No consigo recordar nada del
lunes 23 de febrero de 1981 antes de las cinco de la tarde. Desde aquel momento,
el día queda grabado en una estela de mármol que ahora transcribo. Como cualquier tarde, al acabar horario y
tareas, se puede salir del cuartel. Cumplía entonces el servicio militar en
Madrid, en la zona de Campamento, en un acuartelamiento de la División
Acorazada. Aquel mes de febrero a la compañía de tanques donde me han destinado
le toca entrar en los servicios de cocina y a mí, por ser el escribiente
novato, me han enviado a la oficina, un antro oscuro y húmedo, sin ninguna
ventana, donde paso las jornadas junto a un sargento. Aquella mañana, en
concreto, anduve seguro sumido en la tristeza. Al siguiente, 24, operan de
corazón a mi madre, a seiscientos kilómetros de distancia. He pedido unos días
para asistir a la operación, pero los destacados en cocina carecen de permisos.
Por pura coincidencia, ese día 23 también operan al padre del sargento, a quien
tampoco le dan permiso, pero aquella mañana se va a Valencia sin avisar a nadie,
para volver por la noche.
A
las cinco de la tarde, hora de paseo, lo único que me sorprende es que no haya cola
en la puerta. Cuando me presento el cabo me pregunta a qué compañía pertenezco.
Le digo que soy el escribiente de cocina y me deja salir. Ni me preocupa que
hubiera oído durante la tarde por los altavoces en diversas ocasiones llamadas
a los soldados para que acudieran a sus compañías. Los de cocinas somos la excepción
en todo. Solo pienso que he quedado con
un poeta. Lo había conocido a los diecisiete años. Era miembro del jurado de un
premio escolar que me dieron. Un hombre mayor, de carácter tranquilo, autor de
varios libros en editoriales de provincias. Como he llegado a Madrid un par de
meses antes, aquel lunes de febrero quedamos en reencontrarnos. Al llegar a su
casa el poeta me abre la puerta con asombro: «¿Qué haces aquí? Pensaba que no
vendrías». Menuda acogida. Enseguida me cuenta que ha ocurrido algo de extrema
gravedad en el Parlamento. Con tiroteo incluido. Que lo acaba de oír por la
radio. Y yo vestido de soldado.
El
poeta me habla, a continuación, de sus lecturas en ciudades que solo he visto
en el mapa, del libro que está escribiendo, asuntos que, en general, hubieran
ganado enseguida mi interés, pero después de la primera conversación no
consiguen mitigar el nerviosismo. Se lo digo y añado que prefiero regresar al
cuartel cuanto antes, por lo que pudiera haber pasado. Lo comprende y nos
despedimos. Recuerdo que únicamente logro contener la ansiedad dentro del
metro, de regreso. Podría estar ocurriendo cualquier tragedia, pero de pie, dentro
del vagón lleno, cada pasajero a su bola, con el aire cansado de una jornada de
lunes a las espaldas, pienso que no existe normalidad más perfecta. Al salir de
la estación de Campamento regresa la inquietud. Aquellas calles suelen ser un
hervidero de soldados de los múltiples cuarteles que hay en la zona. Lo que encuentro
es una imagen inaudita, nadie por ninguna parte. Junto a los bares, hoy vacíos,
hay un pequeño estanco y recuerdo haber pensado que no sería mala idea una
buena provisión de sellos por si acaso la situación se complica. Entro en el
estanco y la persona que me atiende tiene la radio encendida a máximo volumen.
En ese momento un locutor lee los puntos del bando militar lanzado por Milans
del Bosch en Valencia, pero yo lo oigo descontextualizado, pensando que es el
bando que rige para el país entero. Escucho:
«Artículo primero. Todo el personal afecto a los servicios públicos de interés
civil queda militarizado, con los deberes y atribuciones que marca la ley. -
Artículo segundo. Se prohíbe el contacto con las unidades armadas por parte de
la población civil». Etcétera. Hasta el undécimo.
Camino
cabizbajo por la calzada contigua a la carretera de Extremadura hasta el
cuartel. Encuentro la puerta, que siempre está abierta, cerrada. Busco el
timbre, que ni sé dónde está. Aparece un cabo y me espeta: «¿Estás zumbado?, ¿qué
haces fuera del cuartel?». Le digo que soy de cocina, que he ido de paseo y que
me han permitido salir a las cinco. El cabo me salva la vida en una frase y en
la siguiente me la arrebata: «Anda pasa y cámbiate rápido. Acabamos de dar un
golpe de estado». En la compañía, una nave de hangar larga, ancha y alta,
tampoco hay nadie. Me pongo la ropa de cuartel y me encamino hacia mi lugar de
trabajo aquel mes de febrero, la cocina. El comedor da servicio en un único
turno a seis compañías de soldados de infantería; tres de tanques, como la mía,
que son pequeñas, y tres de vehículos de transporte acorazado, que llamamos toas, que son enormes. La sala es
descomunal, avanzo a oscura, hace rato que ya ha anochecido, entre las decenas
de mesas para veinte comensales cada una. No se ve absolutamente nada, pero escucho
una radio de fondo y me dirijo hacia donde suena. Y completamente a oscuras encuentro
a mis compañeros de servicio en cocina, junto a los cocineros, unos veinte en
total, sentados unos, tumbados otros, alrededor de una de las mesas, escuchado
en absoluto silencio un transistor de bolsillo que han colocado en el centro de
la mesa. Sin decir nada a nadie busco una silla y me incorporo.
Aquella
noche no hay cena para nadie. Imagino que en la cocina comeríamos algo. Lo
siguiente que recuerdo es la intervención del Rey. Cuando acaba, me doy la
vuelta y sin despedirme regreso a la compañía, donde algunos de mis compañeros,
los tanquistas, están sentados ya sobre sus camas. Al día siguiente me contarán
que arrancaron los tanques y los colocaron en posición de salida junto a la
puerta. Pero por la noche estoy cansado, me acuesto y me duermo al instante
porque ya no recuerdo nada más del 23 de febrero, hace hoy cuarenta y cuatro
años.