20 de noviembre, miércoles. Jardín de aforismos



Para José Manuel Benítez Ariza

No sé muy bien por qué cada vez me preocupa más qué papel desempeña el estuario en la parábola clásica del río como curso de una obra.

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La literatura es el oasis en mitad del desierto que cree ver a lo lejos el caminante que sabe agotada su provisión de agua mientras que el resto de excursionistas se ha sentado a tomar un aperitivo en una terraza. 

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Con la edad reconforta más escribir borradores que obras concluidas.

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Derechos de autor es el nombre que recibe cierto tipo de espejismo.

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Hay quien, abandonado en un bote en mitad del océano, aún siente la voluntad de contarlo. Con el paso de las horas, sin embargo, se conforma con soñar unos versos.

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En el mercadillo de libros viejos abundan los métodos en desuso que los usuarios sin método son ya incapaces de reconocer.

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No es cierto, como parece, que cruzar la línea roja sea en ocasiones una forma de quedarse a este lado. Es más complicado: permanecer inmóvil a este lado es haber cruzado la línea roja cuando hayan pasado todos al otro.

 

12 de noviembre, martes | Fotografías de andar por casa: António da Costa Cabral



En el análisis convencional que se realiza de las artes narrativas, ya sea la novela o la cinematografía, muchos críticos se conforman con el resumen del argumento como único dictamen sobre la obra que comentan. Solo hay algo que produzca mayor tristeza que a uno le cuenten una novela, y es que le expliquen una película. Aun así, una buena parte de los comentaristas habituales desconocen otro elemento en el que fijarse a la hora de hablar de una obra artística. He pensado en ello antes de empezar a comentar la obra del fotógrafo portugués António da Costa Cabral (1901-1974). La mayor parte de sus singulares fotografías comparten asunto con cualquier álbum familiar: hay retratos impactantes, la mayoría realizados a sus hijos y miembros adyacentes a su extensa familia —el hecho de haber tenido doce multiplica las opciones del fotógrafo—; hay escenas domésticas, estampas urbanas —de su barrio, en invierno— y rurales —de vacaciones, en verano—, hay oficios populares, partidas de billar, y hasta imágenes de partidos de fútbol jugados en campos sin gradas, o de las instalaciones del aeropuerto lisboeta, si salía de viaje. La grandeza de la fotografía de António da Costa Cabral emerge precisamente de la medianía de los asuntos que trata. Es el ejemplo más perfecto de que el arte no se dirime en el tema, como creen los que viajan a lugares inverosímiles para fotografiarlos, sino en el talento de la mirada en cualquier situación. El hijo de Costa Cabral, en un documental sobre la vida de su padre, realiza dos afirmaciones significativas, la primera es que todos los fines de semana cogía su cámara y se iba a fotografiar, y la segunda, que solo fotografiaba «por gusto». Y el talento, es otra observación importante, para manifestarse no necesita ni dedicación profesional ni asuntos históricos o sociológicos. 

Hombre y su sombra, 1950-60


        La historia fotográfica de António da Costa Cabral se resume fácilmente en la palabra «pasión». La encuentro utilizada en el primer párrafo de su biografía. No solo le condujo a hacer fotos desde muy joven y hasta el final de su vida, sino que no dejó pasar la oportunidad de montar una cámara oscura en el desván de su casa y de realizar varias películas rodadas en la calle cámara en mano. No fue la única afición que cultivó, pues fue también, de joven, un activo radioaficionado. Y amante del billar. Vivió largas temporadas en Alemania, en Italia y en Brasil, y regresó a Lisboa para concluir en su país su vida laboral.  Tuvo una extensa familia de la que sus tomas han dejado entrañables imágenes. 

Retratos


No pretendió nunca alejarse demasiado de su época, al menos a primera vista. En los años cincuenta se popularizó una corriente fotográfica que nacía para exponerse en salones y competir en concursos, el Salonismo, caracterizada por la atención a los aspectos comunes y tradicionales de la vida cotidiana, con una composición depurada. En esta corriente se inserta la obra del fotógrafo, aunque esquiva perfectamente el defecto mayor de su época, que fue el academicismo pictórico, deriva que sus placas no siguen nunca. Al contrario, la virtud que mantiene vivas hoy las imágenes que fue tomando durante los años centrales de su siglo es precisamente su capacidad para indagar en las posibilidades expresivas de la fotografía, donde el tema pasa evidentemente a segunda fila, y su capacidad metafórica. El tratamiento de luces y sombras, la composición de las líneas, el equilibrio entre blancos y oscuros, los encuadres inusuales, la selección del plano, los pequeños detalles paradójicos o irónicos y, en fin, el diálogo que ofrece con una mirada que ve más allá de lo que está mostrando… se convierte en lo prioritario de su arte fotográfico y en la obsesión mayor de Costa Cabral. 

Trabajo de costura


Un ejemplo de su capacidad para crear imágenes inquietantes y polisémicas con elementos cotidianos, pero con un inteligente uso de recursos fotográficos, es el impresionante contraluz que crea para «Trabajo de costura». La toma presenta un primer plano de una costurera sumida en la sombra. La luminosidad emerge del mínimo bastidor donde la tela blanca concentra su atención en un ambiente de intimidad —almohadas, puerta cerrada—, concentración —en el gesto y en la tensión de la mano— y sobrecogedor ensimismamiento. Una placa en la que parece que se vaya a poder escuchar, en el silencio de la habitación, el pespunte de la aguja cuando entre en la tela. La tarea manual del bordado sobre el pequeño bastidor, en una fotografía del siglo XX, señala una dedicación artesana. Hace décadas que la revolución industrial ha mecanizado todas las actividades de costura, tanto las industriales como las privadas. El significado de esta fotografía invita a una inmediata interpretación metafórica. El efecto puramente fotográfico, el contraluz, sume en la oscuridad a la protagonista. La oscuridad le da nombre a un cuarto donde el fotógrafo trabaja a diario. No usa agujas, pero sí pinzas, que curiosamente se sujetan con el mismo gesto y con idéntica concentración se acercan a las cubetas donde las imágenes aparecen como el bordado en la tela sujeta al bastidor. No es muy difícil descubrir en esta pieza una hermosa poética fotográfica. En tiempos en los que el cine anima la imaginación —como las máquinas de coser la costura—, Costa Cabral reivindica el trabajo artesano, minucioso, personal, laborioso de la fotografía. La datación de esta obra hace sonreír a quien la ve expuesta: «[192-]-[1974]». Es decir, la pudo haber realizado desde que con veinte años hizo su primera fotografía hasta que con setenta y tres tomó la última. Algo parecido puede verse en todas sus placas, como mínimo período puede determinarse la década. Costa Cabral no fechaba nunca sus fotos, algo inimaginable en un fotógrafo profesional. Tampoco las firmaba. En el reverso a veces escribía solo «Ramot» o «Marto», anagramas de Tomar, población en la que había vivido su juventud. Como el bordado de la costurera, la fotografía carecía de una función pública o profesional en su vida de fotógrafo. El genio no siempre exige un uso pragmático de sí mismo. Tal vez la pureza estilística que se aprecia en todas sus tomas derive de esta circunstancia. 

