10 de diciembre, martes. Entre Suero de Quiñones y la inteligencia artificial


La exacerbación de los hábitos en vías de desaparición, o incluso desaparecidos, es una figura que se conoce desde antiguo. La encarnó a finales de la Edad Media Suero de Quiñones (1409-1456), un caballero que debe su celebridad histórica a haber impedido durante un mes el paso por el puente sobre el río Órbigo, en León, a todo aquel que no declarara la belleza y supremacía de la dama de quien estaba infructuosamente enamorado. Hechos que ocurrieron en el verano de 1434, dos siglos después de consumido el cénit medieval de la caballería andante.

         Es posible también que cuando siglo y medio más tarde Miguel de Cervantes creara la figura literaria de Don Quijote, superados ya los cincuenta años de edad, quisiera, entre otros desafueros de su época, también desenmascarar la exacerbación de lo desaparecido que, en los albores del Barroco, época como el siglo XV de hondas transformaciones, no debió de ser una figura desconocida. El exceso de contenidos existenciales con que dotó a sus personajes ha dejado este aspecto en una mera anécdota, aunque no son pocos en los rasgos del Quijote que apuntan a una clara exageración de las costumbres perdidas, desde la vestimenta y el léxico hasta las devociones literarias.

         He señalado a propósito la edad en la que Cervantes inició la escritura de su libro, porque la exacerbación de hábitos no es un defecto de la sociedad que se perciba en una buena parte de la vida, en la que todas las prácticas sociales se viven como propias de esta. Es necesario haber tenido tiempo de ver decaer costumbres para descubrir su falsedad cuando reaparecen, exentas ya de la normalidad que las rodeaba, del todo sobreactuadas. Y en el tránsito de las épocas hay algunas, como el siglo XV o el camino hacia el Barroco, que han sido especialmente feraces en la caducidad de costumbres. A finales del siglo de Suero de Quiñones, un estudiante de leyes, Fernando de Rojas, escribió una tragicomedia humanista, en prosa, para denunciar este singular fenómeno que observaba en la sociedad: su transformación. Los graves pecados contra los rigurosos principios del amor cortés que infringen sus protagonistas les condenan, por justicia poética, a la muerte. Apenas dos décadas y media más tarde, de haber caído la historia de Melibea y Calixto en manos de un poeta como Garcilaso de la Vega los hubiera convertido en dos héroes amorosos del Renacimiento. Con larga y gozosa vida por delante.

         Son estas, pues, las dos actitudes que provoca la decadencia de las costumbres en las sociedades, con independencia del genio que se posea al mostrarlas, hay quien como Suero de Quiñones exacerba lo que desaparece; hay quien, como Fernando de Rojas, alerta sobre los males de la pérdida. Posiblemente Cervantes tratara de fundir ambas actitudes, aunque, como ya se ha dicho, se le escapó el propósito por encima, logrando significados tan superiores que hacen olvidar los obvios.

         La edad y la época han coincidido en estas décadas iniciales del siglo XXI para que perciba cómo se ha actualizado entre los hábitos contemporáneos, de una manera notable, la exacerbación de lo desaparecido. Así que el cronista no da abasto para anotar objetos y costumbres que las nuevas rutinas provocadas por la revolución informática convirtieron en inútiles y de repente ve aparecer, ya no como habituales, sino con un prestigio, un uso y un precio sobreactuados. Por ejemplo, los relojes. Por ejemplo, los vinilos. Por ejemplo, los atuendos de novios e invitados en las bodas. Escribir sobre ello es, sin embargo, repetir la crónica de Suero de Quiñones. Costumbrismo crítico se podría denominar. Un género que nunca me ha interesado, aunque la edad me lo brinde con generosidad de modo gratuito.

         Nunca una regresión, sin embargo, resulta inocente. Pongamos el caso del reloj. Cuando todo el mundo necesitaba uno en su muñeca para ubicarse en el tiempo, la tendencia era fabricarlos cada vez más reducidos, leves y funcionales. Cuando la hora exacta se lleva en el bolsillo y un reloj en la muñeca se ha convertido en un objeto redundante, conforme aumenta su inutilidad crece su tamaño, ya casi hiperbólico, y con él los atributos exclusivamente lujosos y, claro, su precio. Hasta ahí, costumbrismo. Pero el éxito social que este uso de los megarrelojes suntuarios vive en el presente no tiene nada que ver con el control del tiempo, sino con la ostentación. Y esta resucita un hábito social que se creía superado por los avances ideológicos del siglo XX, que ahora reflota con desproporcionado vigor: los emblemas de pertenencia a una fantasmagórica clase caracterizada solo por creerse más alta que el resto de los mortales. Un hilo que tampoco acaba ahí, y que uno no sabe si ha de seguir tirando de él hasta que le lleve a conclusiones aún más oscuras que aquellas que asustaban al autor de La Celestina.

         No son pocas las intensificaciones extrañas a la época que aparecen como pulsiones amenazadoras para este presente. Pero no vale la pena tratar las que no se correspondan con temores personales. Esta es la lección de Cervantes que conviene no olvidar, por lejos que quede el mero tratar de emular su clarividencia. Y es que tengo la impresión de que este mismo escrito no es más que una clara exacerbación del hábito en decadencia de cualquier escritura literaria. Y cuando lo escrito de repente se vuelve contra uno mismo, de inmediato florecen las justificaciones: Ojo, que no escribo para darme importancia, como quien esgrime en la muñeca un reloj de varios miles de euros. Sonrío al darme cuenta de que he caído en mi propia trampa al soñar una exacerbación que me convirtiera en protagonista. La verdad es menos complaciente. La lectura, como tal, empieza a interesar solo a las máquinas, para aprender a sustituir a quienes ahora escriben como oficio. No las preparan porque lo vayan a hacer mejor ni más barato, sino porque lo harán igual que ahora, pero los beneficios económicos que se deriven habrán cambiado el rumbo diametralmente en dirección al dueño del algoritmo.  Que los beneficios le miren a uno, este es el secreto de la época. Ah, las justificaciones no acaban nunca —Pero si lo hago todo gratis, como este artículo, mientras trato de engañarme a mí mismo. Pronto solo Suero de Quiñones querrá ser escritor.