre aceras y descampados, en un inacabable cuento de hadas es prodigiosa. Y la clave se encuentra precisamente en la manera de significar. En los años treinta y cuarenta del siglo pasado existía en Estados Unidos y en Europa una densa escuela de fotógrafos documentalistas. Y el marco de posibilidades semánticas ya abarcaba al completo el caudal de lo fotografiado, desde la ironía hasta la denuncia, desde la crónica hasta la búsqueda de la identidad, desde la pureza geométrica hasta las impurezas urbanas. Hay una placa neoyorquina de Levitt que resume, casi literalmente, la singularidad con la que se inscribe en el género fotográfico que practica. En la imagen, una vía urbana, amplia, por cuya acera caminan cuatro niñas, de tres edades diferentes dentro de la infancia, que la fotógrafa capta de espaldas. Las cuatro niñas, vestidas y peinadas con humildad y cariño al mismo tiempo, miran hacia su izquierda, por donde fluye un opaco muro de piedra, largo y muy oscuro, capaz de obturar el mundo, sobre el que flotan, sin que se aprecie de dónde pueden haber salido, cinco insólitas pompas de jabón. Que de repente transforman todos los elementos pétreos de la estampa —muro, asfalto, baldosas, espaldas— en los ingredientes traslúcidos de un mágico cuento de hadas.

         El don de esta pieza es convertir en explícito lo que en el resto de la obra de Levitt se realiza de manera implícita. Las pompas de jabón están, camufladas en cualquier otro objeto o gesto, pero no se las ve. Aunque lo que se vea tampoco es lo que la imagen significa, porque el significado se ha fugado del lugar trascrito. Ya no está en aquello que se retrata, sino en lo que el retrato evoca sin mostrar. A este significado se le suele denominar poético. Y lo más extraordinario del caso Levitt es que, realizando una práctica formal de trabajo documentalista, fue percibido por quienes admiraban sus fotos como poesía. De hecho, acabaron siendo la obra de La Poeta de Nueva York


Y, además, desde el principio. El escritor norteamericano James Agee (1909-1955), que acompañó el crecimiento artístico de la fotógrafa, lo señaló con una clarividencia que aún pasma: «La tarea del artista no es convertir el mundo tal y como lo ve el ojo en un mundo de realidad estética, sino percibir la realidad estética contenida en el mundo real y registrar imperturbado y fiel el instante en el que ese movimiento de creatividad alcanza su cristalización más expresiva». Ahí donde dice creatividad, podía haber escrito perfectamente poesía. Porque además esboza una definición de lo poético de extraordinaria lucidez: no se trata de evocar un mundo aparte, sino de una cualidad que existe en el mundo real, que solo una mirada poética es capaz de captar, pero una vez captado, los demás no solo lo reconocen, sino que el descubrimiento les reconcilia con la realidad. Que es la virtud filosófica primordial de la obra gráfica de Helen Levitt: la belleza no está afuera, se lleva dentro, en la mirada, y alboroza. El poema no es el énfasis ni las reverberaciones, sino lo que se esconde detrás de los significados convencionales de cualquier realidad y aquello que este reconocimiento provoca. Ocultación que se descubre sin necesidad de ser ni concreta ni delimitada. Unas inverosímiles pompas de jabón.

Fotografías de Helen Levitt

20 de octubre, lunes. Jardín de aforismos



Cada día tacho las tareas pendientes de la jornada. Y al día siguiente aparece delante la misma lista. Solo la constancia sueña con innovar.

*

A veces una melodía interpretada en un piano se escapa por una ventana abierta, pero enseguida se da cuenta y regresa al interior.

*

Acerco el papel que acabo de escribir a la luz que entra por la claraboya, pero no para leerlo yo, que antes ya lo leía bien.

*

Lo que cada día es igual y lo que cada día es distinto no son, en realidad, categorías diferentes.

*

Una sábana y una página solo son incompatibles desde el punto de vista de la memoria. Lo escrito sobre el papel se olvida mucho antes.

*

El esfuerzo por pronunciar correctamente ciertas palabras nunca es recompensado con una mejor comunicación.

*

Hay quien colecciona solo el número uno de cualquier publicación que aparezca, sea cual sea el asunto que trate. No veo mejor manera de transitar por la realidad sin enterarse de nada. 