Peso de los años, 1950-60


Veo «Trabajo de costura» en una exposición que ha organizado el Arquivo Municipal de Lisboa, en su sección Fotográfica, en la Rua da Palma. Llegué a Lisboa, no por primera vez, pero sí para una larga estancia, justo una década después del fallecimiento de António da Costa Cabral. En general, creo que se puede afirmar que la ciudad que conocí entonces, y fue la mía durante dos años, era prácticamente la misma ciudad en la que vivió el fotógrafo. Algunas de sus fotos urbanas las he visto igual que él las refleja. En los años noventa, época en la que regresé con frecuencia, asistí a la transformación que implicó en Lisboa el paso de una economía parasitaria a una economía de inversiones, con nuevos barrios y grandes vías de comunicación. Ahora, en la tercera década del siglo XXI, lo que llama la atención es la adaptación urbana a la invasión turística. Difícil de comprender para quien pasea con un baúl de recuerdos a rastras. Antes de entrar en la exposición había empezado ya a dudar de que esta fuera la misma ciudad que aquella en la que había vivido. Una fotografía de Costa Cabral me salvó de la depresión hacia la que, sin darme cuenta, ya empezaba a encaminarme. Se titula: «Peso de los años» y su datación la ubica entre «[1950-1960]», aunque puedo certificar que la vi tal cual en el otoño de 1983, recién llegado a Lisboa. Permanezco un largo rato ante esta imagen invernal de escalera que salva uno de sus múltiples desniveles, pavimento empedrado y mujer al fondo tras dos pilares de piedra. Me está mostrando lo esencial de la ciudad, que continúa intacto debajo de las zapatillas de los turistas y de los toldos de las terrazas. Y es lo que hay que mirar. No vale la pena fijarse en lo pasajero, cuando la Lisboa que permanece está delante. Sonreí y me libré del maleficio turístico, que no son los turistas, claro, sino el obsesionarse con lo transitorio. 

Juncos en el río, 1950-60


Los críticos serios, que escriben con objetividad y dominan la terminología técnica, acaso hayan sido los causantes del abandono de los lectores y del florecimiento de los comentaristas de argumentos. Me pregunto si no hay un camino intermedio entre unos y otros. Y, de momento, como nadie me responde, me dedico a rellenar páginas de mi diario con impresiones subjetivas y vivencias frente a las obras de arte fotográficas. Una manera como otra cualquiera de perder el tiempo ante lo esencial. 


6 de noviembre, miércoles. Francesc Domingo y el enigma de los espectadores


A finales del verano de 1930 el joven René Char (1907-1988) visita Barcelona. Su anfitrión en la ciudad es un pintor barcelonés, algo mayor, que había vivido desde primera línea la eclosión de la vanguardia en su epicentro parisino, Francesc Domingo (1893-1974). Char solo había publicado un librito de poemas con aromas románticos dos años antes, al que renunciaría muy pronto, y en aquel momento, a los veintitrés años, su ingreso en la estela contemporánea no podía haber sido más elocuente: un libro con triple autoría Ralentir travaux —frenar el trabajo—, firmado junto a André Breton y Paul Éluard. En edición de 250 ejemplares. Un manifiesto de la escritura automática. Y otro personal, de carácter artístico, con doce ilustraciones fotográficas, Le Tombeau des secrets —la tumba de los secretos—, donde rubrica su adscripción a la imaginación surrealista. Y también subraya el trío inicial con un collage final de sus dos amigos poetas. Se publicó en Nimes, en edición de 103 ejemplares. 

Siempre que un poeta foráneo ha paseado por la ciudad con un amigo barcelonés los imagino caminando por la calle Lledó. Ahí tuvo su casa Juan Boscán y durante las visitas de Garcilaso de la Vega, ambos la transitarían múltiples veces hablando de las preocupaciones compartidos, que no era pocas. Domingo y Char posiblemente también atravesaron el corazón de la ciudad antigua por esta calle y aunque resulte imposible saber de qué hablaron entonces, no es un ejercicio en el vacío imaginarlo. En el ejemplar de fotografías surrealistas que Char regala a su anfitrión, el lunes 1 de septiembre redacta una dedicatoria con un lema combativo: «Sans cesse nous nous relevons por mieux tomber» —sin cesar nos erguimos para caer mejor—. René Char, que tenía por delante una vida de intensa y personal escritura, en aquel momento juvenil tal vez solo pensara en abrirse paso llevando a hombros, junto a sus amigos, la modernidad, por más intrincado que el camino se mostrara. Desde luego no es todavía el poeta que veinte años después, en el poema «Herméticos obreros», a los que se presenta como «Enfrentados a mi silencio», declara: «En la ciudad donde la hay, / la multitud enardecida. / La luz que está mintiéndole / es un tambor en el espacio». Quizá en 1930 la multitud enfebrecida tuviera para el joven surrealista otros matices más ideales y benévolos, menos ruidosos. 

Francesc Domingo, Espectador de la gorra, 1932

A su amigo el pintor Francesc Domingo, sin embargo, con una edad más próxima a la del poeta que escribió los versos de madurez citados que al joven combativo que tiene delante, la multitud empieza a interesarle. O para ser más exacto, le intriga una variante de la multitud que resulta especialmente visible en la época, el «público». Asiduo a los espectáculos de music-hall —en 1931 regresa de París y se instala en Barcelona—, en los muchos bocetos y cartones que dibuja durante las representaciones se observa con claridad que el objeto de su interés no se encuentra sobre las tablas del escenario, sino en el patio de butacas y en las tribunas. Observa y trata de plasmar en sus dibujos tanto los detalles concretos de algunos espectadores, como el mero bulto sombreado de los perfiles en lo alto o en la distancia. Alguno de estos bocetos merece la atención de su pintura, como en las piezas «Espectador de la gorra» de 1932 y «Espectadores» de 1934. El cuadro más representativo de este interés concreto de Francesc Domingo es un óleo impactante titulado «Music Hall (Apolo Palace)», donde recoge un instante de la actuación de una vedette próxima a la desnudez en un teatro repleto de espectadores masculinos… menos una espectadora. 

