11 de septiembre, domingo. Has tenido una amiga


En la radio escucho una anécdota musical que me emociona. Hablan de James Taylor. En mitad de un concierto le pidió que subiera al escenario a su amiga Carole King, que estaba entre el público escuchándole. Carole King era entonces, sobre todo, compositora, y Taylor había cantado alguna de sus canciones. En aquella ocasión los dos interpretaron una pieza nueva, aún desconocida, «You’ve Got A Friend». Meses más tarde Taylor, en el estudio de grabación, había cerrado ya el nuevo álbum cuando el ingeniero de sonido descubrió que quedaban unos minutos libres. El mismo técnico le recordó aquella canción que le había oído cantar junto a Carole King, y le sugirió que la grabaran con la banda como prueba. Improvisaron los arreglos y al oír el resultado ya intuyeron que sería el emblema de Mud Slide Slim and the blue horizon. El disco apareció en abril de 1971. La canción llegó enseguida al número uno. Poco después se publicaba en la voz de su autora, Carole King, en un disco ya mítico de la música del siglo XX, Tapestry.

         Mi ejemplar de Tapestry lo conseguí, creo, en 1973. La memoria suele ser un archivo olvidadizo que solo conserva algunas postales de uno mismo. Una que guardo intacta es la de aquella mañana de sábado. El anterior había ido al centro con mis padres a comprar un tocadiscos. Imagino la lata que les habría dado. El vendedor incluyó en la adquisición un disco de James Last, un adalid de la música orquestal, y mi padre sacó del desván uno de sus sueños de adolescencia y se llevó un LP de Carlos Gardel. Aquella semana, entre Last y Gardel, casi consiguen hacerme odiar la música, pese a lo extraordinariamente bien que sonaba mi tocadiscos, el único que tuve mientras duró la primera vida del vinilo. Al sábado siguiente reuní 300 pesetas, ignoro de dónde las sacaría, y me fui a un supermercado, un modelo de comercio entonces novedoso, de hecho, el primero que se abría en el barrio, en la esquina de Capitán Arenas con Manuel Girona. Había visto que en una esquina, bajo los ventanales que daban a la calle, había un aparador con discos. De madera lacada en blanco. Allí pasé las horas estudiando todos los discos. Dudo que tuviera entonces ninguna otra información más allá de la obvia (Beatles o Rollings). Podría haber comprado un disco de cualquier grupo que conociera de nombre, pero algo, ya no puedo recordar qué, me condujo a elegir el disco de una cantante absolutamente desconocida para mí. Carole King. No sé ahora si me atrajo la cubierta —la serenidad de un interior, el banco de madera, el cojín, las cortinas, el gato desenfocado, una puerta cerrada al fondo—, o quizá la imagen de la cantante —sobre todo la melena rizada, parecida a la que tuve cuando dejaron de obligarme a ir al barbero—. De todas formas, no solo fue mi primer disco, sino que se ha mantenido durante casi cincuenta años en el número uno de mi hit parade.

         Lo cuento con el halo nostálgico de lo anecdótico, pero al recrearlo me doy cuenta de que hay en la circunstancia ciertas premoniciones. En aquel instante de mi primera decisión importante, me fie más de la intuición en el vacío que del suelo sólido de las referencias proporcionadas por la época. No sé tampoco si este comportamiento poseía en el momento algún componente sociológico. Si los adolescentes de los 70 preferían indagar en lo desconocido, o si solo era una rareza mía, que he mantenido toda la vida. En música y en literatura. Para bien y también para mal, pues siempre he preferido encontrar a consolidar. Al menos de la mitad de los libros que he leído carecía de influjo externo para leerlo. Creo que, si aquel día hubiera elegido un disco de los Beatles, ahora esperaría para leer a que aparecieran los best sellers de la temporada. Es decir, sería otra persona. Si Carole King no se hubiera decidido a cantar aquella noche junto a James Taylor quizá su historia musical se hubiera trenzado de otra manera. Hay en lo fortuito siempre detrás un elemento que parece fruto de la necesidad, sin que se consiga saber nunca dónde acaba lo casual, dónde asoma lo esencial, qué decide el devenir de los acontecimientos; si lo eventual moldea el carácter, o lo sustancial condiciona cuanto ocurre. Quiero decir, claro, sin que uno lo sepa sobre sí mismo.