13 de octubre, lunes | Escribir para las máquinas | Epigrama



Desde hace casi veinte años controlo la difusión mensual de varios blogs de escritura literaria. En este momento, nueve. Desde el principio me sigue sorprendiendo la asombrosa regularidad de las visitas, lo único que el aparato cuenta, sean esta de unos segundos por error o de varios minutos por lectura. Ante esa inexactitud esencial hay que afirmar, desde el principio, que el cómputo de visitas nada tiene que ver con la divulgación literaria ni mucho menos con el reconocimiento. Ni siquiera, quizá, con el conocimiento. Es solo un cómputo microscópico del incógnito funcionamiento brutal de la red. Tan regular me pareció que establecí una ley: el conjunto anual de visitas, dividido por doce, establece un número que es el que se registra mes a mes, nunca por encima ni por debajo de un 20% de esta media. Con el tiempo observé alagunas variantes que incluso fomentan esa regularidad: en caso de superarse el 20%, el mismo fenómeno se advierte para el conjunto de blogs, es decir, no es un aumento o disminución del tráfico del blog, sino de la red. Estos últimos tiempos, sin embargo, he observado un fenómeno que arruina mi ley. Computaba meses con un aumento de hasta el 500% en un único blog. Asombrado por estas cifras, no me costó descubrir el origen mayoritario de esa exageración. Un mes fue Shanghái, otro Taiwán, incluso otro mes fue Vietnam… La conclusión aparece diáfana.  Una serie de máquinas ha estado aprendiendo a escribir en español con la ayuda de mi blog, y a mí me ha convertido, de modo principal, en un escritor para computadoras. No sé si apenarme o sentirme feliz por haber encontrado al fin quien aprecie mis escritos. 

[Epigrama VI-05]

3 de octubre, viernes | EL SEÑOR DE LOS CIERVOS



Escribe con un palo, laboriosamente, 
en la tierra húmeda y gris, 
mientras frunce, con ansiedad, el ceño
Margaret Atwood

No hay mejor barrendero que el viento del norte. Forma montículos de hojarasca en los rincones que después quien barre solo tiene que recoger. El resto queda impoluto. Como la conciencia de un pecador antes de su primer yerro. Entre los residuos que el viento amontona hay algunas hojas arrancadas a los alcornoques y abundante pinaza, también envoltorios de cualquier objeto que se preste a ser envasado y muchos pañuelos de papel, incluso no usados nunca. Y de vez en cuando, entre lo acostumbrado, brilla el diminuto grito de una pequeña joya extraviada. Así fue cómo encontró el Sombra a su perra, un cachorro sin raza definida que alguien abandonó —equivocándose— donde no duraría mucho. 

         Se le veía desaparecer por el camino del bosque cada noche. Alto, enjuto, desgarbado. Los menos afirmaban que había levantado una cabaña con sus manos en un lugar recóndito, los más creían que se acostaba en cualquier parte, como un animal, y que su perra dormía encima para darle calor. Era difícil conciliar las versiones, porque nadie pudo aportar nunca prueba alguna de su opinión. De ahí que de vez en cuando surgieran nuevas teorías, como la de la cueva prehistórica que había descubierto en la que nunca antes, desde tiempos antiguos, se había entrado. Muchos chicos del pueblo en alguna ocasión quisieron seguirle para resolver la incógnita, pero nadie lo consiguió, porque la perra los olía enseguida y no cesaba de ladrar, amenazadora, hasta que se daban la vuelta y regresaban a sus casas, donde el hogar chisporroteaba y el televisor seguía encendido.

         Qué mala jugada contra la imaginación colectiva hubiera sido la inexistencia en el pueblo de alguien como el Sombra. Si su habitáculo nocturno da para tantas hipótesis, las razones que le condujeron a tal apartamiento social establecen el catálogo de todos los recelos. Quien de vez en cuando visita a las chicas del bar en la carretera, con temor a un día ser descubierto, apuesta por el abandono de una mujer y la imposibilidad de seguir teniendo una vida normal sin ella. El que no declara los sueldos que paga a los temporeros se inclina por un pasado de forajido de la ley. Los hay que, por no haber podido tener descendencia, agrandan el sufrimiento debido a la pérdida de un hijo de tierna edad. Las hipótesis se multiplican conforme al número de vecinos que participen en la tertulia. El Sombra es el catalizador de todos los pensamientos ocultos en la villa.