Francesc Domingo. Music Hall (Apolo Palace). 1933

Antes de contemplar el cuadro, al observador le inquieta su mera existencia. Al margen de la maestría pictórica, en una primera impresión causa cierta perplejidad un asunto que podría considerarse costumbrista y folclórico por parte de un pintor que vive desde las trincheras la aparición de las vanguardias artísticas, tanto en Cataluña —es amigo de Miró, Salvat-Papasseit, Dalí o Gargallo—, como en París —donde trata, entre otros, a Picasso, y a los poetas surrealista, como Reverdy, Breton, Éluard o Char—. Un artista que ha pintado en los años 20 piezas a la altura de la evolución rupturista de sus contemporáneos. Y, de repente, ¿realiza un giro hacia el pasado de la pintura? ¿O emprende un camino diferente de meditación artística?

Este interés por hacer visibles a quienes habitan en la sombra, los espectadores, tanto en «Music Hall (Apolo Palace)» como en los otros óleos donde ellos solos constituyen el asunto único de la obra, va, obviamente, más allá de una mera crónica. En la silenciosa atención de los espectadores —muchos con las manos sosteniendo la cabeza— se vislumbra un cuestionamiento de la identidad —¿quién es cada cual, siendo solo un bulto dentro de una multitud?—. Que es también, debido a su protagonismo, un cuestionamiento personal: ¿quién soy entre la masa idéntica?  El poeta que supo expresar este desasosiego con lucidez fue Carles Riba (1893-1959), autor de un enigmático libro, Tres suites, escrito entre 1930 y 1935 e influido, en parte, por la pintura de esta época de su coetáneo y amigo Francesc Domingo. En los versos finales del texto «Pez dentro de la pecera», interpreta el significado del pez, cuyo retrato no cuesta mucho extenderlo también a quienes permanecen encerrados en la pecera de un teatro: «… tú eres / oscuro bajo la estática gloria / que cruzas, con los ojos detenidos, / como quien, sin comprender, se contempla / en un espejo que incesante gira». Una descripción simbólica que se adecúa perfectamente a la actitud de los espectadores en la platea del Apolo Palace, detenidos en el tiempo frente a un enajenado espejismo que comparte también el pintor que los observa en mitad de la sala. Se puede, pues, constatar que el tema que persigue Francesc Domingo no es el retrato superficial de su época, sino la constatación del tambaleo e inconsistencia de una identidad contemporánea.

La vanguardia cuyo origen Domingo había acompañado en París es aquella que anunciaba la destrucción de la razón, de ahí que la irracionalidad se convirtiera en la bandera artística que él, en su regreso a Barcelona, no quiso, conscientemente, seguir. Pero hubo otras vanguardias. La de los futuristas, por ejemplo, y la destrucción de los designios del pasado. Y, junto a estas vanguardias, surgió una tercera de carácter existencialista, en esta misma época, impactada en especial por el desmoronamiento de la identidad. El cubismo bebió de ella, sin duda, pero tuvo un desarrollo mayor y más evidente en la literatura —T.S. Eliot (1888-1965) y sus correlatos objetivos, Fernando Pessoa (1988-1935) y sus heterónimos—, en obras que no rompieron con la racionalidad ni con las herencias de la expresión, pero sí fueron profundamente vanguardistas en la concepción deshumanizada del yo. La pintura de Francesc Domingo establece un vínculo de meditación artística con esta meditación literaria que no siempre, en el sesgado siglo XX artístico, se le ha dado carta de naturaleza.

El carácter de reflexión existencial de «Music Hall (Apolo Palace)» emana del juego de las miradas que establece el cuadro. Todos los hombres de la sala, menos uno, miran absortos y ensimismados el cuerpo brillante y próximo a la desnudez de la vedette sobre el escenario. Posiblemente cada uno de estos hombres idénticos formula el mismo pensamiento que Carles Riba acuña en el poema VI de la primera de las Tres suites, donde tras una descripción extensa y detallada de un desnudo equiparable con el de la vedette, un lenguaje irreconocible de esta hace soñar a quien lo admira: «… qué inciertas / las palabras con que de pronto acercas / lo ignoto que te habita si, / ya celoso quizá, ¡son para mí!». Ese yo que recibe, como si fuera para él solo, el mensaje transmitido a la masa de espectadores, compuesta de yoes amando idéntico icono, se convierte por sí mismo en un evidente correlato de la identidad en la época de las multitudes. Próxima a aquella personalidad «hermética» de los obreros que René Char verá, dos décadas después, «en guerra» con su silencio.

La vedette, sobre el escenario, permanece con los ojos cerrados. Es la coda que exige la deshumanización del sentimiento que provoca su desnudez. No mira a sus amantes a los ojos porque eso establecería un diálogo que no existe, el desnudo interroga solo a quien lo contempla. Pero no acaba ahí la dimensión existencial del cuadro. En el extremo opuesto de la pintura hay una mujer entre los espectadores. Abre los ojos con sorpresa y contempla con intensidad la actuación de la vedette. Ambas mujeres tienen un parecido que no se disimula: mismo tipo de cabello, nariz y labios semejantes y pómulos exactos. Es la única mirada clara que recae sobre el cuerpo desnudo de la vedette de ojos cerrados que admiran tantos varones, la que procede de su propio yo, desdoblado para señalar que tampoco el yo auténtico se encuentra en el desnudo que enamora, yo a yo, a la masa de espectadores por igual. La despersonalización es completa, salvo un único espectador, aquel que acompaña a la mujer desdoblada mientras contempla el espectáculo. Este espectador único la mira con la atención, ahora sí, de un enamorado que recibe la luz del rostro que ama, ahora auténtico, es decir, de la mujer real, no desdoblada en su desnudo. Una botella azul y un vaso blanco, sobre la blancura del mármol que brilla en las sombras de la sala junto a la escueta prenda que cubre el cuerpo de la vedette, simbolizan el gesto de esperanza —al mismo tiempo pictórica, es decir, vanguardista, y humana, es decir, existencial—, que Francesc Domingo sitúa en el cuadro tal vez como se cuelgan salvavidas en la cubierta de los buques que atraviesan océanos, por si un día se hunden lejos de puerto, en mitad del mar de las multitudes.  

