La exacerbación de los hábitos en
vías de desaparición, o incluso desaparecidos, es una figura que se conoce
desde antiguo. La encarnó a finales de la Edad Media Suero de Quiñones
(1409-1456), un caballero que debe su celebridad histórica a haber impedido durante
un mes el paso por el puente sobre el río Órbigo, en León, a todo aquel que no
declarara la belleza y supremacía de la dama de quien estaba infructuosamente
enamorado. Hechos que ocurrieron en el verano de 1434, dos siglos después de
consumido el cénit medieval de la caballería andante.
Es
posible también que cuando siglo y medio más tarde Miguel de Cervantes creara
la figura literaria de Don Quijote, superados ya los cincuenta años de edad,
quisiera, entre otros desafueros de su época, también desenmascarar la
exacerbación de lo desaparecido que, en los albores del Barroco, época como el
siglo XV de hondas transformaciones, no debió de ser una figura desconocida. El
exceso de contenidos existenciales con que dotó a sus personajes ha dejado este
aspecto en una mera anécdota, aunque no son pocos en los rasgos del Quijote que
apuntan a una clara exageración de las costumbres perdidas, desde la vestimenta
y el léxico hasta las devociones literarias.
He
señalado a propósito la edad en la que Cervantes inició la escritura de su
libro, porque la exacerbación de hábitos no es un defecto de la sociedad que se
perciba en una buena parte de la vida, en la que todas las prácticas sociales
se viven como propias de esta. Es necesario haber tenido tiempo de ver decaer
costumbres para descubrir su falsedad cuando reaparecen, exentas ya de la
normalidad que las rodeaba, del todo sobreactuadas. Y en el tránsito de las
épocas hay algunas, como el siglo XV o el camino hacia el Barroco, que han sido
especialmente feraces en la caducidad de costumbres. A finales del siglo de
Suero de Quiñones, un estudiante de leyes, Fernando de Rojas, escribió una
tragicomedia humanista, en prosa, para denunciar este singular fenómeno que
observaba en la sociedad: su transformación. Los graves pecados contra los
rigurosos principios del amor cortés que infringen sus protagonistas les
condenan, por justicia poética, a la muerte. Apenas dos décadas y media más
tarde, de haber caído la historia de Melibea y Calixto en manos de un poeta
como Garcilaso de la Vega los hubiera convertido en dos héroes amorosos del
Renacimiento. Con larga y gozosa vida por delante.
Son
estas, pues, las dos actitudes que provoca la decadencia de las costumbres en
las sociedades, con independencia del genio que se posea al mostrarlas, hay
quien como Suero de Quiñones exacerba lo que desaparece; hay quien, como
Fernando de Rojas, alerta sobre los males de la pérdida. Posiblemente Cervantes
tratara de fundir ambas actitudes, aunque, como ya se ha dicho, se le escapó el
propósito por encima, logrando significados tan superiores que hacen olvidar
los obvios.
La
edad y la época han coincidido en estas décadas iniciales del siglo XXI para que
perciba cómo se ha actualizado entre los hábitos contemporáneos, de una manera
notable, la exacerbación de lo desaparecido. Así que el cronista no da abasto
para anotar objetos y costumbres que las nuevas rutinas provocadas por la
revolución informática convirtieron en inútiles y de repente ve aparecer, ya no
como habituales, sino con un prestigio, un uso y un precio sobreactuados. Por
ejemplo, los relojes. Por ejemplo, los vinilos. Por ejemplo, los atuendos de
novios e invitados en las bodas. Escribir sobre ello es, sin embargo, repetir
la crónica de Suero de Quiñones. Costumbrismo crítico se podría denominar. Un
género que nunca me ha interesado, aunque la edad me lo brinde con generosidad de
modo gratuito.
Nunca
una regresión, sin embargo, resulta inocente. Pongamos el caso del reloj.
Cuando todo el mundo necesitaba uno en su muñeca para ubicarse en el tiempo, la
tendencia era fabricarlos cada vez más reducidos, leves y funcionales. Cuando
la hora exacta se lleva en el bolsillo y un reloj en la muñeca se ha convertido
en un objeto redundante, conforme aumenta su inutilidad crece su tamaño, ya
casi hiperbólico, y con él los atributos exclusivamente lujosos y, claro, su
precio. Hasta ahí, costumbrismo. Pero el éxito social que este uso de los
megarrelojes suntuarios vive en el presente no tiene nada que ver con el
control del tiempo, sino con la ostentación. Y esta resucita un hábito social
que se creía superado por los avances ideológicos del siglo XX, que ahora
reflota con desproporcionado vigor: los emblemas de pertenencia a una fantasmagórica
clase caracterizada solo por creerse más
alta que el resto de los mortales. Un hilo que tampoco acaba ahí, y que uno no
sabe si ha de seguir tirando de él hasta que le lleve a conclusiones aún más
oscuras que aquellas que asustaban al autor de La Celestina.
No
son pocas las intensificaciones extrañas a la época que aparecen como pulsiones
amenazadoras para este presente. Pero no vale la pena tratar las que no se
correspondan con temores personales. Esta es la lección de Cervantes que
conviene no olvidar, por lejos que quede el mero tratar de emular su
clarividencia. Y es que tengo la impresión de que este mismo escrito no es más
que una clara exacerbación del hábito en decadencia de cualquier escritura
literaria. Y cuando lo escrito de repente se vuelve contra uno mismo, de inmediato
florecen las justificaciones: Ojo, que no
escribo para darme importancia, como quien esgrime en la muñeca un reloj de
varios miles de euros. Sonrío al darme cuenta de que he
caído en mi propia trampa al soñar una exacerbación que me convirtiera en protagonista.
La verdad es menos complaciente. La lectura, como tal, empieza a interesar solo
a las máquinas, para aprender a sustituir a quienes ahora escriben como oficio.
No las preparan porque lo vayan a hacer mejor ni más barato, sino porque lo
harán igual que ahora, pero los beneficios económicos que se deriven habrán
cambiado el rumbo diametralmente en dirección al dueño del algoritmo. Que los beneficios le miren a uno, este es el
secreto de la época. Ah, las justificaciones no acaban nunca —Pero si lo hago todo gratis, como este artículo—, mientras trato de engañarme a mí mismo. Pronto solo Suero de
Quiñones querrá ser escritor.