No solo el ser humano tiende a
organizar su existencia formando parejas, sean de la índole que cada cual
prefiera, también hay conceptos que se pirran por emparejar situaciones. Como
el azar, que descubre su felicidad
convirtiéndose en coincidencia. La otra tarde cogí el metro para acercarme a
la Fundación Miró, donde se inauguraba una exposición de enigmático nombre:
«Entre dos patios». Delante de mí se sentó un hombre que rondaría los setenta y
algunos años. Alto, pelo cano, con gafas. Entre las manos tenía algo que
enseguida llamó mi atención. Leía con atención una tras otra, pequeñas fichas
como las que hacía décadas que no veía. Desde que la informática ha colonizado
todas las tareas intelectuales. Con unas fichas parecidas había preparado yo infinidad
de exámenes y con un cajón lleno escribí la tesis de licenciatura. Las que manejaba aquel hombre eran de menor tamaño, con las dimensiones de un calendario de
bolsillo. Leía atentamente lo que estaba escrito en cada ficha, separándola del
resto. Igual que hacía el estudiante que fui. Como memorizándola. Luego
colocaba la ficha al final del montoncito que llevaba y se concentraba en la
siguiente. Pero no era un estudiante, sino un jubilado.
Inmediatamente
empecé a desarrollar una historia que explicase la escena que observaba con
tanta atención. Recordé los últimos días del filósofo Inmanuel Kant, ya asolado
por la desmemoria, contados por el novelista Thomas de Quincey. E imaginé una
circunstancia parecida. Quizá el lector de fichas, apesadumbrado por la merma
de la memoria, repasaba las suyas de estudiante para volver a aprender lo que
supo y de repente sentía haber olvidado. No tanto, tal vez, por los conocimientos
en sí, sino para que no se le escapara del todo, con la pérdida del saber,
aquel que había sido. Llegó su parada, sujetó las fichas con una goma, le dio dos
vueltas, y las guardó en el bolsillo trasero de su pantalón. Se acabó la fuente de una historia que reunía
quien fuimos y quien somos, con la vida en medio.
La
verdad es que no sé qué voy a ver en la Fundación Miró. Sé que se inaugura una
exposición de Susana Solano, escultora a quien admiro desde hace muchos años, y
este es el motivo de que me haya subido al metro. Una vez en la montaña de
Montjuic, me dedico a desentrañar qué significa el título. «Entre dos patios»
del primer edificio de la Fundación había una sala, el espacio 10, donde se
mostraba la obra de artistas jóvenes. Incluso primeras exposiciones. Es el caso
de Susana Solano, que inauguró ahí su trayectoria artística en 1980, y también de
las otras dos artistas que la acompañan en el proyecto, Fina Miralles (1950) y Eva Lootz (1940), ambas admirables. Las tres artistas expusieron sus obras
iniciales en el Espai 10. Hasta aquí
la información, que no es gran cosa. Pero la sorpresa me espera nada más
entrar: aquello que veo es la misma exposición con las mismas piezas (algunas,
las originales; otras, reconstrucción de la muestra siguiendo los planos
originales —en obras realizadas con arena, tierra u otros materiales menos
estables—). El mismo inicio, cuatro
décadas después. Las fichas de estudiante del hombre en el metro.
La
sala dedicada a Susana Solano en «Entre dos patios» muestra las piezas
originales de su exposición en 1980. Una ampliación a tamaño casi real de una
fotografía de época, realizada por el pintor Carlos Velilla, muestra a la
artista, treintañera, cuidando el plegado y los pliegues de una gran tela colgada
en la pared. No sé bien qué era de mí hace cuarenta y cinco años. Estudiante, eso
sí, en su tercer curso, creo que aún andaba buscando quién quería ser, cuál era
mi mundo y mis valores, qué me iba a gustar. Unos meses más tarde, no muchos,
me esperaba el servicio militar. Imagino que eso me ocupaba una buena parte del
pensamiento aquel 1980. Me pregunto cómo hubiera descrito aquel joven que fui la
exposición de su coetánea Susana Solano. La artista ha contado que en aquella
época era alumna de Bellas Artes y que lo que presentó entonces eran trabajos
que había realizado para el curso. Este pequeño paralelismo me da pie para
imaginar lo que hubiera pensado en aquel momento de haber contemplado las piezas
que ahora veo en la exposición original.
Una parte
de le exposición constaba de telas —la artista las denomina lonas— colocadas a lo largo de las
paredes a modo de pinturas convencionales. Presidía la sala, y la sigue
presidiendo, una tela de gran extensión. Creo que no me hubiera costado nada
relacionarla con las mismas dimensiones de cualquier cuadro decimonónico grande de temática histórica (pienso por ejemplo en «Doña Juana la Loca», de Pradilla
—que sin duda admiraba entonces por su asunto, porque recuerdo mi interés por
la reina—, un lienzo de tres metros cuarenta por cinco de largo), y en ese
mismo espacio privilegiado por la historia del arte, una gran tela verde en la
que la alumna de Bellas Artes había cosido infinidad de cuadrados. Es la única
tela de color. El resto, aunque los cosidos y bordados a veces contrastan con
un tono más oscuro, son telas blancas. Alguna de estas piezas, con tamaños de
cuadro más convencionales, emulan retratos en una galería. Son los titulados
«Lettera in línea», numerados. Una colección de retratos de ausentes. Solo el
lienzo blanco y tensos ejercicios de costura, a veces como bajorrelieves, otros
como claros relieves. Puntadas y pespuntes realizados con un criterio reiterativo,
pero imperfecto. Es en esa imperfección donde prende su belleza, es lo que sin
duda hubiera pensado a los veinte años. Y ahora.
En la rueda de prensa previa a la inauguración Susana Solano comentó que algunos de sus profesores de entonces se reían de aquellos trabajos de costura sobre tela. Si yo hubiese sido entonces profesor de Bellas Artes no me hubieran hecho ninguna gracia: estas telas no es solo que se rieran a carcajadas de no pocas concepciones convencionales del arte, es que extendían una sábana blanca sobre su cadáver. Y entre estas convenciones, una que me hubiera impresionado descubrir aquel día: los artistas plásticos no cosían en sus lienzos. Porque la costura era considerada tarea artesana y tarea femenina. Y estas simples lonas en lugar de tapar, destapaban brutalmente una mentalidad tan ciega que ya en 1980 parecía caducada, pero sin duda aún no había desaparecido.
Esta fue
una parte de la exposición. La otra consistía en un conjunto de «Maderas» —así
tituladas e igualmente numeradas—, trabajadas con una pureza de formas que me
hubiera deslumbrado a los veinte años igual que lo hace ahora. La delicadeza
con la que cada pieza es mecida por un leve vaivén de su quietud continúa
siendo sorprendente. En este trabajo Susana Solano cambia el registro. Si en
las telas cosidas establecía una narración paródica como reivindicación de una idea
más profunda del arte, en las maderas solo fluye una sensualidad poética: La lucidez de un escalofrío en la materia.
(Hoy no hubiera escrito una frase final así, desde luego, pero al joven que fui
hace cuarenta y cinco años le encantaba expresarse de este modo, y si es él
quien ha de firmar esta crónica, no me queda más remedio que no borrarla).