CARTAS AL s XX | 6 de diciembre de 1948, lunes. Balada del niño Peter Handke



Subarriendo de una amplia habitación en Berlín-Pankow, 

el hombre, bebía, cobrador, bebía, panadero, bebía; la mujer iba 

una y otra vez a ver al patrón, ya con su segundo hijo, 

y le pedía una nueva oportunidad; la eterna canción.

PETER HANDKE


Esta es la canción que puedo cantar yo, Peter, hoy, en la celebración de mi sexto aniversario. Sé jugar con una tabla del entarimado que se balancea al pisarla. Sé subirme a lo alto de un taburete y abrir el grifo de agua en el baño. Es de lo que estoy más orgulloso. Sé también dibujar. Y dibujo sobre todo letras. Luego pinto por encima hojas y digo que son árboles. Mamá me habrá preparado, a la hora en la que le toque usar la cocina, una tarta Selva Negra con cerezas escarchadas, pero en lugar de cerezas, que no tiene, colocará caramelos y a mí me va a gustar más. Y se lo tendré que repetir varias veces, hasta que me crea. Hay como otra vida en mi madre además de la que tenemos aquí, los cuatro. Monika aún no sabe jugar como yo, y solo balbucea. A veces llora y mamá la acuna en sus brazos. A mí me gusta que lo haga, porque luego me da un beso y me llama «mi hombrecito». Monika tampoco conoce al abuelo Bruno ni ha paseado por las montañas. Solo ha vivido en Pankow. El verano pasado, cuando cumplió un año, si dejábamos las ventanas abiertas y se colaban las voces y los gritos de los soldados rusos, de repente se quedaba muy quieta y callada, como temerosa de lo incomprensible. Vivimos los cuatro en esta habitación. Dormimos, comemos, yo juego y mi madre cose. Hay dos ventanales a la calle por donde entra la luz sucia del invierno, aunque en seguida se hace de noche. Pero a mí no me importa. Sé divertirme solo. A veces me oculto bajo la cama de mamá y disfruto viendo cómo me busca con la mirada durante mucho tiempo. Allí debajo he aprendido a jugar con la oscuridad.

         Peter a veces se esconde bajo la cama. Hago como que me preocupo y la verdad es que me preocupa que adquiera comportamientos anómalos. Pero es un niño de campo y aquí vivimos los cuatro encerrados entre cuatro tristes paredes. Menos mal que la pequeña aún no se da cuenta. Y es muy buena niña. Duerme y duerme, como si así distrajera el hambre mientras llega mi turno de cocina. Y menos mal, porque el resto de inquilinos no puede ser más ruidoso. A ciertas horas el corredor es una calle mayor en día de fiesta. Ah, si tuviéramos solo una pizca más de regularidad.  Si Adolf fuera capaz de trabajar todos los meses, con un salario me apañaba no solo para cocinar dos comidas para todos, también podríamos alquilar una vivienda donde vivir sin compañías. Ni siquiera sería necesario que tuviera muchas habitaciones, con una para nosotros y otra para los niños bastaba. Un salón, una cocina, un baño solo para la familia, en el que no hubiera que limpiar los cabellos caídos en la pila antes de lavarse la cara. Pero la bebida le puede, y por ahí se va también parte de lo que gana, cuando lo cobra. Cuántas veces habré tenido que ir a hablar a las oficinas de la empresa de tranvías, y cuántas veces le han readmitido, por compasión, para luego volver a echarle semanas después. Cuántas veces me habrá prometido que era la última vez, que no volvía a probar el vino, ni la cerveza, ni el licor de hierbas, ni el vodka que venden los soviéticos claramente a escondidas… Dios, hay tantas tentaciones que la sobriedad es inalcanzable para un hombre. Adolf, con lo feliz que eras piropeando a las mujeres antes de extenderles el billete guiñándoles un ojo. Pero el tranvía arranca ahora sin ti y te ha dejado en tierra, buscando con la mirada la taberna más próxima donde ahogar el mal trago.

         He nacido para ser cobrador de tranvía. Se necesita porte, vocabulario, matemáticas, don de gente. Y alegría, mucho entusiasmo para compensar las bombas que todos hemos visto caer sobre nuestras cabezas, la ruina en la que ha quedado el mundo tras la guerra. Y de todo eso lo tenía a raudales. Ese soy yo. Pero quien no ha nacido todavía es el que sepa apreciarlo. Nada que hiciera se consideraba correcto. Si hablaba con los pasajeros, que me callara. Si les saludaba por cortesía, que en silencio. Si les sonreía, que me metiera la sonrisa donde me cupiera. Tal cual me lo dijeron. Y me lo repitieron. Y nunca faltó ni un único pfennig de la recaudación. Todo lo que tenían en mi contra eran solo invenciones. Mala fe. Bilis de los años de la guerra que aún continúa circulando por la sangre de la gente. Si alguna vez me equivoqué al dar la señal de parada o de partida, oye, los trabajadores somos humanos, no máquinas. La vida está en el tintinar de los vasos cuando brindan. Mañana empiezo en una panadería, como aprendiz, porque nunca he amasado nada. Y ahora es el momento de celebrarlo. Que mi ahijado cumple años, ¿cuántos, cinco, seis? Quién sabe. 

20 de octubre, domingo. Jardín de aforismos


Que la escritura se convierta, para un autor, en lo decisivo de su vida al cabo no es tan relevante como que su conciencia como escritor pase siempre al frente de la escritura, incluso cuando le conduzca al silencio.

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Volver a llenar la literatura de biografía es siempre la opción más rentable. Solo eso.

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Cuando la poesía olvida su régimen silábico suele tender a la obesidad.

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Claro y oscuro en los versos quizá tenga que ver más con las luces del lector que con la poética.

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Quienes abogan por una poesía desacralizada con frecuencia lo hacen desde un púlpito.

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El tiempo tiene dos géneros donde le gusta expresarse: la poesía elegíaca y las conversaciones de ascensor entre vecinos.

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Sin asomarse al vacío desde el voladizo donde se escribe no hay aforismo. 