         Lo cierto es que el personaje y su perra se pasean por las calles y plazas durante el día sin establecer conversaciones con nadie. Aunque cuando una mujer se acerca para entregarles un bocadillo o una sucia botella de agua mineral rellenada con agua del grifo, el Sombra lo agradece con palabras amables y simpatía. También aquí ha prendido la polémica. Hay quien defiende que habla un dialecto antiguo ya desaparecido, pero por lo general se le adscribe un origen extranjero, sin consenso sobre la especificidad de su extranjería. Lo que pronuncia al agradecer la comida que se le entrega no siempre se aclara, pero nadie queda sin entenderlo. Es como si al hablar no dijera palabras sino solo ideas, desnudas, sin concreción de vocabulario. Como el lenguaje en el que se comunica con la perra. No necesita explicaciones para que el animal entienda a la perfección lo que el hombre quiere que haga. Un gesto basta para que lo cumpla al dedillo.

El Sombra reúne en su figura cuanto se abomina —la pobreza, la soledad, la incertidumbre— y todo lo que se anhela —el no tener que dar cuenta a nadie, ni al Estado ni a la familia ni a los conocidos, de todo lo que uno haga, es decir, la libertad absoluta—. Al mismo tiempo villano y héroe, nadie reconoce que lo admira, claro, pero tampoco debe de ser mucho el desprecio cuando despierta tantas inquietudes y concentra tantas cavilaciones sobre cualquier aspecto relativo a su persona. Incluso su abrigo, en el que si unos ven un antiguo y prestigioso modelo de clase alta, otros identifican por detrás un vestuario militar de alto rango. Y aunque las explicaciones parecen antagónicas, todos coinciden en que hubo alguna vez una drástica caída desde las alturas. Es precisamente ese súbito desplome el origen y justificación de las especulaciones.

Hace años que el Sombra ya ni siquiera es una sombra en el pueblo. La vida está en manos de una nueva generación de vecinos que, si se cruzaron con él, ya ni lo recuerdan. Y si uno lo evoca en algún momento, como yo ahora, tampoco sabe exactamente a qué atenerse. Si fue esto o fue lo otro. Y prefiere cambiar de tema. Lo que no voy a hacer yo ahora. Era difícil seguirle, ya lo he explicado antes, pero en cierta ocasión, una tarde rara en la que me dio por perderme en el bosque, me crucé en un sendero con él y con su perra. Que no me ladró en absoluto. Me saludó con una sonrisa abierta y yo me acerqué a acariciar a la perra, lo que ambos agradecieron. El Sombra llevaba en la mano un palo largo y recio, en cuyo extremo advertí un grumo de barro húmedo. Había estado lloviendo esa semana y el terreno estaba tierno en todas partes. Me quedé con la mosca detrás de la oreja. Seguí un buen rato las huellas que venían dejando, que me condujeron a un claro. Hierbas altas lo poblaban casi por completo, menos en un extremo, donde advertí un pequeño círculo donde la vegetación estaba aplastada. No pensé que hubieran pernoctado ahí, claro, porque es donde suelen dormir los ciervos. Pero me acerqué, y entre la maleza aplanada descubrí unas palabras escritas en el barro con la punta de un palo. Me costó descifrarlas, pero mi curiosidad fue mayor que mi impaciencia y al final desvelé su intrincada caligrafía: «dios de los ciervos, protege su miedo». Nunca he averiguado qué significa, pero le sigo dando vueltas.  

[Cuaderno de ficciones, página 33]


CARTAS AL s XX | 11 de mayo de 1903, lunes. Lección de entomología



«Once de mayo de 1903». Leo la fecha en un certificado de defunción cuyo papel oscuro y envejecido ha empezado a deshacerse por los bordes. De inmediato me pregunto dónde estaba yo aquel día. Al siguiente o al otro lo sé, en su velatorio; imposible pensar que estuviera en otro lugar. No lo presencié como soy ahora, claro, pero de alguna manera tuve que asistir al entierro. Era el hermano pequeño de mi abuelo, del que apenas sobreviven recuerdos porque murió muy joven de una súbita apoplejía. En mi abuelo algo mío, al menos como potencia, debió de existir el día del sepelio de su hermano. Aunque si continúo con la lógica de este pensamiento veo que no conduce a ninguna parte: ¿también yo llevo dentro de mí la descendencia que tendré? ¿En qué parte de mis veinte años recién cumplidos, que ni siquiera cuentan con una novia para compartirla? Vía muerta, sin duda.