11 de octubre, viernes. Edipo en Venecia


El agua chapotea contra el dique cuando pasa una embarcación por el canal. Me habla, igual que lo estoy haciendo yo aquí, ahora. Me dice lo que me diría a mí misma. A veces se enfada conmigo. Siempre me entiende cuando ando preocupada. Desde niña me siento en el borde y la escucho. Es el confesor que no tengo, y no será por iglesias en esta ciudad. O la amiga que me faltó en la plaza con juegos infantiles que nunca disfruté, porque no las hay. No sé. Soy yo misma, convertida en agua que chasquea la lengua al hablar el dialecto. Me siento en el suelo y la salpicadura de agua, cuando quien navega lo hace más deprisa de lo permitido, me moja la ropa y aún siento un súbito frescor cuando la humedad atraviesa el tejido y humedece la piel. De adolescente era una sensación que me excitaba. Cerraba los ojos y a quien oía hablar entonces no era a mí, sino a algún chico que me hubiera gustado. Pero creo que no me decía nada. O al menos, no recuerdo que me dijera gran cosa. Nada parecido a lo que me cuenta el agua a mí, cuando soy yo quien habla.

Y, además, la gracia que me haría la rociadura de un hombre encima en este momento. Ni en sueños. Conmigo me basto. En verano, a veces, por las noches, cuando cierro la heladería, camino hasta este lugar, y me tumbo en la plataforma donde se detienen los vapores, junto al canal. Dormito con el susurro del agua. Nunca deja de hablarme, ni siquiera cuando todo a mi alrededor va entrando en el silencio, las luces parecen irse apagando, la oscuridad se vuelve más densa y evoca la hora de las confidencias. Su cháchara me ordena la vida, me reconforta. Nunca es remordimiento, por mal que haya actuado con los demás. Solo bálsamo aplicado con paciencia por el cuerpo, con mimo. Con delicadeza de agua, siempre, aunque discurra hacia la laguna ni demasiado limpia ni especialmente aromática.

         Es una espina que tienes clavada en la planta del pie, me dice esta noche el agua que fluye en sosiego por el canal cuando me acerco a saludarla, y te empeñas en ir a la pata coja sobre la misma pierna. No entiendo lo que me afea mientras me dejo seducir por la belleza de su vestido. Las bombillas del Arsenal reflejadas en la superficie forman una auténtica escuadra de barquitos de papel, que quietos no dejan de moverse. Un ejército de significados que no sé leer. Ni siquiera cuando están hablándome. «¿A la pata coja?», me digo en voz alta. Algunos turistas se recogen a sus hoteles con paso vacilante y gesto risueño. Ni los veo. Forman parte del mobiliario de la ciudad. De toda la ciudad, menos de la terminal de la línea de vapores de San Silvestre, que el ayuntamiento ha cerrado por obras. Todo el verano. Una riada de turistas que sube y baja a cada momento, ahora ausentes por reparaciones.

Apareció la cuadrilla una mañana de abril. Los vi pasar, e ingenua de mí hasta imaginé que al poco regresaría uno para comprar helados para los demás. Hasta quise ver sus preferencias en los rostros. Intuí mucho chocolate en las miradas, le eché un vistazo a la cubeta y comprobé que estaba a rebosar. Me quedé tranquila, estúpida de mí.  Las lonas que extendieron por el acceso al dique lo cubrieron por completo, taparon carteles y accesorios. Y extendieron por todas partes cintas amarillas y rojas de señalización de obra pública. La orden municipal de suspensión del servicio de vapores hasta la finalización de los trabajos de construcción de una terminal cubierta quedó expuesta en un cartelón sobre la lona.

Desde aquel día, la calle Sbianchesini ha permanecido desierta. Los vapores pasan de largo. Los caminantes siguen hasta Rialto para tomar el suyo. Esto, que ocurrió ya al día siguiente, me costó entenderlo unas semanas. Seguía haciendo las compras y preparando los helados al ritmo al que me conducía la costumbre, cada vez más intensa por la llegada del buen tiempo, casi sin darme cuenta de que nadie entraba en el local para comprarlos. Ni siquiera la cuadrilla que cerró la parada de San Silvestres. Los vi pasar de regreso, con el mismo deseo de crema de chocolate en la mirada, pero sin querer entrar a satisfacerlo. Si por un instante se me hubiera ocurrido pensar en lo que le acababan de hacer a mi heladería, hubiese salido a la carrera tras ellos, empuñada en lo alto una barra para el hielo, por azotarles las ideas. Ellos, que no tenían ninguna culpa; yo, que no comprendía el devenir.

[Cuaderno de ficciones, página 22]

2 de octubre, miércoles. Escritura y duración, o maneras de comprender lo poético


Avanzo por los fragmentos rescatados en las libretas de notas de Paul Celan que han sido publicados en 2005, varias décadas después de la desaparición del poeta, bajo el título de Microlitos, guijarros. Prosas póstumas. La impresión que tengo es que los borradores de Celan son, como la mayoría de las anotaciones rápidas, de exclusivo uso momentáneo. Dudo que el propio autor, tiempo después de tomadas, supiera descifrar la mayoría. Como, de hecho, me ocurre con las que encuentro mías si por acaso abro alguno de los cuadernos de años atrás. A pesar de ello, continúo pacientemente la lectura porque el descubrimiento de un canto rodado singular en una playa nunca ha resultado tarea sencilla.

         En la página 76 de la edición española descubro una cuestión que me inquieta: «¿El escribir poesía tiene propiamente una duración?». Me sorprende el enunciado de esta pregunta. El que se relacione la escritura poética con un transcurso concreto de tiempo. En una segunda pregunta, a continuación, Celan responde a la primera y la resitúa en un contexto específico: «¿Y en qué relación con el tiempo, con el tiempo de la vida, está esa duración?». Se sobreentiende, ahora, que para el poeta la respuesta a la primera cuestión ha sido afirmativa. De hecho, es el dictamen racional. Por breve que sea un poema, se puede pensar en la antigua escritura japonesa de los haikus, siempre implica un tiempo caligrafiar sus diecisiete sílabas. O también en la más próxima y contemporánea de los aforismos.

         El propio Celan escribió 387 apuntes aforísticos —unos concluidos; otros, simples anotaciones— que quedaron inéditos en la «Libreta de la tarde de Paul Celan». Sobre uno cualquiera del conjunto —por ejemplo, el magnífico 11.4— es posible preguntar qué relación mantuvo con el «tiempo de la vida» de quien lo redactó de esta manera: «Una palabra tan vieja, tan gris, que el silencio fue a aprender de ella».  Por una parte, la mera caligrafía del aforismo en la libreta implica una brevísima duración. En castellano lo he copiado, con más agilidad que preciosismo, en 19 segundos. Si la respuesta a la primera cuestión celaniana es afirmativa —es decir, la escritura de poesía sí posee una duración, en este caso 19’’—, se puede conjeturar que esta resulta nimia en relación con el tiempo no solo de una vida, sino ya de un simple día. Es decir, insignificante. Sin embargo, es plausible pensar que el poeta no estuviera pensando solo en la mecánica de la escritura, y que escribir conllevara también conformar en la mente aquello que se escribe. De esta forma, la implicación vital del aforismo de Celan sería mucho más duradera. Quizá se remonte a alguna lectura de un viejo texto, donde aparecen palabras ya en desuso, cuyo significado desconocido obliga a dejar el libro abierto bocabajo en la mesa para extraer el tomo, voluminoso tomo, del diccionario y buscarla en la diminuta tipografía y tratar luego de comprender, a partir del sentido, cuál sería su origen al relacionarla con alguna raíz de una lengua antigua. Consultar tal vez otros diccionarios. Y no olvidar que se ha conocido la palabra, pero al reencontrarla tiempo después en otro texto, descubrir que su significado se ha evaporado del recuerdo y cuando uno lo busca solo encuentra en la memoria un breve rectángulo vacío. Aunque este proceso cronológico, al alcance de cualquier coetáneo, todavía no incluye el aforismo ni presupone una actividad poética. Es necesario, para que surja el adagio, alterar en el pensamiento la relación entre palabra y silencio que se manifiesta habitualmente, es decir, invertir la lógica común de la vivencia —leer una palabra y no saber qué significa— con el propósito de establecer una relación insólita, ahora entre silencio y palabra, con ayuda del verbo «aprender». Porque es el silencio quien aprende de las palabras viejas. De modo que el aforismo incluye un período explícito de experiencia (lectura, consulta, olvido, lectura, consulta) y otra duración implícita, difícil de determinar, en la que tres conceptos (palabra, silencio, aprender) implicados modifican la relación semántica que existe entre ellos en la lengua de uso para mostrarse en una nueva e inédita relación en la escritura poética.

         No tengo ninguna certeza de que este razonamiento sea el que pesó en Paul Celan a la hora de formular la cuestión que aquel día le preocupaba: «¿El escribir poesía tiene propiamente una duración?». Pero sí que es el que me permite en este momento responder, por mi cuenta y riesgo, a esta pregunta con una negación: «Ninguna». Es decir, la escritura poética no mantiene ninguna relación con la duración del tiempo de la vida. Más allá, claro, de la obvia necesidad de estar vivo para realizarla. La escisión que se ha observado en el análisis del aforismo de Celan entre una duración explícita y otra implícita puede ser interpretada de una manera diferente: Solo la explícita es duración; la implícita no implica ninguna duración. Es instantánea. De esta disyunción se deriva la idea de que la escritura poética no sería fruto de la experiencia, sino de la alteración de los conceptos adquiridos por esta. Transformación que no consume tiempo de vida, solo ocurre. De ahí que la escritura de la prosa se extienda en el tiempo, porque, con indiferencia del género, ha de atenerse a las relaciones que proceden de una duración, concreta y lógica, en la experiencia —sea personal, social, erudita, histórica, lectora, científica…—. La poesía carece de esta servidumbre. La poesía es otra manera de relacionar los conceptos, que puede emanar, obviamente, de lo vivido, pero que no ha sido determinada, en ningún caso, por el tiempo de la experiencia, sino por el no tiempo de las transfiguraciones. 

CARTAS AL s XX | 1 de abril de 1972, sábado . Piel de vinilo roto


—¿Qué pinta esta noticia en las páginas de Cultura? ¿No trata de un accidente de tránsito? Tengo la impresión que deberían cubrirla los de la sección de Sucesos.

         —La reclamamos nosotros, jefe, para el espacio dedicado a la música. Afecta a un grupo. Un grupo importante en el mundillo.

         —Aunque no los conozca nadie.

         —Ah, no, esa es una apreciación injusta. Son nuevos, pero estaban subiendo como la espuma.

         —Bueno, a ver qué habéis hecho. Léemela en un momento y decido.

         —¿Se la leo? ¿Ahora?

         —Claro, cuándo va a ser.

         —Empieza por el accidente. «La furgoneta entró en la curva de una forma y a una velocidad inadecuadas…».

         —A ver, ¿qué dice el parte de la Guardia Civil? Esto no se entiende. O cogió la curva al revés o se pasó aparentando el acelerador. Hay que poner lo que fue, no lo que quede bien.

         —Fue lo que pasó. Si hubiera cogido mal la curva a una velocidad adecuada, hubiera tenido tiempo de rectificar, y si la hubiese tomado bien muy rápida no le hubiera pasado nada. Fue esa combinación lo fatal. Posiblemente circularan un poco por encima de la velocidad permitida, pero algo distrajo al conductor, no vio bien por dónde iba la carretera y ya no tuvo opción de nada.

         —No sé, no sé si me convences. Sigue.

         —Sigo. «inadecuadas. El vehículo patinó en el asfalto, perdió la dirección y fue a topar contra un árbol…».

         —Alto ahí. ¿Un árbol?

         —Sí, un árbol. Había un árbol junto al arcén en mitad de la curva. Estaba protegido por un guardarraíl, pero aun así el lateral de la furgoneta alcanzó el árbol.

         —Ya, me lo creo, pero qué árbol. ¿Un tilo, un olmo, un álamo? Hay que especificar, muchacho. No todo es música en la vida. También hay árboles.

         —Era un árbol de tronco grueso y alto. Un olmo, quizá.

         —Pues escribe «un olmo». Y continúa.

         —«…contra un olmo. El impacto resultó tan violento que la furgoneta salió despedida hacia el sentido opuesto de la calzada, por donde en aquel fatídico instante circulaba un camión de reparto que colisionó frontalmente contra la camioneta desbocada.»

         —No dejas respirar al lector. Pero eso no está mal. Nada mal. Adelante.     

         —«En el interior viajaban los cinco integrantes del grupo de rock Los Invencibles, junto a su representante, tres en el asiento delantero y tres en el trasero, y todo su instrumental apilado en la zona de carga. En el momento del accidente conducía el baterista del grupo…».

         —No te pares, continúa.

         —«La noche anterior habían tocado en una sala de fiestas de Salamanca. Y la siguiente tenían cita en una discoteca de Zaragoza.  Al parecer, después de la actuación, ya de madrugada, habían cargado los materiales y se habían lanzado a la carretera. A la hora en la que se produjo la tragedia, cerca de las seis de la mañana, posiblemente viajaban dormidos; todos, menos el conductor. Una de las razones que se barajan es que el inadecuado acceso a la curva se debiera a un súbito amodorramiento de quien estaba al volante. Los invencibles acababan de publicar su segundo disco, tras cuatro años de actividad, en una gira con conciertos cada vez más multitudinarios. Las ventas presagiaban un ascenso meteórico del grupo, que un árbol… que un olmo al pie del camino ha segado para siempre. Un dramático accidente que se ha saldado con seis héroes de la música abatidos sobre el asfalto». Luego va un suelto con los nombres de todos los miembros del grupo y del representante fallecidos.