         En 1903 faltaban treinta años para que naciera yo. En aquella época mi madre aún asistía a la escuela primaria, sin albergar pensamiento alguno sobre el hecho de un día dar a luz un hijo, es decir, a mí. El hermano de mi abuelo, sin embargo, no debió de ocultar dentro ninguna descendencia futura, porque falleció tan joven. Y soltero. ¿Y si en realidad sí la llevaba, pero las circunstancias sobrevenidas impidieron que le diera tiempo a conocer con quién desarrollarla? ¿Dónde fue a parar aquella semilla? No sé por qué insisto en pensar lo que no admite pensamiento. La gente se preocupa por su supervivencia en el futuro, pero compruebo que a mí únicamente me intriga saber dónde diantres me hallaba antes de nacer.

El empezar a escribir mi primer libro es la razón de que me impacte tanto la fecha del fallecimiento de mi tío abuelo. Sin fecha concreta, la muerte de quienes nos precedieron es una idea abstracta, pero el conocer el día, el mes y el año de un acontecimiento lo acerca tanto que, de repente, parece formar parte de la vida presente, porque este año mayo tendrá de nuevo un día once, como entonces. De ahí que ahora casi recuerde su velatorio, al que asistí junto a mi abuelo, dentro del cuerpo o de la mente o quién sabe dónde. De las pertenencias que recogieron en la habitación donde vivía mi tío abuelo, naturalista vocacional, alquilada a una viuda en una casona de las afueras, la mayor parte, según le parece haber oído a mi madre años más tarde, se extravió. O quizá acabara en un basurero. Me inclino a lo segundo, teniendo en cuenta que las cajas entomológicas, llenas de insectos pinchados con agujas, y los herbarios, a rebosar de ejemplares secos de plantas y flores, no son recuerdos que a la gente le guste conservar en sus casas. Salvo que se tenga una desmedida afición a las ciencias naturales. De los bienes de mi tío abuelo solo ha perdurado una caja de cartón llena de papeles viejos y en desorden.

Recurro a esta caja, arrumbada desde hace décadas en el desván de la casa familiar, porque creo recordar que mi madre me contó que mi tío abuelo había escrito también un libro que nunca se llegó a publicar. Algo que no hizo mi bisabuelo, ni mi abuelo, ni mis padres, y el hecho de que a mí se me hubiera ocurrido empezar uno me une, de repente, a mi antepasado entomólogo. Entre papeles inocuos, me llaman la atención unas cartas que encuentro guardadas en una caja de madera atada con un cordel. Es lo único que despierta mi interés. En el remite, la sorpresa. Son tres cartas de Jean-Henri Fabre, el padre de los estudios naturalistas en Europa. Están redactadas, claro, en francés. Las dos primeras son convencionales, pero en la tercera, más extensa, leo «A l'occasion de votre agréable visite il y a deux semaines...». De inmediato alzo la mirada hacia la fecha y me quedo helado. «Harmas, 3 avril 1903».  Mi tío abuelo conoció al enorme investigador y maravilloso divulgador en su casa de Sérignan-du-Comtat. Nadie me ha hablado de este episodio.

Del libro que se dice que había escrito, aunque nunca publicado, sin embargo, no queda rastro entre los papeles de la caja. Una frase final de la carta tal vez aporte alguna luz sobre su paradero: «Je lirai prochainement votre manuscrit et promets de vous aider à le diffuser». Leyó estas líneas escasos días antes de fallecer. Pobre tío abuelo mío. Cómo me gustaría haberle conocido. De nuevo someto a mi madre a un intenso interrogatorio, pero no recuerda gran cosa, era muy pequeña entonces, solo cuenta anécdotas sueltas que escuchó en su adolescencia. Ni siquiera mi abuelo es capaz de concretar más. «Era muy independiente. Se pasaba la vida en el campo o de viaje. No podíamos ni ir a verle, tenía la habitación que ocupaba llena de bichos. Tu abuela se ponía de los nervios con solo olerlos». Es todo lo que he conseguido saber de mi enigmático pariente.