         —Los de Sucesos no sabrían decirlo mejor. Es vuestra la pieza. Mandadla a componer. ¿Tenéis fotos?

         —Del grupo. De la última actuación. De la furgoneta accidentada. Nos ha llegado de todo. No sé si se podría incluir una llamada en primera página.

         —Se lo comentaré al dire. Enhorabuena por la cobertura. Vamos a salir antes que los diarios nacionales.

         —No era nuestra intención, en la redacción éramos seguidores del grupo, queríamos cubrirla aquí solo por respeto a los músicos accidentados…

         —Tonterías, las malas noticias son siempre las mejores.

20 de septiembre, viernes. Jardín de aforismos


El hecho de que cada vez haya más gente que se gana la vida con lo que ocurre y menos con lo que ha ocurrido tal vez explique algo.

*

Se presentó ante el auditorio como teórico del alma, pero el público coincidió en que le faltaban tablas.

*

¿Quién habrá encontrado el extraviado plan divino de la creación y qué habrá hecho con él?

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Vacío y firme no son dos estados de la materia, como a veces se piensa, sino solo uno.

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Me pregunto a partir de qué momento los pensadores dejaron de ensanchar el camino y se dedicaron a volcar escombros para convertir cada vez en más intransitable la senda del pensar.

*

Hay quien convierte su vida en un laberinto ficticio con la intención de no encontrar nunca la salida. Por pánico a entrar en un laberinto de verdad.

*

Quien olvida su historia, suspende el examen.

16 de septiembre, lunes. Identidades


Nunca le ha gustado cenar con luz en las cristaleras. Ni en pleno verano. Aquella tarde en la que viajaba dirección al oeste, sin tránsito en la carretera, había contemplado la puesta de sol como si el parabrisas del camión fuera la pantalla de un televisor gigante. La bola solar había ido descendiendo lentamente, infectando el cielo con una luz anaranjada que le recordaba las boîtes nocturnas que frecuentaba de joven, antes de desaparecer. No tenía previsto el lugar dónde detenerse a cenar y a dejar que transcurrieran las horas obligatorias del descanso. Simplemente conducía mientras hubiera luz sobre el asfalto. Los campesinos ya habían cosechado y el paisaje que alcanzaba a ver desde la cabina parecía la cabeza rapada de un recluta. Circulaba con el remolque vacío y solo tenía que llegar de madrugada a una dirección del polígono industrial que tenía anotada en el pliego de carga.

         Cuando vio desaparecer el sol tras la cordillera que había a lo lejos, y las sombras empezaron a extenderse alrededor de los árboles hasta confundirse unas con otras, decidió que había llegado su hora. Redujo la velocidad para entrar en un carril de servicio donde creía recordar de otros viajes que había un restaurante y se dirigió al estacionamiento de camiones. Apenas había algunos vehículos dispersos por su extensión. Le pareció ver en el extremo las paredes perpendiculares de un viejo frontón y condujo hasta sus inmediaciones. En efecto, allí alguien, quizá otro camionero, aprovechaba los últimos instantes de luz natural para golpear con la mano contra el frontis una pelota blanca, de tenis.

         Qué buena hora para un partidito, le gritó al jugador nada más abrir la portezuela. Que no le respondió. Cerró el camión y se acercó despacio. Se te ha comido la lengua el gato. El otro detuvo la pelota y lo miró con ojos de no comprender. Señaló hacia un costado donde había un tráiler aparcado. Se fijó en la matrícula. Era belga. Improvisó: Parle français?  Negó con la cabeza con gesto de desagrado. Y dijo: Antwerpen. Ah, insistió el camionero, même pas pour se comprendre. Y el otro negó reiteradas veces con la cabeza como un niño que no quiere ni más que perra comerse la sopa. ¿Un partido?, decidió tampoco complicarse la vida, y el belga le lanzó la pelota. Llevaba algo más de cuatro horas sentado al volante, así que un poco de ejercicio le venía como anillo al dedo.

         Vaya. El belga de Amberes se defendía bien, pero el español no había olvidado su juventud en un pueblo donde el trinquete era la única instalación deportiva.  El que no hablaba francés corría que se las pelaba tras la pelota y sabía devolverla con fuerza. Siempre a buena altura. El español miraba la tira de las faltas y añoraba el sonido metálico de algún golpe que le sumara puntos a su favor. Cuando se detenían a hacer cuentas, repetían los mismos números: Vijf, decía uno; cinco, el otro. Luego, tien, gritaba uno; diez, el otro.  Vijftien. Quince. Imposible despegarse uno del otro en la puntuación. Los dos anotaban victorias en paralelo. El interés prioritario, determinar quién era el mejor, en qué son diferentes, resultaba en aquel partido un propósito quimérico. Cada jugador actuaba como la sombra del contrincante. Como si la realidad quisiera enmendar aquel viejo pensamiento de Pascal: «cuando se juega al frontón, dos juegan con la misma pelota, pero uno la coloca mejor». Cayó la noche por completo, aunque una farola del aparcamiento, en la esquina abierta, les siguió proporcionando la luz indispensable para seguir intentado distinguirse uno del otro.

Dos camioneros de descanso, machacándose. Una pelota de tenis que iba y venía con impuesta disciplina. Nadie que contemplara el partido. Ni siquiera los estorninos, que hacía un buen rato ya que habían desaparecido en las copas de los árboles próximos. Es posible que algún mosquito quisiera aprovechar la presencia humana para abastecer de sangre a su descendencia, no lo descarto, pero dudo que con la rudeza de los movimientos en el juego tuviera una mínima posibilidad de salirse con la suya. Lo contrario del que acaba de picarme y ahora mismo hace rabiar mi tobillo. Hay otras formas, digo yo, más amables para decirle a uno que por mucho que escriba nunca logrará suplantar con palabras la realidad. 

[Cuaderno de ficciones, página 21]

10 de septiembre, martes. Quiero mi Bruce McLean



En el Modern One, el edificio de la Galería Nacional de Escocia consagrado al arte contemporáneo, encuentro una sala dedicada a celebrar los ochenta años del escultor escocés Bruce McLean (1944), que los cumplirá dentro de unos meses. Nada más entrar, en un vídeo que ocupa toda una pared, aparece su imagen haciendo piruetas al ritmo de una música estridente y más alta de lo aconsejable en un museo. Nadie que conozca a McLean se asustará. Ha dedicado todas estas décadas de creatividad tanto a la escultura como al más puro gamberrismo estético. Para el arte se ha convertido en un auténtico activista. Es la voz en sordina de una generación, la suya, que al cabo resultó privilegiada por las dificultades, el ostracismo, las adicciones y los desastres, de igual modo que los más jóvenes tal vez acaben perjudicados por los privilegios que disfrutan en el presente. McLean no solo es un artista de la vanguardia expresionista, también se convirtió en una suerte de dramaturgo de las ideas, utilizando el arte como escenario y las salas de las galerías como platea. Un ángel anunciador de «the end art history».

  Hay ciertos aspectos de Bruce McLean que aprecio en especial. En su actividad he descubierto, por ejemplo, a mi maestro absoluto en el arte de crear listados. Los míos con dificultad giran en torno al centenar de elementos. Sus listas son abrumadoras: solo se detienen en los mil. Espectacular resulta su «List of works», publicada en solo dos páginas de libro, a tres columnas con tipografía diminuta. Se contempla como un poema conceptual. Genial me parece su «Bruce´s CV in 20 seconds», en el anuncio de una película sobre su figura que se puede ver colgado en su Instagram. Tal vez sea la consulta de un currículo más veloz de la historia: empezar riéndose de uno mismo es una prueba de veracidad de la sátira. Interesantes son también las columnas de nombres con sus influencias, donde compartan lista Rita Hayworth y Jackson Pollok: antes que una información se advierte una actitud ante la vida. Muchos de sus textos programáticos están escritos en forma de enumeraciones y juegos de palabras. Uno, extenso, empieza así: «Predecir / predicción como actividad negativa / los peligros de la inteligencia / proyecto anti vivienda social / cínica construcción / termina mal / lo que empieza mal». En cualquier detalle se advierte su maestría para fundir lo coyuntural concreto con lo conceptual filosófico. Esta combinación tan difícil que cuajar lo convierte en un artista singular, mitad gamberro, mitad sublime: «Permiso para planificar / sin permiso de obras / permiso para todos».

  Otra de las pasiones que comparto con Bruce McLean es su confianza en los borradores. No pasa nada a limpio. Se comprende enseguida que la mayor parte de su vida transcurrió bajo el reinado de las máquinas de escribir. Sus textos se publican en la primera transcripción a máquina, con constantes correcciones y ampliaciones manuscritas. Algo que en poco más de dos décadas de costumbres informáticas ha desaparecido de la cotidianidad del trabajo intelectual. Ya se corrige y añade directamente sobre la pulcritud de una pantalla. En los textos programáticos de McLean se le ve releyendo sus propios escritos y pensando sobre sus dimensiones. Secretos que solo guardan los borradores. Un virtud añadida de esta práctica convierte la caligrafía en trazo artístico.

  Una tercera afinidad que descubro en el escultor escocés es su gusto por los autorretratos. En una época donde la fotografía está tan extendida y, sobre todo tan expuesta a los gestos narcisistas, resulta complicado definir un autorretrato como una actitud artística y distinguirla de la ingente exigencia de retratos de los medios audiovisuales contemporáneos. Los autorretratos de McLean, sean en vídeo o en fotografía, se restringen a la escenificación de sus esculturas vivientes o a acciones de videoarte. Cuando ha de aparecer un ser humano en una imagen, él mismo es quien lo encarna. No se trata de ficciones con personajes, sino de expresiones de un yo que asumen diversas despersonalizaciones contemporáneas. Para el cartel de una exposición en Londres de 1987 se fotografía vestido con un elegante traje claro con un cubo de cinc en la cabeza en una sórdida cueva, rodeado de escombros, donde el escultor, convertido en escultura, encarna una visión sarcástica del arte contemporáneo. Un autorretrato del ser, no del estar. O, tal como propone William Blake en un célebre poema, una cita muy del gusto del artista, «ver el mundo en un grano de arena / y un cielo en una flor silvestre...».

  Junto a las listas, los borradores y los autorretratos, la actividad artística de Bruce McLean tiene encanto también por las fotografías, una expresión que el escultor ha convertido en central para su obra. Como fotógrafo ofrece lecturas de sus piezas escultóricas, obviamente, pero también las fotografías concentran su visión humorística y sarcástica de la realidad. Y en muchas ocasiones ambas funciones se mezclan y sus piezas aparecen con curiosas ambientaciones.

  La exposición del Modern One, titulada irónicamente «Quiero Mi Corona», arranca con una curiosa fotografía, cuyo título es meramente descriptivo: «Una fotografía de un pastel de frutas encima de un armario fotografiado en el ático de alguien (que no cabe en la imagen)». Me detuve de inmediato ante esta pieza, con tratamiento de lienzo hiperrealista, que me pareció un pequeño manifiesto de la imagen. Con ser descriptivo, el título solo alude a dos partes de la imagen, un pequeño rectángulo en el margen derecho donde aparece el pastel sobre el armario, y otro mayor, en la parte inferior, que es una suerte de apertura superior de una estancia de la que solo se ve la cornisa. Este es el «ático» al que alude el paréntesis del título. El resto de la fotografía, un tercio y medio del conjunto, permanece oscuro. Parece una suerte de collage con tres contenidos, dos fotografías y un fundido en negro.

  «A photograph of a Fruit Cake...» se contempla como una pequeña e irónica poética de la fotografía. En primer lugar seduce la idea de que las imágenes surgen del negro y se imponen a él. Ya no recortan la luz y la muestran como una tesela de lo real. La realidad es un fundido en negro al que se sobreponen imágenes inconexas. Una posee un significado trivial: el pastel de frutas sobre el armario. Y también incomprensible. La desubicación de los elementos triviales ha dejado de crear sentido, solo ofrece nuevos peldaños a la infinita escalinata del sinsentido contemporáneo. La otra imagen que se impone al negro promete un contenido al intentar asomarse sobre el techo de una estancia («el ático de alguien»), pero solo ofrece el acceso, la anónima cornisa, una sombra, nada que acerque a nadie. Las tres fronteras de la fotografía contemporánea, la trivialidad, la inaccesibilidad y su presente, la ceguera. 

«A Photograph of a Fruit Cake on Top of a Wardrobe 
Photographed in Someone's Attic (which doesn't fit 
in the vitrine), piece, 2024». Bruce McLean