Inicio un cuaderno, idéntico al que contenía los primeros párrafos escritos de mi libro, con su nombre en el encabezamiento de la primera página: Profesor Augusto García Casado. Y vuelvo a repasar los papeles, extrayendo los datos que encuentro y poniéndolos en orden. No son muchos, pero el atento escrutinio de los documentos me descubre algunos apuntes de campo suyos, que posiblemente extraviara. O quizá, ahora que lo pienso mejor, olvidara guardar cuidadosamente en sus carpetas de anotaciones, que sin duda existieron, y que se han perdido todas. Salvándose solo lo que desechó, estos papeles huidos del orden que, sin embargo, han sabido navegar las décadas mejor que los clasificados. Paradojas del tiempo. Con lo que no quiso guardar tendré que contar su historia. En un apunte, que me parece especialmente hermoso, dibuja con tinta las dos tegminas de una mantis esbozada a lápiz, y sobre cada una de las alas traza y numera sus delicadas nervaduras. 

Cada papel suyo me permite salvar un momento de su vida que consigno en el cuaderno que le dedico, cuyas páginas crecen a buen ritmo. Donde no alcanzan las investigaciones, invento. Recreo viajes, capturas de insectos, recolecciones de plantas. He rebuscado en librerías de viejo entre los manuales de la materia que pudo haber consultado, pues sus libros tampoco se han conservado. Escribo en la cubierta del cuaderno un título con aires autobiográficos: Diez de mayo de 1903. El primer día del que tengo noticas de mi vida anterior a mi nacimiento. Es mi libro, aunque tampoco se publica. Alguna vez me pregunto dónde se perdieron los párrafos escritos del que iba a ser mi primer libro. Tal vez en el lejanísimo 2003 alguien los encuentre, en hojas arrancadas de un cuaderno inexistente, como única revelación de mi vida, igual que la de mi tío abuelo Augusto desaparecida en el rotar del tiempo, por no hacer mudanza en su costumbre.

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20 de septiembre, sábado. Jardín de aforismos



La luna, acodada en la ventana, se contempla en el reflejo del cristal. El perro duerme. Los gatos regresan de su excursión nocturna. En sus camerinos, los pájaros de la última camada repasan en silencio la partitura del amanecer. Las rosas trabajan dentro del taller de sus raíces en el color que dominará el día.

*

La tormenta se acerca con pasos oscuros e imprecaciones lumínicas por el oeste. La realidad la contempla con desconfianza.

*

Después de años de devastación por la cochinilla del carmín, las chumberas florecen con exageración, con brotes en cada rincón de las palas. Lo anoto como un argumento optimista.

*

El mejor plan para el día es carecer de propósitos en la salida. Nada hay tan creativo como improvisar. Lo planeado, ya ha ocurrido en lo previsto.

*

Duermo con el silencio de los pájaros y sus cánticos también despiertan los míos.

*

Los días de lluvia son ideales para caminar por el paseo marítimo. Solo hay que compartirlo con las gaviotas.

*

Después de pronunciada una palabra, cobra sentido cuando se escenifica. 


17 de septiembre, miércoles | Del anochecer | Epigrama


Vuelo, desde que se fundó en 2004, con la línea aérea que regaló a la lengua inglesa un diptongo tan propio de esta en la que escribo. Y desde el principio he sacado los billetes por Internet. De hecho, creo que no existe ninguna otra forma. Si ahora me detengo a recordar cómo fue aquella experiencia inicial solo puedo decir que todo suponían ventajas para el viajero. La planificación de vuelos se desplegaba delante, la aplicación era clara, diáfana, lógica y elegante. Durante años la he utilizado y solo recuerdo un único problema, que no es suyo, sino de la época: puedes hablar con un ordenador todo lo que quieras, pero resulta imposible encontrar un número de teléfono que conecte con un ser humano. El caso es que hace unos meses la aplicación estaba rara y había una explicación, más o menos así: «disculpen las molestias, estamos diseñando una nueva página». Pues ya está diseñada y tengo que sacar un billete. Lo primero es olvidar la lógica aplastante de la antigua. Solicito la fecha y el horario que me conviene, pero no hay ninguna pestaña con algún sinónimo de «confirmar». O «continuar». Me quedo clavado ahí. Así que empiezo a clicar en todas partes hasta que el aplicativo continúa. Voy pasando por páginas que me ofrecen servicios que jamás podré disfrutar dentro de un avión (coches de alquiler, apartamentos turísticos, visitas…), pero ya estoy acostumbrado a no entretenerme. Sigo hasta el final sin perder el aliento. Pero cuando llego a la última página, la de pagar, veo que aparece una cantidad, pero no sé a qué corresponde. En la antigua aplicación, la clara, todo el paseo se realizaba con una columnita lateral donde estaban reseñados los datos del vuelo y los servicios contratados. He de pagar, pero ¿qué? ¿Dónde está la columna con el resumen de mi compra? En ninguna parte. O confío en que he hecho bien el proceso o pago a lo tonto. No hay dónde revisarlo. Y lo peor es que la culpa no es de esta nueva aplicación, sino de todas. La oscuridad, la ocultación de los datos, el diseño abigarrado de colorines y vacío son ahora lo que se lleva. O se nos lleva por delante, que también. El vuelo lo quería para un lunes, pero solo cuando me llegan los billetes descubro que mi ceguera de datos lo ha sacado para el martes.

[Epigrama VI-04]

9 de septiembre, martes | BAILAR BAJO EL PUENTE



Vive a orillas del Sena el otro,

y ese también soy yo, soy yo.

Endre Ady


¿Quién encaja una revelación así? Es lo que piensa por mí el pensamiento. Por mi parte, me dejo llevar. Lo he hecho siempre. Si alguien me pide que me dibuje, un psicólogo chiflado, como cuando era niño, trazo un cauce y en mitad una hoja que desciende flotando sobre la superficie de la corriente. La hoja soy yo. El río, el Sena. Nunca he estado en París. Aunque he recorrido la ciudad en diversas ocasiones dentro de las novelas que encuentro en el mercadillo. Y colecciono mapas de diferentes épocas. También me sé de memoria el nombre de los puentes sobre el Sena desde la isla de Saint-Germain hasta la confluencia con el río Marne, por todo el centro de la ciudad. Uno tras otro, sin equivocarme. Veintisiete, contando pasarelas y vías que atraviesan las islas. Cuando los recito, nadie duda de mi historia. Es lo que aconsejo hacer siempre: basar lo esencial en lo prolijo circunstancial. Pero cuando me piden explicaciones, cómo impartirlas sin descubrir mis cartas. 

Los puentes del Sena se pueden atravesar de dos modos, de una orilla a la otra o por debajo, siguiendo el cauce. Hasta ahí llega mi conocimiento, pero alcanza para realizar paseos imaginarios. Un río no transporta agua, sino ilusión. La única prevención que tomo es evitar conocer mujeres que hayan vivido de jóvenes en París. En Pest no resulta fácil encontrar un húngaro que haya viajado a Francia y que la conozca bien. Quiero decir, mejor que yo. Cuando me cruzo con alguno, enseguida descubro que se equivoca con los puentes, nombra uno con la situación de otro. Y más complicado aún resulta cruzarse con una húngara viajera. Las mujeres que de vez en cuando conozco, en general, jamás han salido de esta ciudad. Muchas ni siquiera han atravesado el Danubio hacia Buda. La verdad es que ninguna me exige demasiado. Si se ríen conmigo, ya considero interesante el encuentro. Para una tarde. En lugar de hablarles de penurias, les ofrezco una mercancía sentimental más romántica. Les cuento una vida bohemia en la orilla izquierda. Se lo explico como si en realidad estuvieran viviendo ellas la experiencia viajera, y aunque el resultado siempre sea el mismo, al poco se despiden y desaparecen de mi vida, me conformo con que alguna vez me recuerden como el parisino

Tengo buena memoria, pero en cierta ocasión conocí a una mujer morena, muy delgada, que ya había conocido antes como una mujer rubia, con más cuerpo. Esto solo lo supe al final. Cuando me apetece alternar, acudo a un local de baile. No repito lugar nunca, siempre voy a sitios donde no he estado nunca para evitar que alguna chica me reconozca. Compro un buen número de tarjetas y selecciono alguna candidata entre las que nadie saca a bailar. Solo bailo una pieza con la elegida, y cuando acaba, en lugar de una escuálida tarjeta, le entrego el fajo entero y la invito a una bebida. Aceptan porque rara vez sacan con diversas parejas más de lo que yo les ofrezco por un rato de charla. Nos sentamos y entonces a la escogida le hablo de París. De buenas a primeras no les recito nunca la lista de puentes. Eso las asustaría. Selecciono uno, el que me parece más adecuado al carácter que observo en la muchacha y le cuento una historia de lo que viví en la ciudad del amor. Cada puente tiene vinculada una historia diferente a las otras del resto de puentes, que a veces amplío o reduzco, según. Son argumentos que extraigo de las novelas y de los relatos que leo, y que voy adaptando a mi forma de ser. En el caso de aquella única repetición de chica, por eso lo supe, también repetí, sin pretenderlo, el puente. Y aunque era básicamente la misma historia, los detalles que la adaptan a quien me escucha no coinciden, claro, nunca. 

Me extrañó que la morena delgada, que había sido en otro local, sin que yo lo sospechara, rubia rolliza, se guardara en el bolso el mazo de tarjetas como si fuera lo más normal del mundo y aceptara subir al área de mesas sin que se lo hubiera propuesto. Ambos gestos, sin embargo, no me sugirieron, en absoluto, que repetía persona. Tengo buena memoria, aunque solo recuerdo detalles circunstanciales, color del cabello o maquillaje de ojos, aquellos que no suelen cambiar nunca. Ley que en esta ocasión me traicionó. Empecé contando que una vez me había enamorado en el Pont du Carrousel. Lo dije en francés y luego lo traduje al húngaro, Körhinta híd, para que me comprendiera. Supe enseguida que debía de esforzarme aquella tarde un poco más de lo habitual porque la mujer me miró con abulia, como si le estuviera contando el mismo rollo de siempre. Sacó un cigarrillo de mi paquete. Lo prendió con mi mechero y lanzó una bocanada de humo delante de mi cara. No sé si como un gesto de desprecio o como un reto para que le contara algo menos abstracto. El caso es que tomé la indelicadeza en este segundo sentido. 

Tal como está en el guion, el relato del Puente del Carrusel narra una tierna historia de amor. El protagonista masculino aparece descrito con mis rasgos, y la mujer de ensueño es maravillosamente delgada y profundamente morena. Me gustan los adverbios muy largos, qué le vamos a hacer. Sé que escritos no quedan bien, pero pronunciados permiten acabar la palabra en una suerte de temblor que aumenta su poder de sugerencia. En lugar de una leve sonrisa de complicidad, la mujer que he elegido crispa el gesto y desvía hacia mí una mirada de esas que en las novelas denominan fulminantes. Como si yo fuera un insecto que erradicar allí mismo. Improviso con agilidad más detalles suyos para ilustrar la imagen de la heroína de mi relato, pero cada uno que sublimo de su propio retrato, aumenta la animadversión hacia mí de mi pareja de baile. 

En cuanto avanzo un poco más, con un gesto de ira la mujer morena y delgada me laza en pleno rostro el fajo de tarjetas que le había entregado y luego, no sintiéndose aún conforme, vacía sobre mi cabeza la bebida alcohólica que había pedido tras mi invitación y el camarero había servido en su vaso, como suelen hacer cuando paga el cliente, de modo abundante. Y tampoco conforme con esta embestida física, al instante me lanza su arremetida moral: «¡Mentiroso, falsario, desleal!». Quiero defenderme: «Fue en el puente del Carrusel, estoy seguro, largo, elegante, hermoso». «Sí –responde la mujer morena–, pero la amada era una mujer rubia; recia, tal vez, pero bien proporcionada y agradable, más joven que yo y no alternaba en este antro de piojería, sino en el Kispipa» y añade, casi con lágrimas en los ojos, «de donde me han despedido».

No recuerdo si en aquel momento entendí sus palabras. Se levantó y se largó desairada. Me quedé pensando qué había ocurrido. Qué había descubierto ella de mí y qué yo de ella. La única pregunta a la que puedo responder, sin embargo, es diferente. De mí, de repente descubro que nunca he sido el otro de mis ficciones, del mismo modo que aquella mujer, en la realidad, ha sido una y ahora es otra. Y por eso yo sigo contándolas con tanta inocencia, incluso ensimismada idiotez, mientras ella en verdad encarna el trágico zarpazo que yo le he atribuido siempre a mi destino: la aflicción de quien ve desdeñado su verdadero yo. El que no tengo.


[Cuaderno de ficciones, página 32]